miércoles, 30 de septiembre de 2009

mundos espiralados (17)













Capítulo 17


Mientras el colectivo avanzaba por la ruta a una velocidad constante me hundí en el asiento sin dejar de observarla. Ahí estaba, con la misma sonrisa de aquella noche y causándome los mismos signos en todo mi cuerpo, tomando mis sensaciones como si fuesen un amasijo y moldeándolas a su gusto, un gusto que de por sí me atraía y mucho. Daniela, como por arte de magia yacía sentada a mi lado tomándome la mano. Tenía los ojos llenos de luz, eso pensé mientras la observaba. El colectivo iba ocupado en su totalidad, un murmullo sin intermitencias recorría todo el pasillo, algunas personas se reían, otras charlaban entre sí y unos pocos dormían dejando escuchar profundos ronquidos.

- ¿Te sorprende verme, Alan? –me preguntó Daniela.
- Para serte sincero sí –le respondí con expresiva sinceridad- pensé que no volvería a verte. En realidad después de aquella noche no supe más de vos y pensé que habías decidido salir de mi vida tal como entraste. No me preguntes porqué sentí esa sensación pero fue lo que germinó lentamente desde aquella noche hasta éste momento.
- Lo siento, no fue mi intención desaparecer así. Tampoco era mi intención aparecerme de esta manera, además jamás me imaginé encontrarme con vos en una ocasión como esta, pero ¿sabes una cosa?, en mi vida siempre he hecho cosas así, sin hacerlo adrede, claro, pero como por causa del destino y obra mía suelo salir y entrar en las vidas de las personas de una manera poco convencional.
- Intento entenderlo –dije sin quitar mi mirada de sus labios- pero no creas que todo me cierra a la perfección. No soy fácil para creerme todo con este tipo de cosas.
- Supongo que yo soy igual, tampoco le creería mucho a alguien que un buen día se desaparece de mi vida sin dar explicaciones, pero sinceramente no fue a propósito. Además fue un hecho fortuito todo lo que pasó aquel día, ¿no lo crees?
- Me gustaría pensar que no, o mejor dicho, quisiera quedarme con que fue algo que pasó por lo que sentimos y se despertó justo aquella noche, ¿no crees?.
- ¡Oh!, ¡sí, claro!, no me refiero al momento que hicimos el amor, no, me refiero a nuestro encuentro. Toda esa vorágine de encontrarnos, charlar, quedarme en tú casa, hacer el amor, despertar a tú lado, vos sabés, todo eso que pasó en pocas horas pero que se sintió como ir en un vagón de una montaña rusa.
- Sí, sé a que te referís. Decime, ¿Crees que lo que pasó aquella noche fue algo significativo?, ¿has pensado en alguno de estos días sobre aquella noche?
- Sí, lo hice –respondió secamente mientras se colocaba sus gafas de sol y miraba hacia el parabrisas del colectivo.
- ¿Y ese pensamiento te llevó a alguna conclusión o simplemente fue un acto reflejo de tú memoria de recordar el momento que pasamos juntos?
- Muchas preguntas, Alan. No tengo respuesta para todo.
- …
- ¿Te gustan las libélulas?
- Depende. Me dan curiosidad. Cuando las veo detenidas sobre el agua de un río o un estanque y sus alas se mueven tan rápidamente me causan admiración. Me parecen un tipo de insecto muy particular, un tanto extraños. En verdad nunca reparé en las libélulas, creo que es la primera vez en mi vida que lo hago.
- Pues a mí me gustan. Se podría decir que amo las libélulas, y lo sé desde niña. Mi madre me solía llevar a orillas del río y pasábamos horas contemplando la correntada y cómo las libélulas se movilizaban histéricamente sobre el caudal. Mi madre las dibujaba. Solía llevar su bloc de papeles y sus lápices de dibujo y las retrataba. Sus dibujos eran muy buenos, siempre admiré eso de ella…

Tras decir aquellas palabras adiviné melancolía y tristeza en los ojos de Daniela; detrás de sus gafas oscuras parecía esconderse una frágil niña abatida. Supongo que su tono de voz evidenciaba eso mismo.

- ¡Mira! –exclamó mostrándome sus manos.

Sus dedos tenían varios anillos y todos tenían una libélula. Algunos tenían la forma de una libélula, otros el contorno del insecto sobre un cuadrado o circulo. Me llamó la atención aquello, pues nunca había conocido a ninguna chica que tuviese tantos anillos en sus manos y más aún que todos tuvieran tan directamente ligados a las libélulas.

- Que curiosas que se ven tus manos con tantos anillos de libélulas.
- ¿Te parece?, a mí me gustan. Es mi manera de expresar una de las cosas que más me gustan en esta vida, las libélulas.
- Sí, no te lo critico, no te confundas, solo es que me parece raro pero no por eso quiero decir que sea algo neurótico o agarrado de los pelos, ¿me entiendes?
- Sí, algo, trato de entenderte –dijo sonriéndose, casi imitándome tal como yo antes había respondido con las mismas palabras a ella. Fue entonces que nos echamos a reír y el tema de las libélulas quedó cerrado, al menos por un rato.

El colectivo seguía su lento transitar por la ruta. Ahora casi todo el mundo dormía, tan solo Daniela y yo íbamos despiertos charlando en voz baja, pareciéndonos al aleteo constante de un moscardón en pleno verano, o tal vez al de una libélula.

- Pero estoy bien –dije de repente- al principio pensé muchas cosas distintas sobre tú desaparición de mi vida, creo que todo se potenció porque aquella noche tras hacer el amor algunas cosas importantes pasaron por mi interior, pero después cuando sobrevinieron los días de silencio tras tú desaparición comprendí que debía dejar de pensar por demás. Suelo hacerlo, a veces me enrosco más de la cuenta. Fue así que acomodé mis pensamientos y te ubiqué en el lugar de los bonitos recuerdos dentro de mi memoria, ¿entiendes?
- Me halaga que me digas eso. De veras que me halaga.
Se hizo un silencio y ambos nos caímos en él. Quise agarrarme del borde para no seguirme cayendo aún más pero no pude, el ruido constante del motor del colectivo y el movimiento adormecedor nos jalaba a ambos al mundo de los sueños. Daniela se durmió primero. Cruzó sus manos y las posó sobre mi mano derecha. Su boca parecía la cima de una montaña desconocida, nunca escalada, su perfume era exquisito, y su pelo me hacía recordar momentos de la noche que hicimos el amor. Dejé que la tibieza de sus manos contagiara a la mía. Me puse de costado sobre el asiento y acerqué mi cara lo más que pude a la de ella. Su respiración desprendía un olor único, tan único que lo reconocería entre millones de olores. De alguna manera aquella chica tenía cosas que despertaban otras cosas dentro de mí. Cosas a las que no podía darles nombre porque al principio parecían unas y luego terminaban siendo otras. Esa ambigüedad me perturbaba, el no poder definir lo que Daniela me hacía sentir con su proximidad me hacía sentir caminando sobre una cuerda de acero entre dos rascacielos en pleno New York. Supongo que al rato me dormí, a las horas desperté en una terminal de colectivos a medio camino.

Al llegar a la capital llovía. El colectivo frenó suavemente acomodándose en la parada. De a poco los pasajeros comenzaron a descender. Algunos aún dormitaban. Daniela se despertó bruscamente, asustada, como a veces suele sucederme a mí.

- ¿Llegamos, Alan?
- Sí, ya llegamos. Llueve, así que ponete el abrigo.
- Ufff, y para colmo yo vivo al otro lado de la ciudad. No conseguiré taxi.
- Bueno, si no conseguimos taxi podés quedarte en mi departamento, está a unas seis cuadras de aquí.
- No quiero molestarte, además creo que no estaría bien.
- ¿Por?, no me parece nada mal. Miralo desde el lado de la amistad. Más allá que hayamos estado juntos de una manera más profunda que amigos no quiere decir que no podamos tratarnos como tales, ¿no te parece?
- No lo sé, se sentiría raro, ¿no? –me respondió mientras jugaba con los anillos de sus manos.

Imaginé que una libélula voló.

- Probemos, no tenemos nada que perder –dije con una sonrisa.

No sé porqué le terminé diciendo aquello pues sinceramente no era lo que pensaba ni pasaba por mi interior. A veces los seres humanos decimos cosas sin pensar y luego nos arrepentimos terriblemente de ello; esas cosas tienen tanto poder que embisten nuestra vida sacándonos de línea para traernos problemas o trastornos. No había querido hablar de aquel modo pero eso me había salido. Bajamos los bolsos del colectivo y caminamos hasta la parada de taxis. Estaba atestada de personas y no había ningún taxi. Hice señas a Daniela para que camináramos por debajo de los aleros de las veredas y si veíamos un taxi lo parásemos. Durante cinco cuadras ningún taxi libre nos cruzó. Todos iban cargados de gente. Nos acurrucamos en una esquina debajo de un alero. Un chaparrón fuerte de agua y viento se desató en un santiamén. Daniela tiritaba de frío, yo también tenía frío. Nos abrazamos mutuamente y así nos entibiamos un poco.

- Supongo que deberé aceptar tú oferta –terminó diciéndome.
- Ok, ya estamos cerca, tan solo dos cuadras y estaremos en mi departamento.

Corrimos las dos cuadras debajo de la lluvia torrencial. Al llegar al edificio nos apretujamos contra la puerta de entrada y tras entrar nos largamos a reír de tal manera que parecía que nos hubiesen contado el mejor chiste de nuestras vidas. Ese fue un momento feliz de mi vida. No es fácil reconocer los momentos felices en la vida de uno. A veces se aparecen como viejas polaroids en nuestra mente por obra de la memoria. Aún hoy conservo aquella imagen, la risa, la lluvia, hasta puedo sentir la humedad de la ropa. Todo, absolutamente todo conformó un bonito recuerdo.

Subimos al departamento y tras entrar nos secamos y nos cambiamos de ropa. Daniela se puso una camisa y un jeans que encontró en mi placar. Al darse vuelta para ponerse la camisa descubrí un tatuaje en su nuca, un tatuaje que no había visto la noche que tuvimos sexo. Era un tatuaje llamativo y extraño, el dibujo era el de una libélula volando en una especie de circulo, o más precisamente en una especie de sinusoide. Lo contemplé todo el instante que ella tardó en colocarse la camisa. No dije nada sobre el tatuaje, cuando ella volteó hacia mí atiné a mirar por la ventana. Al rato nos acostamos. Ambos en la misma cama, separados por una especie de abismo que estaba representado por unos veinte centímetros de colchón. Tras quedarse dormida boca abajo volví a ver su tatuaje. Me volvió a llamar la atención. La libélula parecía cobrar vida, tal vez tenía las suficientes ganas de volar y de no estar atrapada en el cuello de Daniela. Eso mismo pensé cuando me acerqué al tatuaje. Mi nueva amiga dormía profundamente, el viaje nos había cansado a ambos pero yo aún estaba bastante entero. Con mi dedo corazón recorrí muy lentamente el recorrido de vuelo de la libélula. Un conjunto de ondas gruesas y finas lo demarcaban. Se sentía suave y cálida su piel. La libélula una vez más parecía tener vida. Me pregunté en aquel instante porqué un tatuaje de una libélula volando en forma de sinusoide. Apenas atiné a pensar respuestas al azar dejé mi mente en blanco y me concentré en observar su cuello y la suavidad del mismo. Afuera la lluvia seguía cayendo torrencialmente. Los débiles rayos de sol ya no tenían fuerza para luchar contra las densas y oscuras nubes que les impedían el paso, y pronto la habitación comenzó a oscurecerse. La noche de a poco se iba instalando sobre la ciudad. Arropé a Daniela y me recosté a su lado. Crucé mi mano izquierda sobre su cintura, coloqué mi nariz sobre la libélula y me quedé profundamente dormido.

