jueves, 29 de diciembre de 2011

Mr. Snow




A través de la ventana los copos de nieve comenzaban a caer presagiando el comienzo de una fuerte nevada. Eran enormes, y muy blancos. En las calles aledañas, las que condilaban con las vías del tren, no había ningún automóvil, y podía vérselas desiertas y olvidadas, con sus pavimentos brillantes por la humedad del clima, y el reflejo de un anaranjado pálido irradiado por las primeras luces de mercurio que comenzaban a encenderse. El sol ya no tenía fuerzas ni siquiera para esconder su exagerado diámetro. La tarde empalidecía. Así terminaba un día más de diciembre de 1997. Vísperas navideñas, aire a fiestas y por qué no de buenos augurios. Sin embargo, en medio de aquella soledad espantosa y lastimera, Octavio tenía muy presente que aquella navidad no sería como las demás. Su madre, el último eslabón vivo que lo unía al mundo, había fallecido, y ante tal acontecimiento muchas cosas habían dejado de tener el mismo sentido, los mismos colores, el mismo peso de siempre.

Lentamente los copos de nieve se comenzaban a almacenar en el alféizar de la ventana. Octavio los contemplaba como quien contempla un acontecimiento único, algo jamás visto, hasta con cierta mirada melancólica ante el suave y lento reposar de los copos. Afuera, en el patio de la clínica, algunos de los internos deambulaban con cobijas que cubrían sus hombros y espaldas. Se negaban a entrar aún. Gustaban de la nieve y de ese momento exacto en donde el sol decidía ocultarse y dar paso a la oscuridad, a la helada y fría noche. Allí también estaba Margarita, y el viejo Artigas, dos de las personas de aquel lugar con las cuales más se frecuentaba Octavio. Margarita estaba sentada en uno de los bancos de madera que se encontraban en el sector sur del patio. Desde allí, a lo lejos, observaba la ventana de Octavio. Lograba divisar su figura, quieta, meditabunda, alejada completamente de aquel espectáculo natural que disfrutaba la gran mayoría. Tenía unos guantes de lana color beige en sus manos que regularmente frotaba y calentaba con aliento de su boca. Hacía ya un par de horas que estaba sentada en aquel banco. Le gustaba ese ritual, y también observar cómo el resto de los internos se divertían o paseaban por el patio. Cuando el sol casi se había ocultado se levantó y enfocando hacia la ventana de la habitación de Octavio movió sus brazos altivamente, haciendo señas e intentando que su «amigo» reaccionara. Ella sabía que la muerte de la madre de Octavio había calado hondo en el corazón de él, pero también tenía la firme convicción que no podía dejarse vencer por la melancolía, que debía despegar y reaccionar, de lo contrario las fauces de aquel lugar olvidado en el mundo lo terminaría devorando. Cuando se cansó de hacer señas bajó sus brazos. No había logrado mucho, Octavio solo se había corrido un poco hacia la derecha. Entonces caminó unos pasos y pisando ya el césped, que ahora era una manta blanca, se acostó sobre él y comenzó a mover sus brazos y piernas imitando el aletear de un ángel. Se movía lentamente, intentando dibujar el movimiento bien marcadamente sobre la nieve.

El viejo Artigas había observado todo. Contemplaba a la joven que yacía tendida en el piso con cierto aire de resignación. Sospechaba, desde hacía tiempo, que Margarita estaba enamorada de Octavio, pero tampoco podía aseverarlo, pues en aquel lugar todo parecía distinto al mundo real: en el mundo de los locos cada locura es una clave válida y perfecta de realidad, algo que para los «cuerdos» es ininteligible. Allí el tiempo a veces no se medía como lo hace el común de las personas en su sano juicio, tampoco los sentimientos. Sin embargo, el amor, esa raíz que lucha y se aferra a cualquier terreno, parecía ser el único sentimiento totalmente emparentado con todo tipo de realidad, incluso el de la locura misma. Octavio pasó la mano por el vidrio empañado y dibujó un círculo por el cual podía observarse el exterior. El sol se había terminado de poner y las luces de mercurio ahora iluminaban todo el patio de la clínica con fuerza. Vio a Margarita tendida en el piso, sobre la nieve, haciendo movimientos de ángel. Pensó por un instante que estaría loca, pero enseguida se planteó «¿qué es estar loco?» y seguidamente arrimó su cara a la ventana. Podía sentir el frío que desprendía el vidrio e imaginó el frío que debía sentir Margarita tendida en el suelo, sobre la nieve.


—¿Lo amas? -preguntó el viejo Artigas con voz fuerte en dirección a Margarita- ¿realmente lo amas, niña?

