jueves, 19 de mayo de 2011

¿Puede oírme alguien?




De las tantas veces que mi cabeza pensó locuras algunas pueden decirse que fueron “decentes” y “cuerdas”. Entre las imagenes alteradas que mi consciencia enviaba a mi cerebro y los gelatinosos efectos especiales que mi mente les aplicaba alguna vez concluyeron en pensamientos atractivos y muy deseables. No siempre digo lo que pienso, pero una vez sí lo expresé y con mucha fluidez.

Cuando estuve en un boliche bailable por los noventa tuve la suerte de conocer a una chica tailandesa. Según ella hacía poco había llegado al país y le encantaba. Hablaba un español correcto, creo que hasta mejor que el mío, y cada tanto, como si fuese un tic nervioso, dejaba escapar una diminuta y disimulada risita que me crispaba los nervios. Mantuvimos una corta charla en uno de los baños del boliche. Mientras ella me bajaba el cierre del pantalón para realizarme sexo oral yo intentaba hablarle de temas como las ideologías políticas del país, el tipo de sociedad argentina, y también el tipo de sexo que nos gusta tener a los latinos, más precisamente a los argentinos. Supongo que no escuchó mucho de ello, pues enseguida tomó mi pene y de una manera un tanto rústica y dramática lo perdió dentro de su boca.

Consumado el acto ella se dirigió al lavatorio y se aseó. Yo seguía hablándole de mi país, como pensando, ingenuamente, que todo lo que había dicho hasta el momento le había quedado grabado en su memoria. Tras secarse el rostro con un pañuelo se acomodó una hevilla en su pelo y me miró a través del espejo gigante que colgaba de la pared.

- ¿Crees que te he escuchado? –me preguntó la chica tailandesa con una sonrisita débil en la comisura de los labios.
- Pues... lo supongo –respondí.
- No, no mucho ¿Sabés? Me gustas, y mucho. Intenté escucharte, pero entre lo que me gustas y lo poco que entiendo de tú idioma se me hace difícil.
- Claro –dije como echando por tierra todo lo que había pensado sobre mi comunicación en aquel momento y la perfección de su correcto español.

Podíamos escuchar el sonido ensordecedor de la música que se colaba por la puerta del baño. Aquella noche en el lugar había mucha gente, más que otras noches. Jamás había visto a la chica tailandesa del sexo oral, sin embargo desde aquella noche comenzamos a ser, cada uno por su lado, habitués a ese antro.

Si nos reconocíamos en la pista o en la barra solo cruzábamos las miradas, pero ni siquiera nos sonreíamos. No era adrede, simplemente se daba así. Al cabo de las dos o tres de la madrugada ella enfilaba hacia el baño y yo la seguía. Ella se metía al baño de mujeres y yo, tras esperar una seña de ella, me zampaba dentro y teníamos sexo hasta sacarnos las ganas. Allí, en las diminutas dimensiones del baño del boliche, charlábamos también.

Era curioso, pero poco a poco se fueron dando charlas cada vez más complejas. A veces mientras estábamos teniendo sexo hablábamos de cosas que nos pasaban o sentíamos en nuestras vidas. Así recuerdo que ella supo de contarme cuanto le gustaba un chico tailandés que había conocido en la universidad, o su fantasía de estar algún día con otra mujer, o también el día que bebió kerosene tras estar tan borracha y confundirlo con ginebra. Lavaje de estómago de por medio estuvo a la perfección en menos de una semana. Esas charlas, cortas, a veces muy escuetas, se sucedieron en cada uno de nuestros encuentros sexuales. Ella era flaca, de contextura pequeña y de bonitos pechos turgentes. Sabía moverse muy bien y por sobre todo jamás reprimía su goce. Creo que eso me excitaba y mucho. Con el pasar del tiempo comencé a pensar en aquella chica pero un poco más allá del solo acto sexual. Sí. La pensaba de un modo distinto. No al punto del enamoramiento, no, sino de otra manera. Tampoco éramos amigos, ni amigos con privilegios, tampoco eso. No encontré nunca una clasificación justa para explicar lo que realmente éramos, sin embargo fue una de las personas con las que mejor me he sentido dialogando en mi vida.