A la mañana siguiente al despertar una libélula chocaba contra el vidrio de la ventana queriendo ingresar a la habitación. Recordé la mariposa en la universidad. Déjà Vu.

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jueves, 24 de septiembre de 2009

mundos espiralados (16)


Capítulo 16


El día amaneció perfecto, un día al que no podía reprochársele absolutamente nada, por donde se le mirase contribuía a halagar a los sentidos. Los pájaros trinaban entre los quebrachales, el sol despuntaba desde su nacimiento con colorido y calor, el cielo imitaba el fondo de un mar caribeño y el aire olía a hierbas frescas. Coronando toda aquella exquisitez yo mismo me había levantado de perfecto humor. Abrí las ventanas de la casa, ordené la habitación, luego acomodé los trastos de la cocina, y organicé mi ropa y todo lo que más pude dentro de la mochila. Tras chequear en el teléfono celular los días que restaban para el comienzo de las clases en la universidad tomé la decisión de la fecha en la cual me volvería a la capital. Faltaban cinco días, era poco tiempo. Los días transcurridos en el valle tuvieron éxito, de a poco fueron limando asperezas en mis modos de pensar y cicatrizando heridas. El haber conocido a la chica de la voz y a Isabel fue algo imprevisto pero increíble. Ya no quedaban vestigios de soledad ni de dolor. Entonces fue que me pregunté hasta qué punto el amor se nos adentra y cuán profunda es la raíz que lo mantiene anclado a un corazón. No hacía mucho tiempo pensaba que sería imposible olvidarme de mi ex novia. El día que ella me comunicó nuestra separación, su desamor, fue seguramente uno de las sensaciones que jamás olvidaré en mi vida, pero en ese momento supe que lo recordaría de una manera diferente, tal vez como una anécdota, tal vez como un momento duro de mi vida, pero no como algo que me produzca dolor. Así como los brujos africanos invocan a sus dioses y éstos parecen responderles ,algo sanó mis lastimaduras dejando cicatrices indoloras. Me preparé un termo lleno de agua caliente, alisté el mate y salí a caminar por los alrededores de la casa para desayunar y gozar de la mañana. Daniela no había vuelto a aparecer. Después de la noche en que tuvimos sexo no había dado señales de vida, ni siquiera yo sabía donde ella vivía ni nada de su vida. Simplemente había desaparecido como un buen día apareció, sin avisar. Supongo que de ambas mujeres que conocí en aquella época ella era la que representaba la incógnita mayor, y eso me atraía. Irremediablemente me atraía.

Mientras tomaba mate a orillas del río saqué conclusiones y cuentas mentales. Ordené mis ideas y me estimulé a pensar en cómo me sentía en aquel momento. Un par de pájaros se posaron cerca de mí a comer semillas del suelo. Se me acercaron sin miedo, tal como si me conociesen desde siempre. No tenían miedo, eso me llamaba la atención. Estaban ahí, tal vez sintiéndome uno más de ellos o un objeto inerte que no podía dañarlos. No tenían preocupaciones, seguían buscando semillas entre la hierba y caminando desinteresadamente de aquí para allá. Sin problemas, tranquilos, tan solo preocupándose por lo que necesitaban ,simplemente alimentarse. A lo largo de aquellos días yo había sido como uno de aquellos pájaros. De pronto, tras salir del mundo de la capital en donde todos los problemas me agobiaban había logrado penetrar en un universo nuevo en donde yo mismo parecía ser otro. En ese nuevo universo podía sentirme más cerca de mi propio yo interior, hasta tal vez si me esforzaba podría palparme esa parte de mí que muchas veces sentía pero no lograba saber cómo realmente era. En aquel sitio, completamente alejado de todos las cosas que me teñían de gris, había logrado encontrar facetas perdidas de mi propio ser. En aquel universo me movilizaba como los pájaros buscando mis propias semillas, organizando mi propio nido, recorriendo y aprendiendo sobre los lugares y conociendo a nuevos de mi misma especie. Tras unos minutos los pájaros se echaron a volar. Lo hicieron muy alto, tan alto que al levantar mi mirada choque con el brillo enceguecedor del sol. Fue ahí que los perdí de vista.

Regresé a la casa, organicé la vajilla, tendí la cama, barrí todas las habitaciones, organicé la mochila y mi ropa y decidí que ya era hora de retornar. Ya no debía esperar más, debía volver a la capital a preparar el inicio de clases en la universidad. Pensé que echaría mucho de menos aquel sitio. También imaginé a mi abuelo el día que construyó la casa. Pensaba si tal vez él se hubiera imaginado que aquella casa enclavada en el valle entre medio de las sierras de Córdoba servirían para ayudar espiritual y psicológicamente a su nieto mayor. Tal vez nunca lo pensó, o solamente imaginó que algún día aquella casa cobijaría a alguno de sus seres queridos de las tempestades de la vida. Guardé el libro del Conde de Montecristo en un bolsillo de la mochila, me coloqué mis gafas de sol y tras cerrar los postigos de las ventanas di dos vueltas de llave a la cerradura de la puerta y coloqué un candado. Caminé un par de metros con la mochila en mi espalda y antes de tomar el sendero que me llevaba al camino del pueblo volteé a ver la casa. Se veía radiante y serena bajo el sol del mediodía. Los quebrachales detrás de ella meciéndose adormilados, el viento soplando con una brisa leve y el olor a vegetación agradecida a la naturaleza. Inhalé profundamente como intentando robarme parte de aquellos olores para atesorarlos dentro mío. Entonces dándome media vuelta emprendí camino al pueblo por el sendero que me llevaba al camino. Debía de llegar a la terminal y comprar un pasaje de colectivo con destino a la capital.


Llegué a la terminal alrededor de la una de la tarde. Había caminado de prisa pero en algunos trayectos aminoraba la marcha porque sentía el peso de la mochila sobre la espalda y el sol abrazaba como lenguas calientes sobre la piel.

- ¿Qué deseas? –me preguntó el empleado de la boletería.
- Un pasaje a Córdoba capital –contesté.
- Uno más que se va… -murmuró el empleado en voz baja.
- ¿Cómo?
- Digo que uno más que se va. Es que, ¿sabes?, ya queda poca gente joven en este pueblo, ahora todo el mundo emigra hacia las grandes urbes y muy pocos se animan a continuar viviendo en los lugares donde han nacido. Muchos aluden a que es porque aquí no hay trabajo o porque no hay discotecas bailables o lugares para matar el ocio, pero yo creo que es todo por esas grotescas campañas publicitarias en donde incitan a la juventud a vivir de un modo holgazán y desinteresado. Creo que la gran culpa es de los medios de comunicación –comentó el empleado de la boletería con cara de fastidio.

Noté que aquel hombre estaba realmente enfadado al venderme el pasaje. Por un instante me puse en su lugar y me imaginé siendo un lugareño y viendo cómo todas las personas jóvenes huían de aquel pueblo a la gran ciudad, dejando así casi sin generación joven al lugar. No me gustó aquella visión, pero tampoco coincidía con el empleado sobre que los medios tenían la culpa de todo. Guardé el pasaje y con un gesto de salutación me despedí de él. Se quedó murmurando por lo bajo, seguramente enfrascado en sus maneras de pensar. Tras observar con detenimiento las paradas y los bancos disponibles escogí uno al lado de la boletería y me senté. La hora en mí celular decía que en menos de quince minutos el colectivo partiría, aunque aún no había llegado a su parada. Saqué el libro de la mochila y en quince minutos terminé de leer las últimas diez hojas que me faltaban. Tras cerrarlo perdí mi mirada en la nada y pensé en la venganza del Conde de Montecristo, en las personalidades de cada uno de sus personajes y en cómo la vida nos lleva a vivir cosas inimaginadas según antojo del destino. Palpé la cubierta del libro y sentí esa sensación que le queda a uno tras haber leído una buena obra, con palabras justas ubicadas en el lugar justo. En quince minutos había podido terminar de leer lo que en días no había logrado. Era una clara señal de mi paz y tranquilidad, por eso sonreí, lo hice como los pájaros que comían las semillas, desinteresadamente y libremente.

El colectivo llegó a la parada con cinco minutos de retraso. Un hombre calvo y obeso bajó del colectivo a toda prisa para perderse en el pasillo que conducía a los baños. El chofer era un hombre enjuto y con cara de pocos amigos. Subí y le entregué el pasaje. Cortó a éste por el troquel y me devolvió la porción de papel que me quedaba para mí. Guardé la mochila en la baulera previamente sacando mi iPod. Así me eché en el asiento que me correspondía con los auriculares en mis oídos y tras seleccionar un tema de Supertramp y quitarme las gafas cerré los ojos con intenciones de dormir. Al poco rato el colectivo comenzó a moverse. Seguía sin abrir los ojos, el sueño de a poco me iba llamando, estaba realmente extenuado. No quería llevarme pensamientos de aquel sitio, ya tendría tiempo para sacarlos de la caja en donde los guardaba dentro de mi mente allá en la capital. Tras unos minutos de viaje alguien tocó mi mano. Me sobresalté. Quité los auriculares de mis oídos y volteé para ver quien era. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra del colectivo caí en la cuenta que tal vez estaba soñando.

- ¿Pensabas que te ibas a librar fácilmente de mí? –dijo la voz.


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lunes, 21 de septiembre de 2009

mundos espiralados (15)

Capítulo 15


Después de un par de horas de estar disfrutando en aquel sitio decidimos regresar. Ninguno de los dos volvió a besar al otro ni mucho menos a mencionar el beso que nos dimos; sin embargo ambos sabíamos que existía esa conectividad de la que Isabel había hablado. Caminamos cerca de un kilómetro charlando. Yo manejaba la bicicleta y ella caminaba a mi lado cargando la mochila. El sol lentamente comenzaba a buscar su escondite y el viento había cesado. La tardecita se volvía más y más bella en el valle y de fondo las sierras de Córdoba ponían el toque perfecto para maravillarse del mundo en que vivimos.