Sin embargo ella no se detuvo, continuó moviendo sus brazos acompasadamente, dibujando la misma figura una y otra vez sobre la nieve, mirando al cielo, dejando que la nieve cayera y la cubriera, sin pensar en nada y sin escuchar nada. A la distancia Octavio seguía contemplando la escena. Se percató de ver también al viejo Artigas sentado en el banco, bajo la nevada, en el frío de la noche nueva. Pasó el tiempo y el viejo Artigas entró a la clínica. Solo quedaba Margarita tendida en el suelo, con su movimientos sincrónico, y su mirada perdida. Fueron un par de enfermeros quienes antes de apagar las luces principales del patio la hicieron parar y la acompañaron a su habitación. Pronto el patio quedó desierto. Un manto blanco de nieve lo cubría todo. La nevisca ahora caía con más fuerza y a duras penas podía observarse las luces de las casas vecinas. En el suelo del sector sur rompía la uniformidad el dibujo de un par de alas de ángel sobre la nieve, pero con el pasar de las horas la capa de nieve se engrosó y ya todo fue igual, un manto uniforme, blanco y casi perpetuo.


Esa noche el frío hizo que a la hora de dormir todo el mundo se durmiera rápido, arropados y calientes en sus camastros. Octavio compartía la habitación con dos internos más, uno con esquizofrenia aguda y otro con trastornos depresivos y bipolares. Se llevaban bien. Cada uno representaba un mundo distinto, que de vez en cuando se intersecaba con el del otro y así, por algún instante, lograban vivir en uno único, en donde podían compartir, reír, y hasta pelearse. Octavio tenía ciertas mejorías en su estado. Podía tener momentos de extrema lucidez dándose cuenta de la realidad temporal, del año que vivía, y de las personas que habían compuesto su vida. Sin embargo, existían fisuras, baches, que lo devolvían a un estado casi primitivo, en donde todo lo que lo había acercado a la realidad se esfumaba y daba paso a una parte suya que ignoraba todo cuanto lo rodeaba, inclusive las personas que eran parte de su existencia. Mientras los otros dos compañeros de cuarto dormían Octavio aún permanecía sentado en la silla, frente a la ventana, observando caer la nevisca. Ya no veía la figura de ángel sobre el suelo, tampoco recordaba a la chica que la había hecho, ni al viejo Artigas en el banco, ni a los internos pasearse de un lugar a otro por el patio. Imaginaba a su madre caminando por la nieve tomándolo de la mano, sonriéndole, instándolo a que juntos construyeran un bonito muñeco de nieve. Él corría y juntaba nieve con sus manos. Acumulaba gran cantidad y le daba forma. Primero una bola gigantesca para el cuerpo, luego otra bola más pequeña para la cabeza. Su madre sacaba de su cartera una gran zanahoría, «toma hijo, ésta será su nariz», y él hundía la zanahoria en la bola más pequeña. Luego ella le daba una bufanda, dos botones de un saco viejo para los ojos, y otros botones más pequeños para el traje del muñeco. Solo faltaban los brazos, los cuales ambos pensaron al unísono hacerlos con alguna rama de un árbol de los alrededores. Finalmente no hizo falta ya que él decidió dibujar los brazos en la misma nieve del cuerpo del muñeco. Una vez finalizado el trabajo ambos contemplaron al muñeco por un largo tiempo. De a ratos avanzaban o retrocedían un par de pasos, eso les daba una perspectiva distinta de visión y les permitía buscar mínimos detalles en el muñeco. Ya satisfechos, ambos sonrieron, y decidieron dejarlo ahí, bajo la nevisca que comenzaba a caer de manera copiosa. Era un anochecer muy similar al que Octavio vivía ahora, solo que su madre ya no estaba, lo había abandonado. Decidió que ya era hora de dormir. Tras acostarse entornó los ojos y pensó en la lentitud con la cual caían los copos de nieve. Se concentró en uno. Lo veía caer desde el cielo en plena oscuridad nocturna. Caía lento, displicente, a la buena del viento. Mientras el copo caía en su imaginación Octavio se adentraba un poco más en el mundo de los sueños. Finalmente el copo llegó al suelo, se posó sobre la capa ya gruesa de nieve y él terminó por dormirse.


El viejo Artigas estaba de pie, inmóvil y con la cabeza erguida, como un perro de caza que apunta fijamente a su presa; hacía un rato largo que permanecía observando el patio. Había amanecido hacía unas horas y debido al intenso frío tras la nevada eran pocos los «batas blancas» que estaban en el patio. El viejo parecía reflexionar sobre algo que su cabeza entretejía. Al ver a Margarita salir al patio la tomó del antebrazo y la miró fijo, a los ojos, con esos mismos ojos que delataban el por qué estaba en aquella clínica.

—¿Realmente lo amas, niña? -preguntó el viejo. La misma pregunta que le había hecho el día anterior.
—Claro -dijo ella- y zafándose de la mano que sujetaba su brazo siguió camino rumbo al sector sur del patio.
—¡Pues dícelo! -exclamó eufórico el viejo Artigas-, ¡anda!, ¡grítalo a los cuatros vientos!, ¡dile que lo amas y ya déjate de hacer locuras!

Fue entonces que aquella última frase hizo reír a Margarita.

