Un revolver. Sí, es el arma perfecta –pensó la chica del cabello oscuro. ¿Le mataré realmente? Esa duda le carcomía las sienes. Aún si fueran balas de plata no era seguro de asesinarle ¿Alguna vez alguien asesinó al amor? No lo sé –se respondió.
Seis balas. Te mereces cada una. Ni una fuera de tú corazón y tú mente. Todas alojadas ahí, en esos lugares tan fríos como el ártico que tanto te pertenecen. Que cada bala cause un profundo dolor en ti. Que sea arraigado, ramificado, inconmensurable. Solo eso quiero. Que sientas lo mismo que yo siento ahora.
La víspera había llovido. El atardecer era pálido, semejante a un cielo ausente, escuálido, casi sin ganas de mostrarse. En las calles poca gente. La chica del cabello oscuro caminó por el boulevard, atravesó la vereda del hotel y se adentró en él. Lo conocía demasiado bien. Allí muchos días habían sido buenos, otros los peores de su vida. Una mucama empujaba un carrito cargado de sábanas sucias. Le atinó una mirada vaga, despreocupada, seguramente de alguien cansado de ver cientos de rostros distintos pasearse por aquellos pasillos. Al llegar a la habitación 245 la chica del cabello oscuro metió la mano en su bolso. Acarició el revólver. Sintió el frío del metal bajo sus yemas. Pensó en la solución final.
Dentro de la habitación un minúsculo hombre leía un libro. Una cortina de raso un tanto amarillenta se movía lentamente de a ratos, y en otros se inflaba como un paracaídas. Leía un libro de Irène Némirovsky. Estaba abducido por la lectura. El zigzagueante humo de un cigarrillo encendido llegaba hasta el techo y ahí, al encontrarse con el cemento, se expandía, buscando cualquier lugar del espacio. Dos golpes a la puerta lo sobresaltaron. Siguió con su lectura. Otros dos golpes hicieron que apoyara el libro sobre su pecho, dejándolo abierto en la página de su actual lectura. Finalmente fue un solo golpe el que lo hizo levantarse de la cama.
Cada bala te la mereces. Lo que un día fue amor ya no lo es. Ahora es una ciénaga vasta que solo la delimita el horizonte. El gusto a hiel que fluye desde mi estómago lo saboreo día a día. Me causa náuseas. Me atormenta. Ya no más lágrimas. Ya no más súplicas. Pero tampoco más lástima. Los pensamientos, cargados de rencor y odio, la estremecían. Ya no era la misma. Algo, muy adentro de ella, se había precipitado rápidamente y con ello parte del andamiaje de su yo. Ahora, entre tinieblas y convulsiones de ira y locura, debatía cada minuto de su vida. No perdonaría jamás el desamor de un hombre al cual le había profesado profundo amor. Apoyó suavemente el bolso en el suelo y extrajo el arma. Seguidamente dejó caer el sobretodo y quedó completamente desnuda ante la puerta. Escuchó cómo los pasos se acercaban lentamente. Quitó el seguro del arma y enfocó su mirada a la altura de la mirilla.
El hombre a su vez puso su ojo derecho en la mirilla. Pero solo pudo ver oscuridad. La luz del pasillo era nula. Giró la llave, una, dos veces. Abrió. En un instante el gatillo fue jalado y un estruendo recorrió todo el pasillo. El impacto había abierto un gran hoyo en el pecho del hombre que leía a Nèmirovsky. La cortina se inflaba aún más con el tiraje de aire que producía la puerta abierta. La chica del cabello oscuro, ahora arrodillada al lado de quien había sido un gran amor, lloraba, se fundía en un mar de lágrimas, se entregaba al amargo sabor de sentir que por más que la muerte hubiere hecho su parte nada quitaba de su interior aquel sentimiento de odio y dolor.
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