miércoles, 23 de febrero de 2011

La taza de café


Mi novia y yo solíamos ir a una cafetería en donde los vasos de café tienen escritas citas o mensajes para el corazón. Nos divertía la idea de sentarnos, pedir un cortado o un café, e impacientemente leer lo que el destino quería que leyésemos. Sí, el destino, pues pensaba que era él quien estaba detrás de la máquina de café y elegía los vasos que cada uno de nosotros tendría en sus manos y leería. Lo imaginé siempre con cierta astucia, eligiendo meticulosamente los vasos y a veces hasta obrando con cierta sonrisa maliciosa al hacerlo. Me llegué a preguntar si no estaría cansado de sí mismo, de decirle a la gente lo que pasaría con sus vidas o de ponerlos en sobre aviso antes que él mismo cayera como regente implacable sobre ellos.

Uno de esos días mientras estuvimos tomando un café ambos leímos los mensajes de los vasos. Rápidamente el semblante de ella cambió. Se puso rígido y casi desencajado. Al instante comprendí que aquella lectura había producido esa consecuencia. Pero apenas quise preguntarle ella con un gesto echó por tierra mi pregunta y me dejó con la incertidumbre clavada como espina en la cabeza. Bebimos todo el café en silencio, de a sorbos pequeños, sin encontrarnos las miradas. Sentí que ella de algún modo esquivaba el mirarme.

Al salir, se detuvo en la puerta de la cafetería, me miró y me dijo algo de Borges: “estar contigo o no estar contigo es la medida de mí tiempo”, y me pareció algo fascinante. No porque lo escribiera Borges, sino por el sentido de la frase y el modo que ella había usado para decírmelo. La besé y luego la abracé.

- Estaba escrito en la taza de café –me dijo luego.
- No importa. No me importa si lo sabías por leer a Borges o porque lo leíste de la taza de café. No altera mi mundo ni la concepción de la escena que viví y sentí en la cafetería. Me ha encantado.
- Yo creo que sos la medida de mi tiempo –dijo dulcemente mientras sacaba de su bolso la taza de café con la frase de Borges y me lo obsequiaba.

Con la elasticidad del tiempo aquella relación terminó. El intervalo que me unía con ella había llegado a su fin. No obstante aún conservo la taza de café con la frase de un Borges enamorado, y cada vez que la veo sobre el estante siento la mirada esquiva de aquella chica, sus sentimientos encumbrados y esa profunda movilidad que te hace sentir el estar enamorado.


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martes, 22 de febrero de 2011

Blanco inmaculado

(garabatos de Franz Kafka)



Todo el mundo hace garabatos. O al menos alguna vez en su vida los ha hecho. En márgenes de hojas, en los sectores en blanco de un libro, en los afiches pegados en las paredes de la calle, en cualquier sitio donde la creatividad pueda expresarse casi desde el subconsciente. Ignacio, mi compañero de trabajo, lo hace en cada hoja que tenga que ver con nuestro trabajo. Es como si existiese algo mucho más fuerte que él y al ver el blanco del papel me imagino que piensa que es un campo de fútbol en el cual hay una pelota y puede hacer lo que se le da la gana a su antojo: patear, meter goles en cualquiera de los arcos, incluso hasta pinchar el fútbol y descuartizarlo en pedazos. No tiene límites.

Hace un tiempo se le dio por los garabatos de flores. Había flores de todos los tipos en los esquineros de las hojas membretadas. Flores color azul por ser hechas con birome azul, flores color negro por el mismo motivo, e incluso flores con colores flúo en donde usaba los resaltadores que la redacción usa para dar énfasis a los textos corregidos.

Un día al hacerle una crítica sobre sus garabatos me contestó que él era como Leonardo Da Vinci. Y me hizo el planteamiento de que si Leonardo era amante de garabatear y resultó un genio, porqué él no podría expresarse de igual modo. Al escuchar aquel planteo pensé que tenía dos caminos: uno, asestarle un profundo puñetazo en medio de ambos ojos, y otro, decirle que tenía razón, que aunque él no tuviera la inventiva de Leonardo era justo que también pudiera expresar su “arte interior” por medio de garabatos. Finalmente opté por el último pensamiento.

