martes, 25 de octubre de 2011

Lo demás queda al azar...




Hace unos años, en esa época en que se escuchaba la música en radiograbadores y cintas de casete, observé por primera vez el mundo. Fue, cómo decirlo, ¿alucinante? Sí, creo que esa es la definición que más se le asemeja. Pero no fue por casualidad, no… fue porque ella quiso que yo alucinara.

Vivía en un pequeño departamento al fondo de un conventillo de mala muerte a las afueras de la ciudad. El lugar apestaba a perros, gatos, ratas y olores nauseabundos en general, sin embargo mi sueldo no daba para más y era lo que había. Trabajaba desde que el sol asomaba hasta cuando se ponía. Siempre vivía de noche. Cenaba y salía a caminar un rato, a hacer la digestión como les gusta decir a los de otras generaciones.

En una de esas caminatas conocí a la chica que me tomó de la mano y me mostró la parte oculta del mundo. Como toda relación que recién inicia al principio fueron miradas, luego coqueteos y finalmente llegaron los besos y las delicias del sexo. Por las tardes, después de tener sexo durante largo rato, caíamos exhaustos y nos quedábamos así, tendidos, mirando el techo, jugando con nuestros pies en las sábanas húmedas y arrugadas. No hablábamos, solo jugábamos con nuestras manos o dibujábamos figuras invisibles contra el techo a la espera que el otro las adivinara. Esa parte me encantaba. Ella era una excelente dibujante. Siempre dibujaba lo que yo soñaba, lo que yo deseaba y tenía como meta. Es como si me hubiera conocido desde adentro hacia afuera.

Una tarde de noviembre, coloqué un casete de Soda Stereo en el radiograbador y me senté en el balcón. Una mujer anciana y su marido estaban sentados en el balcón de enfrente, mirándome, como si yo fuese un loco, como si mi generación por escuchar aquella música estuviera en otra sintonía distinta a la de ellos. Como decía, fue en esa tarde de noviembre que la chica que me hizo ver el mundo se apareció; llevaba una cámara fotográfica colgada del cuello, y al verla entrar me pareció angelical. No sé, supongo que tenía algo, artificial o real, que la iluminaba por completo y eso me encandiló. Caminó unos pasos y se puso en cuclillas delante de mí.

-         ― ¿Querés conocer el mundo? –me dijo sonriendo y tomándome de las manos.
-         ― Claro –respondí inmediatamente y sin pensarlo.

Fue la propuesta más sencilla y poderosa que tuve en mi vida. Fue la frase más maravillosa que recuerdo haber escuchado de una mujer. La abracé, le di diminutos besos en los labios. Ella solo sonreía. Los ancianos de enfrente nos contemplaban con ciertas miradas que interpreté como de ternura.

Después de aquella tarde recorrimos muchos lugares juntos. Adonde íbamos ella fotografiaba y yo vivía. Ella vivía y yo fotografiaba. Nos complementábamos a la perfección. Fuimos por Bogotá, por La Paz, por Brasilia, por Montevideo, por el litoral argentino, también hicimos algo de la cordillera de los Andes y la Patagonia. Parvas de fotos llenaban cajones y cajones en nuestra habitación. Fotografiamos hasta lo que no se dejaba. Capturamos sonrisas, miedos, tristezas, silencios, alborotos, soledades, lágrimas, todo un muestrario de sentimientos en distintas personas que cruzamos a lo largo de tantos kilómetros. Yo era feliz, ella era feliz.

Sin embargo, un día, al llegar a un sendero y tras fotografiar un cerro ella me dijo que ya no quería seguir viajando, que ya no quería capturar más sentimientos, que ya no me quería. Asentí en silencio como el condenado a muerte al escuchar su sentencia. Comprimí todo lo que sentía a tal punto que lo guardé como una pequeña bolita bien al fondo de mi pecho.

-         ― ¿Y ahora qué? –le pregunté
-         ― Pues nada, ahora la vida… -dijo con su sonrisa tan hermosa.
-          ― ¿La vida?
-          ― Claro… ahora otros mundos serán posibles… mundos que no hemos fotografiado, mundos que conocerás solo o al lado de alguien más… mundos… así, como los que conociste conmigo.
-          ― Pero… ¿y lo otro?, ¿todo lo que recorrimos, todo lo que vivimos y lo que compartimos unidos?, ¿qué de eso otro? –pregunté atónito.
-          ― Eso lo podés atesorar, guardar bajo llave y relucirlo cuando quieras para disfrutarlo… lo demás, lo que de hoy en más nunca supimos que sería, eso queda al azar…

Y así fue. Quedó al azar.

