miércoles, 31 de julio de 2013

La Oscuridad




  
Mercedes estaba acuclillada en la playa, con un cigarrillo entre sus finos labios, juntando arena con sus manos, que dispersaba poco a poco alrededor de sus piernas. Fue tan solo un momento el que pasó en esa posición, pero bastó para que Federico Gálvez se enamorara un poco más de ella. Dícese del amor que es una de las cosas más tontas que pueden encontrarse en el universo, y así lo parecía si se miraba fijamente a los ojos de aquel hombre.

Después de un buen rato Mercedes terminó su obra maestra. Había juntado tanta arena de playa que alcanzaba para hacer un castillo gigantesco. Federico Gálvez aplaudió a su amiga a más rabiar.

—¿Qué hará con tanta arena, señorita Mercedes? —dijo Gálvez con aire curioso e inquisitorio a la vez.

—Aún no lo sé, señor Gálvez… ¿Alguna propuesta?

Federico Gálvez se sonrojó y ante semejante proposición solo se limitó a balbucear y hacer el ridículo con gestos que no explicaban ni orientaban en nada.

—Al principio había pensado en un castillo de arena. Pero eso sería algo muy vulgar, sabe. La vulgaridad es algo que mis padres siempre erradicaron de mi vida, y siéndole sincera, me alegro mucho por ello. Luego pensé en un paredón de arena que impida que el oleaje avance. Tal vez sirva para detener el oleaje por un rato y así poder echarme en este pozo que ha quedado a leer o a tomar sol. Pero tampoco sé si eso es lo que quiero. En realidad, señor Gálvez, en este momento me siento como una verdadera chiquilla indecisa. Pensé que había superado esa etapa hacía mucho tiempo, pero heme aquí…

Gálvez la contemplaba con cariño. Era imposible para él ocultar de su rostro las señales del enamoramiento. Mercedes sonreía y hablaba al mar.

—Tal vez algo alocado vaya de la mano con esa etapa de indecisión que considera tener en su vida, señorita Mercedes. —dijo Gálvez con aplomo.

—¿Algo alocado?, ¿algo como qué, señor Gálvez?

—Tal vez… ¿enterrarnos en la arena?

La joven hizo estallar de júbilo su rostro y sus ojos se llenaron de una luminosidad inaudita.

—¡Exacto! —exclamó.

Gálvez se recostó en la arena y Mercedes lo hizo con lentitud a su lado. Entre ambos jalaban la arena acumulada y la desparramaban sobre sus cuerpos. Reían como niños.

—Es una excelente locura, señor Gálvez.

Él no respondió, tan solo se limitó a seguir con la tarea. Cuando estuvieron lo suficientemente tapados hundieron el último brazo bajo la arena tibia dejando solo sus cabezas al aire libre.
Se miraron por un momento mientras seguían riendo. Parecían jugar como dos chiquillos haciendo de las suyas.

—Creo que estamos locos, señor Gálvez.

—Creo que estoy loco —dijo él apoyando su frente sobre el pelo de Mercedes.


El viento levantó unas nubes en el horizonte y las gaviotas comenzaron a caminar por la playa en busca de comida. La arena, esa prisión bajo la cual ahora estaban sujetos, se volvió lentamente más fría. El atardecer no tardaría en caer. Sin embargo, para Federico Gálvez aquello no era nada por lo que preocuparse, estaba en medio de la luz, después de haber conocido durante tantos años de soledad tan solo oscuridad.




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(fotografía: internet, desconocido el autor)

martes, 30 de julio de 2013

La viuda





Fue en septiembre, cuando el tren retornaba agónicamente hacia el pueblo, atravesando la serranía. La viuda Linares había sacado la cabeza por la ventanilla y dejaba que el viento fresco diera de lleno en su rostro. Sonreía. Nunca la había visto sonreír de ese modo.