Una noche, mientras la estuve penetrando en el baño, ella apoyó sus manos en los cerámicos de la pared y mientras se movía me preguntó algo que jamás olvidaré:

- ¿Crees que alguien alguna vez nos ha oído?
- No, no lo creo –respondí- siempre nos cercioramos de hacerlo sin que haya nadie en el baño.
- Yo sí creo que nos han escuchado. Tal vez alguien haya entrado muy despacio y mientras estábamos haciéndolo escuchaba nuestras conversaciones.
- Pues no me quita el sueño, respondí...
- A mí tampoco, pero el hecho de pensar que alguien nos pueda haber escuchado hace que me intrigue saber qué piensa o pensó sobre nosotros.
- ¿Tanto te interesa? –pregunté.
- Interesarme no, sino saber qué se piensa de alguien que mientras tiene sexo y goza habla de cosas mundanas o de trivialidades.

Seguimos fornicando hasta que llegó el orgasmo. Tras asearse y acomodarse su hevilla en el pelo volvió a mi lado y se quedó mirándome fijamente.

- ¿Sabes?, a veces pienso que nadie me escucha cuando yo hablo.
- ¿Porqué dices eso?
- No lo sé. Creo que es porque paso demasiado desapercibida para todo el mundo. Algo así como un ratón más en las calles de una gran urbe. Hay miles de ratones, todos se parecen, y ninguno es especial.
- Pero tú eres especial –dije con voz segura- ¡No pienses así!

Acomodó su corpiño y ajustó el cinto de su pantalón, luego volvió a mirarme fijamente.

- Creo que por eso me gusta hablar contigo mientras tengo sexo. Porque además de disfrutar del sexo, porque ya sabes que me gusta, siento que me escuchas, pues siempre dialogas conmigo.
- Hablaría contigo inclusive si no tuviéramos sexo –dije.
- ¿Lo harías?
- Claro, totalmente.


Después de aquel día cada vez que volvimos a coincidir en el boliche además del cruce de miradas se daba un cruce de sonrisas y charlas en la barra. Algo, después de aquella charla, había cambiado. Comenzó a contarme cosas de su vida en Tailandia, sus pensamientos, sus miedos, y el modo en que la vida se le planteaba. Yo por mi lado hice lo mismo. Tras charlar un rato y sonreírnos nos dirigíamos al baño y teníamos sexo. Así pasaron unos cuantos meses, que no llegaron al año.


Una sábado por la noche al llegar al boliche me encontré con un montón de policías y cintas de vallado que prohibían la entrada. Pregunté qué pasaba y me respondieron que había acaecído una muerte en el baño de damas. Gracias a un amigo pude entrar al boliche y me encontré con la terrible noticia que la chica tailandesa había muerto dentro del baño de una sobredosis de heroína. Jamás pensé que se drogara. Jamás pensé que la muerte le arrancaría así la vida. Me sentí destruído en aquel instante. Cuando salí a la puerta tomé una bocanada de aire puro y miré al cielo. Los ojos se me llenaron de lágrimas y sentí el fresco del aire quemarme las narices. Pensé en ella y pensé en todo lo que tenía para dar en la vida. Cuando me marchaba mi amigo, el que me dejó entrar al boliche, me paró y me preguntó si conocía a la chica. Le respondí que sí, que solíamos tener sexo y que teníamos una especie de amistad.

- Seguramente te decía que nadie la escuchaba, ¿cierto?

Aquella frase de mi amigo me dejó estupefacto.

- ¿Y cómo sabes eso? –pregunté nervioso.
- Pues porque se lo decía a cada tipo que se llevaba al baño para tener sexo con él. Ya sé, creías que eras el único, ¿no?
- Sí –dije aturdido- creí que era único.
- No amigo, no eras el único. Ella siempre gustaba de hablar y en su soledad en este país buscaba el diálogo y el sexo en ese baño. Muchos lo sabían y se alejaban de ella, pues comenzaba a darles lástima. Parecía como un animalito sombrío e indefenso al cual la vida lo maltrataba. Sin embargo ella a su modo era feliz. Al menos eso me dijo un día, pues yo también tuve sexo con ella.