Años después seguí conociendo el mundo, sus lugares, su gente, a mí mismo. Sin embargo dentro de aquel azar que aquella chica supo mencionarme nunca me encontré en completitud, siempre algo me faltaba o falta, nunca logré ver ese mismo mundo que pude observar junto a ella…




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(Fotografía: http://goo.gl/dTFcx)

miércoles, 19 de octubre de 2011

una chica en el jardín




Hay una chica muerta en el jardín. La he visto al despertarme, al asomarse los primeros rayos de sol del  nuevo día. La hierba le acaricia el cuerpo, está desnuda. El verde circundante le cae bien, parece ser una flor nueva y fresca que ha brotado a través de la hierba, abriéndose paso a todo, sin importarle nada. No me atrevo a tocarla, pero sé que está muerta pues no respira, no se mueve, se la percibe demasiado fría.

¿Qué haré ahora? Nadie creerá que ha muerto sola, o que otros la han matado. Habrá dedos señalándome, dedos acusatorios, miradas instigadoras, epítetos y voces duras para conmigo ¿Por qué a mí?, ¿por qué yo?...

Pienso en envolverla en una vieja colcha. Tirarla al río con algunas piedras en sus pies. Son ideas enfermas, me digo y me recrimino a la vez. Y mientras conjeturo las mil y una formas de deshacerme de la frialdad del cuerpo sin vida caigo en la cuenta que a la vez admiro la belleza de su desnudez. Nunca estuve con una mujer desnuda en mi cama, y ahora, que hay una en el jardín, está muerta.

La muerte tal vez me obsequió a la chica. Sí, eso debe ser. Porque hay obsequios de todo tipo, y tal vez éste sea uno de ellos, de esos raros, que solo a personas como yo puede regalársele ¿Debería estar agradecido con la muerte? No… ella se jactaría, agrandaría su ego, y me sonreiría como suele hacerlo en ocasiones al pasar por mi lado.

“Me gusta el verde que te rodea”, quisiera decirle a la chica. Más ella no puede oírme. Ella está muerta. Pero eso es lo que pienso y siento en este instante. Me parece una novia dormida. Envuelta en una burbuja de tiempo, de un tiempo ya pasado...

Hay una chica en mi jardín, y está sobre mí.


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(Fotografía de Manjari Sharma)

domingo, 16 de octubre de 2011

El mismo universo



Arriba, justo entre el techo y la noche, había una puerta. Era invisible. Solo se podía ver de noche. Antes, no. Solo podía verla yo, y nadie más.

Una noche al ver la puerta decidí abrirla. Tenía miedo, tuve muchísimo miedo. Tomé el picaporte, lo giré suavemente, y la puerta comenzó a abrirse. Vi una estrella, luego otra, y más...; además estaba la oscuridad, el vacío. Sin embargo no sentí soledad. Había alguien ahí, podía sentir su presencia tras mi espalda. Tampoco podía voltearme para saber quién era. Solo sé que había alguien. Entonces decidí flotar y dejarme llevar. Crucé la puerta y floté entre las estrellas.

Tras un rato pensé en mi madre. “Tal vez sea ella quien está tras mi espalda”, me dije. Y de repente sentí un alivio incomprensible. Era más liviano, más etéreo. Las luces de las estrellas parecían refulgir más, la oscuridad del universo ya no me parecía tan intimidante. Me sentía acompañado por mi madre. Ambos estábamos ahí, juntos, en el mismo universo… siempre.



(Felíz día a todas las madres del mundo... y a la mía en especial...)

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(Imagen: http://goo.gl/UVOHW)

lunes, 3 de octubre de 2011

«Había una vez...»




La densidad de la cortina de lluvia impedía que los rostros se vieran claramente. No había parado de llover desde hacía más de cuarenta horas y todo por doquier era fango y charcos de agua del tamaño de una habitación. Era época de lluvias. A lo lejos se veía la luz encendida en la torre de control de la prisión. Brillaba como un faro abriéndose paso entremedio de la densa lluvia. Seguramente un guardia la movilizaba manualmente, pues aún ningún aparato mecánico realizaba esa tarea. Un hombre de baja estatura bajó de un viejo automóvil negro, un Mercedes Benz, de un brillo opacado por el clima. Un par de policías militares lo acompañaron hacia dentro de la prisión, ellos habían desplegado dos grandes paraguas y colocado al hombrecillo debajo de él. Apenas atravesaron la puerta de la prisión el hombrecillo se quitó el sombrero y el sobretodo empapado. Saludó a otros guardias con un gesto escueto y seco, y recibió saludos en igual tenor. Su nombre era una gran leyenda en las cárceles del país. No había mejor verdugo que él.