- La vida es extraña -me dijo Isabel mirándome- es extraña porque nunca sabes que sucederá mañana o dentro de un par de años. El tiempo la hace extraña. Cuando era más chica hubiera hecho mejor muchas cosas de haber sabido por anticipado adonde estaría un tiempo después en el futuro.

- Pero eso no tiene sentido -interrumpí- si todos supiéramos que pasaría en un par de años seguramente perderíamos el sabor a la vida.
Seguimos caminando un trecho más y noté que Isabel había quedado pensando en mi respuesta.

- ¿Sabes Alan?, en este pueblo las chicas de mi edad tienen el pensamiento que su vida está previamente diseñada. Sus aspiraciones son trabajar y esperar a que un hombre se case con ellas y así pasar al otro nivel, al de señoras casadas, y ahí sí planifican tener hijos y vivir junto a ese hombre hasta su muerte. Pocas chicas solteras hay aquí, casi te diría que me sobran los dedos de una mano para contarlas. Pero yo no pienso así, al contrario, desde siempre choqué con esa manera de ver la vida. Como todo el mundo busco ser feliz, pero si he de casarme desearía hacerlo en el momento justo, cuando sienta que esté lista, y si ese hombre con el cual pretendo casarme siento que no me hace feliz entonces no me casaría, por más que fuese el último hombre en la faz de la Tierra. Tampoco me importaría viajar hasta otro lugar del mundo para estar junto a él, considero que uno puede llegar a hacer muchas locuras cuando se enamora o ama a alguien.

- Supongo que tienes un pensamiento liberal y moderno. Yo pienso como vos. Si encontrase a una chica de la cual me enamorara seguramente pensaría bastante bien la situación de casarme. La seriedad de contraer ese tipo de vínculo es algo que se enseña desde abajo, desde la educación que nuestros padres nos dan; no obstante podemos fallar, de por hecho hoy por hoy son más los que fallan que los que aciertan, aunque también juegan otros factores en ello, tales como el egoísmo y el libre albedrío. Claro que también deberíamos definir que es “fallar”, ¿vos qué pensás?

- Creo que las vidas pueden parecerse pero jamás serían iguales. Hasta por un segundo pueden parecerse pero terminan siempre siendo distintas. Cada vida es un mundo, como dice el dicho popular, y creo que así es. Y el fallar supongo que es parte del juego al que todos nos arriesgamos cuando comenzamos a amar. En realidad, y este es un pensamiento muy mío, amar es como una enfermedad, te arriesgas a que te deje secuelas.


Mientras Isabel me decía aquello me quedé mirándola perdidamente. Cada palabra suya me generaba pensamientos de momentos vividos con mi ex novia. ¡He fallado!, pensé, pero automáticamente quité esa culpa de mi modo de pensar e intenté llevarlo hacia el extremo que Isabel me estaba mostrando, el de las secuelas, el de los mundos individuales, siempre unidos por espirales.

Nos detuvimos un segundo a tomar un poco de agua. Ya el sol estaba por ocultarse definitivamente así que le dije de subirnos a la bicicleta para llegar más rápido a su casa. Nos echamos a andar por el sendero hasta cerca de la casa de mi abuelo y doblamos en dirección contraria para ir hasta su casa. La pequeña casa estaba bellamente enclavada debajo de un cerro. Era pequeña pero pintoresca. La construcción hacía suponer que hacía mucho tiempo había sido construida. El frente estaba flanqueado por hermosos eucaliptos azules de gran altura, tal vez tan viejos como la casa. Apoyé la bicicleta en uno de esos magníficos árboles y acompañé a Isabel hasta la verja de entrada. Volvió a besarme y volví a sentirme flotar. Isabel me producía una sensación que jamás había sentido. Supongo que es similar a describir la sensación de que alguien te tienda la mano cuando estás caído dentro de un pozo oscuro y húmedo y hace horas no ves la luz. Esa mano se extiende cálida y salvadora, permitiéndote liberarte y sentir que súbitamente la felicidad te invade sin siquiera haberlo pensado. Con su mano derecha peinó mi pelo y mientras lo hacía me sonreía. Yo solo me limité a mirarla y sonreírle también. Finalmente volvió a besarme, y todo en absoluto silencio, solo gesticulaciones y el lenguaje mudo de nuestros cuerpos dialogaban aquel atardecer. Tras despedirme volví caminando por el sendero hasta la casa de mi abuelo. Ya era de noche, las primeras estrellas acusaban el descanso del sol.

En el trayecto de regreso ordené mis ideas. Por un lado sentía esa atracción silenciosa y casi mágica de Daniela y por el otro el éxtasis y la belleza de Isabel. Me parecía todo tan loco, tan agarrado de los pelos. Había llegado a aquel sitio con el afán de curarme de desamor, de intentar sanar las heridas que me había producido la separación de mi novia, y sin querer, sin buscarlo, ahora existían dos nuevas personas en mi vida, dos mujeres que por distintas arterias estaban entrando lentamente en mi corazón a través del torrente sanguíneo. Sentía mucho ruido en mi cabeza. Los pensamientos se apelotonaban y nada era claro. Ni siquiera estaba seguro de mis sentimientos ni mis sensaciones por ninguna de las dos. Es que todo era tan vertiginoso y agradable que no había tenido ni un segundo de tiempo para sentarme a pensar que era lo que realmente estaba pasando. A orilla del camino el rocío nocturno comenzaba a descender. El aire puro de las sierras traía consigo olor a hierbas serranas. En el cielo las estrellas ya comenzaban a titilar de manera tímida y lejana. Me sentía a gusto caminando por aquel lugar. Volví a pensar en las palabras de Isabel y sobre cómo cada vida es un mundo diferente. En mi vida justamente en ese instante estaba contemplando el mundo físico donde yo vivía, ese mundo que hacía años no disfrutaba, desde que era niño. A su vez en el otro mundo, el mío, el interior, la noche se había extinguido y un nuevo amanecer comenzaba a asomarse. Por el momento se sentía tibio, agradable, pero brumoso, confuso. Demasiados problemas para mi veintena, pensé que debía tomarme las cosas con calma. Al llegar a la casa abrí la heladera, tomé una lata de cerveza y me senté a sorberla sentado en posición de Buda en la galería. Se me cruzó por la cabeza terminar de leer el Conde de Montecristo pero tenía demasiado ocupada la mente para leer un final sin ponerle la atención que todo final se merece, así que apoyé mi cabeza contra la pared y me quedé a contemplar la copa de los quebrachales cuando tocaban la luna.


Mientras estaba abstraído en aquella visión recordé que quedaban pocos días de vacaciones y que ya debía retornar a la universidad. Pensé en cómo sería reencontrarme con aquel mundo del cual había escapado ¿Cómo miraría a los ojos a mi ex novia?, ¿me cruzaría a ella y al señor mayor de las Bahamas caminando juntos de la mano y besándose?, ¿volvería a tocar el violín con las mismas ganas que siempre lo hacía?, ¿aún existiría la capital de mi provincia en aquel sitio?, muchos interrogantes se me abalanzaban como águilas al acecho en mi mente. Tomé unas cuantas hojas de papel de mi mochila, un bolígrafo y me senté nuevamente en posición budista para escribir lo que me viniera a la mente. Tras unos minutos de titubeo recordé los imanes de la heladera y con qué facilidad formaban palabras, a veces hasta revolviéndolos sin sentido dejaban palabras armadas y a mí en ese momento no se me ocurría ni una sola para empezar mi escrito. Escarbé un poco más en mi interior, revolví, y obtuve una, espiral. Entonces comencé a escribir un cuento breve, uno que involucrara la palabra espiral, tras escribir un par de horas me sentí a gusto con el resultado final. Lo titulé, Mundos Espiralados. Finalmente guardé las hojas con el cuento en la mochila, me lavé los dientes, y me acosté a dormir.


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sábado, 19 de septiembre de 2009

mundos espiralados (14)


Capítulo 14


Hundí primero mi dedo corazón en el agua cristalina, luego metí el resto de mi mano. Estaba fría, bastante fría, pero se sentía perfecta. Ambos estábamos en cuclillas a orilla del río. Arriba las cascadas se manifestaban omnipotentes arrojando millones de litros de agua al vacío. Agua pura, natural, sin manchas. Era una imagen indescriptible, magnífica. Observábamos todo en silencio. El sonido del agua que caía y chocaba contra el río lo inundaba todo, no nos daba margen para la distracción, acaparaba todos nuestros sentidos. Un mar de burbujas aglomeradas formaban una bruma densa y espesa que humedecía todo a su alrededor. La bicicleta quedó tirada en el suelo, la mochila a su lado, es que nada importaba mas que admirar aquella magnífica escena que yo jamás hubiera imaginado tan cerca de la casa de mi abuelo. Intenté recordar si de niño mi abuelo me había hablado de aquellas cascadas pero nada me hacía sospecharlo, ni tampoco ninguna imagen que mi mente atesorara se condecía . Tal vez él nunca supo que tan cerca de su casa la naturaleza había construido semejante belleza, o tal vez sí, e iba a ese lugar en busca de su propia conexión interior. Siempre he pensado que tengo muchas cosas parecidas a mi abuelo, pero particularmente una sobresale del resto y es la mirada observadora y zagas para las cosas visibles que son invisibles a los ojos de los demás. Admiraba a mi abuelo en ese punto, él siempre hacía que las cosas vulgares y simples a primera vista fueran importantes y poderosas. Desde una nube, un pájaro, o el llanto de un niño, todo tenía un terrible poder natural para el enfoque visual y conceptual en su propia manera de pensar y ver el mundo.

Caminamos sobre unas rocas grandes hasta llegar contra el paredón de roca paralelo a las cascadas. Al llegar nos pusimos en cuclillas y contemplamos el espacio de aire que quedaba entre el paredón y el chorro de agua que caía desde la altura. Atemporal. Esa palabra rebrotó en mi mente, como antaño. Atemporal. Justo en ese espacio físico parecía existir un mundo atemporal en el cual si te insertabas el resto del mundo que conocemos parecía olvidarse y esfumarse. El sonido del agua al caer era casi ensordecedor. Un manto de lluvia en constante suspensión nos mojaba por completo, pero no desistimos, seguimos ahí por un rato largo contemplando atónitos aquella maravilla. Isabel, absorta en la escena, se sentó sobre la roca y puso su mentón sobre las rodillas y así permaneció todo el rato que allí estuvimos sin quitarle la mirada a las cascadas, sumida en un mundo donde yo no podía ingresar. Por mi lado mientras veía caer el agua no dejaba de pensar en ese espacio físico formado detrás de la cascada. Recordé mi escondite favorito cuando era niño. Si mi madre me retaba o mi padre se enfadaba mucho conmigo sabía salir corriendo de la casa y esconderme detrás de un par de árboles en contra del paredón del vecino. Eso quedaba al fondo de la casa, justo en el lugar donde mis padres no me buscarían o si lo hacían sería el último lugar en hacerlo. Supongo que ellos siempre supieron que yo me escondía ahí, pero tal vez interpretaron que ese era mi lugar, el único lugar en el mundo que con murallas altísimas y torres de vigilancia se custodiaba todo mi ser herido y expuesto. Estando allí solía ponerme a cantar siempre una misma canción. La había escuchado por primera vez en la radio y su estribillo se me había hecho carne rápidamente; así la memoricé y cuando me sentía terriblemente solo o vulnerable la cantaba, sin darme cuenta, tan solo la cantaba pensando en el miedo que la situación que estaba viviendo me producía. Mis mundos interiores desde siempre fueron amurallados. Cuando se fisuraban las murallas inmediatamente las socorría volviéndolas a levantar, no permitiendo así que nadie ingresase en mi territorio, en mi mundo. Era un gran señor feudal, sin saberlo me había convertido en ello, yo tan solo era un niño.