Hacía no más de siete meses que su esposo había fallecido. Un escritor notable, talentoso, con ese poder necesario que hace que un hombre se adueñe de la palabra escrita y lo comparta con sus semejantes. En el pueblo era una eminencia. En la capital era persona de renombre. Inclusive en Europa había sido elegido entre los mejores escritores de los últimos veinte años. Toda una vida dedicada a las letras, a la prosa, a la narrativa, y de repente nada. Ese mismo viento que ahora espabilaba a la viuda Linares se había llevado consigo casi toda la esencia de lo que había sido su hombre en vida.

Mientras me mantenía en el asiento, aferrado como si estuviese sobre el lomo de una bestia, contemplé durante largo rato ese disfrute inocente de la viuda. Había en ello cierto aire de resignación ante la muerte y su guadaña afilada y silenciosa. Fue la viuda, quien después de varios minutos con la cabeza fuera, se volvió hacia mí preguntándome:

—Dígame, Efraín, ¿a qué sitio ha viajado todo aquello que mi esposo impregnó con su impronta en este mundo?

Comencé a balbucear, luego a tartamudear; en realidad no supe qué responderle.

—Está bien. No necesito que me responda si tiene que pensarlo. Creo que nuestro paso por la vida es tan efímero, Efraín…

Volvió a sacar la cabeza por la ventanilla y nuevamente su pelo jugueteaba con el viento. Me limité a observar hacia delante, la fila de asientos semivacíos del vagón. El traqueteo del tren se dejaba devorar por el silencio del paisaje. El sol, ya poniéndose, teñía todo de color anaranjado. La viuda Linares seguía en la misma postura, abstraída con el paisaje, hipnotizada por el viento serrano, y yo, continuamente asido al asiento, me preguntaba quién recordaría mi existencia el día que la muerte se dignara llamarme. Sin respuestas lógicas solo pude esbozar una infeliz sonrisa. Esa misma sonrisa que muchos esbozan al final de sus días, en el lecho de muerte, cuando en realidad comprenden que la vida es solo eso, un mero suspiro cósmico.




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(Fotografía: http://butisitartphoto.tumblr.com/)

viernes, 19 de julio de 2013

Miedos




―A veces lo siento cernirse sobre mí...
―¿Te refieres al miedo?
―Sí, eso mismo, al miedo. Lo siento desde siempre, desde niña. Está ahí, acechante, observándome.
―Tal vez es solo sugestión, algo que tú subconsciente manipula a su antojo y tú reaccionas a ello.
―No ―dijo ella― ¡no!... está ahí, es que tú no lo ves…
―Lo siento ―dije― pero no, no lo veo...
―¡Nunca lo ves!

En su rostro pude ver reflejada la sombra de mi incomprensión. Noté en el destello de su mirada el abismo que en ese instante nos mantenía separados, con una distancia marcada e insondable.

―Es un miedo que desde siempre se ha hecho presente en mí. Se profundiza al entrar en los caminos del bosque. Apenas logro avanzar unos pasos lo siento reptar desde el suelo a través de mis piernas, subir por mi cintura, atravesar mi espalda y acomodarse allí, bien detrás mío, donde mis ojos no escudriñan, y tan solo mi percepción logra devolverme un escalofrío indicándome que está allí, que el miedo me acecha, me observa, y en cierto modo soy la presa elegida.

–Eso es terrible –dije–, nadie puede soportar algo así durante mucho tiempo. Creo que estás sugestionada... tan sólo eso...

Sin embargo noté en su rostro una vez más rastros claros de falta de entendimiento. Era evidente que aquella chica sentía miedo. Algo la acechaba. Yo no podía decir en ese momento si era algo real o imaginario, sin embargo algo había en su relato que me indicaba que el miedo se hacía presente, tomándola de sorpresa y acaparando todos sus sentidos.

Caminamos un poco más, adentrándonos en el bosque. Era fines de otoño, la hojarasca parecía cobrar vida, y los árboles, casi en completa desnudez, nos observaban desde el costado del camino, con solemnidad y ese respeto silencioso que tan solo guardan aquellos que mantienen secretos y los callan.