—¿Locuras?, ¿quién dice que yo hago locuras?, ¿acaso no ve lo cuerda que estoy?

El viejo tan solo se limitó a menear la cabeza con un movimiento de lado a lado, intentando expresar con ello la necedad de aquella respuesta. Las horas de la mañana pasaron normalmente. El frío poco a poco fue aflojando gracias a los débiles rayos solares. De pronto, el patio volvió a poblarse de internos, y con ello pareció cobrar nueva vida. Margarita estaba sentada en el mismo banco que el día anterior, con su mirada fija en la ventana de Octavio, permaneciendo así hasta la tarde, hasta el momento justo en que el viejo Artigas se le acercó y la invitó a construir un muñeco de nieve.

—¿Construir un muñeco de nieve?, ¿con usted?, ¿aquí?, ¿con qué finalidad me lo pide? -preguntaba atropelladamente la chica.
—Tranquila, es tan solo un simple muñeco de nieve. Uno bonito, que a todos nos de gusto de verlo al levantarnos y salir al patio, ¿qué opinas?
—Opino que usted es un hombre extraño, eso opino.
—Sí, puede ser. Pero no soy malo. Que haga años que esté encerrado aquí no significa que sea malo, pero no negaré que parezca extraño -dijo Artigas-. Además no te he pedido hacer nada de otro mundo. Créeme niña, si yo tuviera tú edad no te pediría el favor, ¡lo haría solo!... pero la vejez, los dolores, la falta de reflejos, el reuma, y las mil y una enfermedades más, hacen que muchas cosas dejen de hacerse ya.

Margarita quedó por un instante pensativa, mirando directamente a los ojos de Artigas.

—Con una condición -dijo ella.
—¿Condición?, ¿para construir un muñeco de nieve?, ¡Niña, niña! -exclamó el viejo levantado el tono de su voz-, ¡estos niños modernos!, pues bien, que sea con una condición, anda, dime, ¿qué condición será esa?
—Que yo diseñe el muñeco a mi gusto y cuando nadie me vea.
—Pero, ¡eso es imposible!, nunca estarías sola en el patio, y si lo lograras te atraparían las enfermeras o los guardias.
—Usted no se preocupe por eso -acotó Margarita-, yo sé cuidarme sola ¿Acepta mi condición?



Entonces el viejo Artigas agarrándose su cabeza con ambas manos y meneándola hizo gesto de aceptación.

—Sí, anda niña, acepto.


Nadie supo cómo lo hizo, pero de algún modo había logrado evadir a enfermeros y guardias de la clínica. Tuvo que ser de madrugada, tal vez en el momento que el personal de enfermería dormía y los guardias cambiaban el turno. Sin embargo, lo había logrado. El muñeco estaba ahí, en medio del patio, omnipresente a la vista de todos. No se asemejaba en demacía a un muñeco de nieve clásico, más bien parecía una especie de búho, cuyos ojos amarillentos se posaban indefectiblemente en quienes lo miraban. Una bufanda color verde claro con trama de colores rojizos en una de sus puntas, colgaba del cuello del muñeco. Y sus pies, sí, sus pies, se asemejaban mucho a los de un búho.
Octavio no tardó mucho en asomarse a la ventana y ver el tumulto de internos arremolinados alrededor del muñeco. Observó por un momento al muñeco, y envuelto en jirones de recuerdos de su infancia, no pudo menos que sonreírse y ponerse feliz. Salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras como un rayo, pasó por frente de la Guardia sin siquiera saludar al guardia de turno tal como lo hacía cada mañana, y abriéndose paso entre los internos apostados en el patio, llegó a pararse frente al muñeco. Aquella escena fue contemplada por todos, desde los internos, pasando por los guardias, enfermeros, inclusive el viejo Artigas, que se encontraba retirado, detrás de la primera línea de árboles del gran patio. Octavio cayó de rodillas frente al muñeco y lo contempló con dulzura. Ésta escena hizo enfervorizar a algunos de los internos que poco a poco fueron apaciguados por los enfermeros. Extendió su mano y acarició el cuerpo del muñeco. La nieve fría no lo parecía tanto al contacto con sus dedos. Tocó la bufanda, sintió la textura de la tela en la yema de sus dedos, tocó los pies, los ojos, inclusive la diminuta boca. El acto fue breve pero poderoso. Todos contemplaron durante su transcurso los movimientos de Octavio y se quedaron consigo aquellas imagenes grabadas a fuego en su memoria. La que no se veía por ningún lado era Margarita. Era la única que faltaba en el patio. Artigas pensó por un instante que después del arduo trabajo en la construcción del muñeco había tenido deseos de descansar, y seguramente estaría dormida en su habitación. Fue entonces, en medio del espectáculo del patio, que sonó frenéticamente el pito de uno de los guardias, y enseguida la sirena. Aquello solo podía representar dos cosas: alguien había escapado o algo malo había sucedido.


