sábado, 30 de mayo de 2009

Los balcones de Murcia (1)




A Sonia, una gran lectora...

1.

Hay siempre algo fantástico en cualquier historia por más simple y vulgar que parezca. A ojos de muchos puede parecer una historia burda pero a ojos de un puñado puede convertirse en una historia fantástica o llegar a ser, tal vez, la mejor historia que han conocido en su vida. Tal vez esta sea una de ellas, una historia simple pero fantástica, y por sobre todo cargada de vulgaridad.

Yo tenía 37 años, ella 22.

Obviaré los detalles de cómo nos conocimos o cómo fue dándose todo el embrollo que nos llevó a conocernos y a percibirnos el uno con el otro, porque a decir verdad carece de interés en el relato. Sí rescataré lo que comenzó a pasar en la primavera de 2009 cuando por esas cosas de la vida ambos terminamos siendo vecinos y construyendo una historia que nunca olvidaré.

Ella tenía pelo lacio, ojos pícaros y una sonrisa que nunca pasaría imperceptible. Al menos para mí jamás pasaría. Es que desde que la había conocido, hacia un par de años atrás, siempre me había parecido una jovencita sumamente atractiva y con cierto aire interesante. Las mujeres siempre me han gustado así, sin importar la edad pues me da lo mismo salir con una que apenas raye los dieciocho que con una que pasó los cincuenta. En realidad la mujer para mí tiene que tener esa contaminación del “no sé qué”, que no es más ni menos que el don de ser distinta a cualquier otra. Pues bien, aquella muchacha lo tuvo desde el primer momento que la conocí y aquella primavera podía percibirlo más directamente puesto que se había convertido en mi flamante vecina.

Por aquel año yo alquilaba un pequeño departamento en Murcia en un viejo edificio a punto de derrumbarse. No era lo ideal vivir en aquel lugar pero era lo que mi sueldo de profesor universitario me permitía por aquellos días. Ella vivía en el edificio de enfrente. Era un bello edificio, nuevo, con hermosos balcones exquisitamente diseñados que hacían abrir la boca a quien los mirase, y enormes ventanales que le daban un aire moderno y minimalista a la vez. Se podría decir que ella encajaba perfectamente con aquel sitio.

Una mañana de sábado me choqué con ella de frente al volver del mercado. Hacía tiempo no la veía y aquel día como por arte de magia la chica que tanto despertaba sensaciones dentro de mí estaba con un manojo de bolsas con mercadería colgando delante de mí.

- Hola, ¡qué sorpresa! –dijo sonriente y contemplándome como tan solo ella puede hacerlo.

- Ufff ¡vaya si sorpresa!, ¡¿pero qué haces tú por mi barrio, niña?! –pregunté asombrado.

- ¿Tú barrio?, ¿vives aquí también?, yo vivo en este edificio –dijo señalándome el edificio moderno.
Pues me quedé atónito y sin saber qué decir. Yo vivía enfrente y nunca le había visto y eso no me lo podía perdonar.

- Pues ¡qué bien!, yo vivo en ese edificio, en ese que está todo corroído y que parece que en cualquier momento se desploma.

- ¡Woowww! ¡somos vecinos! –exclamo sonriente.

- Así es y la verdad que es una grata sorpresa

- Ya lo creo. Bueno, mira, debo subir, es que he ido a hacer las compras y aún me quedan cosas por diseñar. Es que estoy trabajando en un proyecto nuevo, en una casa de campo de unos hacendados millonarios y me han encargado que se las remodele y hay mucho dinero en juego. Tú me entiendes ¿verdad?, sino con gusto te invitaría a pasar.

- Claro, claro. Ve, no te preocupes. Lo mismo ha sido un placer encontrarte.
Nos saludamos y cada uno tomo su rumbo.

Después de aquel día no volví a cruzármela por la calle. Había días que al volver de mi trabajo me tomaba un tiempo para subir a mi departamento y leía el diario de parado en contra de la pared de entrada o tan solo observaba a la gente caminar en la vereda a la espera que ella apareciese pero sin embargo ella nunca se apareció. Eres un tonto si esperas volver a verla de esta manera, me dije para mis adentros. Así que decidí olvidarme del asunto y concentrarme en mi vida.

Una mañana al levantarme me desperecé frente a la ventana y sin pensarlo me encontré a ella en su balcón regando las plantas. Mis ojos, aún hinchados por el sueño, no podían creer lo que veían. Sí, ahí estaba ella, la muchacha que más me atraía y gustaba en el mundo. Me vestí rápidamente y abrí la puerta que daba al balcón y salí. Me apoyé en la baranda y le grité.

- Hola, ¿cómo estás? –grité fuerte mientras balanceaba mi mano derecha en un movimiento oscilante de izquierda a derecha.

Pero nada, ella seguía con las plantas y me ignoraba. Agucé un poco mi vista y observé que llevaba puesto su ipod y entonces suspiré. Aquello me trajo alivio. Ella no me ignoraba, tan solo no me escuchaba.
Otro día la volví a ver por casualidad. Fue un sábado por la noche. Yo había invitado un par de amigos a tomar unas copas y se había armado una pequeña reunión en mi departamento. Uno de ellos salió al balcón y al rato me llamó.

- Oye amigo, ¿quién es aquella belleza que vive en aquel departamento vecino?

–me dijo con cara de depravado, cosa que me molestó y sacó de quicio.

- No lo sé, es solo una vecina. Ven, vamos, deja de ser libidinoso con mis vecinas –dije con tono firme y enojoso.

- Ok, no te enojes, amigo.

Y así mi amigo entró y yo me quedé un rato en el balcón fumando un cigarrillo y viendo como ella acariciaba el lomo de un gato de pelaje dorado que mantenía sobre su falda. Era inevitable que la piel se me erizara cada vez que la veía. Durante tanto tiempo aquella mujer había participado en mis sueños y anhelos que ahora que la tenía tan cercana a mí parecía que distáramos a millones de años luz el uno del otro. Eso me entristecía y me sentía como dentro de una prisión en donde el carcelero tenía la llave y se había marchado bien lejos y ello no me permitía cruzar la puerta para ser libre de verdad.

Me sentía solo, terriblemente solo.

Se hizo costumbre espiarnos. Alguna que otra vez la descubrí observándome desde su balcón o ventana, pero cuando eso sucedía ella inmediatamente miraba hacia otro sitio y se hacía la desentendida. Pensé que me histeriqueaba, pensé que la brecha de edad que nos separaba hacía que mirásemos el mundo a través de distintas ventanas imaginarias. Su balcón era bellísimo. Poseía macetas de distintos tamaños y formas y una hilera de hermosas margaritas estaban dispuestas al frente y unas coloridas gerberas complementaban los costados. Sin lugar a dudas la atención que ella les ponía hacía que las plantas estuviesen tan bellas. Simbiosis, creo que esa sería la palabra exacta para describir aquella comunión entre ella y sus plantas de flores.
Entre aquellos momentos que nos sorprendíamos espiándonos hubo uno que recuerdo marcado a fuego. Yo hacía varios meses me había separado de mi última novia y desde aquel entonces no la había vuelto a ver. Una tarde de jueves esta me visitó con el pretexto de buscar unos viejos vinilos suyos que aún estaban en mi departamento. La hice pasar, tomamos café y mientras charlábamos puse uno de los discos en el equipo de audio. Casi sin rodeos el sexo llegó. No sé porqué las ex parejas tienden a comunicarse mediante el sexo después que pasa un tiempo y se vuelven a ver, pero la cuestión que con nosotros aquello también se cumplió, ¡y de qué manera! Nos desnudamos en el living del departamento sin tener pudor ni percatarnos de que los ventanales estaban abiertos. Mi ex novia disfrutaba mucho del sexo así que me dejé llevar y lo hicimos varias veces sobre el sofá, el piso, la mesa y en contra de la biblioteca y las paredes. Quedamos exhaustos. Ya anochecía cuando me incorporé y me comencé a vestir parado frente al sofá. Entonces la vi. Estaba sentada sobre su futón mirándome directamente a los ojos. Detrás de mí yacía mi ex novia desnuda y semidormida. Yo, con mi camisa abierta, mis pantalones por el piso y mi pene al aire. Sentí por primera vez vergüenza de mi desnudez y unas ganas terribles de que las cortinas bajasen de repente para que ella no pudiese contemplar aquel cuadro. Pero no podía, los dados ya estaban echados y la suerte aparentemente también.

Después del día de mi patética desnudez las ventanas de su departamento mostraban orgullosamente unas flamantes cortinas color crudo que dividían el interior del exterior, la vida interna de la vida externa, a ella y a mí. Por aquellos días sentía una culpa horrible dentro de mí. Me pesaba el alma. Si bien nunca me había animado a decirle lo que yo sentía por ella, yo mismo me auto juzgaba de una manera cruel por lo que había pasado con mi ex novia y lo que mi vecina había podido ver. ¿Qué me pasa? –Me preguntaba- ¿porqué me siento así si jamás me atreví a decirle nada de lo que siento por ella? Muchas preguntas me venían a la mente y todas me generaban un desasosiego que casi era inevitable.

Al tiempo decidí ponerle fin a aquella manera de sentirme y tomando coraje crucé la calle, entré a su edificio y pedí amablemente al portero el número del departamento de ella. El portero era un conocido mío, solíamos jugar a las cartas en el bar del vecindario y no dudó en decirme el número de su departamento y permitirme entrar al edificio. Previamente había comprado un libro de poemas de Mario Benedetti y lo había envuelto en un papel de regalo y colocado un moño blanco bastante apagado. Había adosado una tarjeta al libro que decía: “no creas todo lo que ves” y no la había firmado. Pensé que el anonimato sería entendido por ella si realmente estaba pensando en mí. No sé que me llevó a pensar semejante cosa pero en definitiva subí escaleras arriba, deposité el libro delante de la puerta de su departamento y me marché. Los días pasaron y no tuve noticias de ella ni tampoco la veía por el vecindario. Preguntaba al portero por ella y éste me decía que había noches que no venía al edificio y otras que un muchacho en un Mercedes Benz último modelo la pasaba a buscar o la recogía al anochecer. Entonces me supe fuera de juego. Y decidí terminar con el asunto.

Esa noche me emborraché. Tomé una botella del mejor brandy que tenía en el departamento y me senté en la oscuridad de mi balcón a mirar el cielo. Oscuro y plagado de estrellas todo el firmamento parecía una túnica mortuoria que envolvía en silencio mi ser. Su departamento estaba a oscuras, no había señales de ella. Entonces la imaginé haciendo el amor con otro, deseándolo, besándolo, dejándose penetrar y gozando un sexo pleno y tal vez furtivo, todos aquellos pensamientos se apoderaron de mi mente. Bebí más brandy. Maldije y vociferé sin sentido durante un rato. Al poco tiempo me quedé en silencio. El alcohol me había mareado un poco y un viento fresco de madrugada había invadido el balcón y enfriado mi piel. Entonces vi una estrella fugaz en el cielo y tuve la intención de pedir un deseo. Sí, un deseo. Casi al momento de pedirlo recordé momentos de cuando era niño y viví una situación similar. Estábamos en el patio de nuestra casa, mi padre y yo, hamacándonos placenteramente en la hamaca que pendía de un viejo fresno. Mirábamos las estrellas como solíamos hacer por las noches de verano. Entonces una estrella fugaz pasó y mi padre la señaló con el dedo corazón. Me entró una emoción enorme al verla e inmediatamente miré a mi padre. Contemplé sus ojos negros mirando la estrella fugaz y sentí vida en aquella mirada. Increíblemente aquel momento quedó grabado dentro de mí ser.