La caminata valió la pena. Después de un rato, y tras atravesar hierbajos altos y rosales salvajes, dimos de frente con el lago. Llegamos hasta la orilla y sin decirnos palabra tan solo contemplamos la quietud del agua y la magnificencia de aquello que nuestros sentidos captaban.

–Hoy no he tenido miedo –dijo ella, tras mirarme de soslayo–. Tal vez se deba a que estás a mi lado.

Fue en ese momento que pude percibir mi conexión con ella.

–Tal vez –respondí–. A veces algo de compañía ahuyenta los miedos.

Se encogió de hombros y contempló nuevamente el lago. A lo lejos unos patos salvajes se echaban al agua, moviendo sus alas y emitiendo sus característicos e inequívocos sonidos.

–Me gustaría ser como los patos –dijo ella–. Viven aquí, en medio del bosque y no tienen miedo. Pasan noches enteras en la oscuridad acechante y sombría y aun así al amanecer caminan hacia el agua, se meten en ella, y están como si nada. Quisiera eso para mi vida.
–Nunca pensé en los miedos de un pato.
–Yo tampoco, es la primera vez –dijo, luego se echó a reír, con esa risa tan femenina y agraciada.

“Vamos a aquel sitio”, dijo señalando una especie de pequeña playa de arena gris que asomaba a unos pocos metros. Caminamos y tras llegar nos descalzamos. Luego ella se sentó sobre la arena, bien a la orilla del agua. La seguí, y me senté a su lado.

Desde ese punto el lago parecía otro. Incluso el bosque se veía distinto. En lo alto, bien sobre la copa de los árboles, bandadas de pájaros trinaban y se movían histéricamente de rama en rama. Nos mantuvimos en silencio por un instante observándolo todo. Tuve intención de abrazarla, atraerla hacia mi pecho, oler de cerca el perfume de sus cabellos, inclusive sentir el casi inadvertido movimiento rítmico de sus fosas nasales al respirar, pero tan solo me limité a contemplar en derredor y a presentir su presencia mezclada con aquel anhelo. Sopesé que no estaba bien aquello que deseaba, y la vergüenza me paralizó.

Acuclillados en la orilla observamos la superficie del agua.

–Está demasiado sucia el agua de éste lago. Su oscuridad es un tanto pegajosa y atrapante. Me pregunto qué hay debajo... –comentó ella.
–Tal vez una inmensa soledad –respondí yo.

Giró su cabeza y me observó por un momento. Parecía pensar y buscarle un significado a mi comentario justo delante de mi rostro. Podía ver cómo la dominaba la curiosidad y el ansia de analizar y tomar en serio las opiniones de los demás. Durante el tiempo que la conocí siempre sostuve que era una persona con amplitud de criterios y sumo respeto. Seguramente eso también la hacía atractiva y rara a la vez. Metió una mano en el agua y la mantuvo allí un rato.

–Está helada... Profunda y helada.

Jugó un rato con su mano dentro del agua. Yo tan solo observaba.

Siendo invierno la luz del sol declinó temprano. Los pájaros dejaron de trinar y jugar, y la copa de los árboles comenzaron a mecerse con más tensión y brusquedad. Tal vez alguna tormenta cercana se avecinaba, no lo supe nunca. Decidimos que ya era hora de volver. Sin embargo a ella eso no parecía preocuparle. Más bien hizo un gesto de aceptación con un ademán de desagrado cuando dije de emprender la partida. Creo que la soledad del bosque le gustaba. En realidad ella era como mimética con el bosque. Había una comunión, un enlace invisible y profundo, que escapaba a mi entendimiento.

Dejamos la orilla y enfilamos hacia los hierbajos. De repente se detuvo tomando firmemente mi mano. Sus ojos se volvieron vidriosos y en cuestión de segundos su rostro se compungió, llenándose de un dolor desconocido, dando lugar a lágrimas que recorrían su rostro como un hilo de agua surcando el cauce de un río. La abracé con fuerza. Podía sentir sus latidos. Su corazón bombeaba con mucha fuerza. Pensé en una cascada, altísima, cayendo con bravura contra las rocas de un abismo.