«Querido Octavio:

Cuando era niña mi madre siempre me regalaba un muñeco de nieve encerrado en una bola de cristal, la cual, al moverla con mi mano, movilizaba la nieve simulada por papel brillante que estaba dentro. No me gustaba su regalo, debo admitirlo. Me daba mucho remordimiento ver al muñeco en soledad, aprisionado en aquella bola. Era un mundo único, en donde seguramente él se asemejaba a rey soberano, pero a mi modo de sentir y ver lo entendía como un mundo triste, muy solitario.

Hoy el viejo Artigas, nuestro compañero dentro de este loquero, me ha pedido que construya un muñeco de nieve... y así lo hice. Le pedí como condición que yo haría el muñeco a mi gusto. Y me encantó hacerlo ¿Sabes? no es un muñeco convencional. Es imitando a Mr. Snow. Sí, así le llamo siempre al búho que por las noches de invierno viene volando y se posa en el árbol delante de la ventana de mi habitación. Permanece allí largas horas, bajo la nevisca, observando hacia dentro. A veces he notado que me mira fijo, como si de algún modo el animal comprendiese mis estados de ánimo. A veces le hablo. Le cuento cosas de mi vida, cómo me siento, qué cosas deseo, hacia donde se dirigen mis pensamientos. Y él, tan solo se rasca con su pico entre sus plumas o me mira fijamente, con esa mirada hipnótica, sus ojos amarillentos y su cuerpo camuflado en el árbol. Llegué a pensar que ese búho era el único ser vivo en todo este lugar que lograba comprenderme. Pensarás que estoy loca, ¡ja!, ¡si hasta me río cuando lo escribo!, ¡loca!, sí... loca. Pero los locos, en nuestro mundo de locuras, somos genios, sabios, y muy felices. Sin embargo hay algo que pocos saben, y es que también podemos enamorarnos, porque el amor traspasa la locura, no hay murallas visibles o invisibles que lo atajen, y cuando llega, es inevitable no sentirlo e intentar disfrutarlo.

Y a mí me llegó, y me enamoré, sí, de vos. Y jamás te enteraste. Nunca me miraste con esos ojos con los que mira el amor. Creo que Mr. Snow lo sabía y nunca fue capaz de decírmelo. En su mirada amarillenta y fría había destellos de sabiduría, algo que mi locura jamás me dejó captar claramente. Y es difícil sentir amor y no ser correspondido. Es difícil amar en silencio.
He pensado que aunque sea este invierno el muñeco de Mr. Snow en el patio te hará compañía. Tal vez él, en mi ausencia, te haga compañía por las noches. Tan solo debes mirar por tú ventana y ver si está ahí, parado en alguna rama de la arboleda que da a los ventanales de nuestros dormitorios.

¡Vive Octavio!, ¡intenta ser feliz en el mar de tú locura!, por favor no te entregues a la melancolía eterna. Hazlo por mi, por alguien que siempre se ha fijado en ti desde el primer día, alguien que en silencio intentó decirte cuánto te amaba, y jamás lo pudo hacer...

Margarita»


Octavio dobló la hoja de papel, la guardó en el sobre y la depositó sobre la tumba de Margarita. Detrás, bajo el cielo plomizo del invierno, todos los internos de la clínica sollozaban, enjugaban sus lágrimas y se movilizaban. Inclusive el viejo Artigas estaba quebrado. A lo lejos, en los árboles del patio de la clínica, un búho de ojos amarillos, se camuflaba bajo la ventisca. Parecía observar a la distancia lo que en el cementerio sucedía. Sin embargo, la rapaz seguía allí, sobre la rama más cercana al dormitorio que una vez habitó una chica, que a pesar de su locura creía fervorosamente en el amor y en que las cosas, por más difíciles que parezcan, pueden ser posible.



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(Imagen obtenida de la web)

martes, 20 de diciembre de 2011

Castillos en el aire




Debía ser mediados de enero cuando salimos de vacaciones con mis padres. Recuerdo bien el año, 1976. Era un verano demasiado caluroso, tanto que aún teniendo pocos años recuerdo las palabras de mi padre cuando decía que él no recordaba uno tan caluroso como aquel. Salimos de madrugada de nuestra casa rumbo a la playa. En la ruta había muchos automóviles, camiones, y hasta alguna que otra motocicleta cargada de mochilas. Yo iba sentado en el asiento de atrás. Me gustaba zafarme del cinturón de seguridad cuando veía a mi padre concentrado en la ruta y a mi madre entre dormida. Cuando lo hacía, me arrodillaba y contemplaba la larga fila de automóviles que venían detrás de nosotros. A veces saludaba, y algunos me retornaban el saludo; otras veces solo estiraba mis labios forzando una gran sonrisa, pero con ese gesto no obtenía casi ninguna salutación, y supongo que en algo se evidenciaba mi hipocresía en aquel gesto.

