miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ciego, sordo y mudo

Hace un tiempo, varios años quizá, alguien me conoció. Solíamos coincidir en un mismo lugar: la casa de su abuela. La casa era pequeña, toda pintada de rosa, con un patio amplio en donde las hortalizas y las plantas de flores ocupaban casi toda la extensión. Al fondo, en los últimos metros, se encontraba el gallinero el cual no poseía ni una gallina, pues había pasado a ser los aposentos de un viejo perro que ya hasta se había olvidado ladrar. Una enorme palmera, traída vaya a saber de dónde por el abuelo ya fallecido, reinaba en medio del gallinero y servía como pedestal para los gorriones y las urracas que se posaban en sus hojas. Una enorme parra se recostaba majestuosa unos cuantos metros alrededor del primer patio, el que era inmediato a la salida de la cocina de la casa, y cubría, de manera tupida, todo cuanto bajo ella se encontraba evitando así el más mínimo rastro de sol. No daba buenas uvas, pues eran ácidas y desabridas, pero al verlas colgadas y transparentes ante los rayos de sol que penetraban al atardecer por los laterales permitían que uno se imaginara dentro de una vid, con una brisa caliente dándole en el rostro y disfrutando de los aires puros de las montañas.

Coincidíamos en épocas difíciles. Fueron momentos en que ella, la chica que me conoció, solo podía verme algunos días de la semana. El tiempo no parecía encogerse, al contrario, solo parecía estirarse y languidecer durante esa espera. Sin embargo cada vez que nos veíamos sonreíamos. Olvidábamos toda la lentitud con la cual el tiempo había amasijado la espera y disfrutábamos a pleno el momento. Nos sentábamos bajo la parra, tomábamos mate, y casi no charlábamos… solo nos reíamos, nos mirábamos, nos observábamos con detenimiento como si fuera la primera vez en la vida que nos hubiésemos visto. Al fondo del terreno, debajo del gran árbol, un mar de pájaros dejaba escuchar su trinar. Era como un coro que cantaba de fondo. Como si cómplices de nuestras miradas ellos nos hicieran saber que eran testigos también.

Un día de esos en los cuales nos encontrábamos algo pareció distinto. La observé inquieta, un tanto distraída. Esquivaba mis miradas. La abuela, pava y mate en mano, se acercó a charlar. Así pasó el tiempo, no mucho, tal vez más de la media hora. El sol aún era abrasador y los pájaros del fondo trinaban y jugaban de rama en rama. Tuve una increíble sensación. Pensé que ella ya no deseaba encontrarse conmigo. Como si algo de repente la hubiera hecho cambiar de parecer. Tal vez algo se desmoronó en su interior, pensé. No lo sabía a ciencia cierta. La contemplé durante largo rato y no podía deducir porqué aquella tarde estaba distinta a todas. Empecé a imaginar mil cosas, pero enseguida desistí. Concluí que era una manera cruel de dañarme e imaginar situaciones que tal vez eran totalmente lejanas a la realidad. Contemplé su cuerpo, sus expresiones, el modo en el que su abuela nos cebaba mates, el movimiento de las hojas de la parra por causa del viento, lo traslúcido de los racimos que colgaban. Pero nada me daba un indicio de lo que sucedía.

Yo la continuaba mirando en silencio. Así permanecí hasta que su abuela nos dejó solos y ella se levantó a fumar un cigarrillo. El humo se alzaba recto entre sus dedos, llegaba hasta las hojas de la parra y escapaba por entre las hendijas como podía. Sentí lo que de ella emanaba. No era calor, ni era tristeza. Tampoco nerviosismo. No. Era algo distinto. Angustia, tal vez. Impotencia, o algo por el estilo. Al menos eso fue lo que me pareció. Permanecía como equilibrándose sobre la delgada cuerda que divide el silencio del habla. Yo entendía su equilibrio pero no podía mantenerme ausente ni hacer la vista gorda. Ella recompuso su rostro, tiró la colilla de cigarrillo al piso y me miró fijamente. Eran casi las siete de la tarde y el sol ya tomaba un color anaranjado.

- ¿Caminamos? –me preguntó.

Asentí.

Salimos de la casa bajando las diminutas escaleras que la separaban de la vereda. Caminamos rumbo a las vías del tren. Unos pocos vagones se hallaban dispersos y cercanos a la sala de máquinas. Las vías, como hilos arrojados al azar, parecían dorarse bajo el sol del atardecer. Caminábamos silenciosamente. Yo tenía miedo. Un miedo vergonzoso, un miedo incapaz de hacerse cargo de la situación. Solo podía observarla de soslayo. Nada más que eso. Al llegar a las vías ella detuvo su andar. Quedamos cada uno parado sobre uno de los rieles. Ahora, mirándonos frente a frente, el silencio parecía más abrasador que el sol de la siesta. Deduje que ella no encontraba las palabras, que no sabía cómo empezar a hablar. Yo tampoco lo sabía, pero lo peor es que tampoco quería hacerlo.

