jueves, 29 de julio de 2010

El hombre desmantelado



Hace unos días he tenido la necesidad de desmantelarme. Sí, de desmantelarme, tal como la palabra lo indica. Supongo que el día que lo hice no tenía nada en particular, era común, como cualquier otro en una vida normal, cotidiana y por qué no, aburrida. Sin embargo, fue un día especial, pues no todos los días uno tiene ganas, o necesidad, de desmantelarse por completo.

Al llegar al departamento tomé una silla y me senté. Un fino haz luminoso entraba por la ventana. Era tibio, suave, se notaba que transportaba vida. Se ancló en mi mejilla derecha. A simple vista se asemejaba a un lunar amarillo, y también se sentía como tal (¿cómo se sienten los lunares?). Lo acaricié. Mi piel bajo el lunar ahora se sentía tibia. Justo en frente estaba el espejo de la cómoda. Me veía reflejado en él como si de una sombra se tratase. Un torrente de luz fue agrandando el lunar en mi rostro y poco a poco una tibieza global se fue apoderando de mí y en el espejo una imagen más clara se fue dibujando.

Entonces sentí la imperiosa necesidad de llegar al fondo de mí. A ese interior que murmura y charla en los momentos más difíciles, en los momentos de soledad, o que ríe cuando suelo reírme de cosas graciosas o alegrarme por cosas bonitas. Primero me quité la ropa, luego la piel, le siguieron las piernas, el brazo izquierdo, la cabeza, y finalmente el brazo derecho. El corazón cayó al piso, latiendo, salpicando sangre, sin dolor.

Ahora el torrente de luz daba de lleno sobre el corazón, lo hacía brillar, la sangre que de él emanaba se secaba. Me sentí libre. Nada de aquello pesado de lo cotidiano ahora me ataba. Mi cuerpo ya no era carnal sino de luz. Pensaba, porque aún podía pensar, que flotaba sobre el torrente de luz e increíblemente podía, si lo deseaba, emprender cualquier viaje, a cualquier lugar del mundo, o de las estrellas, o de los sueños.

Era un hombre desmantelado. Carecía de existencia física. Ahora solo flotaba sin un punto fijo. Sin embargo aún podía sentir. No podía escapar a cierta parte de mí que aún se sentía mortal y se mantenía conectado a ese cordón umbilical invisible que une a lo terreno. El corazón ya no latía, mi cuerpo ya no existía, pero la vida me indicaba que no podía evadir la comunión con mi ser terrenal. Entonces abrí los ojos y me observé en el espejo. Llevé la mano al pecho y sentí como el corazón latía. Estaba ahí nuevamente cumpliendo su función vital, indicando que estaba vivo. El torrente de luz ahora se posaba sobre él y yo brillaba frente al espejo.


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(Imagen: Roberto Zamo (b. 1964, Chile)-"autoretrato", 2009 oleo 30x30 cm)

viernes, 23 de julio de 2010

Besos diminutos



Las manecillas del reloj se mueven lentamente. Su paso, orquestado por el tiempo, parece ser imperceptible a los oídos de Alejandra. No obstante no lo es para sus ojos. En sus pensamientos aquellas manecillas son acusadoras. Señalan y apuntan un índice de rigor que denota que el tiempo se esfuma, avanza, que se diluye sin oposición alguna. ¿Qué he hecho?, se pregunta. La pobre infeliz yace angustiada, tirada sobre el sofá. Una trémula luz solar va colándose a través del ventanal que da al balcón del departamento. Sus bucles están ensortijados, brillan, parecen revivir y alabar aquella luz. Con las manos refriega sus ojos llenos de llanto y dolor. Es que él se fue para siempre. Mejor dicho, nunca lo tuvo.

Sin embargo ella se niega a la pérdida. Desde la noche anterior, después de la contienda en donde el amor y desamor se batían a lucha cuerpo a cuerpo, un mundo nuevo se ha creado ante sus ojos, desdibujando por completo al anterior. El silencio y la soledad yacen inmóviles en los rincones, expectantes a los primeros pasos en falso de sus sentimientos. Alejandra no para de llorar. Sus lágrimas hacen arder sus mejillas y se estrellan en la comisura de los labios. ¿Qué hice?, se vuelve a preguntar. Silencio. No hay respuesta. Solo el incesante caminar de las manecillas del reloj que giran en un ir sin retorno.

Tras las copas de champaña habían arribado los besos diminutos. Las caricias con suavidad. El juego del olfato. Finalmente acaeció el frenetismo, la lujuria y el sexo salvaje atropellando y echando por tierra todos aquellos instantes previos que a ella tanto le complacían. Él, como un poseso, la hizo suya. Una y otra vez, sin titubeos, sin sentimientos. Alejandra solo cerraba sus ojos e imaginaba que algún día el ritual cambiaría. Que tal vez sería una tarde de brisa agradable y suave, de olor a jazmines en el aire, de sábanas de seda, de caricias tibias y besos diminutos. Seguramente esa tarde existiría. En algún lugar donde las manecillas del reloj se posaran esa tarde existiría.