El viaje se hizo monótono y lento. Cada tanto mi padre me echaba una ojeada por el espejo retrovisor y me sonreía. Con aquel gesto él debía de pensar y sentir que yo estaba bien. Y sí, estaba bien. No tenía por qué no estarlo. Además íbamos rumbo a la playa, a encontrarnos con el mar. Entonces yo le retribuía el gesto con un sonrisa completa, pero no forzada, sino de las verdaderas. Aquella comunicación siempre fue espontánea entre mi padre y yo durante mi niñez. Crecí percibiendo el significado de sus sonrisas y los mensajes invisibles que entretejían sus miradas y sus labios. Pensaba en distintas cosas que pudieran significar, pero nunca concluía en ninguna certeramente. Me gustaba dejar abierto un lado del callejón para que por la única entrada pudiera aparecer una nueva idea, un pensamiento distinto que cambiara totalmente la idea aprisionada en los gestos de mi él. Y así, de ese modo, se mantuvo durante toda mi infancia y pubertad aquel juego, aquella manera invisible de comunicarnos. Mi madre era ajena a ello. Con ella la comunicación era directa, simple y a veces hasta tediosa. Aunque en aquel viaje de vacaciones mi madre se la pasó durmiendo casi todo el camino, y la comunicación entre mi padre y yo se potenció lo suficiente pare sentirme completamente su cómplice.

Al llegar a la playa tomamos por un camino de huella. Al preguntarle a mi padre hacia dónde nos dirigíamos me respondió que a una casa que alquiló en la playa. La idea me había emocionado. Siempre que habíamos salido de vacaciones nunca habíamos alquilado una casa en la playa, solo habían sido algunos bungalow o en carpa. Pero una casa en la playa lo cambiaba todo radicalmente. Una casa solo para nosotros tres. Una casa en donde yo me encontraría con una nueva habitación, un lugar en el que jamás había estado, un lugar en donde podría ubicar mis juguetes, y en donde podría vivir nuevas historias y aventuras. Recuerdo ir viendo el paisaje por la ventanilla del automóvil y sentirme muy feliz. Creo que recorrí los pocos kilómetros de huella con una sonrisa gigantesca en mi boca.

Al llegar mi madre despertó, miró por la ventanilla y divisó con somnolencia la casa. De su rostro no salió ningún gesto que significara emoción o alegría por haber llegado a la playa. Ningún músculo facial demostraba su estado de ánimo. En ese momento pensé que ella no estaba feliz de estar en aquel lugar, y creo que eso me entristeció un poco. Pero no me quedé con aquella tristeza, en un santiamén abrí la puerta y salí disparado hacia la casa hundiendo mis pies en la arena. Subí rápidamente los escalones, giré el picaporte, pero no pude abrir, la puerta estaba cerrada. Mi padre, apoyado sobre el automóvil movía las llaves en el aire. Corrí hasta él, tomé las llaves, y esta vez sí llegué a la puerta y la abrí. Estaba vacía. Blanca, enorme, llena de ventanas que dejaban paso a una gran claridad. Las paredes interiores estaban pintadas de blanco, el suelo de madera parecía haber sido mejorado y encerado hacía poco. Había olor a pintura fresca. Por las ventanas que daban al este podía verse el mar. Por las otras, las del oeste, se veía una gran duna de arena que a sus costados tenía unas cuantas matas de vegetación de aquellos climas. Subí corriendo por la escalera rumbo hacia las habitaciones superiores. Eran dos: un dormitorio grande y amplio con una cama matrimonial, y otra habitación, más pequeña, con una cama cucheta, un diminuto foco colgando del techo y una ventana grande, con un alféizar pronunciado. Desde la ventana de la habitación podía verse el mar. Seguramente mi padre había pensado en eso. Él siempre estaba en todos los detalles, desde los más insignificantes hasta los más mínimos. Me acerqué a la ventana y me arrodillé frente a ella. Al abrir el vidrio un aire cargado de humedad y olor a mar se coló rápidamente por la habitación. Cerré los ojos y pensé en los bonitos días que viviría en aquel lugar. Me trajo al presente el ruido de mis padres ingresando a la casa. Con el pasar de las horas organizamos todo: yo ayudaba a desembalar las cajas que Mamá había traído con utensilios de cocina y provisiones, mientras Papá desempacaba las valijas y acomodaba el contenido en los armarios. Al atardecer estuvo todo acomodado. Salimos al porche de la casa y no sentamos en la escalinata, los tres, mirando hacia el mar.

—Qué hermoso es el mar... -dijo mi madre.
—Lo es -respondió mi padre con cierto dejo de melancolía en sus palabras.