Respiró largo tiempo, breve y acompasadamente. Ahora ya no se escuchaba el canto de los pájaros ni tampoco podía observarse los rayos de sol filtrarse a través de los racimos de uva. El viento parecía haber desaparecido. Era otro escenario. Uno al que no había asistido nunca y me resultaba por demás extraño y horroroso. En él me perdía y sentía que cada minuto de tiempo que pasaba quería escaparme, salir corriendo de aquel sitio o bien despertarme, porque después de todo deseaba que aquello fuera una pesadilla y que antes que se volviera terrorífica mis ojos se abrieran de una vez por todas.

- Acércate –dijo haciéndome una seña. Yo me acerqué. Avancé un paso y quedé parado en medio de la vía. Podía observar el brillo de sus ojos y el nerviosismo brotar por sus labios.
- ¿Sabes? –dije como trizando el momento- estos son ese tipo de momentos en los cuales quisiera ser sordo. Tal vez ciego, y no sé si mudo –dije.

Entonces rompió a llorar. Lloraba parada sobre el riel, rígida, totalmente compenetrada en el llanto. Deseaba abrazarla, contenerla, decirle que yo estaba ahí y que no estaba sola, pero como si estuviese clavado al piso no pude mover ni un milímetro de mi humanidad.

Ya el sol se ponía casi completamente. A los lejos, a un par de cuadras de las vías, podía observarse como los automovilistas comenzaban a dejar sus trabajos y se movilizaban en caravana rumbo a sus hogares. Algunos a ver a sus familias, otros tal vez a compenetrarse con la misma rutina tediosa del día a día y otros a reencontrarse con la soledad. De algún modo quería evadirme del momento que estaba viviendo frente a la chica. Deseaba que mi cerebro divagara, que se focalizara en cualquier punto que hiciera posible un minuto de distracción y que ello rompiera el momento, que lo echara todo a por tierra y que, tal como lo hace el oleaje, de pronto todo volviera a la calma. Sin embargo los minutos pasaron y lo que solo calmó fue su llanto. Tras pasarse sus manos por el rostro y quitarse las lágrimas volvió a enfocarse en mí con sus ojos color cielo.

- Debo irme. Ya no viviré más aquí.

Era la frase más corta que había escuchado y la que tal vez, a esa edad que estaba transitando, había hecho daño en mí. Las preguntas fueron tejiéndose una tras otra hasta abrumar por completo mi cabeza. Sin embargo no pude hacer ninguna. Seguí estático, aferrado al piso. De repente tuve también ganas de llorar. La separatidad era algo que jamás había experimentado en la vida. Jamás se había cruzado por mi mente el ya no percibir los momentos debajo de la parra a la hora del mate, nuestras miradas cómplices, los besos robados, las caricias fomentadas por la libido en tiempos veraniegos. Me quité del cuello un crucifijo con su cadena y se la entregué a ella en silencio. Ella rompía a llorar nuevamente ante tal acción pero ahora lo hacía mucho más fuerte. De algún modo ambos sabíamos que aquello era una despedida y demasiado larga.

- ¿Adónde irás? –pregunté. Ella nuevamente quitaba las lágrimas de su rostro con la mano.
- Estudiaré en la capital. Echaré de menos todo esto pero mucho más el no vernos. Pero no puedo frenarlo. Me es imposible.
- Lo sé.

Su padre y su madre de algún modo regían su destino. Así como ciertos planetas modifican los cursos de otros objetos celestes el de ella era también modificado por sus padres. Algo a lo que yo no podía hacer frente pues me superaba. Sentí que un gusto amargo y caliente ascendía desde mi estómago. Tuve nauseas. Deseaba correr. Correr y no volver. La tomé de las manos y la atraje contra mi cuerpo y nos fundimos en un abrazo prolongado en un nuevo anochecer. La sala de máquinas había encendido sus luces, una locomotora comenzaba a maniobrar disponiéndose a emprender un viaje. Permanecimos abrazados un buen rato. Nos besamos. Besos diminutos sellaban nuestros labios, nos despedían en silencio, y nos iban permitiendo memorizar la tibieza de nuestra piel, el sabor de los labios, y nuestro propio olor de adolescentes enamorados. La locomotora rugió con su sirena unas cuantas veces. Nos alejamos entonces de las vías y nos sentamos en un banco, cercano al rosedal.