- ¿Te gusta? -preguntó Isabel.
- Me ha encantado venir a este sitio, Isabel -le respondí.
- Tengo por costumbre venir seguido hasta aquí. Me gusta dejarme llevar por los sonidos, ver el reflejo de las nubes en el agua cristalina y sentir que al menos por un instante este lugar del planeta es mío, solo mío, y de nadie más.
- ¡Qué bonita sensación! -repuse- yo tenía un lugar así cuando era niño, y casualmente recién lo estaba recordando. Era mi lugar, de nadie más, inclusive ni siquiera de mis padres. Ellos nunca supieron que era mi lugar, creo.
- ¿Sabes Alan?, nunca vine con nadie a aquí. Siempre he venido sola; y tampoco le he contado nunca a nadie sobre este sitio. Pero ésta mañana, tras levantarme, pensé en ti, e inmediatamente las cascadas se dibujaron en mi mente. Supongo que ha sido porque mi subconsciente las fusionó contigo por algo, algo que yo misma desconozco, o bien por algún tipo de conexión que vos y yo tenemos y aún no sé de que tipo es.
- Increíble. Y esa fusión ha funcionado, pues me siento súper bien en este sitio. Gracias, gracias por haberme traído hasta aquí, a tú sitio, a tú lugar en el mundo.

Nos quedamos un rato más en silencio. Miré las palmas de mis manos y contemplé sus líneas. Intenté recordar cuál era la llamada línea de la vida pero no supe encontrarla. Tal vez allí estuviera escrito que yo ese día estaría sentado en aquel sitio junto a Isabel. Cosas del destino, eso me dije. Volvimos hacia donde estaba la bicicleta, improvisamos una especie de mesada de campamento y nos echamos en el suelo a comer un par de sándwich. Sintonicé la radio a transistores, increíblemente había señal en aquel páramo, y enfoqué el dial a una estación de música pop. A Isabel le encantó aquello, sus pies moviéndose al ritmo de la música lo consentía. Me tumbé boca arriba a mirar el cielo. Una nube, dos, tres, cuatro, decenas, todas marchando de prisa impulsadas por un fuerte viento que tan solo podía imaginar sin tocarlo o sentirlo. Mucha libertad, mucho espacio, allá arriba se veía un mundo sin esquinas, sin subidas, sin pliegos, sin espirales. Se veía libertad, un cielo cargado de libertad. Así deseé en aquel momento mi vida, libre, libertad, como lo empezaba a sentir desde adentro. Me sobresaltó el mentón de Isabel apoyado en mi pecho. Sus bonitos ojos miraban a los míos y sus labios esbozaban una bella sonrisa. Me quedé inmóvil en aquella posición, tan solo dejé que sucediera.

- ¿Qué miras?, ¿qué piensas?, realmente eres un hombre extraño, Alan.

Solo me limité a mirarla y sonreírle. Cualquier explicación que le intentara dar no sabía si sería la correcta y que justo en aquel instante pudiera explicar lo que pasaba por mi mente y por mi interior. Con los dedos de su mano derecha recorrió mi rostro sin perderse detalle. Isabel se acercó un poco más y me besó. Suave, un beso que perduró un buen rato. Cerró sus ojos, yo cerré los míos. Ambos teníamos los labios sellados pero no importó, fue un beso con mucha dulzura y muy sentido. Sentía cómo su corazón latía aceleradamente, el mío también, ambos latían descompasados, pero entendiéndose. Fue en ese momento que sentí que algo que una vez sentí volvía a pasar dentro mío. Abrí los ojos y miré al cielo. Estaba claro y limpio, ahora sin nubes, magnánimo, espléndido y me sentí puro. En la radio sonaba Radiohead, mi piel se erizó y entonces volví a cerrar mis ojos atrapando así, dentro de mis murallas, aquel momento que estaba viviendo. 


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miércoles, 16 de septiembre de 2009

mundos espiralados (13)

Capítulo 13

Después de un rato largo de estar abrazados entramos a la casa para acostarnos. Daniela tomó un par de frazadas de un viejo ropero que se hallaba en la habitación de mi abuelo y se acostó en mi habitación. Yo me acosté en la habitación contigua, en el suelo, sobre otro montón de frazadas viejas. La luz de la luna se colaba por las ventanas de la casa como una intrusa, sin pedir permiso alguno. Siempre me gustó contemplar la luz de la luna invadiendo la oscuridad, me produce una sensación de compañía, como que algo que parece flotar inerte en el universo se apiada de tú soledad y se manifiesta como un ser vivo. Leía el último capítulo del Conde de Montecristo cuando caí en la cuenta que Daniela no apagaba la luz del velador. Me dio curiosidad, pensé que se había quedado dormida con la luz encendida. Me levanté muy despacio y con temor a que me viera me asomé con mucho sigilo por la puerta de la habitación. Seguramente si me viese y estaba en ropa interior se enfadaría, pero mi curiosidad podía más. Sin embargo, allí estaba, sentada sobre la cama, mirando la luna. Tenía sus piernas contra su pecho, sus brazos rodeándolas y su mentón sobre sus rodillas. Un aura de paz parecía rodearla. La contemplé durante unos cuantos minutos. No podía dejar de contemplar aquella escena. La belleza de sus piernas, el perfil de su rostro, la mirada perdida, la tonalidad anaranjada de los rayos de la luna recorriéndole toda su piel visible, todo parecía armonizar a la perfección. Era tal la sensación de plenitud que me producía aquella imagen que dejé que me invadiera por completo y manteniéndome extasiado durante un buen rato.

Volví a la cama sin hacer ruido y permanecí tendido largo tiempo en ella, inmóvil. Tan solo mirando el techo. A mi lado la historia del Conde de Montecristo aún no llegaba a su fin, aún no se consumaba la terrible venganza. Tomé mi celular y miré la hora, eran las 3:40 de la madrugada, demasiado tarde y demasiado temprano a la vez. Decidí volver a la habitación donde estaba Daniela. Tras asomarme por la puerta ella volteó y se quedó mirándome. De sus ojos provenía fuertemente una mirada dulce y sensual a la vez. Mi cuerpo se estremeció. Me apoyé en el marco de la puerta y me disculpé por mi presencia, a lo cual ella con un gesto asintió y con su mano me invitó a pasar. Tras cruzar la puerta me sentí tremendamente atraído por su sensualidad. Caminé un par de pasos hasta la cama y me senté. Lentamente se quitó la ropa interior que llevaba puesta quedando completamente desnuda ante mi vista. Su cuerpo era tan perfecto que no llegó a excitarme, tan solo me limité por un instante a recorrerlo con mi vista y admirar la belleza de sus senos duros y perfectamente redondos, la tonalidad y perfección de sus pezones, la curvatura de sus caderas, y sus muslos, que dejaban entrever que aquella chica ya era una mujer adulta y perfectamente exquisita. Por donde mirase encontraba perfección y belleza. Tomándome la mano derecha la apoyó en su vientre y recorrió sus senos con ellas. Mi mano estaba caliente, ardía, me sentía entragado a aquel contacto magnético. Nos besamos profundamente con una poderosa carga pasional. No podía pensar en nada, solo dejé que mi cuerpo y mi interior tomaran el camino solos, el sendero biológico que el instante me proponía recorrer.
Hicimos el amor casi toda la madrugada. Nuestros cuerpos terminaron sudados y extenuados. Con un último esfuerzo tomé la llave del velador y apagué la luz. Daniela se durmió rápidamente; yo en cambio mientras mis ojos se empezaban a desvanecer escuchaba el mecer de los quebrachales y el silbido del viento sur que había comenzado a soplar. Miré por última vez hacia la ventana y vi de fondo las sierras iluminadas por la luna. Se veían omnipotentes, lejanas, altivas, y me sentí pequeño pero seguro. Estaba ahí, en un punto único del universo acostado al lado de una mujer que hacía tan solo un día había conocido. Había hecho el amor con ella de una manera que jamás había logrado con otra mujer y me sentía profundamente bien. Al rato mis ojos terminaron de cerrarse y me dormí.
Por la mañana tras despertarme Daniela ya no estaba a mi lado. La llamé y tampoco contestó. Me vestí presurosamente y la busqué por la casa, en la galería, por los alrededores, pero no había rastros de ella. Ya no estaba. Entonces pensé si aquello que recordaba haber vivido la noche anterior no sería un sueño, pero enseguida quité esa idea de mi cabeza pues aún permanecía su perfume en las sábanas.

Esa misma mañana mi celular sonó. Al atender me sorprendí, era mi ex novia.

- Hola, tanto tiempo. ¿Aún me recuerdas? -dijo con una voz sumamente débil.
- Hola, sí, claro, ¿cómo no he de recordarte? -respondí.
- No sé, tal vez ya me habías olvidado.
- No, no soy de las personas que olvidan a quienes pasan por su vida. No sé si eso es bueno o es malo, pero así funciono, así elijo vivir mis relaciones.
- Bueno, qué bien, me alegro entonces...
- ¿Qué deseas?, ¿necesitás algo?, ¿a qué debo tú llamado hoy? -pregunté con sinceridad tras no entender el porqué de su llamado después de tanto tiempo.
- No lo sé. Esta mañana tras despertarme pensé en vos entonces comencé como loca a revolver papeles buscando tú número de teléfono y tras encontrarlo decidí llamarte. Supongo que necesitaba escuchar tú voz.

No supe qué decirle. En realidad mientras ella me hablaba sentía muchas cosas dentro de mí. Me imaginé una cicatriz a la cual le sacan los puntos y uno de ellos duele y vuelve a abrirse y por él comienza a emanar sangre, comenzando así nuevamente el proceso. Pero esta vez se sentía distinto. No había dolor. No. Ahora se sentía raro y sin sentimiento. Supuse que el punto abierto en la cicatriz era solo una sensación porque realmente no había sangre, todo ya estaba cerrado.