Lo curioso del caso de mi amigo Ignacio fue que sus garabatos resultaron importantes en mi propia vida. Sí, en la mía propia. A finales de los 90’s yo salía con una chica que había conocido en un boliche bailable. Hacía poco nos conocíamos. Era una diminuta y feliz criatura, así siempre me ha gustado recordarla. Para ella la felicidad eran como las gotas del rocío: cada mañana estaba allí, ante nuestros ojos y cargando todo a su paso de vitalidad. Salimos unos cuantos meses. Congeniábamos bien y la relación parecía ahondarse cada vez más. Una noche, al salir de bailar y tras haber bebido varias copas, decidimos tomar el colectivo para regresar a mi departamento. No era una noche para nada especial, pero sí era más oscura que otras noches. Al llegar al departamento hicimos el amor. Después de hacerlo fui a la cocina, me serví un vaso de whisky y volví a la cama. Al regresar encontré a la chica hojeando uno de mis libros, “La metamorfosis” de Franz Kafka.

- Oye, ¿por qué garabateas tus libros? –me preguntó un tanto extrañada.
- No lo hago. Ha sido un compañero de trabajo cuando se los he prestado –respondí.
- Me causa curiosidad lo que hace esa gente que garabatea las cosas aquí o allá. Nunca he garabateado nada. A veces me pregunto qué se siente.
- Supongo que nada. O tal vez una cierta satisfacción a nivel subconsciencia, no lo sé.
- Yo tengo una amiga, Lucía, que garabatea todo cuanto le presto. El otro día me ha garabateado un libro de Henry Miller y me he largado a llorar cuando me lo ha devuelto. No sé, no creo perdonarla nunca.
- ¿Nunca?, ¿por un garabato?
- Sí –respondió la chica a secas.

(garabatos de Henry Miller)

Me acosté en la cama y seguí bebiendo el whisky de a sorbos pequeños mientras contemplaba por la ventana cómo el sol asomaba lentamente sobre el horizonte.
La chica tomaba uno y otro libro de la mesa de luz. Solo miraba los garabatos y cada tanto hacía alguna que otra acotación al respecto.

- ¿Qué miras? –me preguntó la chica al rato.
- El sol. Como se desprende del horizonte. Se siente como un nuevo nacimiento cada día.
- ¿Y cuando el sol se pone al atardecer qué piensas?
- No lo sé, nunca me lo he planteado… pero tal vez sea una especie de unión con la Tierra. Algo por el estilo.
- ¿Crees que nosotros estamos unidos? –preguntó sin mirarme y analizando los garabatos casualmente en un libro de Miller.
- Supongo que en algún punto sí. Tal vez no sea un punto demasiado expuesto, sino uno invisible y bien oculto, pero hace que nos mantengamos en contacto, que tengamos buen sexo y que quiérase o no hilvanemos una relación. Eso pienso.

La chica permaneció en silencio por un instante y finalmente dejó el libro de Miller en la mesa de luz. Se levantó de la cama y caminó, casi deslizándose sobre el aire, durante un buen rato por la habitación. Podía observar la exquisitez de su desnudez. Sus curvas bien trabajadas por la naturaleza, la altivez y firmeza de sus pechos, la tersura de su piel. Inclusive el tono dorado que su piel adquiría ante los primeros rayos de sol del amanecer.
Al rato se volvió a recostar a mi lado y con su dedo corazón comenzó a dibujar garabatos imaginarios en mi pecho desnudo.

- ¿Qué haces? –pregunté.
- Garabatos en tú pecho.
- Y… ¿puedo saber qué clase de garabatos?
- No, pues son invisibles… ¿acaso puedes verlos?, no, ¿cierto?, y eso es porque son los más importantes, los invisibles…

Siguió un rato más haciéndolo en silencio.

- En uno de los libros que tú compañero de trabajo garabateó he visto garabatos de amor y desamor, y me han causado una sensación extraña.
- ¿En qué libro? –pregunté
- En uno de Gabriel García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera”…
- Bueno, tal vez él al leerlo haya sentido en su interior ganas de expresarse con ese tipo de garabatos –dije mirándola. Además, es un libro que expresa mucho del amor y el desamor.
- Sí, como el desprendimiento del sol y la Tierra y la unión de la luna y la Tierra –respondió.
- Algo así. Sí.
- Y ver el libro de poemas de Allen Ginsberg garabateado me ha puesto triste. Hasta en los poemas que hablan de paz y amor las flores que ha dibujado tú compañero parecen marchitas.
- Son solo garabatos –terminé diciendo.