Ambos se veían extasiados con la puesta de sol y el mar frente a ellos. Sentía que éramos una bonita familia y que aquel momento era maravilloso: nosotros, el mar, el atardecer, la brisa estival, todo era un perfecto complemento que se unificaba para apuntar directamente a nuestros sentidos y hacernos sentir perfectos, extasiados, únicos. Esa noche cenamos temprano y nos acostamos. Por la ventana de la habitación entraba el sonido de las olas al llegar a la playa. Un murmullo incansable del discurso que la espuma tenía con la arena. De vez en cuando en la lejanía se escuchaba música que seguramente provenía de alguna otra casa o del pueblo más próximo. Mientras los ojos se me iban cerrando sentía que era muy feliz, tal vez una de las pocas noches que recuerde en la que me sentí tan feliz.

Fue al otro día, bien temprano, después del desayuno, que Papá me hizo señas de ir al mar. Tomé la pelota, el rastrillo, la palita plástica, un balde, me calcé las ojotas y salí disparado. Mi padre y mi madre venían detrás, tomados de la mano, ambos mirando fijamente al mar pero no mirándose entre ellos. Todavía recuerdo esa escena. Me quedó grabada a fuego en mi memoria. Había algo en ella que no terminaba de cerrarme, como si el simbolismo de la unión de sus manos no se asociara con el de sus miradas perdidas en el mar. Años más tarde aquella escena iría tomando forma, y culminaría de cerrarse y yo de entenderla tras la separación de ambos. Pero yo solo corrí enfocado en el mar, en jugar en la arena, en disfrutar de la playa y del juego. Pasamos toda la mañana en la playa. Mientras mis padres estaban metidos en el mar yo cavaba con la palita plástica y juntaba arena y más arena para construir un gran castillo. Pero no lograba darle forma. Armaba un bloque de arena y al rato se desmoronaba. Sentía gran frustración. Fue entonces que mi padre se acercó, se arrodilló, y con su sonrisa invisible y su guiño de ojo me hizo el gesto que le diera la palita. Comenzó a cavar más rápido, juntó más arena y fue dándole forma a un bonito y gran castillo. Pero no era un castillo común, era uno bastante personal y extraño: tenía una sola torre, algo que me causó gran inquietud:

—¿Papá, por qué el castillo tienen una sola torre? -pregunté con mucha ansiedad.
—Pues, ¿para qué quieres más torres?, con una sola torre, grande y cómoda, para vos alcanza... ¿no crees que es así?

Y mi padre tenía razón. Me pude imaginar en esa torre solitaria siendo yo el dueño del castillo, viviendo en él, contemplando el mar cada mañana y vigilando la casa desde la playa.

—Sí, tienes razón Papá, con una sola torre grande y cómoda estaría fantástico para vivir en el castillo.
—Claro -dijo mi padre- y aún falta una cosa más...
—¿Algo más?
—Sí... ¿te gustaría que tú castillo volara?
—¿Volar?, ¡los castillos no vuelan, Papá! -dije con tono de enojo.
—No, pero si tú lo quieres pueden volar, hijo.

Entonces mi padre salió corriendo hacia la casa y al rato volvió con un cordel, unas varillas y unos cuantos trapos viejos. Se hincó de nuevo en la arena y puso cuatro banderas en la punta de la torre del castillo, las cuales hizo con las varillas y los trapos viejos. Aquella imagen del castillo terminado aún hoy me hace sonreír de felicidad.

—Ya está -dijo- éste es tú castillo, y cuando quieras puedes subirte y volar en él.
—Pero Papá, es imposible que eso suceda. Si me subo al castillo lo rompo y jamás volaría.
—Bueno, es que hay formas y formas de volar un castillo. Yo conozco una que es infalible. Si quieres te la digo.

Asentí. Fue así que mi padre me dijo la fórmula de volar sobre un castillo al oído.

Aquella noche después de cenar subí corriendo por la escalera y me lavé rápidamente los dientes. Al entrar a la habitación apagué la luz y descorrí completamente la cortina de la ventana. Apoyé mi brazos sobre el alféizar y mi mentón sobre los brazos. Una luna enorme de color amarillo vivo comenzó a asomar desde el horizonte. Iluminaba todo el mar, inclusive al castillo que habíamos construido. Podía ver cómo las banderas de la torre flameaban con el viento nocturno, la sombra que proyectaba el castillo, y cómo la espuma del oleaje llegaba hasta su puerta. Entonces recordé las palabras que mi padre me había dicho al oído: imaginé que corría hacía la playa con una escalera debajo del brazo, que luego la colgaba desde la torre y trepaba. Una vez sobre la torre miraba en todas las direcciones. Observaba el cielo, la velocidad del viento, lo bravío que estaba el mar, y recién después de controlar todo aquello podía ya comenzar a volar. Sentado al medio de la torre tan solo tenía que imaginar hacia dónde quería ir, y transmitirselo al castillo. Él me entendería. Y así pasaba. Yo pensaba en un lugar del mundo y el castillo se despegaba de la playa y empezaba a flotar. Volaba a merced del viento y corregía su curso en función de mí deseo de destino. Inclusive podía volar a lugares que no conocía, pero que sí podía imaginar, y por ende también podía llegar volando hasta ellos.