- Bueno, ahora me escuchas.
- Sí, lo sé. Seguramente te pareceré una tonta por éste llamado, pero nosotras las mujeres a veces hacemos cosas así ¿Puedo hacerte una pregunta?
- Claro, adelante.
- ¿Estás de novio o has conocido a alguna chica? -tras recibir aquella pregunta mi mente se turbó. Mi boca se secó y mi sistema nervioso súbitamente se activó. Una decena de respuestas se abalanzaron en mi mente como flechas con sus puntas encendidas. Pero tomé aire, pensé la más sincera y minimista y le respondí.
- En realidad no quiero hablar de mi vida privada. Supongo que es lo mejor para ambos. Yo no te pregunto, tú no me preguntas. Además, no quiero saber. Si eres feliz yo sonreiré.

Calló por un instante. Del otro lado de la línea parecía haber un profundo abismo y yo estar en su borde, expectante.

- Me parece bien -respondió secamente- ya debo cortar. Otra vez te llamaré con más tiempo. Adios.
- Adios.

Tras cortar me tumbé en la cama y me quedé mirando el techo. El olor al perfume de Daniela emanaba profundamente desde las sábanas, ello me ayudó rápidamente a quitar la imagen de mi ex novia de mi mente.

Me preparé el desayuno y abrí las ventanas de la casa de par en par para que el aire entrara y todo se inundara con olor a naturaleza. Me senté en la galería a beber el café. En ese momento pensé cual habría sido el verdadero motivo del llamado de mi ex, pero enseguida me auto reproché aquello pues ya había tomado la decisión de dejarla ir. Ya era una decisión más que tomada. Debía ser fuerte y no sucumbir ante los embates o trucos que la vida me ponía delante. Fue doloroso ahogar aquel amor, entonces debía recordarlo y con ello darme fuerzas para seguir adelante y bien.


Unas cuantas nubes comenzaban a cubrir el cielo. Decidí caminar y terminar de leer el libro del Conde de Montecristo sentado en algún lugar perdido del valle. Los pajonales se zarandeaban por causa del viento y cada vez más nubes comenzaban a tapar más y más al sol. Caminé un buen rato por el camino que conducía hacia el pueblo y casi estando a mitad de este vi venir una bicicleta como un punto que comienza a agigantarse desde el horizonte. Tras acercarse unos cuantos metros reconocí a Isabel. Sonriente y llena de vida pedaleaba con ganas y fuerza contra el viento.

- ¿Qué haces por acá? -le pregunté admirado- ¡es una verdadera sorpresa encontrarte!
- Lo mismo digo -me respondió- Venía a buscarte, me preguntaba si tenías ganas de ir a las cascadas conmigo.
- ¿Cascadas?
- Sí, hay unas cascadas como a dos kilómetros de la casa de tú abuelo en dirección al norte. Suelo ir ahí cuando está nublado. Me gusta ver reflejadas las nubes sobre el agua cristalina. Es que en ese lugar el agua es cristalina, muy cristalina. ¿Deseas venir?

Acepté. Tenía ganas de compartir un momento con Isabel. Me gustaba su compañía. Mi mundo volvía a convertirse en un verdadero espiral. Tras salir y sellar la relación con mi ex novia ahora estaba sumergido en la vida de una chica cuya voz hasta hacía pocas horas era un misterio y había terminado haciéndome el amor, y otra mujer, bella y sumamente agradable, que con su feminidad me cautivaba. Volvimos por el mismo camino. Dejé en la casa de mi abuelo el libro que llevaba conmigo y tomé la mochila previamente cargándole una botella con agua, un par de sándwich, la radio a transistores y mi cámara digital.

- ¿Quieres que te lleve?, yo manejo la bicicleta y tú vas detrás con la mochila -le pregunté haciéndole el ademán de manejar la bicicleta.

Isabel me miró, durante un segundo pareció pensar la respuesta y automáticamente aceptó. Al rato íbamos ambos en la bicicleta sendero abajo rumbo a las famosas cascadas escondidas entre las sierras. Pedaleé unos tres kilómetros y medio hasta llegar a un claro. Un río de agua cristalina estaba delante nuestro y enfrente el comienzo de los primeros cerros.

- ¿Ves los cerros? -me preguntó Isabel.
- Sí, los veo, ¿qué hay con ellos?
- Detrás del primer cerro están las cascadas. Debemos cruzar el río con la bicicleta al hombro y subir el cerro.

Por un instante la miré un tanto incrédulo pero mi cara desdibujó aquella manera de mirar y crucé el río con la bicicleta al hombro. El cerro era bajo, no medía más de cien metros de altitud. Tras llegar al punto en cuestión me quedé parado con la bicicleta apoyada a mi lado y observé obnubilado la majestuosidad de aquellas cascadas. Percibía la sonrisa de Isabel a mi lado. A veces las cosas más maravillosas en la vida de uno suceden un buen día, después de levantarte y sin pensar que ese día será un gran día.

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sábado, 12 de septiembre de 2009

mundos espiralados (12)



Capítulo 12


- Ya es tarde, ¿deseas quedarte a dormir?, hay lugar, tengo un par de frazadas y almohada. Pero si quieres te acompaño hasta tú casa -dije mientras miraba aún arder los leños.
- No quiero incomodarte, creo que ya demasiado has tenido con mi presencia invisible y todo esto que he provocado en tú vida.
- No has provocado nada malo. Todos tenemos momentos de debilidad, de dolor o momentos en donde la vida parece proponerse hacernos pasar por un infierno. Tú decides, si quieres quedarte te quedas, sino te acompaño.
- Me quedaré -dijo resueltamente.

La vi sonreír por primera vez después del sollozo. Me levanté y fui a la cocina a preparar una cena simple. Tomé un par de huevos de la heladera, un trozo de carne y me dispuse a preparar unos bifes de carne con huevos revueltos. No es que sea un gran cocinero pero comidas así de simples las preparo bastante bien. Tomé dos latas de cerveza de la heladera y le convidé una a ella. No quiso, en cambio me pidió una gaseosa. Había comprado gaseosas en lata en el pueblo así que tenía un par. Destapó con suavidad la lata y bebió un sorbo. La contemplé por un instante. Aquella chica tenía mucha suavidad. La forma de agarrar la lata, el movimiento de sus manos y brazos, sus facciones suaves y un tanto europeas. En los días que llevaba en aquel lugar había conocido a dos personas. Una era una mujer bella, Isabel, y la otra una mujer mágica, la chica de la voz. Volví a preparar la cena y prendí la radio a transistores. Pronto la casa se llenó de buena música de los noventa. Siempre me gustó la música de los noventa, creo que tenía la esencia de todo lo que marca una nueva generación; aunque me supongo que eso mismo pensarán todos los que siendo adolescentes grabaron en su memoria la música del momento. Mientras la carne se doraba en la plancha yo bailaba al compás de la música. Por un instante me dejé llevar por la música y me olvidé en donde estaba hasta que al alzar la vista vi que la chica de la voz me estaba mirando con una amplia sonrisa. Estaba parada delante mío, pero del otro lado de la mesada. Tan solo sonreía.

- ¿Te gusta ésta música? -le pregunté.
- Me encanta. Somos contemporáneos así que tal vez tengamos los mismos gustos musicales. Me gusta la música de los noventa.
- Pues a mí también, y mucho.
- Veo. -dijo sonriéndome y dejando una especie de carcajada escueta al aire.
- ¿Puedo preguntarte cómo te llamas?
- Hmmmmm, digamos que si te digo que no ya lo has hecho, ya me lo has preguntado, así que mi respuesta es que sí, y mi nombre es Daniela.
- ¿Daniela?, bonito nombre. Me gusta.
- ¡Qué coincidencia!, ¡a mí también! -y tras decirme aquello desató una gran carcajada. Por primera vez vi a la chica de la voz, Daniela, feliz.
- ¿Y tú nombre?, creo que ambos teníamos tanto misterio en la forma de conocernos que no tuvimos tiempo de presentarnos.
- Alan, mi nombre es Alan.
- Mucho gusto Alan -dijo mientras extendía la mano para saludarme y darnos un apretón.

Le correspondí el saludo y terminamos riéndonos. Ahora la chica de la voz tenía nombre, un nombre bonito, que me gustaba. Esa noche dejó de ser solitaria para ambos, ahora nos teníamos el uno al otro en el mismo plano del universo, justamente en un mismo punto.

- ¿Sabes Alan?, hay momentos en que me siento terriblemente sola. Comienza de a poco, silenciosamente, es una sensación que va compenetrándose muy lentamente por todo mi cuerpo. Sube desde la punta de mis pies hasta el último de mis pelos. Algo así como si se ramificara por cada uno de mis vasos sanguíneos. La peor parte es cuando toma mi pecho porque ahí siento una verdadera opresión que me produce una terrible angustia. Si estoy acompañada por alguien, y la persona me conoce, sabe que la soledad está comenzando a brotarme. Es curioso porque me sucede aún cuando estoy acompañada por alguien también. Debería de no sucederme en esos casos, pero sucede. Me toma como desprevenida y me sumerge en un océano oscuro, como si estuviera empetrolado, en el cual no puedo nadar ni huir, tan solo debo dejarme a la deriva y que me mesa a su antojo.
- Es raro, pero no creo que sea algo malo. A todas las personas nos suceden cosas que para otros parecerán tonteras o inexplicables. Supongo que cada uno tiene su propia manera de sentir la vida y a su vez la vida tendrá su propio modo de hacerse sentir en cada individuo. -respondí.
- Lo sé, pero últimamente siento que esa soledad está muy metida en mí.
- Tal vez sea por tú separación. Me dijiste que estabas triste y te sentías mal por ello.
- Creo que el sentirme dejada profundizó ese tipo de crisis en mí, sí, supongo que algo de eso tiene que haber potenciado esa sensación.

Corté un bife y probé un pedazo. La carne estaba a punto y ya tenía hambre, mucho hambre.

- ¿Cenamos?, ya está listo.
- Ok -me respondió mientras giraba su mano derecha en su vientre haciendo el gesto de tener mucho hambre.
- Seguimos charlando en la mesa si quieres, me parece interesante lo que estamos hablando.
- Bueno, gracias. Gracias por esta noche y por tomarte tantas molestias.

Asentí con la cabeza. Ella puso la mesa rápidamente y nos sentamos a comer con muchas ganas. Casi no hablamos mientras cenábamos pero las pocas palabras que se soltaron sirvieron para darme cuenta que aquella chica no la estaba pasando bien. Yo pensaba que tan solo mi mundo estaba averiado y en reconstrucción, pero caí en la cuenta que cada mundo tiene sus fisuras y que por ellas se emana dolor también. Tras terminar la cena ella sacó un cigarrillo de una etiqueta que llevaba en su jeans y me convidó. Le negué el convite, pues no tenía ganas de fumar. Lo encendió y subiendo ambas piernas a la silla se quedó contemplándome seriamente detrás del humo del cigarrillo.