–Siento miedo nuevamente. No puedo explicarlo ¿Tu no lo sientes?, ¿acaso no notas su presencia?

Negué con la cabeza. Metí mis manos en los bolsillos del jeans y me quedé absorto, mirando sus ojos cargados de lágrimas.

–¿Sabes?, nos parecemos al bosque –dijo.
–¿Porqué lo dices?
–Siempre lo he pensado. Mira a nuestro alrededor: el bosque está repleto de claroscuros, silencios, enigmas, misterios, al igual que nosotros. No nos diferenciamos casi en nada. Cada uno de nosotros tiene un bosque dentro, en el cual florecen todas esas cosas que te he mencionado. Inclusive, el mismo miedo.
–Sí... el miedo –dije mientras pensaba lo que ella me decía.
–El miedo dirige en parte la gran orquesta de éste bosque. Supongo que el de cualquier otro también. No lo puedo asegurar, nunca he conocido otro bosque que no sea este. Pero no tengo dudas que el miedo es parte de este bosque. Sin el miedo el bosque dejaría de ser como es.
–¿Y cómo es el bosque? –pregunté ahora un poco confundido con sus pensamientos.
–El bosque es un perfecto titiritero. Juega con los miedos, los muestra y moviliza a su antojo, según quien se interne en él. A veces pienso que cuando penetro en el bosque él se pone contento, pues sabe que podrá jugar con mis nervios, mis pensamientos, y poco a poco comenzará esa sensación fría a deslizarse por mi espalda, dando lugar a un miedo que lentamente se convierte en atroz. No estoy loca, si es eso lo que crees...

Negué firmemente con la cabeza sin añadir una palabra. En realidad no pensé jamás que estuviese loca.

–Estar loca es otra cosa. Yo no estoy loca. Y si te he contado esto es porque confío en tí... ¿Puedo seguir confiando en ti?
–Claro, todas las veces que quieras –respondí.
–Pues eso pensé. Eres mi amigo, en quien más confío. Ni siquiera a mis padres les hablo sobre lo que me pasa “o siento”. Sé que se reirían. Ellos no comprenderían a una hija adolescente hablándoles de sus miedos o pensamientos.
–Yo no estaría tan seguro de eso.
–Yo sí –dijo con certeza–, ¡yo sí lo estoy!. Los conozco demasiado bien, y sé que de primeras gustarían de encerrarme de pupila en alguna de las escuelas de la zona. Por eso callo. Por eso mismo ya no cuento nada. Solo a ti... como siempre.

Sonreí. En ese preciso momento me sentí único para ella, y a decir verdad era una bonita sensación.

Al fin dejamos atrás los rosedales. Ya comenzaba anochecer. Debíamos apurar el paso, de lo contrario nuestros padres nos echarían de menos y darían aviso a la policía.

–¡Anda, vamos, debemos ir más rápido!

Caminamos a toda prisa hasta llegar a las vías del tren. Una vez allí debíamos separarnos. Ella se marcharía en dirección oeste y yo en dirección contraria. Así de contrarias también parecían nuestras vidas. Nos dimos un abrazo pequeño, escueto, con cierta timidez. Mientras la tuve apretujada contra mi cuerpo volví a sentir sus latidos al igual que a orillas del lago. Tal vez aquellos latidos tan sonoros se producían por mi presencia. En realidad yo quería que eso fuera así.

–Te echaré de menos –dijo ella–. Me encantaría que me acompañes a casa pero sé que se haría muy tarde para llegar a la tuya. No tengas miedo...
–No lo tendré. Confía en mí.
–Claro... siempre confío en ti, ya te lo he dicho.