- Pide un deseo hijo, hazlo ahora antes que la estrella desaparezca –me dijo mi padre.

Entonces sin quitar la vista de la estrella fugaz pedí un deseo. Apenas hubo desaparecido volví mi mirada a mi padre.

- ¿Qué tienen que ver los deseos con las estrellas, papá? –pregunté inocentemente. Y mi padre contemplándome con ojos llenos de amor tan solo se limitó a despeinarme y sonreír. Luego volvió a mirar hacia el cielo y así permanecimos en
silencio durante un largo rato.

Tapé la botella de brandy, me enderecé como pude y apoyándome en las paredes logré entrar en mi habitación y desmoronarme en la cama. Mi cabeza daba vueltas sin límites, saliva salía por mi boca y un terrible dolor aquejaba mi frente. Mi mirada quedó perdida en la claridad que entraba a través de las cortinas. Un aura blanca y pura parecía invadir la habitación en penumbra.

Entonces sentí sueño y me entregué.

Un llamado desconocido había pasado por mí, tal vez fuese mi interior que me avisaba que debía dar un paso más allá y atreverme a luchar por lo que realmente quería y deseaba.


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jueves, 28 de mayo de 2009

los puentes en el cielo



No recuerdo en qué momento nació aquella rutina de sentarme a contemplar el cielo nocturno cuando mi interior me susurraba y me lo reclamaba. Supongo que no reparé en la fecha porque fue algo espontáneo y porque era algo que cada vez que se daba me conectaba con mi interior. Conectividad pura, creo que así podría llamarle. En la sucesión de veces que aquello se produjo durante casi toda mi vida fue que lo conocí. Se apareció una noche mientras yo estaba sentado en la mesa de cemento del patio. Solía sentarme sobre la mesa, era el lugar exacto para poder abstraerme. Me gustaba mucho aquel ritual.

Esa noche sentí una sensación de estar acompañado y al voltear divisé un bulto a mi lado, en medio de la espesa oscuridad.

- No te asustes -me dijo en voz baja.

- ¿Quién eres? -pregunté asustado.

- Nadie. O mejor dicho, sí, soy alguien, pero ¿acaso importa en este momento? Creo que me gusta lo mismo que a vos, mirar las estrellas y abstraerme. Por eso estoy acá. No te asustes por favor -volvió a implorarme.

Intentando mirar a unos ojos que no podía divisar pensé por un segundo que no tenía importancia quien era aquella persona sentada a mi lado, tenía cosas mucho más importantes que encargarme de otro asunto más que complicara mi existencia. Seguí contemplando el cielo. La cruz del sur titilaba con sus cuatro estrellas como si fuesen diamantes recién pulidos. Tal vez el frío de la noche los hace brillar así, pensé. Observé por un largo rato cada estrella olvidándome de quien se había aparecido a mi lado.

- ¿Cuál estrella te gusta más? -me preguntó aquella persona volviéndome a la realidad.

- No lo sé, creo que todas. No tengo ninguna predilección por alguna, al contrario, las considero bellas a todas. Cada una emite una luz con distinta intensidad. Es como si con su luz intentaran dialogar conmigo, así lo siento cada vez que me siento aquí a contemplarlas. Me gusta pensar que ellas me dicen cosas, que me cuentan como es estar allá en el universo y yo les cuento a ellas como es mi propio universo.

- Me gusta lo que piensas. A mí también me gustaría pensar que las estrellas me hablan.

- Oye, no se lo digas a nadie, ¿ok?, pues creerán que estoy loco o que tú estás loco, ¿sí? -le sentencié con voz altiva.

- No te preocupes. Además, no conozco a nadie, tan solo a ti.

Entonces intenté mirarle a los ojos. No pude verlos, pero sí seguí percibiendo su presencia a mi lado.

- ¿Quién eres? -volví a preguntarle.

- Nadie. O tal vez sí soy alguien. Me parezco mucho a ti, sí, eso, soy muy parecido a ti.

Entonces un satélite diminuto se vio surcando el firmamento entre las estrellas. Al verlo una tremenda angustia me arrugó el pecho.

- ¡Mira! -exclamé- ¡Mira!, ¡un satélite! -le dije mientras señalaba el punto de luz movedizo en el cielo.

- Sí, es hermoso, ¿no lo crees?

- Ufff, claro. A veces cuando veo un satélite rondando el vasto cielo nocturno siento mucha tristeza. Me imagino que dentro de él voy yo contemplando todo desde arriba pero sin poder hacer ninguna intervención, tan solo limitándome a mirar. Entonces me desespero. Grito, lloro, me angustio, me cargo de impotencia y nadie se entera de ello.

- A mí también suele pasarme de imaginar cosas así. No siempre, pero suele pasarme.

- ¿En serio lo dices? -le pregunté algo aturdido-

- ¡Claro!, ya te dije que soy muy parecido a ti.

Nada pude responder a eso. ¿Porqué yo debía ser único?, ¿acaso estaba escrito que no podría existir otro ser humano parecido a mí, que pensara parecido y que tuviera las mismas fantasías y anhelos?, no, sí que podía existir.

- Yo en cambio a veces me imagino cruzar un puente. Uno que está ahí, en el cielo. Cuando lo cruzo todo lo malo desaparece. Entonces lo uso como un escape. Cada momento que la vida me oprime hasta casi asfixiarme me pongo a contemplar el cielo nocturno y a buscar el puente. Lo hago durante horas, hasta que aparece delante de mi visión y es ahí que me lanzo en una carrera rápida y loca a cruzarlo. Cuando lo cruzo me paro en el otro extremo y logro ver las penas que me aquejaban tiradas en el suelo, justo delante de mí pero del otro lado, en el otro extremo del puente. Yacen inertes, opacas y olvidadas. Entonces me sonrío y vuelvo a ser yo una vez más, pero un "yo" mucho más liviano y puro. -me confesó.

- Debe ser increíble cruzar tú puente, al pensarlo se siente parecido a estar dentro de mi satélite. -dije sin intentar mirarlo.

- Algo así, tienes razón.

Seguí contemplando las estrellas y no perdiendo de vista al satélite. Se movía lentamente, casi arrastrándose entre las estrellas. Era de madrugada y un viento fresco comenzó a mover las hojas del álamo que estaba a un costado del patio. Cerré los ojos y tomé aire puro, se sentía espléndido. Cargué mis pulmones a su máxima capacidad y me imaginé dentro del satélite. Abajo, la Tierra, con seis billones de personas menos yo. Todos viviendo sus vidas, ignorándome a mí. El satélite se sentía frío y hermético y en su interior el tiempo parecía no avanzar. Eso me hizo sentir extraño y volví en mí.

- ¿Tienes frío? -pregunté a la persona que estaba a mi lado. Pero no me contestó.

Extrañamente sentí la sensación nuevamente de estar en soledad. Volví a intentar hablar con la persona que se encontraba a mi lado pero fue en vano, ya no estaba, se había ido. No supe nunca en que momento se fue de mi lado, ni quien era. Pensé que tal vez había decidido cruzar el puente del que tanto hablaba. Tal vez desde mi satélite lo podría llegar a ver algún día.


Las luces de los automóviles parecían luciérnagas en la noche. Pasaban por el puente como automóviles de carreras. Después de tanto deambular en busca de comida decidimos tirarnos sobre el pasto debajo del puente a ver las estrellas. El puente me hizo recordar a aquella persona invisible que años atrás me había acompañado por la noche a mirar las estrellas. Me pregunté dónde andaría, qué sería de su vida. No encontré respuesta alguna. Sumido en recuerdos y pensamientos me entredormí hasta que sentí el tirón de mi brazo. Era un policía, y eran los guardias del sanatorio.

- Debes volver, ya es suficiente -me dijeron con cierto aire parco y de enojo.

Me resistí. Pataleé. Grité, mordí, me babeé, pero todo aquello no sirvió de nada. Una inyección en mi pierna se sintió como fuego y me arrojó nuevamente dentro del satélite. Ahora se veía a la Tierra como la recordaba. Nadie podía verme, solo yo a ellos detrás de la escotilla. Una luz azul brillante envolvía la vida de todos en el planeta y yo seguía mi vigilia en el oscuro cosmos.

- ¿Me has extrañado? -me preguntó una voz conocida que provenía de mis espaldas.

Volteé asustado. En el satélite tan solo debería estar yo y nadie más. Pero no estaba solo, aquella persona desconocida estaba detrás de mí. Agucé mi visión y tras cruzar de frente al sol la reconocí. Era mi sombra que estaba sentada, cabizbaja y llena de pena detrás de mí.

- No he podido encontrar mi puente, -dijo con voz llorosa- por eso decidí seguirte hasta tú satélite y mirar juntos las estrellas. ¿Me ayudas a encontrarlo?

Entonces sin miedo asentí y le respondí con una muda inclinación.
Ya no estaba solo, ahora eramos dos buscando puentes en el cielo desde un satélite.




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lunes, 25 de mayo de 2009

muerte moderna (fin)



3.

Mi vida no tardó en acomodarse. Después de unos meses de silencios y de jugar a las escondidas con los recuerdos volví a mis quehaceres diarios y rutinarios. En una especie de cicatrización anunciada invisiblemente mi dolor se fue ausentando. Como pude encajé todo dentro de un cofre, le eché candado y arrojé la llave lejos, tan lejos que mi memoria se negaba a ubicarla. Era la única forma de seguir adelante, de lo contrario sucumbiría.

Después de un par de años, casi siete años de mi separación, encontré a mi ex esposa paseando por el parque de mi ciudad. Al principio no la reconocí, pero noté que aquella mujer me miraba y de una manera poco convencional, entonces presté atención y me di cuenta que era ella. El tiempo tiene sus maneras de actuar y sin lugar a dudas la había cambiado. Seguramente yo también estaba cambiado pero es difícil que uno mismo se percate de ello. Su rostro denotaba alguna que otra arruga, su pelo ahora estaba teñido, tal vez para resguardar sus canas, y poseía un cierto aire armónico y parsimonioso que jamás había visto en ella. Estaba sentada en uno de los bancos del parque, pensativa y con su mirada clavada en mí. Al reconocerla me acerqué a ella. Aún no sé porqué hice aquello, pero lo hice.

- Hola, ¡tanto tiempo! –saludé.

- Hola, sí, ¡qué sorpresa!

- No te había reconocido. Es que te ves distinta, no sé cómo decirte, es que hace tanto tiempo que no nos vemos. Apenas me di cuenta que eras vos algo interiormente me condujo hasta aquí, a saludarte.

- Me alegra que haya pasado. Sí, el tiempo pasa y deja huellas en nosotros, ¿no?... es como algo inevitable ¿no te parece? –me dijo sonriente y sin dejar de contemplarme con los mismos ojos que yo recordaba.

- Sí, tienes razón.