Durante todas las noches de aquellas vacaciones hice volar el castillo. Viajé a lugares hermosos e inexplorados. Conocí a gentes de todas razas y colores. Inclusive hice caso a mi padre y volé también en sueños. No me cansaba de volar con mi castillo. Por la mañana, cuando íbamos a la playa, le daba algunos retoques de arena. Pensaba que debía mantenerlo, así, como a los automóviles, o a los aviones.

Al regresar y dejar la casa el castillo quedó en la playa. No quise destruirlo. Pensé que tal vez algún otro niño haría uso de él. Pero, ¡¿cómo sabría otro niño volarlo sin las instrucciones que me había dado mi padre?!. Entonces antes de partir escribí las instrucciones en la pared de la habitación, la misma pared que daba al mar y enfocaba hacia el castillo:


Instrucciones para volar un castillo:



1) Usa el castillo de la playa.


2) Todas las noches asómate a ésta ventana, piensa que corres al castillo con una escalera, subes a él y te quedas sentado en medio de la torre.

3) Entonces piensas adonde quieras ir, a los lugares que más te gusten.

4) Ahora tan solo, ¡Vuela!




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(Imagen: http://goo.gl/Hp4j2 )

jueves, 15 de diciembre de 2011

El Errante




Las personas suelen hablar del alcance de internet, de su expansión arrolladora, de cómo el mundo ha cambiado gracias a ella: la gran red de redes; y uno, internauta desde hace muchos años, también capta y percibe en distintos grados el poder que la red tiene para la vida de los otros como para la suya propia. Sin embargo, de mi parte, como escritor amateur o novel, jamás imaginé el impacto que la red podía tener sobre la literatura directa. Nunca, hasta después de unas cuantas entradas (posts) en mi primer blog, había caído en la cuenta del poder comunicativo que tenía la red entre sus manos. Fue entonces, en aquellos albores de la blogósfera, que comencé a darme cuenta que del otro lado, sentados en sus escritorios, tirados en la cama, dentro de un cyber, o en medio de una plaza, había seres humanos conectados mirando fijamente una pantalla y leyendo los textos que uno subía como hobby o gusto espiritual.

En todos los años que llevo publicando escritos míos en internet me han sucedido muchas cosas, casi en su totalidad gratificantes, que me han hecho pensar una y otra vez el rol del escritor virtual, de ese que una vez que pone el punto final a un nuevo texto se le despierta una ansiedad enorme en lo más profundo de sus entrañas para subirlo a la red y que sus lectores seguidores, o tal vez nuevos descubridores, lo lean y se dejen seducir por el influjo de la narrativa y la ficción. Es una sensación inexpresable para alguien que gusta de escribir. Pero no lléndome por las ramas tenía como objetivo puntualizar en una anécdota muy especial para mí que me sucedió hace unos años, y que tuvo su origen en uno de mis blogs, «El Errante».

«El Errante» ha sido un blog con el cual me he identificado mucho en los últimos años de mi vida. Lo he escrito desde distintos lugares donde he vivido y lo he pulido y conservado desde muchas ciudades en las que he estado. Ha tenido a lo largo del tiempo cambios drásticos que pasaron por hablar de mi persona humana, colgarle textos de microficción, o bien, tal como lo estoy haciendo en el último año, subirle capítulos de una blog novela que Dios sabe cuándo acabará. Ha sido parte de mi catarsis, ha sido parte de introspecciones y fiel testigo de estados de ánimo que iban desde el júbilo hasta la más profunda y amarga de las tristezas. Al principio tenía un nombre que no era el actual, sino «Caminar la vida», que luego mutó, por urgencia y necesidad, a «El Errante», y que tanto más me identificaba a mí y mi modo de sentirme en esta vida. Estuvo un tiempo cerrado, y después de un año y pico lo volví a reabrir, con más ímpetu y ánimo de literato. Y fue éste blog el que generó ésta anécdota que contaré a continuación...


Cierta madrugada, de un día de hace unos cuantos años atrás (tal vez cuatro o cinco, bien no recuerdo) me encontraba charlando con una persona por el MSN Messenger. Hablábamos de todo un poco y de nada en especial. Era una chica, que vivía en España y que gustaba de leer libros y cada tanto escribir. Yo era Miguel y ella era la señorita tal, con un nickname que no hacía alusión directa a su nombre real. La charla era muy amena, simpática, y debido a la diferencia de horarios entre un país y otro solíamos encontrarnos rara vez, pero cuando lo hacíamos casi siempre hablábamos de cosas mezcladas y sin puntualizar, tal cual les comenté. Pero esa madrugada, después de tanta charla ella comienza a hablarme de su novio y de cuánto se querían. Tenía palabras hermosas para él y la relación que ambos llevaban adelante. Me causó mucha alegría saber que aquella chica, a la cual no conocía y tal vez nunca conocería, se la sintiera tan feliz hablando de su pareja. Cada vez que alguien me habla de ese modo no puedo menos que sonreírme y desearles lo mejor, aún yendo en contra de muchas de mis teorías de los ciclos que se abren y se cierran. Entre tanta charla sobre el tema, risueñamente, me dice: «Y te reirías si te cuento cómo me conquistó...», a lo que respondí negativamente y la incité a que me lo contara:

«Mirá fue algo gracioso pero que me encantó, Miguel. Un día se me aparece y me dice algo muy bonito, que cuando se lo escuché fue como un flash y ahí, en el acto nos besamos y decidimos comenzar a salir.

