Me dedico a pensar en la finitud, en el corto lapso de tiempo que el vidrio empañado por el aliento se mantiene visible ante un par de ojos. Lo comparo con mi vida. Se me hace casi imposible no hacerlo. Mi vida finita. La vida finita de todos. Rebusco a través del vidrio de la ventana sombras y caminantes, los aíslo, les genero un determinado contexto y les asumo un rol. Juego a que existen en una probeta de ensayos naturales, en donde no hay químicos pero sí estimulaciones sentimentales que trastocan a fondo tanto a las sombras como a los caminantes. Elaboro, analizo, concluyo, sigo concluyendo. El tiempo pasa rápidamente, el límite está siempre fijado.
Es otoño. Europa se hace lánguida en otoño. Las fachadas de los viejos edificios de la ciudad comienzan a ensombrecerse con pesadez. Las sombras perpendiculares dibujan perfectas arquitecturas sobre las calles, pareciendo cortar en dos a los caminantes que las transitan. Hay cierto vacío en los rostros. Una simbiosis invisible con el entorno que los rodea. Diego Truffaut siente eso mismo. Me lo dice cada vez que nos encontramos. Apunta a la altura de los edificios, dibuja con el dedo índice las sombras sobre el piso, y escuetamente comenta, casi a regañadientes, que las sombras nos obligan a silenciarnos, a meternos en un mutismo disimulado, en un letargo mental en donde los pensamientos danzan como llamas del averno.
— Somos finitos —le digo a Diego Truffaut.
Él asiente. Se acomoda en el sillón, alisa la solapa del saco, y sigue observando a través de la ventana cómo sigue muriendo la tarde en la Vieja Europa. Nos mantenemos en silencio. Solo observando las sombras, los caminantes y todo lo extraño y curioso que se confabula entre ellos y el atardecer. Así, como dos sexagenarios de una época distinta a esta, pasamos muchas de las tardes en las cuales coincidimos, cuando Diego Truffaut viene a este lado de la ciudad y cuando yo me dejo atrapar por sus visitas.
Mientras el silencio se mantiene estático un haz de luz solar emerge de entre un par de nubes lejanas y atraviesa la ventana, clavándose en la pared fría y despintada del departamento. Ingresa como una hálito irreverente de vida, el cual no necesita permiso alguno, sino que se abre paso sin más, avasallando todo en su trayecto, iluminándolo y transmitiendo esa energía única que es portadora de luz, de la luz que hace sonreír al humano, a los viejos, a los perros, a las sombras. Diego Truffaut observa el haz de luz encallado en la pared y lo dibuja, al igual que hace con las sombras, con su dedo índice. Sigue la línea recta, mueve su brazo con suavidad, busca el orígen de la tibieza en el horizonte.
— ¿Has notado cuán bellos son los cielos otoñales?
— Suelo hacerlo —le respondo sin quitar la mirada puesta en la ventana.
Diego Truffaut se silencia. Cae en el mismo solemne acto de cada atardecer en donde tan solo se limita a observar cómo una parte del mundo se presta a dormir mientras que otra está próxima a darle la bienvenida a un nuevo día. En esa perfecta sincronía él y yo nos sentimos gosozos y plenos, entendemos la majestuosidad de la vida y disfrutamos, ¡al menos un instante!, de no sentirnos finitos, simples mortales.
— Europa comienza a dormir. Esta noche será más serena que otras. Lo sé por cómo las hojas de los álamos se mueven al compás del viento… ¿lo ves?
Poco a poco mi amigo ha ido conociendo los pequeños indicios que la naturaleza deja ante su accionar, como si fueran migajas que deja el cazador para atrapar a su débil y famélica presa. Tiene razón, Europa comienza lentamente a dormir y ambos asistimos a ese evento extraordinario. Las primeras luces de mercurio se encienden en las calles, los carteles de neón emiten destellos que chocan contra un cielo oscurecido hasta el infinito, los caminantes ahora caminan presurosos a la salida de sus trabajos en busca de sus hogares, los gatos ya no buscan las sombras, las paredes comienzan a enfriarse con más rapidez. Todo parece encajar en un escenario majestuoso y gigantesco. Es la puesta en escena de la vida, permitiéndole a la noche arropar a una gran parte del mundo. Y solo dos viejos, detrás de una ventana, asisten conscientemente a tal espectáculo.
Desde el comienzo de nuestra amistad hemos visto cientos de atardeceres juntos. Con el pasar de los años esas experiencias han sido más profundas. “Se siente distinto, ¿no?”, suele decirme él. Sí, se siente distinto. Tal vez sea parte de habernos acostumbrado a ver dormir a esta parte del mundo y saber que, pase lo que pase, después de unas cuantas horas todo volverá a ser igual, cada cosa estará en su sitio, los rayos de sol lo invadirán todo y miles, millones de ojos, se abrirán para contemplar un nuevo día tras desperezarse. Una perfecta sincronía. Y es en esos momentos de lucidez cuando quienes nos sentimos expectadores sopesamos la finitud de nuestras propias vidas. Los días están contados. Las noches también.
Finalmente cuando la noche cae y se apodera de todo, Diego Truffaut se levanta del sillón, toma su bastón, su sombrero, y con un atisbo de sonrisa me saluda: “Será hasta un nuevo atardecer, viejo amigo…” Sin más, lo veo desaparecer escaleras abajo, cruzar la calle lentamente, y perderse en medio de las sombras espesas, confundiéndose con los gatos, los demonios y todo aquello que las habitan. Pienso, en esos momentos, que algún día él llegará antes que yo al otro lado del mundo. O tal vez sea yo quien lo haga. La muerte nos invitará a ese viaje fantástico, el cual nos permitirá ver amaneceres, y ahí, podremos enfocar la vida desde otro ángulo, uno más tibio, con tanta tibieza como la de un líquido amniótico dentro del vientre de una madre, y nos sentiremos plenos de poder observarlo todo, de ser espectadores distinguidos tanto en la vida finita como en la muerte infinita.
De un tirón corro las cortinas y dejo en total oscuridad el living. Mientras camino rumbo a la cama acaricio las orejas de los sillones donde hemos estado sentados. Me siento como un empleado de limpieza dentro de un descomunal cine. En la oscuridad percibo la magnificencia del escenario que acaba de sostener la gran obra. Ahora Europa está dormida… tal vez yo también lo esté...
(Imagen: Justyna Kopania)