miércoles, 25 de noviembre de 2015

La trampa



Siempre he sido una mujer que sabe cuándo mirar y cuándo no. Me jacto de ello para mis adentros. Es una victoria silenciosa que tiene su premiación positiva: evita problemas y permite expresar emociones. No es algo con lo que he nacido. Consideré siempre que no es así. Yo diría que es algo que he logrado pulir con el tiempo, clavijas que he logrado tocar minuciosamente hasta encontrarle el punto óptimo.

Siendo niña solía bajar la mirada ante los retos de mis padres. Era algo innato. La voz alzada, el volumen in crescendo, y la furia en los ojos de mi padre, por ejemplo, hacía que todo mi ser comprendiera que la mirada encerraba la comprensión de la situación vivida. Lo mismo sucedía con mi madre. Pero con ella era todo al revés. Sus ojos transmitían sosiego y vida, y en los modos de sus miradas iban añadidos puñados de sentimientos y sensaciones. Mi madre era expresividad pura, sin contención, liberada a los impulsos y a las sensaciones en extremo. Así sentía yo su proximidad, y así también la reconocía por sus miradas.

Un mediodía de invierno pasé por casa de mis padres. Sin planificarlo me invitaron a cenar y acepté gustosa. Las cenas en el seno familiar siempre tuvieron un halo brumoso de seriedad. Mi padre lo imponía con sus gestos y movimientos, y mi madre lo secundaba con la disposición de la cubertería, la vajilla, e inclusive el tipo y color de los manteles. Reconozco que no era feliz en las comidas familiares. El clima se volvía tenso, demasiado silencioso y asfixiante. Mi padre parecía decirlo todo con sus ojos, desde pedir algún utensilio hasta increparte para que te calles. Eran momentos con tonos dictatoriales en donde todos debíamos ser sumisos a sus deseos y conclusiones. Sin embargo, aquella noche, mientras veía cómo cortaba parsimoniosamente el asado de carne vacuna, tuve el arrebato, profundo y espontáneo, de preguntarle por sus sentimientos hacia mi persona. Necesitaba que de sus labios expresara lo que sentía por mí, su hija primogénita. No sé por qué lo hice, pero tampoco me cuestioné demasiado por ello. Durante los segundos que duró aquella pregunta salir de mis labios el mundo pareció enrarecerse de una manera inaudita, con extrema lentitud, visualizando todos los que estábamos a la mesa un único objetivo: la gesticulación facial de mi padre.

Creo que lo primero que observé fueron sus labios. En ellos había siempre un rictus desangelado que lo convertía muchas veces en un hombre demasiado gris. Era fácil interpretar sus estados de ánimo, tal vez demasiado para mí gusto. Tras preguntar no emitió respuesta inmediata. Sus ojos siguieron posados sobre el plato. Sus pensamientos parecían pasar por delante de sus ojos ¿Acaso tanto debía pensar aquella respuesta? ¿Tan difícil es decir cuán importante es un hijo para un padre? Finalmente posó ambos cubiertos, levantó la mirada y me observó con detenimiento. Fue un momento extraño: sentía una sensación entremezclada de algo trágico que podía suceder y todo lo contrario. Mi madre se mantenía inmóvil, sin siquiera echar bocado. El resto de la familia permanecía en silencio, todos expectantes ante una respuesta que para mi gusto se hacía esperar demasiado.

Eres mi hija primogénita, y por ende la que me enseñó de algún modo a ser padre…

Ese fue el inicio de aquella respuesta. Luego le siguieron entrecortadamente algunos adjetivos más, y un par de verbos que no tenían mucho sentido al relacionarlos entre sí. Noté la incomodidad familiar. Inclusive los esposos de mis hermanas notaron la tirantez de la situación. Mi madre rompió la tensión convidando ensalada a una de mis hermanas, y los niños gritaron solicitando más también. Poco a poco el murmullo en la mesa comenzó a subir de volumen, mi padre siguió echándose bocados y yo sentí caerme de espaldas a un abismo, y mientras lo hacía los sonidos y las imágenes de todos se iban desvaneciendo con lentitud, como si se tratase de un vago sueño que va abandonándose previo al despertar.