Besó suavemente mi mejilla con un beso delicado, para luego alejarse y perderse en el camino. Me quedé allí, esperando a que se diera vuelta y me mirase una vez más. Pero no lo hizo. Llevaba sus manos enganchadas en la mochila y su pelo recogido en una cola de caballo que se bamboleaba rítmicamente al compás de sus pasos. Mientras más se alejaba por el camino más y más insignificante me parecía ¿Así seremos todos de insignificantes al marcharnos?, pensé.

Ese anochecer volví a casa más tarde que de costumbre. Mi padre fumaba en su pipa mientras sacaba filo a unos cuchillos de caza, y mi madre comenzaba con los preparativos de la cena. Lo de siempre, ni más ni menos. Pasé derecho a mi habitación tras saludar a regañadientes. Recibí el eco del saludo de ellos, pero a decir verdad poca atención les presté en ese momento. En mi cabeza rondaba la imagen de esa chica tan enigmática. Una escena se repetía una y otra vez dentro de mi cabeza: ella, caminando solitariamente por los lindes del bosque, y de repente, un animal gigante, tal vez un lobo o un zorro salvaje, salía a su encuentro, abalanzándosele, mostrándole sus dientes filosos, jadeando a pocos centímetros de su rostro. Esas escenas me alteraban en demasía. Esa noche no cené. Tan solo me metí en la cama y observé la noche engullirse todo lo que tocaba con su manto. Pensaba, no podía dejar de pensar.

En plena madrugada un ruido me despertó. Sobresaltado, y con los latidos del corazón a flor de piel, pegué un salto de la cama y observé por la ventana. El postigo golpeaba sin control contra la pared. Un viento fuerte y helado azotaba el pueblo. A lo lejos, el bosque parecía estar en posición fetal, cubriéndose con la copa de sus árboles más altos, intentando pasar la noche helada. Salí de la habitación en penumbras y bajé por las escaleras. Mis padres dormían. Salí al porche. El viento sí que era helado. Los altos eucaliptos del vecino se balanceaban con un frenesí contagioso. Muchas hojas volaban por todos lados. Sin embargo no se veía tormenta.

Era tan solo una noche estrellada, de luna casi llena, y muy fría. Caminé unos metros avanzando sobre el jardín. Sentía el cuerpo helado, mis pies duros. Observé el contorno de la luna mostrando una aureola de humedad. Giré trescientos sesenta grados observándolo todo alrededor. Mucha oscuridad, mucho clima hostil. Tuve miedo. No sé si era el mismo miedo que ella sentía e intentaba siempre transmitirme con palabras. Pero era miedo. Se sentía opresor, como si estuviera allí afuera, al acecho, moviéndose con sigilo detrás de las cosas camufladas por la oscuridad reinante. Quise echarme a correr, volver a la casa, meterme en la cama, taparme hasta la cabeza, pero no podía, estaba inmovilizado. Entonces me pareció verla, a lo lejos, al final de la calle. Al principio pensé que era solo mi imaginación, pero no lo era. Era ella que avanzaba lentamente hacia mí. Su figura se agigantaba a cada paso y mi corazón parecía estallar en cada instante. ¿Qué hacía en medio de la noche helada?

Se detuvo frente a la cerca y desde allí me observaba. Su cuerpo se mantenía mitad en la sombra de la noche y mitad bañado por la luz de la luna.

–¿Qué haces aquí? –balbuceé mientras mis dientes castañeteaban por el frío.

No respondió, tan sólo se limitó a sonreírme.

Conocía su rostro. Lo conocía muy bien. Por ello puedo jurar que ella no parecía ella. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Su cola de caballo se mantenía inmóvil y el frío parecía no invadirla. Volví a sentir miedo. Tuve intención de ir hacia ella pero tampoco pude. Algo me detenía. Tal vez el mismo miedo.

Extendió su mano y me señaló. Lo hizo con frialdad, de un modo incomprensible. Comencé a caminar hacia ella como un poseso. Al tenerla a metros de mí su imagen se desvaneció. El miedo terminó por petrificarme. En ese instante desperté y observé el techo de la habitación. La noche estaba en su cima, y yo había sucumbido ante el miedo.





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(Imagen: Internet)