Fue entonces durante aquel encuentro y mientras se daba aquella charla que un recuerdo vino a mi mente. La memoria tiene esas triquiñuelas de las cuales muchas veces no logras explicarte porqué lo hace o cual es el motivo que desencadena semejante acto. Mientras se daba aquella charla y yo no quitaba mi mirada de mi ex mujer mi visión se volvió roma y me precipité al recuerdo que mi mente quería mostrarme. Había sucedido cuando éramos novios y nuestro amor recién comenzaba, en un atardecer de diciembre, al regreso de la universidad y a orillas de las vías del tren. Ella vivía al otro lado de las vías y para llegar a su casa debíamos de cruzarlas. Justo en aquel lugar se encontraba el depósito de locomotoras, el cual era gigantesco y era donde aquellas máquinas fantásticas hacían sus maniobras a toda hora del día. Ese atardecer, a vuelta de la universidad, cruzamos entre unos vagones las vías. Apenas cruzamos ella se paró en seco y me posó sus manos en mis hombros.

- ¿Puedo pedirte un favor? –me preguntó.

- Claro, dos también.

- No, solo uno. Uno y especial. ¿Puede ser?

- Si, dime, ¿cuál es el favor?

- Prométeme algo. Prométeme que nunca me olvidarás. Nunca. Pase lo que pase. Prométeme que siempre estaré presente en tú vida y que nunca te olvidarás de mí, aunque algún día por esas cosas de la vida no estemos ya juntos.

- Te lo prometo –le dije sin entender semejante pedido.

Pero lo cierto es que no cumplí aquella promesa.
Por esos pasajes de la vida después de mi separación el rostro de mi ex esposa se fue difuminando hasta el punto de perderse como la estela de la cola de un cometa. Nada de ella ya casi habitaba en mí, tan solo algún recuerdo traído al presente por algún comentario que yo recibía esporádicamente y que mi subconsciente lo asociaba con ella. Si eso no pasaba nada me hacía recordarla. Entonces volví a mirarla fijamente mientras permanecía sentada en aquel banco del parque. Esa misma mujer que había compartido parte de mi vida ahora estaba delante de mí como una persona extraña, como un cuerpo que no era afín a mis percepciones básicas. Mientras me hablaba yo mantenía una sonrisa que no se condecía con mis pensamientos. Se la veía feliz de haberme encontrado nuevamente, tal como si dos viejos amigos veteranos de guerra se volviesen a encontrar después de un puñado de años. Pero yo percibía el agujero negro que dividía nuestras existencias. Era oscuro, profundo e inerte. No había vida entre ambos y los recuerdos que en mi memoria habitaban aún sobre ella eran un mero engaño para mis sentimientos. Tuve ganas de decirle, “basta, ya es suficiente, lo que tú recuerdas ya es el pasado y ahora somos dos personas diferentes, en planos diferentes, viviendo vidas diferentes”, pero mi lengua no pudo moverse. En un momento dado dije que debía de irme, la saludé con un beso y cortésmente seguí mi camino.

Entonces me di cuenta que las páginas de mi memoria en donde los recuerdos vividos con ella estaban escritos palidecían y se habían vuelto amarillentos, tal como hojas abandonadas en un viejo cajón por años, décadas, o tal vez siglos. El tiempo se había distorsionado y había logrado distorsionar también los sentimientos y el valor de aquellas memorias. Me percaté de mi imperfección y de la imperfección que todos tenemos al amar. Tal vez de alguna forma ella intuyó que mi memoria sería frágil, mortalmente frágil, y si nos separásemos algún día la borraría de mi vida, a ella y a nuestros recuerdos. Si eso había pensado entonces había tenido un éxito lamentable porque mi memoria de alguna manera, tal vez resguardándose para que mi corazón no sintiese más dolor, la borró completamente de su registro. Aquel día al regresar del parque mientras caminaba rumbo a mi casa sentí una tristeza insoportable, una angustia extrema que oprimía mis sienes. Parte de la historia de mi vida, a la cual aquella mujer pertenecía, parecía haber sido diezmada por un gran tsunami y los rastros que quedaban de aquel amor eran casi ininteligibles para mi corazón. Entonces pensé que por alguna razón misteriosa la vida se encarga de acercarnos a personas, fusionarnos con ellas, y de repente, sin contemplaciones, nos las arranca y nos deja solos nuevamente. En esos momentos un precipicio infinito se presenta delante de nuestro ser ofreciéndonos ignorarlo o caer en él para siempre.

Yo lo ignoré.



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jueves, 21 de mayo de 2009

muerte moderna (2)



2.



Contaba y contaba las vueltas que daban las manecillas del reloj de pared mientras permanecía tirado sobre el sofá del living de mi casa. Así pasan mis días –pensaba-, e inmediatamente una sensación de desasosiego se apoderaba de mí. Después de mi divorcio la vida no había seguido igual, para nada. Nuevamente estaba comenzando a vivir una etapa de soltería, casi idéntica a los años previos a mi casamiento, pero algo se sentía distinto, todo era como un eco confuso, un efecto reflejo, algo que parecía familiar pero se sentía seco y extraño, tal como volver a experimentar un dolor al cual ya pensabas que conocías. Es que estaba nuevamente soltero, pero esa soltería sabía distinto, casi con un sabor amargo en el fondo. Me pregunté cómo se siente un prisionero al ser puesto en libertad y mi respuesta automática fue contundente, raro. Raro era la palabra perfecta para todo lo que aconteció luego de mi divorcio. Todo parecía como antes pero nada era como antes, ahora todo era raro, era como vivir un déjà vu de a ratos y de repente caer en la cuenta que para ser un momento ya vivido faltaban condimentos que lo confirmaran y lo volvieran auténtico.

De ella no supe más nada, absolutamente nada. El día que salimos de tribunales me despidió con un saludo tibio a lo lejos y se perdió calles abajo caminando junto a su abogado. Esa imagen es la última que mi memoria tiene atesorada de la mujer que compartió quince años de mi vida. Nada, después de ese día no hay nada, aunque mi subconsciente siempre trató de mantenerme ocupado con cientos de pasajes y momentos de mi vida a su lado. Era ahí, cuando los recuerdos me atropellaban, que me sentía infeliz y tenía la sensación de ser un marinero timoneando un barco en plena tormenta en altamar al que no podía darle rumbo cierto y al cual un miedo pavoroso a encallarlo lo asaltaba. Tomé por costumbre salir de mi departamento por las tardes y dirigirme a la estación del metro. Me sentaba en un banco cruzado de piernas a leer un libro. En aquel entonces trabaja freelancer y podía darme ciertos gustos. Disfrutaba mucho leer entre aquel bullicio. Cuando me aburría miraba los cientos de caras que pasaban a cada minuto por el lugar. Pensaba cuántas de aquellas personas tendrían una vida parecida a la mía y sin embargo no podíamos contenernos los unos a los otros. Muchos –me dije una tarde-, debemos ser muchos los que vivimos momentos de infelicidad en nuestro interior –y con ese pensamiento cerré el libro y volví a mi casa cuando ya las luces de neón de la calle comenzaban a prenderse.

Hice lugar en el guardarropa, quité alguna que otra prenda de ella que quedaba y coloqué todo en una caja de cartón. Viejas fotografías donde ambos estábamos juntos, un cepillo de dientes que hacía años ella había dejado de usar y había quedado olvidado en el baño, un juego de aros, un par de medias de lycra y una vieja agenda toda rayada que usaba en su oficina. Todo, absolutamente todo fue a parar a la caja y con ello parecía que un gran candado cerraba una puerta a la cual no volvería a traspasar. Mientras realizaba aquella tarea noté por la ventana que la tarde se había oscurecido. Nubarrones negros y amenazantes de a poco se habían apoderado del cielo y uno que otro trueno se dejaba oír a la lejanía. Lluvia, lluvia reparadora –pensé inmediatamente tras sentir el olor a tierra mojada que invadía rápidamente el ambiente. Salí al patio y observé el cuadro completo que la naturaleza me mostraba. La hamaca se balanceaba como jugando con el viento, las copas de los árboles se agitaban incesantemente, remolinos de tierra traspasaban la tapia y bañaban todo lo que a su paso encontraban. La lluvia no tardó en llegar.

Entré a la casa, tomé la caja y la llevé al cesto de la basura en la calle. Las primeras gotas comenzaban a caer. Se sentían frescas y puras. Al principio apresuré la marcha para entrar a la casa pero después la aminoré y me dejé empapar por la lluvia helada. Un calor reparador me recorría las venas y sentía como las gotas anónimas me golpeaban la cara. Cuando ya me hube empapado bastante me guarecí debajo de un pino. Una fragancia empalagosa afloraba debajo de aquel árbol y con ese perfume cerré mis ojos y rompí a llorar. Durante meses había apretado dientes y puños, había estrujado mi interior a más no poder, pero aquella tarde la lluvia ablandó la coraza y la explosión fue inevitable. Me abracé a mi mismo con mis brazos y con mi cabeza de lado lloré como cuando niño, como extrañando el abrazo de mi madre. Así lo hice durante un rato hasta que el llanto cesó y detrás cesó la lluvia. Un viento sur corrió los nubarrones y manchas celestes de cielo limpio de a poco ganaron el firmamento. La tierra estaba muy mojada, yo estaba empapado, y entonces percibí que algo había cambiado. Me sentía más liviano, menos abotagado. Entonces al azar la vista vi un hermoso arco iris como señal de no más lluvia. Eso, una señal –me dije-, una señal era lo que necesitaba para darme cuenta que la vida debía de continuar, que las etapas estaban para vivirlas y ser pasadas y que aún yo seguía vivo. Me levanté y erguido miré directamente hacia el arco iris con mis manos en mi cintura. Entonces sonreí.


martes, 19 de mayo de 2009

muerte moderna



No me mató el vacilo de Koch, tampoco lo hizo la separación de mi esposa. Ambos, tenían su grado de toxicidad y parece que para ambos soy inmune. Seguramente yo era tóxico, todos lo somos en alguna medida. Mi nombre es M., sí, tan solo M.

Tengo la terrible percepción que mientras estoy sentado aquí, ahora mismo, algo sucederá y cambiará mi vida por completo. Eso pensé mientras estuve sentado más de dos horas en el despacho del juez que nos divorciaba a mi esposa y a mí. Mientras él hablaba y los abogados lo miraban con ojos rapaces y furtivos mi esposa, mi ex esposa, tenía la mirada perdida más allá del gran ventanal de la habitación. Por un instante la envidié. Sana envidia. Ella podía abstraerse y divagar, aislarse de aquella situación, en cambio yo no podía, mis nervios carcomían mi interior y sentía una terrible opresión en el pecho. Hasta ese sabor amargo en mi boca seguramente fue de aquel momento vivido. Es que pasamos juntos muchas cosas en nuestras vidas mientras estuvimos fusionados. Me transpiraban las manos. Por fin el juez habló duramente, firmó sentencia y ella y yo volvimos a ser libres.

Tengo un par de libros que en momentos difíciles los abro en cualquier página y me transportan al cielo. Son como el carro de Ezequiel, el de la Biblia. Al llegar a casa después de pasar aquella mañana en los tribunales me eché en el sofá y abrí uno de aquellos libros en cualquier página. Intenté leer pero no pude. Intenté llorar pero tampoco pude. Solo una extraña y dolorosa sensación de explosión interna me tenía por completo maniatado sin posibilidad alguna de escape. Yo quería explotar y diseminarme en millones de partículas que flotaran por el aire. Partículas que no sintieran dolor, que no tuvieran recuerdos y que no tuvieran pensamientos que le preguntaran constantemente sobre qué haría el resto de su vida en aquel callejón oscuro que se presentaba delante. Pero no exploté. Era imposible.