Después de beberme el whisky me dormí profundamente. Al despertar la chica ya no estaba en mi departamento. Había apilado los libros en una diminuta torre de Babel sobre la mesa de luz y en la cima dejó un papel. Me senté en la cama y tomé el papel para leerlo.
No estaba escrito, solo tenía un par de garabatos menores y uno grande. El mayor era un corazón partido al medio. Casi rajado. Una flecha lo atravesaba y también estaba rota. Después de un tiempo entendí el significado de aquel garabato en el papel. Nunca más volví a ver a la chica. Le bastó un garabato para decirme adiós.


Aún conservo sobre mi mesa de luz todos los libros que mi compañero Ignacio ha garabateado al prestárselos. Por las noches suelo abrirlos en cualquier página y buscar los primeros garabatos que encuentro. Al hacerlo pienso qué pensamientos misteriosos se habrán apoderado de él en el momento de hacerlos. Me sonrío. Me quedo mirando el techo y el poder de su blanco inmaculado.

(garabato de Jorge Luis Borges)



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lunes, 21 de febrero de 2011

Un pedacito de mundo




Tengo una amiga que escucha la música de Micah Hinson. Cuando me habla de su música dice no saber por qué la escucha, pero que cree que nadie en el mundo entero podría hacerlo mejor que el muchachito yanqui. Yo escuché alguna de sus canciones un par de veces y la verdad es que también terminó gustándome. Supongo que eso de los gustos musicales termina contagiándose como si fuera un virus o algo por el estilo. Lo importante de esto que cuento es que mi amiga, la chica que escucha a Hinson, un día descubrió que tenía súper poderes. Sí, así como se lee: súper poderes.

No es algo difícil de contar ni de entender tampoco. Fue un día normal cuando ella se dio cuenta de su don. Yo llegaba del trabajo y al pasar por el frente de su casa la vi sentada detrás de su computadora a través de los grandes ventanales del frente. Me parecía que algo enrarecía aquella visión y no estuve muy alejado en mi deducción. Estacioné el automóvil y toqué el timbre.

- Hola –me dijo ella con los ojos rojos y las mejillas llenas de lágrimas. No estoy llorando, no creas eso. Solo es emoción por haber descubierto que tengo un gran poder.
- ¿Poder? –pregunté estúpidamente.
- Sí. Tengo el poder de hacer las cosas por mí misma y ya no depender más de él.
- ¿Él?
- Sí, mi novio. No, novio no, ex novio.

Y ahí fue que empecé a comprender un poco mejor la cosa. Mi amiga acababa de dejarse con su novio y entre sus revueltos de conciencia aprendió que no dependía del todo de él, sino que tenía vida propia. De algún modo, creo que hasta un tanto metafórico, descubrió sus súper poderes ocultos.

- ¿Sabes? –me dijo- me doy cuenta que con las cosas chiquititas me ahogo. Pienso que desde que él no está no podré hacer nada. En cambio cuando pienso en cosas monstruosamente grandes saco valentía, se van las lágrimas y ya no me siento tan miserable. Pero creo que he descubierto mi fisura. Sí.
- ¿Y cuál es tú fisura?
- Que soy repetitiva.
- ¿Y eso?
- Sí, soy hija del rigor. Repito una y otra vez las mismas páginas de amor y desamor. Podría escribir una crónica con ellas. Y ahora me he dado cuenta que no aprendí nada. Nada de nada.

Cuando terminó de contarme aquello se dirigió al equipo de audio y puso una canción de Hinson, “The nothing”. Con el sonido del piano me sobrevino una profunda tristeza. Observé a los ojos a mi amiga y pensé en el amor y el desamor. Entonces imaginé que un pedacito de éste mundo podía ser distinto, y que tal vez ese capricho repetitivo del amor podría ya finalizar para ella y encontrar al hombre de su vida. Pero así son los caprichos, operan a su antojo. Cuando les da la gana. Nos sentamos en el sofá y mientras mi amiga acariciaba el lomo de su gata y miraba por la ventana yo escuchaba la canción de Hinson y admitía que el amor es un fanático de las reiteraciones.

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lunes, 14 de febrero de 2011

El placer de leer un buen relato



Una vez releí un cuento dos veces. Fue en un intervalo de años. Lo hice por placer, sí, por placer. Es que el común de la gente casi no lee relatos, solo lee novelas y a veces de las más mediocres. Los relatos suelen leerse y pasar al olvido rápidamente, al igual que los cuentos. Como si la gente solo quisiera leer historias largas para que sean más difíciles de diluirse en el tiempo.