El cielo nocturno poseía pocas estrellas. Seguramente era una de esas constelaciones que simulan cierta soledad. La chica reposó su cabeza contra el banco y no pude menos que observarla. Cada tanto dejaba escapar alguna que otra lágrima. Había cruzado sus brazos en jarra y sus facciones expresaban el rictus de la pérdida. Me sentí vacío por primera vez en mi vida. Desbordado por una impotencia que se volvió opresiva con el transcurrir del tiempo. Tomé sus manos y la abracé. Nos quedamos así de compenetrados en el más completo silencio. Aún hoy, después de muchos pero muchos años, siento la tibieza de aquel abrazo.

- ¿Volveremos a estar juntos algún día? –preguntó ante mi oído.

Aún hoy la respuesta espera. Justo en aquel instante me volví sordo, ciego y mudo; tan solo me dejaba caer en un abismo infinito del cual no podía evadirme.


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18 comentarios:

  1. No sabía que existía la palabra separatidad, pero la pude sentir a lo largo del relato. Quizás mi tiempo también se detuvo como debajo de la parra mientras leía. Creo experiencialmente en la posibilidad de recordar un abrazo único en todo el tiempo, el calor y el peso de un cuerpo, los labios y los microgestos irrepetibles de alguien, tanto que seríamos capaces de dar algo secretamente valioso a cambio de volver a sentirlos de nuevo.

    Saludos Literato.

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  2. No hay desunión. Es imposible. Al menos si el relato acaba ahí.

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  3. Me encantó el relato de los encuentros bajo la parra, me retrotajo a mi infancia en Córdoba en casa de mi abuela... el mate,, los amigos...
    Cuántos recuerdos despertaste...!!!
    Mi primer gran amor de la adolescencia fue un cordobés... :)

    Ciego, sordo y mudo... para qué dar respuestas que no conocemos con certeza... hay preguntas que son mejor no responder...

    Excelente... como siempre...!
    Un beso

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  4. @RARA CALMA:

    Sí, existe, en realidad es una palabra tal vez creada por Eric Fromm, en su libro "El arte de amar". Me gusta su significado, la expresividad de la idea de que el hombre siempre necesita de esa unión con otro semejante. De ahí sale.

    Tanto los momentos de inicio de una relación como los de finalización nos marcan de algún modo. Pueden ser buenos o malos pero indistintamente de eso nos marcan.

    Parece que la memoria es buena para marcar esos momentos.

    Saludos para vos también :)

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  5. @SONIA:

    Puede que exista una unión invisible pero tarde o temprano el tiempo la diluye. El tiempo es implacable querida Sonia. No obstante, por más que saquemos al tiempo de en medio y por más que los momentos se atesoren es en vano vivir de los recuerdos. Es que la realidad siempre nos supera. La vida sigue, continúa. Las experiencias amorosas o de cualquier otra índole nos marcan y nos estampan marcas que indican que hemos vivido.

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  6. @REINA:

    Creo que esa imagen que el texto describe de la parra, el mate y la abuela es algo muy, muy argentino ¿Quién no ha tenido algún familiar en la tercera edad que no se identifique con algo por el estilo? Creo que muchos.

    ¿Así que tú primer amor fue un cordobés? jajaja ¡¿qué tal los cordobeses?!... ¿seremos bravos? jajaaja

    Gracias y me alegro te haya gustado. Beso.

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  7. Son de lo mejor....!!! admiro el buen humor en todas las personas pero en los cordobeses es algo único...
    Que conste que no dije primer novio, dije primer gran amor...
    Aún lo recuerdo con mucho cariño...
    Quizás cuando me toque ser abuela, también yo viva en Córdoba y tome mate debajo de una parra... me encantaría eso... :)

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  8. Interesante post, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)

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  9. @REINA:

    Pero hay de todo también. Los hay caracúlicos, los hay deprimidos, los hay melancólicos, son como todo el mundo... pero, sí, digamos que hay una media de alegría distinta.

    Ahhhh primer gran amor, sorry :)

    Jajaja y ¡¿quién dice que no te pueda tocar lo de abuela?!

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  10. @ANÓNIMO:

    No tenés que estar de acuerdo conmigo, es un texto, cuenta una historia, es una ficción, y las ficciones se toman o dejan, solo eso, nada más.

    Igualmente gracias por tú comentario.

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  11. Querido Miguel, no hay tiempo que diluya nada en una realidad acotada.

    Un bes*

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  12. ¡Un placer reencontrarme de nuevo con tus letras!
    Besos mil!!!

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  13. @SILVIA:

    Me alegro de verte por acá.

    Gracias. Besos.

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  14. @SONIA:

    La tuya, la que rescaté de tú comentario último: "no hay tiempo que diluya nada en una realidad acotada"

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  15. @SONIA:

    Veo que querés hacerme hablar :)...

    Digamos que define la posibilidad, fuerte posibilidad, de que en una realidad vívida, aunque acotada, el tiempo por más que se esmere no logre el cometido del olvido.

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