En ese momento recordé a mi madre. Cuando era un niño mi madre fumaba, y bastante. Solía quedarse con un cigarrillo encendido entre sus dedos y la mirada perdida en cualquier lado. Nadie la hacía retornar al presente, tan solo ella después de un tiempo justo y medido regresaba, casi cuando la ceniza del cigarrillo llegaba a la unión de sus dedos. A veces, mientras ella quedaba en ese estado casi hipnótico, pensaba en qué mundos mi madre andaría flotando o cuáles serían los pensamientos que la transportaban hasta ellos. En esos momentos yo vivía las primeras experiencias de soledad. Sentía soledad aún estando acompañado por ella. Su ausencia, al tomar ese estado, era similar a desprenderme de su mano y quedarme flotando sin rumbo en el espacio. Al ver a Daniela fumando de ese modo sentí la misma sensación que con mi propia madre, solo que ahora no flotaba en el espacio sino sobre el valle, en las sierras de Córdoba.

-¿Trabajas? -le pregunté.
-Sí, soy traductora de idiomas. En realidad traduzco al inglés. Mi trabajo consiste en traducir textos de abogados o economistas, darles formato, imprimírselos, y finalmente enviárselos por encomienda a sus despachos. Pagan bien, y dicha paga me sirve para vivir bien y darme ciertos gustos.
- ¿Así que traductora de inglés? -dije sorprendido- nunca hubiera acertado que tenías esa profesión, más bien hubiera apostado a secretaria, guía turística o modelo.
- Woowww -exclamó- ¡qué profesiones tan diferentes! -dijo riéndose y colocando su mano izquierda sobre su boca- ¿Y porqué piensas que podía hacer cosas tan distantes entre sí?
- No lo sé, supongo que por distintas facetas de tú personalidad que voy notando. Creo que podrías ser secretaria porque eres intuitiva y atenta, supongo que guía turística porque amas la naturaleza y te gusta el contacto con ella, y modelo porque eres muy bella y tienes un lindo cuerpo.
- Mira tú, nunca me hubiera imaginado nada de eso. Bien dicen que las personas emanamos cosas que muchas veces no logramos ver ni apreciar en su totalidad.
- Y no es un cumplido -aclaré.
- Ya lo sé, no creo que seas un hombre que hace cumplidos a una chica para solo quedar bien con ella.
- No, no soy de ese tipo de hombres.

Dejamos los platos sobre la mesa y nos fuimos a sentar en las escalinatas de la galería. Ya era tarde, probablemente la una de la madrugada. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella casi terminaba su cigarrillo y yo masticaba un caramelo gomita. Había humedad en el aire y eso hacía sentir un poco de frío. Ella frotó con sus manos sus brazos y supe que tenía frío. Me quité mi camisa y la puse sobre sus hombros. Me acerqué a ella, crucé por segunda vez mi brazo derecho sobre su hombro derecho y la arropé en contra de mi cuerpo. Arrojó la colilla del cigarrillo y me abrazó. Toda aquella escena sucedió en silencio, tan solo bajo la mirada lánguida de una luna anaranjada. A veces dos soledades al fusionarse conducen a una nueva historia en la cual la soledad en sí misma carece de contexto, queda de lado, y da paso a la fusión. Una de esas veces fue aquella noche.


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jueves, 10 de septiembre de 2009

mundos espiralados (11)

Capítulo 11


La voz ahora tenía cuerpo femenino. Estaba atrapada dentro de un cuerpo femenino y de mi edad aproximadamente. Una chica que a simple vista era como cualquier otra pero que tras sostener su mano por un instante sentí que tenía algo especial. Las personas emanan cosas, a veces cosas inexplicables que van desde la frialdad que te puede estremecer, hasta la calidez que te agrada a tal punto que se parece a una droga que quieres más y más. La chica de la voz emanaba esa sensación de uno querer más y más de ella. Tras terminar el sollozo y secar sus lágrimas con el dorso de su mano se quedó contemplándome en la penumbra. La luna seguía altiva iluminándonos a ambos. Parecíamos dos seres solitarios y terriblemente conocidos, sin embargo jamás nos habíamos visto.

- Yo soy quien te hablaba, disculpa que nunca antes me presenté. Pensé en hacerlo pero la verdad al no saber quien eras tuve miedo. -me dijo aún suspirando entre sollozos.
- Está bien, no te hagas problema. Ya pasó. Ahora al menos nos hemos visto y sé que la voz que parecía venir de cualquier sitio a hablarme ahora tiene forma humana y pertenece a una linda mujer.
- Gracias -me dijo con una mueca de sonrisa.

Como si un manto invisible la cubriera aquella chica parecía estar recubierta por una profunda tristeza. Sus ojos negros parecían el fondo de un pozo del cual era difícil de salir, no obstante su rostro estaba dotado de bellas facciones que le daban una gran belleza y luminosidad. Su mano estaba helada. Supuse tendría frío.

- ¿Quieres charlar un rato y calentarnos un poco el cuerpo?, la casa de mi abuelo está cerca. Allí podremos entibiarnos un poco -le dije haciéndole a la vez un gesto de marcharnos de aquel sitio.

Asintió con un gesto suave. Entonces nos pusimos en marcha rumbo a la casa. El camino estaba claro, la luna lo iluminaba todo, se veía perfectamente el sendero que conducía a la casa. El viento había cesado pero la sensación térmica era de temperatura baja. La chica tiritaba como un papel al viento, entonces decidí abrazarla. Crucé mi brazo derecho y tomándole su hombro derecho apreté su cuerpo al mío. Como si fuese un cachorro en presencia de su madre se acurrucó en mi pecho sin oponer resistencia. Ya no lloraba, pero tampoco hablaba. Caminando abrazado a ella volví a sentir esa sensación de profunda tristeza, algo similar al aroma que despide un perfecto perfume. Al llegar a la casa abrí la puerta y coloqué unos leños en la estufa hogar. Los leños estaban ahí vaya a saber desde que fecha. Tal vez mi propio abuelo los había depositado en aquel sitio antes de morir. La estufa hogar tenía toda la apariencia de hacer mucho tiempo que no se utilizaba. Un fuego pronto comenzó a arder, no me costó encenderlo, y una claridad con tonalidad anaranjada inundó toda la habitación. Nos sentamos en frente de la estufa en silencio. Ella miraba como las llamas danzaban sobre los leños y yo contemplaba como las llamas se reflejaban en sus pupilas. Muchas cosas pensé en aquel instante pero ninguna pregunta afloró en mis labios. Tan solo me limité a respetar el silencio que ella había impuesto y que tan bien parecía caerle a la ocasión. Llevaba unas medias color avellana que constrastaban con sus sandalias. Su manera de vestir era muy contemporánea y daba la impresión de ser ese tipo de chica hippie que ama la naturaleza y tiene pensamientos abiertos. Estando a su lado durante aquel rato me sentí acompañado y feliz de vivir ese instante. Su mirada se perdía entre los leños como si se adentrara dentro de un oscuro bosque a altas horas de la madrugada. De mi parte no me animaba a romper el silencio, solo me limité a tomarle nuevamente la mano a lo cual no se resistió. Con una leve sonrisa agradeció que mi mano presionara la suya y fue entonces que volteó su cabeza y me miró fijamente.

Si bien Isabel era bella y despertaba sensaciones varoniles en todo mi cuerpo la chica de la voz lograba ciertos efectos que Isabel no. Increíblemente tras quedárseme mirando me olvidé de todo lo que ocurría a mi alrededor. Sus ojos, de un negro profundo, emanaban un diminuto titilar al igual que las estrellas en plena noche helada. Su piel tersa se asemejaba a un bello terciopelo a la luz del sol. De repente se abalanzó sobre mí y me dio un profundo y sentido abrazó, justo en ese instante supe que ella lo necesitaba y que la soledad o la tristeza muchas veces son herejes. Tras estar unos minutos abrazados y en silencio nos separamos. Recorrió mi rostro con su mano derecha y con su dedo índice fue dibujando cada línea de mis facciones que le llamaron la atención. Sentí recorrer cada milímetro de mi rostro con mucha ternura.

- Pareces un buen hombre -me dijo mientras me recorría con su dedo el rostro.

No respondí, tan solo dejé que aquel dedo índice emanara esa corriente conductiva que me permitía estar conectado a ella. Como si fuera algo extraordinario e increíble esa sensación de conexión la percibí desde el primer momento que escuché su voz en el río. Recorrió mis labios, los lóbulos de mis orejas, mis patillas, la ondulación de mi pelo, mi barbilla, el contorno de mis ojos, hasta mi cuello, todo con una suavidad y delicadeza casi hipnótica y perfecta. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan placenteramente bien. La chica desconocida sí que sabía como hacerme sentir bien y especial. Después de un rato que estuvo recorriendome se acercó al fuego y calentó sus manos y sus pies. Afuera la luna seguía destellando rayos anaranjados y el viento había comenzado a soplar nuevamente. El río no se oía, parecía haberse marchado para buscar cauce en otro sitio.

- ¿Quieres comer algo?, ¿tomar algo? -le pregunté.
- No, gracias, así estoy bien. Tan solo quédate un rato más aquí a mi lado. Pronto me iré.
- Puedes quedarte si quieres. La casa es lo suficientemente grande para los dos y además ya está bastante avanzada la noche. No es una buena idea que camines por ahí a esta hora.
- No te preocupes, casi siempre camino sola por ahí. Me gusta hacerlo. Es mi escape, mi cable a tierra. Además, conozco bien esta zona y no tengo miedo.

Volvió a quedarse en silencio mirando los leños.

- ¿En qué piensas? -pregunté esta vez.
- En muchas cosas. Más que pensar, siento.
- ¿Y qué sientes?
- La soledad y el dolor -respondió sin mirarme.
- ¿Y porqué alguien como tú tiene tanta soledad y dolor?, ya sé que nadie es ajeno a ello pero viéndote es como algo inexplicable que tú tengas tanta soledad y dolor. ¿Porqué dices que tienes soledad y dolor?
- ¿Recuerdas que te hablé de mi hermano y cuanto extraño que me tienda su mano?
- Sí -respondí.
- Pues así como extraño su mano y todo lo que esa conexión representó siempre para mí extraño también al chico del cual me enamoré y hace poco me dejó. Te pareceré una idiota, ya lo sé, pero así me siento. Yo sé que el amor de un hermano y el amor de mujer hacia un hombre no se comparan, pero esa sensación de vacío y de pérdida es muy similar, al menos para mí.
- Pues si de algo vale te diré que te entiendo perfectamente porque yo también he pasado por algo similar. Hace un par de meses mi novia me ha dejado, ha conocido a un hombre bastante mayor que yo y tras conocerlo decidió dar por terminada nuestra relación. Esa es la causa de estar yo aquí, en esta casa.