Finalizada la cena llegaron los postres, la charla de sobremesa, el lavar los platos, fumar cigarrillos, el correr de los niños, el habano humeante en la mano de mi padre. La normalidad tiene ese toque profundo y único, sin sutilezas, que se apodera instantáneamente de momentos y personas. Había llegado sin presentarse –como siempre-, e instalado en el seno familiar, haciendo que la pregunta hecha a mi padre fuera hasta casi risueña.

Supe por entonces que no debía tomar en serio aquellas palabras emitidas por mi padre. Las había pronunciado de un modo incómodo, en un momento incómodo e inesperadamente. Mi trampa había funcionado en cierto modo, pero no me gustaba lo que había obtenido con ella. Mi abuelo era quien siempre señalaba que una pregunta inesperada responde también inesperadamente con los gestos primero y luego con la lengua. Mi padre había sido presa y había caído en esa trampa cumpliendo a rajatabla lo enseñado por el abuelo. No había nada importante entonces para atesorar. Lo que yo pensaba y sentía sobre el sentimiento que me unía a mi padre era suficiente… ¿para qué más?

Tras un rato tomé mi abrigo, saludé a cada uno de la familia y me despedí hasta una próxima reunión. Todos sonrieron y desearon éxitos y suerte para mi vida. Supongo que es lo clásico que se hace y dice en ocasiones así. Tras pasar el umbral de la puerta de calle mi padre pronunció secamente mi nombre. Y fue instantáneo: tras escuchar el tono de su voz supe que la respuesta estaba allí, atragantada entre su mente y amígdalas. Volteé y lo miré a los ojos. Nos contemplamos un instante. Vi cómo sus ojos se llenaban rápidamente de lágrimas y también cómo acercaba su enorme esqueleto hacia mi persona. Depositó un cálido beso en mi frente y con sus dedos regordetes y ásperos recorrió con lentitud la superficie de mis mejillas. Delante de mí tenía a un oso gigantesco, erguido, con tez un tanto iracunda pero un brillo inusual en sus ojos. Eso lo delataba. Había allí un pequeño atisbo, una diminuta puerta a un interior tal vez inexplorado.

Te amo más que a mi propia vida, hija…

Y escuché sus palabras, y vi sus ojos, y también contemplé que sus manos regordetas no tenían garras, ni tampoco él era un oso. Su hosquedad había quedado desnuda, al descubierto, completamente a la intemperie, y en un punto sentí compasión por él y aquel enorme esfuerzo por decir lo que su corazón sentía pero su carácter y mente le impedían.

Devolví su beso con afecto. Era mi padre, quien me crió, quien estuvo a mi lado en momentos difíciles y quien junto a mi madre siempre velaron por mí. Nos mantuvimos abrazados por un instante que pareció eterno. Logré ver a corta distancia la punta de los zapatos de mi madre tras el marco de la puerta. Esbocé para mis adentros una sonrisa pícara, en cierto punto cómplice, al sentir que mi madre también había sido partícipe de aquella escena. Tras retirarme del abrazo del oso me despedí finalmente.

Caminé con lentitud por aquella acera que comenzaba a alejarme de la casa. Me sentía extraña, muy extraña. Arriba una luna gigantesca, ventanas de edificios iluminadas, una bruma perceptible cayendo sobre la ciudad: el frío en una de sus manifestaciones invernales. Fue tal vez el invierno más increíble de mi vida. Por vez primera había arremetido contra la figura gigantesca de mi padre, intentando ahondar más allá de sus murallas e internándome en esa cofradía de sentimientos ocultos tras una verdadera fortaleza. Lo había logrado. Tuve en mi frente un beso cargado de amor, del verdadero, de esos que al recordar se siente nuevamente, como si recién los labios se hubieran posado y la tibieza permaneciera allí, latente, cargada de vida. Todavía hoy lo siento al recordarlo, y cuando lo hago no siento culpa por aquella trampa.