Y entre la lascivia él la arroja contra la cama y la increpa. Le exige ser más puta que aquellas oscuras y bajas que recorren las calles. Le ruega que se convierta en su sierva más infame capaz de darle todo el placer que él desea pero a cambio de nada. Y Alejandra no cedió. Alejandra reacciona. Grita, llora, arroja objetos a cualquier parte de la habitación, erupciona, su vista se nubla y su ser se desborda en una incontrolable mezcla de gestos, insultos y desenfreno. Él ríe. Se viste, la insulta, se burla, la amedrenta con palabras que hieren el corazón de una joven enamorada, y finalmente se marcha. La risa burlona baja tras él retumbando por las escaleras. Se impregna en las paredes, se transmite como eco.

El grifo del agua fría larga un chorro majestuoso que lo inunda todo. Alejandra cae al piso debajo de la ducha y dando un grito de frío al principio luego echa a reír. Ríe como loca. Ríe como mujer enamorada y abandonada. Desnuda se tira al sofá. Apaga la luz del velador y se duerme. La noche la acurruca, el silencio la mece y la soledad se relame.


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(Imagen: Andréa Cristo (b. 1971, Brazil)-"Atrapados - Presos - Trapped", 2010 )

jueves, 15 de julio de 2010

El deseo de Javier


Un deseo no le era ajeno a Javier. Un deseo carnal, puro, nacido en las entrañas de los hombres, que a medida que se crece se afianza como la raíz de las vides. Javier deseaba mirar tetas, pero no podía, era una mezcla de niño púber y adolescente, y eso, aniquilaba sus deseos más íntimos.
Sin embargo, cierto día, su hermano mayor se apiadó de él ¿Quieres ver tetas? –le dijo- entonces veras tetas, muchas tetas. Fue entonces que su hermano decidió comprarle revistas de mujeres. Revistas plagadas de tetas. Grandes, pequeñas, bochornosas, escandalizantes, eróticas, sensuales. Tetas, sin más.

El ciclo de felicidad de Javier duró un breve espacio de tiempo. Acabó conociendo esas tetas hasta el paroxismo, llegando al punto en muchos casos de memorizarlas, dibujarlas y hasta casi poder expresar la sensación que le producía el tocarlas o besarlas. Había llegado a la conclusión que un cuerpo inerte que no responde, tarde o temprano termina aburriéndote por más exuberante que éste fuera.

Un día Javier conoció las tetas en realidad. Pudo sentirlas, palparlas, besarlas, desearlas, saborearlas, hacerlas suyas. Muchos cuerpos desnudos fueron pasando entre sus sábanas, por su piel. Sin embargo, un cuerpo desnudo, pasado los golpes del ardor inicial, se reduce, inevitablemente, a un cuerpo igual a todos los cuerpos. Entonces él supo que un cuerpo ha de dar algo más, no solo algo visual que te sofoca y que tras el sofocón solo queda la nada, sino un algo que lo hace único. Debía haber algo más, ¿pero qué?...

En los días actuales para Javier una revista no es suficiente. En su madurez ahora tiene las tetas a un clic en la pantalla de su computadora, o en un DVD en su reproductor, o bien por unos pocos pesos en cualquier bar desde el más lujoso hasta el más umbrío. Sin embargo aún no puede desvelar el misterio. Ese “algo más” aún le es esquivo. Los cuerpos siguen siendo cuerpos, las tetas siguen siendo tetas, y aún, sin saber cómo, admira a esos hombres que dicen que no importa el cuerpo sino lo que no tiene nombre y los habita por dentro.


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lunes, 12 de julio de 2010

Risa en la oscuridad (Vladimir Nabokov)


Risa en la oscuridad (1938) (Laughter in the Dark)
Vladimir Nabokov (22-04-1899//02-07-1977)
Editorial Anagrama
241 Páginas
ISBN: 978-84-339-6675-9


“Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado, y su vida acabó en un desastre”



Este es el primer libro de Nabokov que leo en mi vida, y de su lectura rescato dos cosas: Nabokov fue un excelente escritor, que aunque perteneció al siglo pasado en éste siglo sigue muy vigente y con el mismo vigor. Y finalmente la sorpresa de toparme con la narrativa atrapante que no te suelta y te mantiene párrafo tras párrafo atado a la historia. Cautivante.

Éste escritor dibuja cada escena que quiere contar como si pintase un cuadro. Ubica los objetos, los perfila, los colorea, y finalmente les da la luminosidad y oscuridad necesarias para que los personajes que intervienen en ella dejen lo mejor de sí. La imágen gráfica de la escena mientras se lee es casi instantánea. Un verdadero amante del lenguaje escrito que con pocas palabras describe escenarios.