Cerré el libro. Necesitaba distenderme. Salí al patio de la casa y lo recorrí completo mientras la pava al fuego calentaba el agua para el mate. Cada objeto o planta que veía me traía recuerdos, la increíble maquinaria de los recuerdos se había echado a andar y yo le temía. No hay nada peor que esa máquina poderosa que te aplasta milímetro a milímetro mientras te pasa por encima. Siempre le temí, pero en ese momento mucho más. La pava soltó el primer hervor y entonces llené el termo con agua caliente y cebé unos mates para mí mismo. Sentado en la hamaca del fondo del patio me hamaqué un buen rato, cabizbajo, en silencio, sin pensar en nada, tan solo mirando como el atardecer iba llegando. De reojo miré la casa. Estaba oscura, vacía, parecía encontrarse a millones de años luz de mí. Ella no estaba dentro y la casa lo sabía. Con el pasar de los años de ambos fue emanando cierto veneno tóxico que impregnó lentamente nuestra vida cotidiana. Ese veneno invisible se apoderó de todo sin que nos diésemos cuenta y terminó de ser como un virus que contaminó y enfermó nuestro amor, los objetos, los lugares y todo lo que conformaba nuestro mundo. Juro que no lo vi venir. Lo juro.

Se terminó el agua dentro del termo y sentí la comparativa con mi ex matrimonio. “Fue finito” –me dije, y aferrándome a la cadena de la hamaca rompí en llanto. Como las cebollas, una cáscara más de mi interior se había desprendido, y había quedado dispersa por ahí, quién sabe dónde. Pero era imposible volver a colocarla en su lugar, la vida no da esas revanchas –me dije- y ya era hora que empezara a aceptarlo.

lunes, 18 de mayo de 2009

la genial condición



Una única condición debía cumplir para ser nuestro amigo y era simplemente ser un genio. Era la condición sine qua non, tal vez absurda, pero válida para todo nuestro círculo al fin. A la medianoche tocaron la puerta de mi casa de campo, la misma que habito los fines de semana cuando salgo del asco de la ciudad, esa que queda detrás de la arboleda, al frente del lago, al costado del viejo cementerio. Su pelo chorreaba agua y tiritaba como un poseído, es que llovía copiosamente y hacía frío.

- ¿Qué haces aquí?, pasa. –le dije con tono seco.

- Disculpe, es que lo he pensado bien y sé como demostrar mi genialidad.

- ¿Sí?, pues demuéstramelo entonces, niño –le dije mientras le alcanzaba una toalla.

Fue entonces que sacó de su abrigo de lana empapado una servilleta de papel mojada. Extendió el papel hacia mí. Era un poema de Bukowski.

- Yo sé quién es Bukowski, Alan, ¿pero por qué me das este poema?, ¿acaso te tomarás el atrevimiento de decir que tú lo has escrito? –dije enfadado.

- No, claro que no. Usted sabe mucho de literatura, jamás podría engañarle. Es que yo soy como el niño genio, como el del poema, ¿entiende?

Entonces me quedé mirándolo mientras los leños de la estufa hogar detonaban explosiones cargadas de chispas. Siempre hay un punto en el universo donde el tiempo nos da un pequeño golpe en nuestra mente, casi imperceptible, para ser capaces de entender lo que a simple vista se nos niega. Releí el poema serenamente.

conocí a un genio (Charles Bukowski)

conocí a un genio en el tren
hoy
como de 6 años de edad
se sentó a mi lado
y mientras el tren
avanzaba a lo largo de la costa
llegamos hasta el océano
entonces él me miró
y dijo,
no es hermoso.

fue la primera vez que me
percaté
de ello.


Cuando terminé mis ojos estaban empapados de lágrimas. Tal vez era por haberme imaginado tan realísticamente el mar. Removí el pelo de Alan despeinándolo. Sonreí en silencio secándome las lágrimas y lo palmeé un par de veces.

- Bienvenido al club amigo, ya no hace falta que me demuestres ser un genio. Ya lo has hecho.

Alan sonrió y me abrazó.
La servilleta de papel con el poema ahora se secaba a la orilla de la estufa mientras nosotros nos percatábamos de la lluvia.


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viernes, 15 de mayo de 2009

la llave




Hay momentos cuando estoy distraído que me parece escuchar el susurro de las hojas jugando con el viento. Cuando eso me pasa entonces me veo caminando de la mano de mi madre por una calle con una arboleda frondosa en pleno invierno. Un sol tibio de las cinco de la tarde apenas nos brinda una leve tibieza y yo sin decir palabra solo camino y observo. Observo la nueva vida, esa misma que voy descubriendo, y a mi madre. Esa calle la conozco bien. Durante mi infancia varias veces la caminé de la mano de ella, pues allí, en una de las tantas casas tenía su consultorio mi médico alergista, al que visitaba regularmente, porque yo soy asmático.

Caminar por aquella calle rumbo al médico era similar a entrar a un túnel en donde todo quedaba silencioso y una sensación de asombro se apoderaba de mí. Mi médico era un hombre cincuentón, de grandes bigotes y un tanto serio. Tenía una secretaria rubia de ojos celestes que al verme llegar siempre sonreía y me iluminaba con sus ojos. Las esperas sentadas en el banco eran eternas. Mi madre siempre estaba tomándome de la mano y preguntándome si necesitaba el aerosol para abrir mis bronquios. Pero yo, más allá de mi estado de salud, siempre estaba observando. Cuando escucho al viento murmurar con las hojas, algo de todo aquello vivido en mi infancia se despierta, y toma parte de mi interior contándome al oído cuánto he crecido y cuánto he aprendido. Hay recuerdos que nunca borraré dentro de mí ser porque tan solo no puedo, ni tampoco quiero hacerlo. Están ahí, hablan de mí, me dicen quién soy y cómo fue mi historia.

Sentir la tibieza de la mano de mi madre era una sensación de extrema confianza y protección, aún cuando a mis pulmones no entraba una migaja de aire. Me gustaba sentir todo aquello, me hacía vivir algo distinto y por ende olvidarme de mi enfermedad. Una de esas tardes al salir del consultorio mi madre olvidó mi vacuna y me hizo esperarla en la vereda. Yo asentí. Miré a mi alrededor y vi como los enormes árboles se mecían lentamente y un chirrido ensordecedor se producía al moverse al unísono todas sus hojas al viento. Giré sobre mí mismo observando aquel espectáculo. El aire se sentía helado y el cielo estaba más celeste que nunca. Las hojas de la copa de los árboles tenían su cara inferior blanquecina y al moverse parecían papeles de carnaval agitándose. Una felicidad incomprensible se apoderó de mí. Respiré hondo, lo más que pude, cuanto aguantaron mis pulmones, y en aquella onda inhalación cargué un montón de recuerdos en mi memoria. Los comprimí, los encerré en un lugar recóndito de mi mente al cual solo se podía entrar con una única llave, el sonido que generan las hojas al jugar con el viento.


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miércoles, 13 de mayo de 2009

los planes para el resto de mi vida



Es otoño y en otoño lo que más identifica es el color ocre. Cuando uno mira a su alrededor ve cosas ocres por muchos lados como si de alguna manera la naturaleza con cierto pincel mágico pintara para esa época del año lo que se le antojara con aquel color. Camino solo, como casi siempre, por la calle. Una calle desconocida, de esas que uno tal vez transite una sola vez en la vida. Hay hojarascas por distintos rincones y todas jugando a los remolinos con el viento del atardecer. A través de los edificios un hermoso sol se va escondiendo mientras que a su lento despedirse va dejando todo lo que sus rayos tocan teñido de un amarillo anaranjado que tan solo él puede crear. Me gusta la idea que solo él pueda crear aquel color, al igual que el ocre que crea el otoño, creo que es porque nadie los iguala y cualquier persona que pueda percibirlos sonríe, aunque sea en su interior, al verlos.

Camino por la calle desconocida hasta encontrar una plaza. Estoy cansado y me siento en un banco. Hay niños jugando. Niños con sus padres que se hamacan al viento riéndose y gritando, sintiendo como esa adrenalina se mezcla con su inocencia generando un elixir que yo y más de uno quisiera volver a probar. Niñas de pelo largo sacándose algún que otro mechón de pelo de su boca o acomodándose sus cabelleras desordenadas por la consecuencia del jugar sin tapujos, niños llenos de tierra en sus pantalones y con sus mocos colgando a causa de la tarde fría. Todos juntos pintando un cuadro único que si uno sabe verlo y absorber lo que de él emana puede regocijar su espíritu. Y de fondo el color ocre y el amarillo anaranjado, ambos haciendo de teloneros de la inocencia.

Un niño se para delante de mí y me mira como intentando descifrar lo que es un humano mayor. Antes solía intentar predecir que pensaba un niño al mirarme pero ya no, ahora tan solo intento yo volver a pensar como un niño y jamás logro hacerlo. El niño sigue mirándome sin decir palabra. Unas largas orejeras cubren sus orejas manteniéndolas calientes y su campera de lana lo mantiene abrigado del viento nocivo de la época. Me sonríe. Me sigue mirando. Me da calidez. Yo no sé qué decirle y le devuelvo la sonrisa con lo mejor que me sale de mis gestos faciales. Ambos, por un minuto en este universo, nos comunicamos por el medio más primitivo de beneplácito, la sonrisa.

De pronto se acerca más y con su mano cubierta por un guante de lana me toca la mejilla. Su madre, a lo lejos, le grita que regrese. Entonces vuelve corriendo. Aún permanece en mi mejilla la cálida sensación del afecto y el amor en su máxima expresión. Toco mi mejilla y algo se oprime en mi pecho. Siento como un fuego esperanzador que me abrasa por completo y deja solo cenizas del ser enfermizo y oscuro en el cual muchas veces me suelo convertir. Siento como aquel simple gesto me ha tocado las fibras y me ha hecho sentir que estoy vivo, aún bajo la extinguida tibieza de un sol de otoño.

Sigo en el banco sentado, mirando gente pasar, niños jugar, abuelos jugar al ajedrez y perros copular. Planos de vida y naturaleza entrelazados generando entre sí un perfecto ecosistema de vida anhelada y deseada. Entonces reviso y organizo mentalmente mis planes para el resto de mi vida. Me miro en ese hoy que estoy transitando y sueño con un mañana en donde quiero ser parte de un ecosistema parecido al que estoy presenciando. Aprieto mis puños, mantengo presionado mis dientes y con la mirada perdida sueño, sí, sueño. Sueño poder llegar al fin de mis días sintiendo al menos alguna de las sensaciones que percibía de niño. Sueño con volver a sentir la inocencia recorrer mi interior y poder disfrutar de la sonrisa de un modo cómodo y liberado. Respiro hondo y aflojo mis tensiones. Se levanta de repente una ráfaga de viento inesperada que genera girones de hojas secas y remueve la cabellera de los niños. Me imagino volando entre aquellas exquisiteces sintiendo el vértigo de una sensación tan sana y pura. Me elevo con mi imaginación y con mis sueños. Me pierdo, me dejo perder entre ellos.