Me despedí de mi amigo y caminé por las veredas rumbo a mi casa. Me sentí triste y abatido. No había conocido por completo a la chica tailandesa, tal vez sí un poco su lado oculto y misterioso, pero no mucho más que eso. Mientras caminaba me pregunté en voz alta si alguien nos habría escuchado en el baño, la misma pregunta que ella me hizo aquella vez, y solo el viento en mis oídos y el sonido de mi voz se dejó escuchar. Fue entonces que me pregunté si alguien me escuchaba, si alguien en este mundo lograba escuchar lo que que muchas veces decimos y queremos expresar. No tuve la respuesta en aquel momento, tampoco creo tenerla ahora, tal vez ella, la chica tailandesa esté donde esté ahora la sepa.

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(Imagen: de Mariana Palova)

Pensé que después de leer este relato esta canción le iría bien:

lunes, 16 de mayo de 2011

Así escribía Irene Némiròvsky...





Manuscrito de "Suite Francesa"



Manuscrito de "El ardor de la sangre"




Irene Némiròvsky
(Kiev, 11 de febrero de 1903 - campo de concentración de Auschwitz, 17 de agosto de 1942)

sábado, 14 de mayo de 2011

Calas



Solían ser dos. Ambas caminaban por la playa durante la tarde. Si tenía suerte podía observarlas caminar lentamente jugando y corriendo, hundiendo los pies suavemente en la arena. Una, la mayor, siempre llevaba un espejo consigo. Corría con el espejo debajo del brazo y cada tanto, como si existieran marcas invisibles en la arena, se detenía, alzaba el espejo a la altura de su cabeza y comenzaba a girar, y giraba, y no se cansaba de girar sobre sus pies. La otra, la que aparentemente era menor, reía y actuaba. A veces gesticulaba maniáticamente con sus manos, otras veces se mantenía estática en poses casi imposibles, pero lo mejor era cuando se arrojaba al piso y fingía morir. Ahí, cuando eso sucedía, me entraban ganas de aplaudir. Eran unas ganas muy nacidas desde mi interior, poderosas, casi al límite con las lágrimas y el éxtasis.

Solo una vez vi a una sola de ellas andar por la playa. Era la mayor. Caminaba arrastrando los pies, con el espejo arrastrándolo sobre la arena, y su mirada perdida en el mar. Como si una grandiosa desilusión la poseyera daba la impresión de un alma en pena. Ese día entristecí. Me escondí detrás de una saliente de rocas y desde allí observé su lánguido caminar. Ni el alma más penosa compartiría aquel paseo con ella. La observé hasta verla desaparecer por completo en el horizonte, allí, donde la playa siempre las engullía.

Un mediodía mientras yo regresaba de entregar mercadería en el pueblo las vi caminando por la playa. La mayor con su espejo como era costumbre y la menor con un par de calas en sus manos. Tras detenerme me quedé observándolas. De repente la menor se arrojó al piso y fingió su mejor muerte. Previamente había depositado las calas a su lado y entre el murmullo del mar y el oleaje parecía representar a una sirena encallada, ausente, arrebatada de las más oscuras profundidades.

Entonces me sentí acongojado por la escena y decidí acercarme. La mayor me observó y sin embargo no dejó de sostener el espejo en lo alto. Como si fuera un poseso caminaba yo observando el rostro de la menor reflejado en el espejo. Caminé y caminé los pasos suficientes para estar distante a tan solo un par de metros. Al llegar las palabras no brotaban de mi boca pero sí lágrimas de mis ojos. La vi muerta, la pensé muerta, la sentí así. Su vestido color canela, empapado y sucio, parecía una mortaja antiquísima. La mayor seguía inmutable, inmóvil. Tomé una mano de la menor y la acaricié; quité la arena de entre sus dedos y volví a colocar la mano sobre su pecho. Su pelo estaba empapado y sucio. Su tez carecía de vida y se veía de manera angelical. Levanté la mirada para ver el rostro de la mujer mayor y me encontré con el espejo, que ahora ya no reflejaba el rostro de la mujer menor sino su verdadera alma. Desde ese día cada vez que recorro aquella playa me parece observar sobre la arena un par de calas blanquísimas, puras, que tras un rato de estar allí son robadas por el oleaje y llevadas al fondo del mar.

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(Imagen: Fotografía de Francesca Woodman)