Albinus es el personaje principal. Crítico de arte, adinerado, con una familia conformada y feliz, conoce un día a una jovencita, Margot, de la cual se enamora. Ella quiere ser actriz, sueña con serlo, más allá de no contar con ninguna capacidad para ello. Margot es pobre. Tras sus primeros fracasos amorosos y un engaño a su corazón se vuelve fría y lo demuestra desde el momento que conoce a Albinus.

Albinus nunca había amado a una mujer. Ella sí, a un hombre de nombre Rex el cual es un trepador y ambicioso ser humano que hará cualquier cosa por una buena vida. Para ello utiliza a Margot, la cual a su vez usa sus poderes femeninos sobre Albinus, y así se conforma una trama atrapante de mentiras, engaños, desuniones, uniones ficticias, desamores y amores imposibles.

La mentira y el amor ciego es eje central de la novela. En un punto todos los personajes mienten, se mienten. La historia pasa por varias escenas de las cuales se pueden dibujar un romance mentiroso, la tragedia de una destrucción familiar, los amores prohibidos, la ceguera de Albinus y su manera de aferrarse a un amor impuro.

La historia tiene un desenlace bien trabajado. Es una novela con mucho de actualidad, que no deja cabos sueltos pero sí un montón de items para pensar sobre el amor, el engaño y las relaciones humanas que estos dos tejen.

Mientras la leía no podía dejar de sentir sensaciones con respecto al personaje principal. Albinus es un personaje magistralmente creado.

Una novela de muy recomendada lectura.

miércoles, 7 de julio de 2010

El niño raro (parte 4)


Breve prólogo de la entrada

El niño raro es una entrada muy especial. A lo largo de los años que escribo en un blog ha ocupado un lugar importante entremedio de mis escritos. Habla del niño interior que todos llevamos dentro. De la voz susurrante que nos suele hablar al oído y no sabemos desde dónde lo hace, del pensamiento escondido que nos machaca una y otra vez algo sin saber porque lo hace con tanta insistencia, de las decisiones espontáneas, de los dolores cerrados.
Todos tenemos un niño raro dentro de nuestro cuerpo que habita, tranquilo y paseante, nuestra alma.
Ésta entrega es la número cuatro, casi después de dos años…


Hoy desperté de la siesta y tras abrir los ojos un viejo recuerdo me vino en mente. Recordé una mañana soleada de cuando era niño. Era invierno, como ahora. El sol se veía tibio, pálido, lento para aparecer y calentar al mundo y la vida. El recuerdo se sitúa en la escena y no en algo particular. En la percepción de todos los sentidos al unísono. Un sol que es captado por todo mí ser, que hace olvidar por completo la existencia y me ubica en un lugar exquisito, entre algodones.

Quedé con esa visión en mi mente, envuelto en las frazadas, recordando la tibieza de aquel sol. E imaginé que el niño raro se regodeaba en ese recuerdo, que a través de mis ojos miraba la escena, que se apoyaba en mi interior y me decía, “¿te acordás?”
A mis treinta y ocho años tantas cosas he transitado con mi amigo invisible que es casi imposible de enumerarlas. Algunas parecen borradas ya por el paso del tiempo, esfumadas por completo de la memoria, sin embargo un día aparecen y ahí estamos, como en el Cinema Paradiso, el niño raro y yo, contemplando los viejos recuerdos sentados en las primeras butacas.

Mientras terminaba de leer hace unos días “Del amor y otros demonios”, de García Márquez, una frase impregnó mis retinas. Mejor dicho, el niño me dijo que la subrayara en el libro. Fue en uno de sus llamados silenciosos, de esos tirones de oreja a modo de aviso. “No dejes que me olvide de ti”, decía la frase. Y me resultó bonita. ¿Me habré olvidado alguna vez de mí? –me pregunté- supongo que sí –me respondí. A veces, en mis días actuales, también lo pienso. Sucede que solemos perdemos por esos lagos bañados por una espesa bruma en donde el bote que nos conduce se encuentra a la deriva y no hay sur, ni norte, ni estrellas. Pero siempre hay un punto, una lucecita única, la llama de la vida, que está encendida en el último rescoldo de nuestro interior. Tal vez sea ese niño caprichoso que habita en nosotros quien se encargue de mantenerla encendida, de velar por ella en momentos que nosotros mismos nos olvidamos por completo de todo y nos enfocamos en las cosas superfluas de la vida. Y él, acercando sus manitos, logra sentir la tibieza de la llama y se regocija, tal como la tibieza de aquel sol que entraba por la ventana en la mañana de invierno de mi recuerdo.

No dejaré que te olvides de mí, niño raro. Es un encargo para vos también. Todo es reciprocidad en esta vida.

(Imagen: “Gilliatt” - Illustration in Victor Hugo’s Les Travailleurs de la Mer. - Victor Gabriel Gilbert, 1847-1935)