Pero como empecé diciendo, una vez releí un cuento dos veces. Fue uno de Truman Capote, “Un recuerdo navideño”. Recuerdo haber buscado un libro para regalar y encontré uno en donde se había hecho una recopilación de los cuentos que más le gustaron a Julio Cortázar. Así que creo que a este tipo le debo el haber descubierto a Truman Capote como escritor. Sí, a Cortázar.
Me pregunté un par de veces si a Cortázar le sucedió lo mismo. Me refiero a releer más de una vez el cuento de Capote. Tal vez sí, y muchas más. Yo lo hice dos veces y en un futuro tal vez lo haga un par de veces más. Uno nunca sabe cuándo leerá algo que ya leyó, otra vez. Si pasa, es como ver una buena película una y otra vez. Nunca terminas cansándote, pues siempre le encuentras algo nuevo.

Eso me pasó con “Un recuerdo navideño”. Lo leí la primera vez y no podía creer lo exquisitamente narrado que estaba el cuento. Si hasta en un determinado momento pensé estar en las mismas escenas con los personajes. Es increíble. Se siente así al leer una buena historia en un relato o cuento.

Pero cada vez menos personas leen, y es también ello consecuencia, en parte, de la vida digital y sus redes sociales. Cada vez se ve menos personas en las bibliotecas, o en el colectivo leyendo, o en las mismas plazas, que fueron los lugares top para sentarse a leer un buen libro. Ahora todo es rápido, fugaz, y plagado de muchas emociones un tanto efímeras. Tarde o temprano todo nos cansa y vuelta a rebobinar.

Aunque el género novela se imponga por sobre el cuento y el relato estos últimos tienen también su propia riqueza y secretos. Ya no hay tantos escritores cuentistas como antaño, no obstante internet ha hecho que muchos de quienes escribimos podamos aportar nuestros granitos de arena para aquellos que gustan de la lectura breve. Claro que no con la profundidad de tal vez un Capote o un Cheever, pero el intento sirve.

No tengo idea cuándo será el día que vuelva a leer “Un recuerdo navideño”, tal vez sea un día cualquiera de un año cualquiera. Sin embargo, y esto viene a colación por lo que un día escuché de alguien, las historias se mezclan con nosotros justo cuando deben mezclarse, no antes, sino en el momento justo. Están como destinadas a ser leídas por nosotros en ese preciso instante y no en otro. Así, la historia: relato, cuento, novela, pasa a mimetizarse con nuestro ADN. Sigo pensando entonces que al destino le gusta leer y elige los libros que le parece más apropiados para hacer que nos crucemos con su lectura en nuestro camino de vida. No importa ya si es un cuento, un relato, o una novela, lo que importa es disfrutar del placer de la lectura y de los mundos imaginarios que ésta nos ofrece.

viernes, 4 de febrero de 2011

El miedo



Tengo un amigo que está roto. No, no se cayó, tampoco se golpeó, solo está roto. Es una rotura invisible, de esas que por más que busques no se ven, son interiores, invisibles. Mi amigo tiene una de esas roturas. Las que se lamentan. Las tristes. Las que duelen. Seguramente se rompió en alguna de las esquinas de esta vida que todos vivimos. Donde corremos el colectivo apurados para llegar al trabajo, donde el sueldo no nos alcanza para llegar a fin de mes, donde el deseo material asfixia nuestra realidad y nos hace sentir tontos, completos idiotas detrás de espejitos de colores. Tampoco indagué mucho sobre cuál fue el motivo que lo llevó a estar así. Solo sé que está roto, completamente roto, y no me gusta verlo así. Me duele.

Las chicas de la pensión lo han visto así y se burlan de él. Cuando voy a tomar unos mates él me dice que las ha visto, que ya no se anima a salir de la habitación, que la vida es una mierda, que sus vecinas son todas putas, locas, retardadas. Intento disuadirlo, cambiar la óptica con que mira la vida, pero su caleidoscopio no muestra las imágenes que yo quiero hacerle ver. Algo se ha roto y no sé repararlo. Aunque a veces imagino que sí puedo hacerlo. Me imagino ser un soldador de fisuras invisibles que ayuda a sus seres queridos, amigos y personas buenas en sus vidas. Alguien se acerca, me cuenta de su rotura y yo simplemente lo sueldo, y listo, ya vuelve a estar sano, libre de todo eso que lo aquejaba. Cuando esos pensamientos me abruman es cuando más vulnerable e impotente me siento. Suelen venirme en momentos así, como los que atraviesa mi amigo, y al manifestarse me imagino que puedo soldar sus fisuras y aliviarle la carga. Si por la noche me sobrevienen esos pensamientos y me quedo dormido, suelen proseguir en mis sueños. A veces, en esos sueños, la gente a la que logré reparar se me acerca con sonrisas y me preguntan cómo lo hago, cómo es que logro soldar así de simple sus fisuras. Y yo sin saber a ciencia cierta el método solo les respondo que cierro mis ojos y empiezo a soldar. Que al abrirlos ya la fisura no existe, que ya todo fue subsanado.