Con un gesto hizo que uno de los guardias se le acercase. Le susurró algo al oído y el guardia enseguida le hizo ademán de seguirlo. Caminaron un corto trecho hasta llegar a un baño de servicio. El hombrecillo entró al baño y cerró la puerta tras de sí. Una vez dentro, examinó palmo a palmo la instalación. Tres mingitorios, dos inodoros, azulejos blancos en las paredes, piso de cemento rústico recién baldeado. El baño estaba frío, tal vez más frío que estar parado afuera a merced de la lluvia. Después de orinar se lavó la cara. Lo hizo durante un buen rato: colocaba sus manos en forma de cuenco debajo del grifo y luego hundía su cara en el agua. Esa acción más que despabilarlo lo hacía reaccionar, le permitía que su interior se tranquilizara y que su mente cobrara la frialdad suficiente para lo que dentro de un rato acontecería. Cerró el grifo, apoyó sus manos en el lavatorio y observó su rostro al espejo. Era un hombre de mediana edad pero su cara acusaba más edad. Las arrugas había comenzado a dejar profundas marcas en su rostro y el paso de una vida llena de presiones y contratiempos había dibujado sobre su piel una especie de mapa ininteligible. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y secó su rostro. Volvió a contemplarse en el espejo y esbozó una mueca casi imperceptible, señal que estaba listo, señal que era el momento.

Al salir del baño el guardia lo condujo nuevamente a la sala de recepción. Allí tomó una carpeta que dentro contenía un legajo. “Prisionero AU-822198” se leía en la tapa. Nada de nombres, nada de apellidos. Hojeó rápidamente el legajo como si la información que conteniese no le importara en absoluto. Al llegar a la última hoja cerró la carpeta y se la entregó nuevamente al policía. «No hay nada de mi interés aquí» -dijo fríamente- «sé lo que he venido a hacer y punto, lo demás es una historia que no me incumbe y que pronto será solo una historia más…» Los dos polícias militares lo condujeron por pasillos dentro de la prisión. Se veían oscuros y algunos demasiados iluminados. Al pasar por frente a la biblioteca observó cómo unos cuántos presos se mantenían ocupados en sus lecturas. Aquella imagen le causó curiosidad y un tanto de incredulidad. «Es curioso lo que logra el encierro», se dijo. Al final de uno de los pasillos había una puerta de metal, robusta, de gran grosor. Detrás de ella estaba el patio de la prisión. La lluvia había amainado, pero solo un poco, hasta convertirse en una llovizna delicada y suave que al caer penetraba en todo lo que encontraba a su paso.

El hombrecillo hizo señas a los guardias y caminó lentamente cruzando el patio. No parecía importarle en absoluto la llovizna. Al llegar al final del patio observó que sus zapatos ahora estaban cubiertos de barro. Sin importarle demasiado golpeó con sus nudillos otra puerta de metal. Se abrió en el acto. Un nuevo policía militar lo saludó y con su mano derecha le hizo un gesto de invitación a pasar. Ya dentro, el hombrecillo observó la magnitud del lugar. Era similar a un hangar de grandes aviones. Solo que estaba casi vacío. Solo una estructura de madera de la cual pendía una horca se encontraba en medio de aquella inmensa sala. «El prisionero quiere verlo», comentó al oído el policía al hombrecillo. Éste se sobresalto «¿Quiere verme?, ¿a mí?», fueron las preguntas que de repente asaltaron la mente del verdugo. No hubo titubeos. Tras un gesto al policía ambos se encaminaron hacia la celda del preso. Lo habían sacado de su celda habitual donde había permanecido más de treinta y cinco años. Ahora estaba en una celda aún más pequeña, justo en el corredor de la muerte. Al llegar a la celda el hombrecillo se detuvo y observó el interior. A duras penas se lograba ver el bulto diminuto en posición fetal que estaba sobre el catre. Tapado con una fina manta y tiritando como un animal a punto de morir, el preso descubrió su cabeza y observó a los ojos al hombrecillo. En el acto entendió quien era aquel hombre de baja estatura y mirada fría. Como si el ser verdugo cargara con algún tipo extra de señales corpóreas al individuo que ejerce dicha tarea. El policía abrió la puerta de la celda y tras preguntarle al verdugo si estaba todo bien se retiró. Ahora ambos hombres se encontraban en la celda. El condenado y su verdugo. Uno que moriría y otro que seguiría vivo hasta que Dios lo dispusiese. Al principio no hubo palabras, solo una mirada fuerte y sostenida entre ambos. Se sentía como la lluvia azotaba la pared exterior de la celda. El frío lentamente reptaba desde el suelo y subía por las extremidades.