Su mirada era de asombro. Sentí que se había sorprendido por lo que le conté.

- O sea que ya somos dos del mismo bando -me dijo sonriéndose.
- Sí, ambos estamos en la misma margen del río. Y entiendo lo que sientes.
- Gracias.
- Ahora, ¿puedo hacerte una pregunta?
- Claro, dime.
- ¿Qué hacías en el río estos días atrás y ésta noche? -pregunté con mucha curiosidad.
- Nada, suelo hacerlo. O mejor dicho sí, intentaba olvidarme de todo lo que pasó con mi novio y dejarme llevar por la naturaleza y sus sonidos. Estar ahí, en el río, me da esa hermosa sensación de libertad. Tú sabes, algo así como lo que sentiste al meterte al río bajo la lluvia.
- Sí, sé de lo que me hablas -respondí.

Nos quedamos mirando los leños y cómo cada tanto alguna explosión de ellos desperdigaba chispas por casi toda la habitación. Pensé que en aquel punto del universo había sentada justo a mi lado otro ser humano pasando por una situación similar a la mía, experimentando una amargura parecida y tratando de buscar el antídoto justo para salir airoso del veneno del desamor. Me identifiqué plenamente con la chica de la voz. Tal vez la corriente del río en su contínuo murmullo nos había susurrado a modo de llamado para que el destino nos juntase. Las cosas pasan. A veces de manera inexplicables, así fue que ella y yo envueltos en un resplandor anaranjado compartimos un mismo sentimiento aquella noche: la tristeza del desamor.

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lunes, 7 de septiembre de 2009

mundos espiralados (10)

Capítulo 10


A pesar de haberla conocido y ya haber charlado con ella aquella vez en casa de mi abuelo, la sensación de impotencia y la lentitud de pensamientos volvió a apoderarse de mí. Isabel lograba eso en mí, me dejaba completamente anonadado cada vez que la tenía en frente mío.

- ¡Hola, Alan!, ¡qué sorpresa! -me dijo de manera muy sonriente rompiendo así el hielo que yo mismo había generado por doquier.
- Hola, sí, justo pasaba por el pueblo a comprar unas provisiones y te he visto en esta tienda, así que me dije que debía saludarte y aquí me tienes.
- Una grata sorpresa, en serio. Me encanta que estés aquí.
- Para mí también lo es -dije un tanto perplejo y vergonzoso- me refiero a que no pensé nunca encontrarte trabajando en una tienda de ropa, y más en el pueblo.
- Es que justamente eso es lo que no hago. Mira, esta tienda pertenecía a mi madre. Ella falleció hace un par de años y debido a eso tuve que tomar la decisión de cerrarla definitivamente o bien hacerme cargo de ella. Como mi madre desde que la tienda se abrió contó siempre con dos excelentes empleadas me propuse mantenerla abierta y que ellas se hicieran cargo de la misma. Así, yo tan solo manejo la papelería y el dinero desde mi computadora en la casa quinta. ¿Entiendes?
- Sí, ahora me cierra el verte aquí -le respondí convencido.
- Y hoy he venido porque una de las empleadas a tenido que ir a ver al médico y me pidió si podía cubrirla y no he tenido el menor inconveniente en hacerlo. Son buenas personas, ambas, y eso me hace sentir cómoda y segura al momento de sobrellevar el negocio.

La noté distendida y alegre. La vez anterior, cuando nos habíamos conocido, pensé que era una chica bastante introvertida, pero esa imagen de a poco se fue diluyendo mientras estaba en la tienda. Charlamos un rato más y al ir poniéndose el sol decidí marcharme. El camino hacia la casa de mi abuelo no lo había transitado nunca de noche y no quería que el sol se ocultara y me agarrara en la mitad de él.

- Ya debo irme -dije dándole un beso en la mejilla. Noté que se ruborizó su mejilla por un instante. Eso me dio vergüenza, no sé porqué sucedió pero eso pasó. Su mejilla ruborizada me gustó tanto como me solía gustar el lóbulo de la oreja de mi ex novia. Por un instante supuse que ambos nos habíamos permitido mirarnos de una manera distinta, algo así como si cada uno sintiera cierto tipo de atracción por el otro.
- Esta bien, te agradezco tú visita. Me ha gustado mucho que vinieras -dijo Isabel.
- ¿Quieres cenar alguna noche en mi casa? -pregunté con cierto aire desesperado esperando una respuesta afirmativa y rápida.
- Me encantaría. Pero yo te aviso. Veré que día me queda bien y cuando sea te golpearé la puerta, ¿ok?
- Ok

Así, cargué mi mochila al hombro y retorné a la casa casi sin sentir el peso que llevaba en la espalda. Esas cosas suelen suceder cuando alguien te gusta, de inmediato pareces convertirte en un superhéroe o en un atlas sin ningún tipo de entrenamiento previo. Tras llegar organicé las compras en la despensa y me eché nuevamente a leer otro par de páginas del Conde de Montecristo.

Esa noche tuve ganas de tocar el violín pero como me lo había olvidado en el departamento de la capital decidí salir a caminar por los alrededores de la casa. Prendí el farol de la entrada, eché llave a la puerta, encendí un cigarrillo y caminé sin rumbo por un rato. El aire estaba fresco. En las sierras por las noches el aire se pone frío hasta casi volverse helado. Los quebrachales parecían dormir un eterno sueño y sus hojas tiritaban al viento. Una hermosa luna anaranjada pendía del cielo y un cantidad innumerables de estrellas titilaban acompasadamente alrededor de la luna. La superficie del agua del río reflejaba los rayos anaranjados de la luna y un murmullo incansable se dejaba oír río abajo. Caminé por un rato por la costa atravesando distintos matorrales. No tenía miedo, más bien no soy de tener miedo a casi nada, sin embargo aquella noche tuve la sensación de estar siendo observado. Es difícil explicar cómo es sentir ese tipo de sensaciones pero uno siente la percepción en casi todo el cuerpo que no es el único que se encuentra en ese lugar, y eso causa cierto tipo de escalofrío. Me senté sobre una piedra y me puse a contemplar la corriente y la luna. El cigarrillo ya se había terminado así que arrojé la colilla a la corriente y la seguí con mi vista hasta verla desaparecer. Pensé en Isabel y en la casualidad del encuentro que había sucedido por la tarde y en cómo las cosas suceden en la vida. Nuestro destino tiende a tejer de manera intrincada muchos de los caminos que debemos recorrer, pero otras veces, de manera fácil y corta, nos enfrenta con personas o momentos que nos sorprenden. Eso mismo sentía tras haber conocido a Isabel. Me parecía una chica sumamente atractiva cargada con cierto aire intelectual e inteligente. Sin lugar a dudas todo ello contribuía a cargar de sensualidad y erotismo su personalidad ante mí. Me gustaba sentirme de aquel modo, me hacía sentir que ya había quedado definitivamente atrás mi anterior relación y que ahora todo indicaba que podía volver a enamorarme y una nueva chance aparecía en mi vida. Aquellos días grises que había soportado de a poco se fueron diluyendo para que una luna anaranjada me indicara que es posible que aún en la oscuridad las luces tomen colores diferentes. Comencé a arrojar piedras al agua mientras me daba cuenta que el viento había calmado un poco y el movimiento de las ramas y hojas de los arboles había cesado. Una calma profunda de repente reinó en aquel lugar del mundo y yo podía palparla como si estuviera tocando una superficie suave y acolchada. Aquella sensación me cargaba de optimismo y me hacía sentir único en el mundo. Un hombre perdido en la noche contemplando las bondades y curiosidades de la naturaleza. Eso era algo impagable.

- Veo que coincidimos bastante en nuestros gustos -dijo la voz.

Sí, otra vez era la misma voz, aquella que se había echo escuchar el día del aguacero y ahora había vuelto a vibrar en el aire. Me quedé quieto sin moverme intentando hacer caso omiso a lo que mis oídos habían escuchado, pero fue en vano.

- Me imagino que también te gusta venir a sentarte por las noches aquí. ¿Has visto lo bella que está la luna?, ¿y las estrellas?, me encanta verlas titilar. A veces me tiendo sobre el suelo a contemplarlas y puedo pasarme una noche completa mirándolas, casi hasta que el sol comienza a despertar.
- ...
- ¿No vas a hablarme? -dijo impacientemente la voz.

Yo tan solo me limitaba a escuchar. Tenía como propósito hacerme el desentendido y esperar que ella de una vez por toda apareciera y diera la cara.

- Veo que no lo harás. Creo que te molesta el echo de escucharme y no poder verme. Pero no te enfades con eso, más bien tómalo de otra manera. Suponte que soy algo así como tú consciencia, como la famosa voz que supuestamente todos llevamos dentro y que de repente se ha echo presente en tú vida y te está hablando, ¿puedes pensar eso?

Yo seguí callado. No me interesaba hablar con aquella voz que mantenía tanta actitud de cobardía. La voz era más fina, se asemejaba tremendamente a la de una mujer. Estaba casi convencido que era la de una mujer, pero eso me intrigaba aún más pues ¿qué hacía una mujer en medio de la noche perdida en aquellas soledades?. Durante un instante intenté asociar la voz con la voz de Isabel, pero inmediatamente desestimé aquella comparación pues no eran ni parecidas. Entonces me hice a la idea que podía ser de alguien que viviera por aquel lugar, tal vez una lugareña, eso mismo debía de ser.

- ¿Sabes? -preguntó la voz- esta noche siento un poco de tristeza. Si no quieres hablarme no lo hagas, pero yo sí quiero hablar contigo. Me hace bien. Desde que te vi el otro día dentro del río supe que eras alguien diferente. No me preguntes el porqué, pero ese pensamiento se apoderó de mí tras verte parado con los ojos cerrado en el río. Sintiendo eso es que puedo contarte cosas que no le he contado a nadie, ni creo que le contaría; después de todo tú y yo no nos conocemos, ni siquiera sabemos nuestros nombres.

Entonces supe que no era la voz de mi consciencia. Ahora sonaba perfectamente a una voz femenina y muy humana. Me paré, caminé un par de metros por la orilla, arrojé unas cuantas piedras al agua y haciéndome el desentendido agucé más mi audición.

- Hace poco me han roto el corazón. Metafóricamente hablando, claro. He sentido la misma sensación que sentí cuando era niña y perdí a mi hermano. Él era para mí mi gran amigo. Pero un día la vida se lo llevó de mi lado y desde ese momento mi vida comenzó a dar grandes cambios. Nunca he podido olvidar la sensación que se apoderaba de mí cuando mi hermano me tomaba de la mano. Era, y sigue siendo, algo terriblemente inexplicable por mí. Supongo que desde aquel entonces nunca más tuve una mano que tomara la mía con tanta calidez, ¿no te ha pasado a tí?, ¿no has sentido alguna vez que hay manos que cuando toman la tuya transmiten esa sensación de protección y seguridad en la cual quieres remolonear y jamás salir de ella?, a mí me ha pasado con mi hermano y extraño eso. Ahora que atravieso un momento doloroso me gustaría que alguien me tome de la mano...