El rato pasa y de a poco los padres se van llevando a los niños. Las hamacas quedan solitarias meciéndose por acción de algún niño que las abandonó o el viento juguetón de otoño. Los abuelos ya no juegan al ajedrez, se han ido. Algún que otro transeúnte cruza apresurado la plaza y el sol ya casi se ha escondido. Por un instante he vuelto a vivir la vida sintiéndola con su hermoso esplendor. Sin darme cuenta me presté a sus susurros inesperados y obtuve como recompensa vida en mis fibras más íntimas. Me levanto y me voy. Dejo el banco vacío tal cual estaba cuando llegué a la plaza. No me aflijo, pienso que el banco, a diferencia de mí, está acostumbrado a la soledad. Levanto el cuello de mi campera y metiendo las manos en los bolsillos de mi jeans sigo rumbo a mi hogar, a donde mora mi familia. Allí mis hijos me esperan, mi esposa seguramente está pensando porque calles transito o por dónde divago a estas horas. No quiero preocuparla y es entonces que decido emprender el regreso. Conmigo, dentro de mí interior, me llevo mis planes para el resto de mi vida. Dejo la plaza y me volteo para echarle un último vistazo. Las luces de neón se encienden de a poco, la soledad ya se instaló en ella.


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martes, 12 de mayo de 2009

superhéroes (2)



2.

Alce el bonete del suelo y lo miré perplejo, no lo podía creer. Se me había puesto la piel de gallina y por mi mente pasaron varios pensamientos desgarradores de miedo. Fue entonces que moví mi cabeza hacia todos lados y nuevamente la calle estaba solitaria, tal como lo soñado. Recordaba bien que aquel bonete era del enano de mis sueños pero no me explicaba que hacía allí, justo en medio de la vereda. En realidad, no quería pensar lo inevitable, y que era nada menos que la confirmación de que el enano existiese y que todos los personajes fantasmagóricos de mis sueños cobrasen vida. Metí el bonete en mi mochila y me dirigí a mi trabajo. Crucé pocas personas en el trayecto y no vi nada anormal, pero no podía dejar de pensar en toda aquella locura mientras apretujaba el bonete casi hasta romperlo.

Al llegar al edificio donde trabajaba subí al ascensor y marqué el piso 28. El ascensor rápidamente comenzó a elevarse hasta que de repente se detuvo bruscamente y las luces se apagaron por completo durante unos segundos. Al encenderse nuevamente delante de mí se encontraba el enano del bonete multicolor con sus brazos cruzados y con un gesto poco amigable.

- Estoy muy enojado contigo. ¿Acaso te crees un superhéroe para andar quitándome mi bonete de la fuerza y secuestrármelo? Deberías saber que a personas como tú las mato sin más. Así que ya es hora que me devuelvas mi bonete, o sino deberás despedirte de este mundo. -me grito totalmente sacado de sí.

Yo tiritaba. No me salía palabra alguna, tan solo atiné a decir a todo que sí pero en ningún momento le entregué el sombrero. Una vez más la luz del ascensor volvió a apagarse por unos segundos y al volver una gran detonación perforó una de sus paredes. Por el agujero que la detonación causó asomó la cabeza el robot que regalaba flores y con una voz electrónica me dijo: "¡vamos!, ¡sal de ahí!, he venido a rescatarte". De un salto pasé por el agujero sin pensar ni una milésima de segundo todo lo que estaba pasando y caí al piso de bruces. Al levantarme vi al enano aún desmayado por la explosión dentro del ascensor. El robot tomándome con sus brazos articulados me alzó y me llevó hacia un ventanal gigante de una de las oficinas del mismo piso. Yo miraba hacia todos lados sin poder creer todo aquello que estaba sucediendo. Pero el robot se sentía real. Frío y metálico. Una vez frente al vidrio lo rompió de un violento manotazo y me dijo, "¡Es hora de salvarnos!". Entonces se arrojo al vacío, conmigo en sus brazos. El corazón se me vino a la boca. Las ventanas del edificio pasaban como puntos fugaces ante mis ojos y la sensación de caída libre aniquilaba mi estómago y mi mente. Fue entonces que sentí una explosión más fuerte que la anterior y pensé que había llegado mi fin.

Al abrir los ojos reconocí el interior de mi departamento. Yo estaba acostado sobre el sofá, descalzo y en pijamas. Afuera las luces del puente y de los edificios vecinos me traían a la realidad que era de noche. El reloj de pared marcaba las cinco y treinta de la madrugada. Un silencio absoluto reinaba. Palpé mi cuerpo, mi rostro, miré mis manos en busca de magulladuras o sangre pero nada de eso parecía tener. Me encontraba bien. Corrí al baño, me lavé la cara y me miré al espejo. Refregué mis ojos intentando saber en que estado me encontraba, despierto, o dormido. Sin lugar a dudas estaba despierto y todo aquel asunto del robot y el enano nuevamente había sido en mis sueños. Aquellos seres imaginarios cobraban vida cuando dormía, cuando tenía pesadillas, entonces me sentí como en una película de Freddy Krugger. Me vestí y me senté en el sofá a leer el periódico. Los titulares me volvieron a sumir en la pesadilla otra vez. Rezaban: "Robot heroico salva a la ciudad de malhechores". Entonces enloquecí. Rompí el diario en mil pedazos, tomé mi mochila y bajando las escaleras del edificio a toda prisa rumbo a la estación de tren. Tomé el primer tren que iba a las montañas, no me interesaba el lugar, tan solo quería huir de toda aquella locura. El viaje estuvo bien, nada anormal, pude dormir casi todo el trayecto sin alteraciones. Bajé en la última estación. Era un pequeño pueblo enclaustrado en plena montaña rodeado de una arboleda tupida y sumamente verdosa. El cielo era colosalmente celeste y el aire puro invitaba a respirarlo y a pensar en una vida campesina austera y libre de vicios de la gran urbe. Caminé un buen rato y encontré un arroyo. Me senté sobre una piedra y me descalcé. Aproveché la tranquilidad para remojar mis pies en el agua cristalina y distenderme, sentía una necesidad exasperante para ello. La superficie del agua reflejaba los rayos del sol y el trinar de los pájaros silvestres se escuchaban muy, muy cerca. Todo había vuelto a su lugar. Un reflejo fuerte me dejó casi ciego. No era el sol, era algo que a su vez reflejaba al sol y había reflejado en el agua también. Alcé mi vista y lo vi. Era el robot cortando flores silvestres que nacían a la orilla del arroyo. Se movía con lentitud y gracia. Lo contemplé un buen rato sin moverme y sin decir palabra alguna, él parecía ignorar mi presencia. Entonces decidí enfrentar la situación, debía aclarar toda aquella insensatez y crucé descalzo el río rumbo al aparato electromecánico.
Faltando un metro el robot se percató de mi presencia, dejó de cortar flores y con su voz metálica me saludó.

- Hola compañero, ¿cómo estás? -me dijo mirándome con sus dos ojos rojos y luminosos.

- Bien, ¿y tú?

- Sorprendido de verte. Pero ya me he acostumbrado a tú presencia. He estado pensando que debe ser todo causa de mi nuevo cerebro positrónico. Seguramente es eso.

- ¿Qué cosa dices?, ¡no te entiendo!, ¿me podrías explicar? -dije confundido.

- Eso, que cada vez que te veo me planteo que está pasando. Eres como una pesadilla para mí, amigo. Si bien yo soy el superhéroe de este planeta no tengo tanta inteligencia artificial para entender de dónde has aparecido y porqué, pero no obstante te he adoptado como mi compañero de aventuras y hasta ahora ha funcionado. Hemos derrotado al enano del bonete dos veces ya. -me explicó sin dejar de clavarme su mirada helada.

- ¿O sea que tú me estás intentando decir que yo soy un sueño en tú cabeza?, ¿eso es?-pregunté totalmente sacado.

- Sí, eso mismo. Tú no eres real amigo, así que será mejor que siga recolectando mis flores y te ignore. Tal vez todo esto sea un error en mi programación de inteligencia artificial, seguramente eso me hace tener sensaciones humanas y por ello te imagino, así como un mal de Alzheimer o un trastorno de memoria que ustedes sufren. Eso mismo debe ser. -dijo extrañado mientras se agachaba y seguía cortando flores dándome la espalda.

Entonces comencé a gritarle, y gritarle, y gritarle, pero mientras más énfasis le ponía a mis gritos notaba que mi voz iba perdiendo fuerza hasta casi ser imperceptible. De a poco el robot se empezó a difuminar y volverse borroso. Sentí sueño y cerré los ojos.

El robot se activó. Miró por la ventana y divisó a lo lejos al enano del bonete seguir haciendo maldades. Entonces se alistó para su nuevo día de trabajo. La computadora indicaba que esta vez el nivel de falla en el sistema de inteligencia artificial era nulo.
Ya no habría más pesadillas humanas. Todo había vuelto a la normalidad.


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sábado, 9 de mayo de 2009

superhéroes


Cuando sonó el celular me desperté. En realidad abrí un solo ojo y le di un manotazo tirándolo al piso. Se desarmó en varios pedazos, o sea que presencié su muerte. Una muerte más pensé y volví a dormirme. No sé cuánto tiempo más dormí pero lo hice hasta que mi vecino, el flaco que toca el bajo, me despertó por completo. A veces siento la benevolencia en mí, y más cuando no hago lo que mi mente dicta por hacer; de lo contrario ese día debía de haberme levantado y partido el bajo a mi vecino en el medio de su cabeza. Pero después de todo lo entiendo, yo también he aprendido cosas en mi vida y la verdad que nunca me animé con un instrumento musical. Ni tocar una guitarra aprendí, tan solo para ubicarla de un lado al otro dentro de mi departamento, pues como siempre digo: “es el mejor adorno que me han obsequiado”.

Irremediablemente me levanté.
Frente al espejo del baño descubrí el mismo tipo de monstruo que suelo ver cada mañana de mi vida, desde que tengo uso de razón, claro, antes no recuerdo que veía. Pelos parados y desparramados, el remolino que tengo en medio de la cabeza más insaciable que nunca, mis ojeras en mi piel morena pareciéndose a dos golpes de Tyson bastante certeros y un mal aliento que derrumbaría a un tiranosaurio. Arreglé todo aquel lio lo más que pude y me puse a tomar mate mirando por la ventana. Una luz suave y tenue se colaba entre las cortinas que mi vieja me había regalado para que nadie de afuera se horrorizara con el lio de adentro. Así estuve un buen rato. Pasaba gente de todos colores, formatos y dimensiones. En un punto me percaté de algo y era que todas las personas que había visto pasar parecían salidas de un circo de fenómenos, o “freaks” como le dicen ahora. Entonces me sentí como en un dibujo de Liniers con cientos de bichos raros dando vuelta y personajes exquisitamente alocados deambulando por la calle justo debajo de mi departamento. Al principio estuvo todo bien, tan solo lo imaginaba, pero cuando el portero del edificio cruzó por la vereda vestido de domador de leones supe que algo no estaba bien, en él o en mí. El mate se me cayó al suelo, y sin darle importancia al tremendo manchón verde que produzco en mi pantalón di un grito de susto llevándome la mano al pecho como un claro acto femenino de horror. Qué locura, a veces los hombres tenemos gestos que sin darnos cuenta nos remueven nuestras pequeñas cantidades de hormonas femeninas.