- Usted me ha mandado a llamar... –dijo el hombrecillo.
- Sí, gracias por venir.
- ¿Qué desea? La víctima se quitó la manta y se sentó al lado del verdugo.
- ¿Podría contarme una historia?
- ¿Una historia?..., no le entiendo... ¿a qué se refiere? –preguntó perplejo el hombrecillo.
- Sí, una historia. Cualquier historia. Una historia linda, algo que no haya pasado, o tal vez sí. No me importa en realidad si sucedió o no. Puede imaginárselo si quiere. Que más da ahora si los personajes de la historia sean reales o ficticios. No, eso ya no importa. Lo que importa es que me cuente una historia.
- Perdone –dijo el verdugo con voz dura- pero usted me está pidiendo una estupidez ¿Usted sabe quién soy yo?, ¿tiene idea a qué he venido a esta prisión?
- Sí, claro que lo sé –respondió el preso poniéndose nuevamente la manta sobre los hombros- Sé perfectamente quién es usted.
- ¡Ah, lo sabe!..., ¡¿y aún así quiere que yo le cuente una historia?!, ¿usted ha pensado lo que me está pidiendo?
- Mucho –respondió en el acto el preso-. Muchas veces lo he pensado. Y siempre supe que llegado este momento yo quería que mi verdugo me contase una historia.
- La verdad que no le entiendo, señor –dijo el hombrecillo.
- ¿A leído usted a Nabokov?
- ¿Nabokov?...

 Tras un rato de titubeo el verdugo reflotó en su memoria algunos títulos de libros y sus autores.

- Puede ser, pero no estoy seguro. Pero, ¿qué tiene que ver ese escritor con la conversación que estamos teniendo?
- Pues yo sí he leído los libros de Nabokov y a uno en particular. Es que estando tantos años en prisión uno se vuelve amante de los libros. Es como hacer el amor en la mente. Es una adicción silenciosa que tan solo la celamos con la soledad. A los pocos años de estar preso comencé a ir a la biblioteca. Leí muchos libros, pero ninguno me interesaba. Algunos los dejaba al principio, otros a la mitad, y solo pude terminar uno, y justo era un libro de Nabokov. Me gustó siempre como escribía aquel escritor ruso ¿Sabe qué libro fue aquel?
- No, ni idea –dijo a secas el hombrecillo.
- “Invitación a una decapitación” –respondió el preso- sí, ese fue el libro que terminé de leer primero y créame que lo releí unas diez veces más.

El hombrecillo al escuchar el título del libro buscó en su memoria pero no pudo encontrar nada. Por un instante le pareció extraña aquella situación que estaba viviendo: él, un verdugo, sentado a solas con el hombre que en minutos debía asesinar. Se dijo que aquello no era correcto. Se sintió dando un paso en falso en su carrera. Entonces levantándose bruscamente de la cama donde se encontraba sentado miró a los ojos al preso y negó con su cabeza en un movimiento lento:

- No, no está bien esto.
- No tema , señor verdugo –dijo el preso- no le pido compasión, ni tampoco quiero que piense que estoy loco. No. Solo le pido que me cuente una historia.
- ¡Pero que ocurrencia más estúpida! –exclamó el hombrecillo.
- A usted le parecerá así, pero para mí no lo es. Si usted me cuenta una historia yo me sentiré más cercano a usted, y ya no seremos tan distantes y fríos. Piénselo. Ni usted ni yo nos conocemos. A usted lo han enviado a esta prisión a quitarme la vida y yo estoy en sus manos. Para usted es un trabajo, soy un preso más, alguien más a quien quitarle la vida, pero usted para mí no es alguien más, usted para mí es único, es la única persona en todo este mundo que veré por última vez y con la cual hablaré. Frente a la horca estaremos usted y yo solos y nadie más. Su rostro será lo último que miren mis ojos antes que la capucha me adentre a la oscuridad; por ende es que quiero que haya un vínculo entre usted y yo, y eso lo puede lograr una historia. Sí señor verdugo, una simple historia, tal como una madre o un padre se la contaría a un niño.

Por un momento el hombrecillo se sintió compungido. Pareció que había metido su cabeza en medio de sus hombros. Observaba en silencio al preso y lo escrutaba de pies a cabeza con la mirada.

- Tal vez tenga usted razón –dijo finalmente el verdugo.

 El hombrecillo tomó la única silla que había en la celda y se sentó frente al preso. Cruzó sus dedos, junto sus talones y rodillas, posó las manos sobre éstas últimas, y mirando al preso a los ojos comenzó diciendo: «Había una vez...»


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(Imagen: http://goo.gl/rYOHv )