Hace unos días he tenido la necesidad de desmantelarme. Sí, de desmantelarme, tal como la palabra lo indica. Supongo que el día que lo hice no tenía nada en particular, era común, como cualquier otro en una vida normal, cotidiana y por qué no, aburrida. Sin embargo, fue un día especial, pues no todos los días uno tiene ganas, o necesidad, de desmantelarse por completo.
Al llegar al departamento tomé una silla y me senté. Un fino haz luminoso entraba por la ventana. Era tibio, suave, se notaba que transportaba vida. Se ancló en mi mejilla derecha. A simple vista se asemejaba a un lunar amarillo, y también se sentía como tal (¿cómo se sienten los lunares?). Lo acaricié. Mi piel bajo el lunar ahora se sentía tibia. Justo en frente estaba el espejo de la cómoda. Me veía reflejado en él como si de una sombra se tratase. Un torrente de luz fue agrandando el lunar en mi rostro y poco a poco una tibieza global se fue apoderando de mí y en el espejo una imagen más clara se fue dibujando.
Entonces sentí la imperiosa necesidad de llegar al fondo de mí. A ese interior que murmura y charla en los momentos más difíciles, en los momentos de soledad, o que ríe cuando suelo reírme de cosas graciosas o alegrarme por cosas bonitas. Primero me quité la ropa, luego la piel, le siguieron las piernas, el brazo izquierdo, la cabeza, y finalmente el brazo derecho. El corazón cayó al piso, latiendo, salpicando sangre, sin dolor.
Ahora el torrente de luz daba de lleno sobre el corazón, lo hacía brillar, la sangre que de él emanaba se secaba. Me sentí libre. Nada de aquello pesado de lo cotidiano ahora me ataba. Mi cuerpo ya no era carnal sino de luz. Pensaba, porque aún podía pensar, que flotaba sobre el torrente de luz e increíblemente podía, si lo deseaba, emprender cualquier viaje, a cualquier lugar del mundo, o de las estrellas, o de los sueños.
Era un hombre desmantelado. Carecía de existencia física. Ahora solo flotaba sin un punto fijo. Sin embargo aún podía sentir. No podía escapar a cierta parte de mí que aún se sentía mortal y se mantenía conectado a ese cordón umbilical invisible que une a lo terreno. El corazón ya no latía, mi cuerpo ya no existía, pero la vida me indicaba que no podía evadir la comunión con mi ser terrenal. Entonces abrí los ojos y me observé en el espejo. Llevé la mano al pecho y sentí como el corazón latía. Estaba ahí nuevamente cumpliendo su función vital, indicando que estaba vivo. El torrente de luz ahora se posaba sobre él y yo brillaba frente al espejo.
(Imagen: Roberto Zamo (b. 1964, Chile)-"autoretrato", 2009 oleo 30x30 cm)
Yo me desmantelo a menudo.... y que bien me sienta.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo!!!
El problema con el desmantelamiento, es que algunos andamos desmantelados de manera crónica y terminamos sintiéndonos distintos y bien solos.
ResponderEliminarEso, claro, en un sentido alegórico. Este personaje tuyo parece haberlo tomado muy al pie de la letra, jaja
saludos
Creo que todos,alguna vez, sentimos ese deseo de desmantelarnos y ver quién es el que nos habla desde adentro...
ResponderEliminarMuy bueno, me gustó mucho...!!!
Un beso
Siempre es bueno conocerse uno mismo por dentro.
ResponderEliminarbesito.
@SILVIA:
ResponderEliminarSuena a un buen ejercicio :)
@NoeliaA:
ResponderEliminarEso sí que es un extremo. Y me parece, por lo que he observado en la calle y en la vida, que sí, que son muchos los que padecen un desmantelamiento crónico.
Saludos.
@REINA:
ResponderEliminarEs imperioso. Hay que hacerlo. Es una conectividad muy personal.
Beso.
@.:
ResponderEliminarAsí es, de ese no te quepa la menor duda.
Beso.
Me gustó, sobretodo x la buena secuencia, me conecta con momentos donde tmb me desmantelo y quedo al raz, sumergida entre sinsabores y desacuerdos... la vida es dura.. eso la hace interesante...
ResponderEliminarGracias x tus letras :)