Tomé mi abrigo, busqué apurado mi ipod en el cajón de la mesa de mi computadora y con los auriculares puestos bajé las escaleras pisos abajo mientras Radiohead susurraba a mis sesos. Nunca bajo por el ascensor y menos lo haría aquel día con todo aquello que acababa de ver. Desde siempre le he tenido fobia a ese tipo de aparatos. Cada vez que subía a uno sentía que estaba en una nave espacial de los 60´s, de esas que aparecían en las películas en blanco y negro. Apenas llegué a planta baja noté que no había nadie, ni el portero, ni ningún vecino. Me tranquilicé y con mucho cuidado abrí la puerta del edificio. Me paré al borde de la vereda y miré hacia ambos lados, izquierda, derecha. La calle estaba vacía. No había un alma. Entonces volví a sentir esa misma sensación que antes, una especie de miedo ambulante que se me echaba en la espalda cuando le daba la gana presionándome el pecho hasta hacer galopar mi corazón.

- Oiga señor, ¿se encuentra bien? –me preguntó un enano con un bonete multicolor y unos borceguíes militares que no supe jamás de donde había aparecido.
- Sí, sí, sí… estoy bien.
- Ok, sigo viaje entonces.

Y el enano se perdió calles arriba sin voltear. Yo ya sudaba como si estuviera en medio de una selva tropical en plena estación veraniega. Entonces apareció un oso polar patinando que cruzó frente mío con una gracia y elegancia que me hizo sonreír. Y a él le siguió un robot gigante que regalaba flores, un par de ovejas que charlaban entre ellas, un violinista que por un par de monedas deleitaba tus sentidos y otros monstruos de igual calaña. Todos pasaban a mi lado sin percatarse de mí, me ignoraban por completo. Hacían sus vidas, tal como lo hacemos nosotros, los “normales”. Solo el enano se había percatado de mi existencia y de repente habían aparecido todos aquellos fenómenos que había divisado desde mi ventana y se paseaban por la calle como algo cotidiano. Entonces enloquecí. Corrí, corrí y seguí corriendo hasta que mis piernas no dieron más y mis pulmones casi estallaron. Llegué al puente viejo, el mismo que une mi ciudad con el campo, y me senté debajo de él, a orilla del arroyo.

Sin poder casi respirar intenté retomar aliento y organizar mis ideas. Miré la boca del túnel que formaba el puente y vi un cielo hermosamente celeste sin una nube que lo manchara. El olor a la naturaleza se colaba por todos lados y el bello ruido del agua murmuraba algo ininteligible. Por un rato me olvidé de los monstruos. Pensé que tal vez estaba soñando y me pellizqué fuerte, pero no soñaba, tan solo dejé un moretón en mi brazo y un gran dolor en mi piel. Cerré los ojos e intenté dormirme lográndolo después de un rato.

En mis sueños luchaba en un planeta lejano junto a un gran robot que repartía flores que era mi amigo. Matábamos a un enano maldito que usaba borceguíes para asesinar a sus víctimas que previamente eran seducidas por un violinista con encanto. Las víctimas eran arrojadas a un campo donde un par de ovejas las comían despedazándolas y un oso polar terminaba de engullirse lo que quedaba de ellas. El robot y yo éramos los superhéroes y terminábamos salvando a todas las víctimas del enano asesino. De repente hubo una gran explosión en el sueño y todo se volvió oscuro. Un sonido me despertó. La alarma de mi celular marcando las seis de la mañana. Estaba empapado de sudor en mi cama y la habitación en completa oscuridad. Clavé mi mirada al techo y en un segundo de lucidez interpreté que todo había sido una terrible y horrenda pesadilla. Suspiré hondamente.

Después de ducharme salí del departamento. Bajé por las escaleras y al llegar a la planta baja me topé con el portero. Nos miramos por un segundo y entonces nos sonreímos con un saludo cordial de buenos días. Salí del edificio y me paré en la vereda, aspiré hondo y llené mis pulmones de vida. Estaba vivo en un mundo real. Entonces di mi primer paso rumbo a mi trabajo y tropecé. Un gran bonete multicolor estaba debajo de mi zapato.


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jueves, 7 de mayo de 2009

dispárale a la luna (2)





2.

En unos meses me había olvidado por completo de aquella chica con la cual soñaba y me enamoré en fantasía. Llegué a sonreírme pensando en cómo había podido estar tan compenetrado en algo tan volátil y efímero. Pues no tenía explicación, tampoco la necesitaba, más bien intenté siempre tapar con otros momentos felices aquella gran desilusión.

Por aquellos días había tomado como rutina participar en un proyecto ad honorem sobre obras clásicas de teatro en los barrios. No percibía dinero alguno pero mi interior se regocijaba con la expresividad que yo adquiría cuando actuaba. Mis compañeros de trabajo se burlaban de mí pues no entendían como un joven panadero podía por las noches ser actor de teatro y a su vez amasar y hornear pan; pero aquello no duró mucho, al poco tiempo se olvidó y las burlas quedaron de lado. Fueron noches interesantes cargadas de alegría y emoción. Éramos un grupo de unas treinta personas que nos movilizábamos en dos viejas camionetas Ford por las distintas vecinales barriales actuando diversas obras de teatro. A la gente le encantaba y eso, a mí particularmente, me ponía la piel de gallina y me llenaba de emoción.

Vivía solo desde hacía muchos años y muchas veces lograba sentir una opresión asfixiante por esa soledad que reinaba en mi vida. Por ese motivo aquel proyecto teatral me sirvió para oxigenarme y recambiar mis maneras de vivir y pensar. Cierto fin de semana actuamos en una villa precaria, a orilla de la vieja estación de tren. Muchas familias humildes vivían hacinadas en aquellos viejos galpones del ferrocarril. Al llegar y ver sus rostros sentí un sin número de sensaciones en cada poro de mi piel y una angustia atroz me recorrió por completo, pero interiormente me decía que no tenía que llorar, que ellos, mi público, no debían verme flaquear, así que clavé firmemente mis uñas en las palmas de mis manos y con éstas apretadas sonreí apenas pisé el escenario. Saludando entre el público me pareció reconocer a una mujer, su rostro me era familiar, hasta que en medio de la actuación cuando volví a mirar me di cuenta que aquella mujer era la chica estudiante del ómnibus, la misma que me había aconsejado dispararle a la luna. Actué con naturalidad pero pensaba que apenas la obra terminara deseaba hablar nuevamente con aquella mujer. Al finalizar mis amigos se fueron y quedé solo yo y las personas de utilería. Fue entonces que la vi parada delante de mí, no hizo falta ir en su búsqueda, ella me había encontrado primero.

- ¡Tanto tiempo!, ¿cómo estás?, ¿te acuerdas de mí? Soy la chica del ómnibus, nos conocimos hace un par de meses cuando ibas tú tan deprimido que te aconsejé dispararle a la luna… ¿recuerdas?, ¿me recuerdas? –dijo muy sonriente.
- Tú cara me parece conocida, y ahora qué me dices lo de la luna, ¡claro que te recuerdo!... acaso ¿cómo olvidar a alguien desconocida que sentada a tú lado en un ómnibus te dice semejante cosa?, ¡jamás! –y devolví su sonrisa con una mía.
- Qué bueno que te acuerdes de mí, por lo general la gente no suele recordar los rostros y menos de desconocidos.
- Es cierto, suele pasarme.
- Bueno, pero esta vez no te ha pasado y eso me ha puesto feliz.
- Sí, tienes razón. No podría haberte olvidado, además eres una mujer muy bella y simple y eso tampoco olvidamos los hombres.

Se sonrojó.

- Gracias, me halagan tus palabras. Gracias…
- No tienes porqué dármelas, es la verdad, tan solo así de fácil.
- Actúas muy bien, me gustó mucho la obra.
- ¿Sí?, pues, gracias. –dije sonriendo sin poder quitar el fuego de mis mejillas. Me imaginé como un sol rojo y moribundo y eso hizo estallar aún más mi vergüenza. A decir verdad no sabía porque me pasaba aquello frente a esa chica pero no lo podía evitar.

Así charlamos un largo rato esa noche.

- ¿Quieres dar un paseo?, aunque sea por aquí –preguntó con cara de niña pícara.
- Sí, me encantaría.

Y así fuimos a dar una caminata alrededor del barrio. La noche se había entrado ya y mi vieja amiga Luna se había adueñado por completo de la noche. Algún que otro vecino cerraba ya las ventanas dispuesto a emprender el camino a los sueños. El barrio ya casi dormía. Nadie caminaba por las calles, tan solo nosotros dos y a pasos desganados, arrastrando nuestros pies y sonriéndonos como dos tórtolos.

- ¿piensas que hay un verdadero motivo para morir? –disparó certeramente.
- Sí, creo que si. ¿Porqué lo preguntas?
- No lo sé, tal vez porque la he visto muy de cerca muchas veces. Con gente querida, con parientes, y entonces me he preguntado si hay un verdadero motivo para morir.
- Entiendo –dije casi susurrando- Yo también pienso en la muerte a veces, sin embargo amo la vida.
- Y dime, ¿porqué seremos tan necios que tememos morir si supuestamente el verdadero motivo de esta vida es una nueva y mejor, un paraíso?
Nos sentamos en el cordón de la vereda bajo un farol cuyo foco jugaba a dejar de alumbrarnos en cualquier momento. Hice una pausa y me quedé reflexionando sobre su pregunta. Sus ojos brillaban en la penumbra y su rostro había adquirido una especie de brillo casi angelical. Había tanta energía comprimida en aquella frágil mujer, se sentía tan bien estar a su lado que me había olvidado por completo la hora y lo lejos que estaba de casa.
- No tengo idea porqué somos tan necios. Solo sé que no le temo a la muerte y puede venir por mí cuando quiera. –respondí sonriéndole y mirándola profundamente a los ojos.

Se inclinó hacia mí y me besó. Me quedé paralizado. Sus labios estaban tibios y de su nariz emanaba un olor dulce y seductor. Mis ojos se volvieron perezosos, casi se arrastraban para pestañear. Increíblemente aquel beso me había dejado extasiado. No podía creer aquello, sin embargo estaba sucediendo.

- No digas nada –me dijo sellándome los labios con su dedo índice impidiéndome así hablar.

Entonces con su mano izquierda me señaló la luna. Estaba enorme y gorda como la vimos aquel día en el ómnibus. Ya no veía el agujero negro por el cual mi bala de plata la había herido dejándola derramar su elixir. Estaba íntegra, altiva, vigilante, como una gran madre cuidando el amor de sus hijos. Ella volvió su mirada a mí y me sonrió. Quitó su dedo de mi boca y volvió a besarme. Nos besamos rato largo, hasta que el amanecer nos sorprendió aún sentados en el cordón de la vereda.

- Ya encontré a alguien que piense como yo y no le tema a la muerte. Por eso vivo aquí y ahora. Por eso te beso aquí y ahora, por eso hago lo que siento aquí y ahora. –me susurró al oído.