Es por las tardes, después que salgo de trabajar, que he decidido visitar a mi amigo. Le hago compañía hasta casi la medianoche. Charlamos, tomamos una cerveza de vez en cuando, hablamos de cosas no comprometidas, nos hacemos de cenar, fumamos un cigarrillo en las escalinatas de la entrada a la pensión. Y así las horas se pasan. Aunque lo siento ausente y distante creo que le hago bien. En cierto modo percibo su agradecimiento a mi compañía, a mi amistad. Sin embargo sigo percibiendo sus fisuras y su rotura en sí, y nada puedo hacer yo por él.

No fue por una mujer su rotura. No. Tampoco por lo laboral. Creo que ha sido por esas malas jugadas que la vida te da y de las cuales no puedes zafar con cierta holgura. Lo vi venirse abajo lentamente. Caía como en cámara lenta, a veces imperceptiblemente, otras veces no tanto. Cuando abrí los ojos ya estaba completamente caído. Por ese tiempo todavía éramos vecinos de habitación en la pensión. Nos cruzábamos varias veces a la semana y si coincidíamos nos juntábamos a jugar unos partidos al truco, o bien al pool en algún bar de la calle Paraná. En esos encuentros, mientras tomábamos una que otra cerveza, nos contábamos cómo nos iba la vida y todas esas cosas que se cuentan los amigos varones: mujeres, sexo, automóviles, fútbol, etc. Mi amigo era muy ameno en aquellos encuentros. Extraño mucho aquellos tiempos en que los días parecían tener un color ideal para ser visualizados.

En una de las últimas salidas, antes de abrir mis ojos y ver por completo su fisura, comenzó a hablarme de su vida y sus sueños. De su edad, de cómo veía a la gente que lo rodeaba y de los sueños que siempre tuvo y tal vez solo quedarían en eso, solo sueños. Abrumado por todo aquel palabrerío intenté acomodarme y entender su mensaje. No me resultaba fácil pues nunca habíamos hablado de manera tan profunda sobre su vida. Dijo de sentirse bien, contento, satisfecho ya con su vida. Habló de recomponer la relación deteriorada con su padre, de acercarse a su hijo que tanto tenía descuidado y hasta de terminar con esa chica veinteañera con la cual tenía sexo y le hacía de compañía, pues decía que ella debía de ser feliz con un tipo de su edad y no con un viejo como él.

- ¿Por qué dices todas estas cosas? -le pregunté- ¿Qué pasa?
- Nada y todo. Así. Nada y todo. Seguro vos me entendés.
- No, no te entiendo -le dije con un tono un tanto cargado de fastidio- Si te entendiera no estaría preguntándote. Además estás raro, amigo.
- Hace unos meses me desperté de madrugada tras tener una pesadilla. Era fea, demasiado fea. Ni siquiera la recuerdo, solo me quedó esa sensación horrible y cargada de miedo. Durante ese día anduve con el miedo detrás de mi espalda. Era estúpido, pero así pasó. Caminaba por la calle, almorzaba, trabajaba, hablaba con otras personas, y ese miedo parecía habérseme colado por la espalda, acecharme desde detrás de mí nuca. No pude hacerlo ir durante todo el día. Tuve la certeza que se había colado desde mi pesadilla. Que por algún lado de mi psiquis se había filtrado y ahí estaba, suelto, rondándome dentro de mi cabeza y apoderándose de mis sensaciones. Al otro día se había ido. Me levanté como si nada. Con el pasar de los días ni me acordaba de la pesadilla ni del miedo que me acompañó aquel día. Pero entonces fue que asistí a la consulta de mi médico de cabecera, me hizo los estudios de rutina y un par de días después me estaba llamado para darme los resultados. “Tienes cáncer de próstata” -me dijo en tono seco- “y está avanzado”. Hasta ahí escuché, todo lo que vino después solo fue un balbuceo, un par de labios moviéndose en la boca del doctor y una ausencia total del sonido a mí alrededor. Nunca imaginé que mi vida se apagaría así.
- Aún no se ha apagado -dije para revertir la sensación de pesadez en el ambiente que nos rodeaba. Aún estás acá, conmigo, vivo, tomándonos una cerveza, hablando de mujeres y riendo de algún que otro chiste. Nada se ha acabado.
- Sí, se ha acabado. Se acabó la misma mañana que el miedo se coló tras mi espalda. Salió de la pesadilla y viajó conmigo todo el tiempo haciéndome sentir extraño y miedoso. Compartió conmigo un día de mi vida y como si fuera un mensajero de otro plano sensorial me indicaba con sensaciones que el miedo era parte de mí también. Pero no creas que no ha servido ¡Me ha servido y de mucho! Ahora ya no tengo miedo. Ahora veo las cosas desde otro punto de vista. Examino sus aristas, miro todo con otra perspectiva, analizo mi vida y la de los demás y saboreo los momentos que he vivido desde que tengo uso de razón.
- Aún estás acá -le dije con tono más firme. ¡Y no te vas a ir fácilmente!

