Hace mucho frío -dije-,
y no me miraste. Solo caminabas concentrado en tus pies y viendo cómo se ponían
cada vez más rojos al pisar la nieve. Creo que nos hemos perdido -dije al
rato-, y ni te percataste de mis palabras. El aire frío traspasaba mi abrigo,
se me helaba la piel. Mi rostro se envolvía en un halo de calor y al rato
desesperaba, se volvía rígido, lograba sentir con mucha vehemencia como la
carne ardía, dolor, soy presa del frío.
¿Hacia dónde nos dirigimos?
–pregunté, intentando que me hablaras-, entonces diste la vuelta, sacaste tus
manos de los bolsillos y con un asalto de ira en tú rostro me abofeteaste,
hiciste que cayera de rodillas en la nieve y un hilo de sangre desprendido de
mis fosas nasales agredió la blancura nívea de ésta. Sin embargo no derroché ni
una sola lágrima. No, ni una sola. No deseaba llorar, solo deseaba que aquel
dolor terrible se aliviara en mi rostro y que mi ira se calmara.
No navego contigo –te dije-,
solo voy a la deriva. Entonces volviste a pegarme y mis ganas de seguirte
cesaron. Caí de bruces sobre la nieve sintiendo cómo ésta me quemaba la
mejilla. A lo lejos los pinos, con sus copas cargadas de nieve, parecían ser
los únicos testigos de nuestra huida tan patética.
Entonces, mientras veía
cómo te marchabas, sacando las últimas fuerzas que quedaban atrapadas en los
confines de mis tripas, formulé mi
última pregunta antes de la oscuridad: ¿Sabías que te quiero?...
Nunca pude escuchar tú
respuesta.