Nos abrazamos y juntos vimos como el sol cortejaba a la luna. Se abrazaban y se besaban como nosotros. Ella partía a descansar después de su labor y él tomaba la posta para continuar el eterno ritual de la vida. La chica sin nombre se durmió en mi hombro. Mis ojos me ardían de sueño, pero no podía dejar de sonreír mientras miraba el sol y olía como el rocío de la mañana sacaba el mejor aroma de la naturaleza.
Tal vez es amor, pensé. Pero ahí mismo frené mis pensamientos. No estaba dispuesto a vivir de utopía en utopía y menos a fantasear. Me apoyé en el farol de la calle y cerré mis ojos, ella se acurrucó en mi pecho y sin oponer resistencia me dejé caer en sueños bajo los rayos tibios de un sol nuevo. El telón había caído.

martes, 5 de mayo de 2009

dispárale a la luna




Había una particularidad en ella que nunca pude definir, pero sabía que existía y que eso mismo la hizo especial. Desde el primer día que la vi siempre he sentido esa sensación que me atrapaba por completo y me dejaba irremediablemente vulnerable a su feminidad. Hay momentos que pienso si ella se percataba de mi presencia. Creo que no. Tan solo creo que ella vivía en mí de una manera excepcional y sin saberlo, ignorando completamente que un hombre anónimo la idolatraba en pensamientos. Yo le daba vida, alimentaba su figura dentro de mí y generaba a ese ser femenino que tomaba todos mis sentidos como un ramillete florido.

La conocí el primer mes que comencé mi nuevo empleo. Por aquel entonces trabajaba en una panadería haciendo el turno de la noche. Cada vez que salía de mi trabajo y me dirigía a la parada de ómnibus ella estaba ahí. Parada, seria, mirando al infinito, muchas veces inmutable. Tez morena, pelo lacio y largo, un rostro pequeño y de facciones marcadas y sus bellas curvas que logran percibirse más allá de lo que vestía. Siempre que la veía era de noche, pero alocadamente todo parecía aclararse cuando ella aparecía, así, como durante el día, y eso que nunca la había visto a la luz del sol. Tal vez era porque justo el momento en que coincidíamos en aquel punto de la Tierra y en aquella hora del tiempo era siempre la noche. Pero nunca me importó eso, al contrario, noche tras noche caminaba a la parada de ómnibus con la misma esperanza de encontrarla y que en algún instante ella se percate de mi presencia. ¿Porque será que hay seres humanos que nunca se percatan de que existimos?, eso mismo me pregunto siempre y más desde que la conocí.

Una noche llegué a la parada y ella estaba con un hombre de mi misma edad. Se besaban dulcemente. Mi primera reacción fue un fuerte dolor en el pecho, una angustia tremenda que me corrió por dentro y que a continuación me empañó los ojos. Disimulé, había gente esperando el ómnibus y no quería que se me viese flaquear y más sin sentido alguno. Dirigí mi mirada a cualquier parte, pero inevitablemente mis ojos caían posados sobre aquella pareja que parecía tan enamorada. Seguían besándose suavemente y se miraban como fundiéndose el uno al otro en un solo núcleo intenso. Por un instante me olvidé del mundo y me complementé con aquellos enamorados viviendo una vida en rosa. Increíblemente no deseé ser él, deseaba ser yo mismo besando los labios de ella; pero eso no podía ser, sus labios pertenecían a él. No era algo que yo pudiera decidir y es que muchas veces en la vida las cosas no son como uno quiere que sean; tal vez más de las que realmente deberían ser. Llegó el ómnibus, subieron y se alejaron sin dejar su unicidad. Yo no subí. Me quedé solo en la parada observando el cielo y conteniendo lágrimas que se apelotonaban en mis ojos para salir despedidas como una jauría de perros por mis mejillas. Una hermosa luna blanca y gorda estaba plantada altivamente en el cielo. Destellos plateados bañaban todo y ese resplandor blanquecino hacía parecer todo más bello, como si nada anormal pasara en el mundo y todo lo que yo sentía solo fuera producto de mi imaginación. La luna me sacó de mi agonía. Subí el cierre de mi campera y me quedé contemplándola. Hacía frío ya. Era fines de otoño y las noches ya comenzaban a ser frías. El aire era espléndidamente frío, me penetraba las fosas nasales y recorría mis pulmones irradiando vida, susurrándome que no fuera tonto, que yo era un hombre valioso para ponerme mal por un amor imaginario, tan poco tangible. Pensé que eran susurros mentirosos, tal como los piensan todos aquellos que tienen el corazón roto, y entonces seguí mirando la luna pero ensimismado en mis pensamientos de desamor.

Faltaba poco para que el próximo ómnibus llegase y me condujera a casa. En ese ínterin una chica estudiante llegó a la parada apareciendo de la nada. Al verme me sonrió.

- ¿Hace mucho tiempo esperas? –me preguntó con una voz tan suave y tan dulce que sonreí apenas la escuché.
- Un rato, sí, pero ya está al venir el próximo. Perdí el anterior pero lo he visto pasar.
- ¡Ah!, ¡Qué bueno! Porque hace frío esta noche, ¿no te parece?
- Sí, y mucho, creo que más de lo que uno espera –dije con una mirada perdida en sus ojos y mis pensamientos puestos en mi desamor.

La luna seguía gorda y risueña en el cielo. Alguna que otra nube pasaba cerca de ella sin poder taparla, estaba obesa de luz y tal vez de muchos cúpidos dentro de ella, de los cuales ninguno era para mí –eso pensé.

El ómnibus llegó. La chica estudiante subió y luego lo hice yo. Ella se sentó al fondo y yo hice lo mismo aunque el ómnibus iba vacío. El traqueteo del vehículo hacía parecer la noche más solitaria aún. Me preguntaba que estarían haciendo aquellos dos amantes. ¿Ella lo estaría besando como yo me imaginaba me besaría a mí? ¡Tonto!, eso mismo me dije en ese instante. Ridículamente tonto. Yo aún seguía pensando en aquella mujer a la cual jamás crucé una palabra y ni siquiera me había dignado a saludar. Pero así somos los humanos, muchas veces nos enfrascamos en fantasías que se vuelven terriblemente utópicas. Eso había hecho yo con ella.

- Pareces un hombre muy serio –me dijo la chica estudiante alejándome de mi remolino de pensamientos.
- ¿Perdona?, ¿me hablas a mí? –dije mirándola.
- ¡Claro!, ¿a quién más?, si vamos nosotros dos solos en este ómnibus… ¿o no te has dado cuenta aún? –me dijo sonriente.
- Sí. Tienes razón. Aunque no soy serio, tan solo esta noche estoy así y por cosas que pienso, nada en especial.
- Sí, te entiendo a la perfección. Pero lo mismo me pareces un hombre serio.
- No, no lo soy. Tan solo me he quedado serio al pensar en cosas que me pasan mientras miro la luna.
- O sea que la culpable de todo es la luna, ella es la que te aclara los pensamientos, o bien te los enturbia, y ellos te ponen serio, ¿no es así? –me dijo riéndose.
- Algo así.
- Pues entonces dispárale a la luna. Mátala. Hazla irse de una vez y tal vez así los bonitos pensamientos se asomen –me dijo riéndose y haciéndome morisquetas. Me hizo reír, me sentí feliz en aquel momento.
- Tal vez tengas razón, debería dispararle. Debería…

Medianoche en la ciudad, poca gente en las calles y un ómnibus solitario recorriéndola. Dentro, dos personas y el chofer. Una luna gorda como cómplice se mostraba distendida en el cielo, ya no había más nubes que la molestaran, ahora todo el cielo era para ella. Mis pensamientos se acomodaron de pronto. La chica estudiante me miraba con una sonrisa pícara de vez en cuando y yo devolvía su sonrisa con otra. Pensé en aquella situación que se estaba dando, en cómo hay personas que te hacen olvidar de otras personas y todas mostrándose bajo una misma luna. A pocas cuadras del centro el ómnibus se detuvo y la chica bajó. Me hizo un gesto de salutación con su mano y dejó una sonrisa flotando dentro del vehículo. A través de la ventanilla la vi alejarse con sus libros bajo el brazo y su trenza bamboleándose en zigzag. Eché un vistazo a la luna por última vez. La vi perezosa y con un punto negro en su superficie. Me imaginé que era el orificio por donde se estaba desangrando, el orificio por donde mi bala de plata le había entrado y por donde ella, ya moribunda, había dejado de influenciar mis pensamientos. Apoyé mi cabeza contra el vidrio de la ventanilla y cerré mis ojos. Aún faltaba un largo camino para llegar a casa, aún no terminaba ese día de mi vida pero ya era suficiente, ahora debía yo mismo influenciar, pero no mis pensamientos, sino mis sueños.

domingo, 3 de mayo de 2009

naranjas de abril (final)



4.


Eché unos leños a la estufa hogar y la encendí. Hacía frío dentro de la casa también. La noche ya reinaba acariciando todo lo que encontraba a su paso y los naranjos dormían un sueño aletargado dentro de la espesa oscuridad. Josefa arrastró una silla y la puso al lado del hogar. Luego hizo lo mismo con otra silla mecedora que había dentro de la casa y se sentó en ella.

- Siéntate, charlemos, hace tanto tiempo que no lo hacemos. –me dijo con una sonrisa tan bonita que me hizo recordar los viejos tiempos.
- Claro –dije devolviéndole la invitación y tomé asiento al frente suyo, al lado del hogar.
- Cuéntame de ti, de tú vida, de todos estos años. Anda, dime como te ha ido en la vida. Eso sí, no me digas que estás apurado, por favor no, quiero que al menos te quedes un rato para que me cuentes de ti. –me dijo casi a modo de súplica- y yo asentí.

Comencé a relatarle pasajes de mi vida, anécdotas, desventuras y momentos que atesoraba en mi memoria. Mientras, afuera había empezado a soplar un viento helado y los postigos de las ventanas golpeaban llamando la atención. Salí de la casa a cerrarlas. Cuando cerré la de la cocina me quedé observando a Josefa a través del vidrio. Se mecía suavemente en la silla mecedora arropada con una manta sobre su espalda. Parecía una niña indefensa ante aquella omnipotente soledad. A pesar que sus ojos no brillaban como en antaño aún sus facciones eran capaces de irradiar paz y tranquilidad, ese mismo elixir que busqué durante años en una mujer después de haberla conocido a ella y jamás había vuelto a encontrar. Busqué la luna en el cielo y la encontré tapada por unos nubarrones que pasaban presurosos ocultándola de a ratos. Parecía esconderse de nosotros, tal vez por vergüenza, tal vez adivinando que esa noche debía de ser privada y nuestra.

Entré y preparé café. Coloqué un pocillo de café caliente en manos de Josefa y reanudé la conversación. Se animó. Comenzó a soltarse, al igual que yo, y reímos y hablamos por horas hasta casi la medianoche.
La noté cansada y me noté cansado. No tenía ganas de viajar, tan solo quería descansar.

- ¿Quieres pasar la noche aquí? –me dijo en tono de invitación.
- Te lo agradecería mucho, he viajado muchos kilómetros y estoy agotado. Gracias, Josefa. –le respondí sonriendo sin que ella pudiera observar mi sonrisa, entonces me sentí un tonto por ello.
- No tienes que agradecerme, la agradecida soy yo por tú compañía. Después de tantos años me parece aún un sueño que estemos aquí esta noche como si el tiempo no hubiese pasado. ¿Recuerdas la primera vez que hicimos el amor?, ¿aún te acuerdas algo de aquella noche, muchacho?
- Nunca la olvidaría, ¡¿cómo hacerlo?! Durante muchos momentos de estos últimos años he recordado esa noche.
- Tal vez no haya sido justo. –me dijo con su rostro más serio.
- ¿Qué cosa no fue justa?, ¿qué piensas, Josefa?
- Que no es justo que aquella noche se haya presentado como un fantasma en tú vida. Seguramente has amado a otras mujeres y ese recuerdo no es justo cuando un amor verdadero se presenta.
- No digas eso. Nosotros también nos amamos y fue algo muy bello. –dije tristemente.
- Sí, muchacho, nos hemos amado… claro, así fue. –y mientras decía aquello su rostro palideció. Me sentí triste, muy triste y lo peor es que aún hoy no puedo decir porqué.