Tras terminar de hablar se produjo un instante de silencio. Percibí como si alguien llorara, entonces supe que la voz estaba llorando. Sentí tristeza. Sabía perfectamente de qué tipo de sensación ella estaba hablando. A pesar de ser yo hijo único y nunca haber podido saber lo que se siente que un hermano te tome de la mano, yo había vivido aquellas sensaciones de la mano de mi abuelo y de mis padres. En realidad pensé que eran cosas comparables, aunque seguramente la complicidad de un hermano es algo único y más en ese tipo de cosas. Caminé presurosamente un par de pasos entre los matorrales y tras unos cuantos metros de adentrarme en ellos la vi. Fue una sensación de sosiego, algo así como haber llegado a la meta tras mucha carga de tensión. La luz de la luna iluminaba su pelo y ella mantenía su cabeza hundida entre sus rodillas sollozando. Llevaba un par de jeans gastados y algo rotos, una blusa color blanco y un par de sandalias de cuero.

- Así que eres tú -le dije sin quitarle mis ojos de encima.

La voz levantó la cabeza y tras hacerlo una profunda emoción me recorrió por dentro. Entonces me puse en cuclillas y tomé su mano derecha.

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viernes, 4 de septiembre de 2009

mundos espiralados (9)

Paró de llover a la hora de la siesta. Me desperté con hambre. Tomé de la heladera un yogurt de vainilla, una manzana y me comí todo en un abrir y cerrar de ojos. Un arcoíris gigante cruzó el cielo con colores bien remarcados. Los arcoíris tienen un poder mágico sobre nuestras retinas que llegan hasta perforar nuestro interior, eso mismo se puso de manifiesto ante mis ojos ese día. El aire se sentía puro, tan puro que hasta costaba respirar después del aguacero. Volví por el sendero hacia el río. Necesitaba encontrar al dueño de aquella voz tan misteriosa. Las matas se mecían tranquilamente con el viento y el murmullo del río parecía cómplice de aquel movimiento. Recorrí el mismo sector en donde había estado y no pude observar nada ni a nadie. Recorrí unos cien metros cuadrados alrededor del sitio donde yo había ingresado al río pero nada anormal se veía. El sol ahora estaba bien alto y su luz entibiaba demasiado, tanto que ya hacía calor. Me quité la remera, me quedé con el torso al aire, y regresé al sendero. Tras divisar la casa observé que alguien estaba sentado en la galería. Supuse que era alguien del pueblo. Al llegar a pocos metros de la entrada de la casa ella levantó la mirada. No la conocía, nunca la había visto en mi vida. Sentí una extraña sensación cuando ambos nos escudriñamos milímetro a milímetro. No podría definirla pero supongo que fue muy parecida a la sensación que sentí cuando vi por vez primera a mi ex novia. Quise saludar pero no pude, quise gesticular pero no pude, por lo tanto me quedé parado como un idiota sobre la escalera de la entrada observando como ella seguía escudriñándome plácidamente.

Hasta que por fin habló.

Entonces volví a ponerme la remera. Había caído en la cuenta que aún estaba con el torso desnudo ingenuamente parado ante aquella mujer.

- ¿No has visto a un perro cimarrón por aquí? –dijo sin quitarme la mirada de encima.
Tartamudeé pero al fin alguna palabra salió de mi boca.
- La verdad que no. Hace pocos días estoy aquí y en lo que va de ese tiempo ni un solo perro he visto. ¿Nos conocemos? –pregunté como para guiarla hacia el camino de respuestas que me indicaran quien era aquella chica.
- No, no lo creo, nunca te he visto en mi vida –me respondió con aire a no importarle.
- Claro, seguramente. ¿Y el hecho que estés aquí, en mi casa, es por el perro cimarrón?
- Sí. Es la única casa en varios kilómetros, y cuando noté que había alguien habitándola pensé en preguntarle por mi perro.

Su charla era tan amena y serena que parecía que me conociese desde hacía años. Por un instante pensé que Audrey Tautou, pero no, la francesita no habría llegado a este paraje ni habría cambiado su torre Eiffel por sentarse en la galería de la casa de mi abuelo. Sin embargo el parecido de la chica con la actriz francesa era asombroso.

- ¿Quieres pasar?, hago café si quieres.
- No, no lo creo. Debo seguir buscando a mi perro y la verdad que el clima está exquisito para caminar un poco. Además pronto atardecerá y se pondrá fresco. Acá, en las sierras, refresca bastante, y más después de las lluvias. Tú no tienes cara de vivir por aquí, más bien pareces un chico de la ciudad, ¿me equivoco?
- No, no te equivocas. Vengo de la ciudad.
- Me parecía. Lo extraño es que no tienes los pelos con esos raros peinados, o un piercing visible, o un tatuaje que indique cuales son tus ídolos o tus creencias religiosas. Ahora todo el mundo a nuestra edad tiende a tener algo así en su cuerpo. Lo que llaman modismo, ¿no es así?.
- Pues yo no tengo nada de eso, pero si lo tuviera no creo que fuera algo malo ni nada por el estilo. ¿Acaso tú estás en contra de ese tipo de cosas?, yo no le veo nada de malo, al contrario, cada uno es libre de expresar lo que siente y cómo se siente y quiere verse.
- Sí, coincido. Pues no te lo critico, tan solo he dicho que me pareces la mar de normal. Solo que me pareció un tanto raro que viniendo de la ciudad no tuvieras algo de ello –dijo mientras se ponía de pie. A mí me gustaría hacerme un tatuaje en una de mis nalgas, tal vez un alacrán o un espino, no lo sé, pero por aquí no hay tatuadores y la verdad que poco voy a la ciudad. Aunque pensándolo bien creo que justo en ese lugar de mi cuerpo me dolería, y bastante.
- Claro, es entendible, por estos lugares casi no hay gente. Si no vas al pueblo o a una ciudad un poco más grande no podrás encontrar una casa de tatuajes. Yo, si quieres, te puedo recomendar alguno en la capital, tengo amigos que se han hecho varios tatuajes en su cuerpo.
- Gracias –dijo brindándome una sonrisa leve.
- Eso sí, seguramente un tatuaje en ese lugar te dolerá y bastante… pero también será un punto neurálgico de miradas masculinas –le dije riéndome. Ella rió también.

El sol se estaba poniendo y el viento sur de la tarde había enfriado bastante el clima. La humedad que la lluvia había dejado no tardó en darle su toque a la sensación térmica y empecé a sentir frío.

- ¿Realmente no quieres pasar?, se está poniendo frío aquí fuera.
- No, gracias, realmente ya tengo que irme. Ha sido un gusto conocerte y saber que no estoy sola por estos lugares. Por cierto, mi nombre es Isabel. ¿El tuyo?
- Mi nombre es Alan –respondí nerviosamente mientras ella estaba ahí parada contemplándome con su cara angelical.
- Bueno Alan, ha sido un gusto. Ahora sí debo marcharme. –Y dándose media vuelta comenzó a caminar rumbo al sendero para perderse en pocos minutos de mi vista.

Isabel. Hasta su nombre me gustaba. Entré a la casa, me puse un abrigo, encendí la luz y me dispuse a cocinar para la cena. Un par de bifes de carne vacuna que había en la heladera, un par de tomates y una botella de vino que había encontrado en el armario de la despensa. Mientras cenaba no podía dejar de pensar en la chica que como por arte de magia se había aparecido en la casa. Así, la noche se hizo dueña de todo el lugar. La casa quedó envuelta en un velo oscuro que cada tanto rompía la luz de la luna cuando lograba escabullirse de la opresión de nubarrones pasajeros. El viento sur seguía soplando pero más levemente. Apagué las luces de la casa y acompañado solo por ese continuo murmurar del viento me acosté a leer otro buen número de páginas del Conde de Montecristo a la luz de una vela.

Por la mañana me despertó la claridad del sol. Había dormido perfectamente bien. Me levanté y desayuné sentado en la escalinata de la galería. Los pájaros trinaban anunciando un día espléndido. Sentirse vivo en contacto con la naturaleza remueve ciertos patrones de nuestro ADN que parecen dormidos hasta que ese llamado natural es escuchado. Por unos momentos mientras tomaba mate recordé las rosas del empapelado del cuarto de mi ex novia. Ese tipo de recuerdos me asaltaban sin pedir permiso. Creo que aquel pensamiento me sobrevino por emparentar la flor con el momento que yo estaba pasando en el campo. No lo sé. Pensé que sería bueno salir a caminar y llegarme hasta el pueblo en busca de provisiones así que tomé mi mochila, la dejé completamente vacía, eché llave a la puerta y me marché rumbo al pueblo. El camino era de pedregullo, bastante sinuoso, pero la lluvia caída no lo había afectado. Desde las lomadas se podía observar perfectamente el valle y las sierras de fondo. El aire seguía sintiéndose con una pureza única, totalmente rara para mis pulmones de ciudad. Caminé los cuatro kilómetros que separaban la casa de mi abuelo del pueblo sin tener nada en mi mente. Si alguien me agarraba de los pies y me ponía boca abajo zamarreándome seguramente ningún pensamiento ni idea caería. Al llegar al pueblo me dirigí al único supermercado que allí había, necesitaba provisiones para unos diez días más.

Recorrí las góndolas de punta a punta poniendo dentro del carro del supermercado las provisiones. Conservas, aceite, papel higiénico, un par de botellas de vino, una bolsa de caramelos gomita, que se me hicieron costumbre tras haberle regalado tantos a mi ex novia, un desodorante en aerosol, espuma de afeitar, y un par de cosas más que me eran de máxima necesidad. Al llegar a la caja registradora me puse en la cola. Abrí la bolsa de caramelos gomita y me puse a comer un par. Estando ahí parado tomé un par de cajas de preservativos y los eché en el carro. Una mujer de la cola de al lado me observó alarmada.

Luego me di cuenta que en aquellos lugares no debía ser tan pública la compra de preservativos. Al llegar a la caja la chica del supermercado fue pasando uno a uno los productos por el escáner hasta llegar a los preservativos, y fue entonces que la vi sonreír. Al menos no se ruborizó, más bien diría que sonrió con cierto aire a lujuria. Pagué, coloqué las bolsas en mi mochila y me marché del supermercado. Al pasar por una de las dos tiendas de ropa que había en el pueblo observé que la chica que estaba detrás del mostrador me resultaba conocida. Era Isabel. No podía confundirla, su rostro era casi el de Audrey Tautou, tal como seguía yo sosteniendo. Entré sin preámbulos y me quedé parado delante de ella, una vez más, sin poder decir palabra alguna.

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