Sin embargo poco a poco aquella fisura en él fue ganando terreno y ha logrado doblegarlo. Camino junto a él como si lo hiciera a la par de un amnésico, de una persona que se olvidó su vida anterior y vive de prestado en un cuerpo que siente como un objeto. Una entidad que pasa lejos de aquel amigo que solía tener. Ahora vive encerrado casi siempre en su cuarto de la pensión. Solo sale al trabajo y vuelve a encerrarse. Las semanas que inicia su tratamiento no lo ven por la pensión. Pienso mucho en él. Quisiera que aquellos pensamientos en donde me transformo en un soldador de fisuras se hagan realidad y me permitan ayudarlo. Cierro los ojos por momentos y me lo imagino el día que conoció al miedo. Tomo al miedo entre mis manos y lo quito de su espalda. Está aferrado con unas poderosas garras que llegan hasta la médula de mi amigo. Lo hacen sangrar. Es una sangre invisible cargada de una leve luminosidad. Tal vez ha perforado parte de su alma. Seguramente de ahí proviene la luminosidad. Forcejeo. El miedo me gruñe, grita, se aferra más, sus garras están enquistadas en la piel de mi amigo y él no se entera de nuestra pelea. Seguimos forcejeando hasta que finalmente el miedo se suelta, clava su patética mirada en mí y se arroja intentando ahora hacerme su presa, romperme a mí.

Es una batalla dura. Nos revolcamos por el piso, caemos a otro plano en el cual ahora no hay un piso, ni un cielo, ni una noción de Tierra como en ésta vida. Ahí el miedo puede hablar. Posee una voz gruesa, un tanto distorsionada, y emite alaridos y risas con eco. Noto que está a sus anchas en aquel espacio frío. Comienza a herirme. Noto en sus ojos cierto aire triunfal. Es entonces que cierro mis ojos, y evoco mis sueños. Siento que si soy capaz de reparar las fisuras de los demás debo poder salir de aquel sitio, librarme de aquel tormento y eliminarlo para siempre de la psiquis de mi amigo. La sensación se vuelve cada vez más fuerte y poco a poco todo se vuelve insonoro a mí alrededor. Al volver a abrir mis ojos veo a mi amigo mirándome fijamente y hablándome. Tengo su mano en mi hombro, me mueve como cuando alguien quiere despertar a una persona. Los sonidos del mundo poco a poco van subiendo su volumen y logro escucharlos. Tengo la sensación que el miedo dejó de existir. Lo corroboro. Sonrío, le sonrío a mi amigo. Hace un gesto de que estoy loco, que no entiende mis acciones. Yo solo sigo sonriendo y pienso en si al salir vencedor de aquella batalla habré logrado sellar la fisura de mi amigo. Me lo pregunto para mis adentros. Tampoco quiero la respuesta, después de todo la fe y la esperanza son parte de las soldaduras que realizo.

Estoy sentado en la cama, la puerta de mi habitación abierta, mi amigo en pijamas y aún es de madrugada. Afuera la noche es clara, con un hemisferio cargado de estrellas y polvo cósmico. La oscuridad no da miedo. El rostro de mi amigo ya no parece acusar rotura. Vuelvo a sonreír y apuesto al futuro, a un futuro sin miedos.


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(Imagen: LA CASA A POIS     http://lacasaapois.blogspot.com/2009/07/no-words.html    )