En ese momento no le pregunté nada pero me había quedado la duda si eran palabras de él o lo había leído de algún lado. Pasaron los días y le hice la pregunta, a lo que me respondió que lo había leído en internet, en un blog llamado «El Errante»».

Cuando leí aquellos mensaje contándome esto me quedé estupefacto. Miraba la pantalla como sin saber qué volver a escribir o qué hacer. Hacía tan solo un mes y algo que yo había vuelto a reabrir mi blog y solo había posteado unas pocas entradas.

La charla continuó...

«Y entonces me aboqué a buscar el blog, pero por más que lo busqué en internet con Google no lo puedo encontrar. Es más, fui hasta una vieja dirección de unas entradas de ese blog y me decía que ya no existía»

Entonces quise saber y pregunté...

«¿Y para qué querés ubicar el blog?»

«Para agradecerle a quien escribe en él que haya dado el puntapié inicial para que mi novio y yo estemos juntos.»

Sentí una cosa que me subía hasta la base del cuello y que las manos me temblaban. Mi cabeza pensó mil cosas en un segundo y de repente me dije que debía de decírselo, de explicarle que por esas casualidades de la vida yo era el dueño del blog y eran mis escritos, pero que por esos arranques que uno suele tener en su vida había decidido cerrarlo pero que ya estaba online nuevamente.
Entonces le dije:

«Andá a esta dirección (ahí coloqué la nueva dirección del blog)...»

Y en ese momento a la chica le cayó la ficha de quién podía ser yo.

Lo que sigue fue una conjunto de onomatopeyas, risas, frases de sorpresa y admiración , por la ventana del Messenger. Recuerdo que cuando esa madrugada apagué la computadora y me acosté me quedé pensando en aquello increíble que acaba de sucederme: «¿a mí?», «¿y por qué a mí me sucedió esto?», y unas cuantas preguntas más me hice al respecto. Antes de dormirme tomé la dimensión y el poder que tenía internet. Empujaba a las letras, a las frases, a la ficción, más allá de todo muro, más allá de toda góndola de librería, más allá de toda Feria del Libro, más allá de cualquier marketing editorial que lanza nuevos talentos: internet te presentaba delante de lectores ávidos o nóveles y te mostraba, y muestra, en directo, fresco, exponiéndote a un feedback instantáneo, así, como el pan caliente recién sacado del horno.

La relación con aquella lectora continuó por la internet hasta que un buen día se desvaneció tal como pasa en la vida real o en la virtual. Sin embargo, aquella anécdota sobre un texto escrito por mí y subido a mi blog siempre me trae a presente el poder que tiene la palabra escrita y digitalizada. Un poder invisible y poderoso, que reptan minuciosamente, que traspasa muros invisibles y visibles, que llega a computadoras de personas de toda raza, tipo, color, religión y creencias. Y cada uno, al llegar al punto final sonríe o no ante lo leído, da su visto bueno o su rechazo, agradece o enmudece, se expresa o tan solo lo atesora para sus adentros.

(Imagen: Revista Orsai #3)

viernes, 9 de diciembre de 2011

Los perros y los lobos



Ada Sinner es una niña judía que vive en Ucrania en los años veinte. Huérfana de madre, se ha criado junto su padre durante los primeros años de su vida, y pronto su tía se instala en casa con sus dos hijos. El pequeño, Ben, se convierte en el amigo inseparable de Ada: juegan juntos, ríen juntos, crecen juntos… Ambos pertenecen a una de las clases más bajas de la ciudad, y miran con envidia a un primo lejano, Harry Sinner, cuya familia se enriqueció gracias a los negocios y ahora viven cómodamente. Parece mentira que dentro de un mismo linaje pueda haber personas tan pudientes y otras tan desfavorecidas, pero no es eso lo que llama la atención de la muchacha: Ada se enamora al instante de Harry, un amor platónico, porque las diferencias sociales entre ambos impiden cualquier acercamiento.
Años más tarde, las dos familias se ven obligadas a huir del país y vuelven a encontrarse en París.
Ada se ha casado con Ben y aspira a dedicarse a la pintura; no obstante, en sus adentros aún tiene muy presente a Harry, al que sigue sin conocer en profundidad. El destino de los jóvenes todavía quiere jugar algunas cartas con ellos, por lo que las coincidencias para que puedan verse llegarán, y quizá esta vez no sean tan fugaces como antes.

Irene Nemiróvsky, escritora.


Lean este libro, no los defraudará.