Me acerqué y la abracé. Posó su cabeza en mi hombro y así quedamos largo rato al calor del hogar. Solo se escuchaba crujir a los leños y se veía cómo las chispas saltaban de vez en cuando iluminando la habitación. Con mi nariz recorrí su pelo y tomé su olor, el mismo de siempre que permanecía intacto tal como hacía años cuando nos conocimos. Acaricié su mejilla y guié sus labios hasta los míos. Sentí su sabor nuevamente. Su corazón galopaba y el mío lo seguía. La tomé de la mano y la guié hasta el dormitorio. Nos seguimos besando. Ya recostados la desnudé lentamente. Su cuerpo, a mis ojos, seguía igual que antaño. Tal vez el tiempo había jugado aquí y allá por alguno de sus rincones pero lo que irradiaba permanecía intacto. Ella recorrió mi pecho con sus manos, mis muslos, acarició mi pene, y me besó lentamente con los ojos cerrados. Hicimos el amor lentamente como si intentáramos recordar aquella noche cuando éramos más jóvenes. Al terminar nos acurrucamos como dos pichones en medio de la ventisca y nos fundimos en una única caricia tibia que incesantemente continuaba sin fin. Al poco tiempo se durmió. Volvió a reinar el silencio dentro de la casa, tan solo los leños seguían quejándose dentro de la estufa. Entonces apagué el farol y un resplandor anaranjado proveniente del hogar impregnó la habitación. Me quedé mirando el techo mientras jugaba con su pelo. Me parecía mentira estar acostado al lado de la mujer que más había amado en mi vida. Mi gran primer amor. Los años habían pasado en la vida de ambos dejando enseñanzas y cicatrices pero jamás habían podido borrar aquello que fundimos una noche de abril mientras las naranjas deseaban ser cosechadas.

Ya de madrugada aún permanecía despierto, insomne. Por la ventana de la habitación la luna jugaba a las escondidas con los nubarrones. Cuando quedaba al descubierto iluminaba de plata la copa de los naranjos y entonces me parecía ver a mi padre y a mi abuelo sonreír conmigo mientras cosechábamos las naranjas. Recordé la complicidad de mi padre cuando viví aquel romance fugaz con Josefa. Las miradas del abuelo y sus enseñanzas. Todo venía a mi mente aquella noche. Me sentía feliz. Entonces fue que me pregunté que quería para mi vida, ¿seguir viajando?, ¿seguir conociendo una que otra mujer en busca de un amor para toda la vida?, ¿o acaso ya había encontrado a ese amor verdadero? La respuesta no tardó en aparecer dentro de mí. Envolviéndome en una manta salí al alero y me senté a fumar un cigarrillo. El viento olía a humedad y estaba helado. Las hojas de los naranjos parecían murmurar en la oscuridad como si me hubiesen echado de menos. Me entregué por completo al lugar, al momento, a esa vivencia que tanto alimentaba mi interior. Sentí dentro de mí correr la misma sensación que cuando me sentaba en un campo en soledad a contemplar la naturaleza; aire puro, cielo, verde, tibieza solar, felicidad. Todo eso de manera comprimida me recorría internamente. Adentro, en la tibieza de la casa, sobre la cama, yacía el amor de mi vida. Ya no tenía más caminos por recorrer, supe entonces que había llegado al final de mi destino y así me entregué por completo esperando que más y más abriles llenaran mí vida.

viernes, 1 de mayo de 2009

naranjas de abril (3)




3.


Crecí y recorrí parte de mi país.

Ya no cosechaba naranjas, ahora me dedicaba a viajar, vendía repuestos para automóviles y me movía de ciudad en ciudad para la empresa que trabajaba. No era un oficio que me gustase mucho pero me daba dinero suficiente para tener ahorros y movilizar mi vida. Tenía treinta y siete años en aquel entonces y físicamente casi no se notaba aquella edad, siempre tendí a parecer más joven de la edad que mi cuerpo realmente tenía. Viajando de aquí para allá conocí a muchas personas y obtuve muchas vivencias. Fue en aquel invierno de mis treinta y siete años que mientras viajaba por una ruta del noroeste contemplé maravillado los campos helados y la nieve cubriendo las montañas. Eran las primeras nevadas. La cordillera de los Andes se alzaba imponente sobre el horizonte. Llevaba la música de mi automóvil a poco volumen e iba distendido. Llegué a un cruce de ruta y me sentí perdido. Aquel camino era nuevo para mí, entonces decidí buscarlo en el mapa. Estacioné el automóvil en la banquina, cerré mi campera y apoyando el mapa en el capó me dispuse a buscar el pueblo a donde me dirigía. La ventisca estaba helada, penetrante. Aquella zona era de estancias de frutales, una vasta zona rica para la economía de la provincia.

Localicé el pueblo en el mapa y miré alrededor mío el paisaje. Recordé cuando era mucho más joven y solía ir con mi padre y mi abuelo a las cosechas de frutales, principalmente las de naranjas que tanto me gustaban. Y fue inminente la llegada de la imagen de Josefa a mi memoria. Hacía muchos años que no la recordaba pero estar en aquel lugar rodeado de plantaciones de frutales me hizo rememorarla con una sonrisa y una mirada perdida en la blancura de los Andes. Tomé aire, suspiré, guardé el mapa y volví a la ruta en busca del pueblo.

Faltando unos kilómetros para llegar al pueblo me di cuenta que reconocía aquel camino. Claro, era el camino que llevaba a la estancia de Josefa. Lo recordé en un instante. Un intenso nerviosismo se apoderó de mí y me dejé llevar por mi curiosidad. Así, crucé la ruta y doblé por el viejo camino de tierra que llevaba al casco de la estancia. Tras un par de kilómetros llegué. El sol estaba cayendo ya, y el frío se hacía un tanto más intenso. Una soledad inmensa reinaba en la vieja casona de Josefa. No se veían animales, ni peones, ni movimiento dentro de la casa. Estacioné el automóvil y a paso lento me dirigí hacia la casa. Observé todo cuidadosamente, el tiempo parecía no haber pasado. Me sentí sumamente nervioso. No tenía idea que le diría a aquella mujer que hacía diecisiete años me había hecho el amor atrapando por completo mis sentidos y mi corazón. Seguramente ya no viviría más allí y estaría casada, con hijos. Mil cosas pensé. Pero en un momento detuve los pensamientos y tan solo me dediqué a observar y a escudriñar cada rincón comparándolo con el pasado. El tiempo siempre hace estragos en los objetos, aquel sitio no había sido una excepción. Todo había cambiado, de alguna u otra forma nada era ya igual.

El atardecer se había instalado. El sol como un pomelo gigantesco se intentaba esconder detrás de la cordillera y los primeros claroscuros comenzaban a observarse. El viento no amainaba, seguía firme dándole una ambientación invernal a todo el paraje. La casa parecía hipnotizada y dormida, aletargada, viviendo en una eterna hibernación. Golpeé la puerta de entrada y nadie contestó. Me asomé por las ventanas y dentro no había nadie pero se percibía que alguien había estado comiendo pues había platos y vasos en la bacha de la cocina. Rodeé la casa y me dirigí al patio trasero. Entonces la vi. Estaba sentada en su mecedora a unos cien metros de la casa tapada con una frazada contemplando el atardecer. A sus costados las plantaciones de naranjos la custodiaban como gladiadores guardianes. Su cabello flameaba al viento. Se mecía suavemente. Me quedé estupefacto al verla. Estaba petrificado en aquel lugar, no podía mover un solo músculo de mi cuerpo. Tan solo me limité a observarla hasta que decidí ir por ella.

Caminé la distancia que nos separaba de una manera vergonzosa. Parecía un adolescente a punto de dar el primer beso. Medio sol ya estaba oculto tras los Andes. Las sombras de a poco se apoderaban de los naranjos. Llegué a su lado y posé mi mano en su hombro. No se sorprendió, tan solo siguió meciéndose. Yo sí me sorprendí. Pensé que le daría un susto si hacía aquello pero no podía hablarle. Entonces posó su mano sobre la mía en su hombro.

- Ya no tengo miedo. Tú mano se siente tibia. ¿Quién eres? –me dijo con una voz débil.
Me quedé en silencio sin sacar mi mano del aprisionamiento de la suya con su hombro. No sabía que decirle.
- ¿Me conoces? –me preguntó.
- Sí. –dije, con una voz nerviosa y fina.

Entonces dejó de mecerse. Presionó la frazada contra su pecho y volteó lentamente hacia mí. Se paró y con su mano derecha me recorrió el rostro. Entonces supe que durante aquellos años de no habernos visto el destino le había jugado una mala pasada, estaba ciega, no me veía, tan solo intentaba reconocer a esa persona de incógnita que estaba a su lado mediante su tacto. Sentí estupor. Me sentí terrible. Se veía bella como siempre pero sus ojos habían perdido aquella luminosidad que tanto la embellecían. Lloré. Unas lágrimas vagas cayeron por mis mejillas y tocaron sus dedos.

- ¿Porque lloras?, ¿quién eres?, ¿nos conocemos? –me dijo un tanto nerviosa.
- Soy yo Josefa, ¿me recuerdas?
- ¡¿Tú?!, ¡Tú!, ¡claro, tú!, ¿cómo podría no recordarte? Por fin has venido después de tantos años. Cosecha tras cosecha te esperé y te eché de menos. Y ahora estás aquí. No tienes una idea cuanto te he amado en silencio por estos años muchacho. Aún hoy, tras mi ceguera, cada vez que me siento entre los naranjos tan solo viendo la oscuridad tú rostro casi infantil se posa en mis memorias trayendo luz a mi interior.
- Perdóname Josefa. Era un adolescente y me eché a la vida, a vivirla, a recorrer caminos y nunca quise voltear para ver el pasado. Tal vez por miedo, tal vez por cobardía.
- Ya pasó. El pasado quedó atrás. Ahora estás aquí, de nuevo, junto a mí. Tal vez has venido de visita o tal vez la vida y el camino te trajeron hasta esta vieja ciega por otro motivo, no lo sé, pero lo que sea que te condujo hasta aquí me ha hecho muy feliz. Por lo tanto no te aflijas y quédate un rato conmigo.

Me tomó del brazo y comenzamos a caminar rumbo a la casa. Mis lágrimas seguían cayendo, el sol se había puesto casi completamente detrás de la cordillera y los naranjos casi no se divisaban a nuestro alrededor. Una oscuridad profunda se avecinaba detrás de nosotros, sin embargo la calidez de su cuerpo me hacía emocionar y recordar nuestro pasado. La noche estaba al caer, la estancia parecía perdida entre medio de las montañas y en ella dos personas que se habían perdido en el tiempo ahora volvían a estar juntas. Ella entró en la casa y yo la seguí. Al cerrar la puerta miré por última vez la noche recién nacida, contemplé la oscuridad que comenzaba a ser espesa, y me imaginé el nuevo mundo donde ahora Josefa habitaba.