domingo, 30 de agosto de 2009

mundos espiralados (7)

Capítulo 7


Pintorescamente enclavada entre las sierras la casa de mi abuelo llevaba años sin ser visitada por ninguno de mis parientes. Hasta mis padres se notaron sorprendidos cuando se los comenté por teléfono.

- ¿Ir a pasar unos días a la casa del abuelo? –preguntó sorprendida y admirada mi madre.
- Sí, madre. Iré a ese sitio porque necesito tiempo conmigo mismo. Necesito aislarme por un tiempo. La universidad me ha desbastado este año.

Supongo que mi madre no me creyó. Las madres tienen ese sentido, no sé si es sexto o qué número, que siempre termina intuyendo que algo le pasa a su hijo. Pero aún sin el entendimiento o no de mi madre llegué a casa de mi abuelo casi al anochecer. Tras ver partir el ómnibus que me dejaba a un kilómetro de la casa supe que había tomado una buena decisión. A veces el silencio y la soledad son las mejores vendas para un corazón sangrante. Mi corazón aún sangraba.

La casa de doble piso se elevaba altiva sobre la hondonada como esperando pacientemente mi llegada. Los rojizos quebrachales que la rodeaban se mantenían estáticos ante la suave brisa nocturna. Una sensación de paz me invadió por completo. Confirmé aún más haber optado por la decisión justa para organizar mis ideas y sentimientos. Al entrar a la casa todo estaba cubierto de polvo y algunos rincones por hojas secas. La luz eléctrica solo estaba en el lado oeste de la casa, seguramente alguna tormenta había cortado algún cable de la otra ala. Me instalé en el gran comedor. Tendí la bolsa de dormir, organicé una pila de libros al lado y busqué un cenicero y un vaso. Estaba tan exhausto que no tuve ganas de husmear más por la casa. Era más grande de lo que la recordaba. A mi abuelo siempre le gustaron ese tipo de casas. Recuerdo que cuando era niño solíamos llegar de visita con mi madre y el abuelo salía sonriente a recibirnos mientras mis tías, hermanas de mi madre, jugaban plácidamente a la canasta en la galería del segundo piso pudiendo a su vez contemplar desde allí toda la hermosura de las sierras. Era inevitable que los recuerdos de mi infancia me asaltasen. Supongo que son solo un puñado de recuerdos los que se te anclan como quistes en lo profundo de la conciencia, y los vividos en la casa de mi abuelo eran unos cuantos de ellos. Me metí en la bolsa de dormir y me eché a leer a la luz de una vela. No tuve ganas de leer con luz eléctrica. Después pensé que daba lo mismo estar en una que otra parte de la casa total podía prescindir a voluntad de la energía eléctrica. Tras leerme un par de hojas de un capítulo muy interesante del Conde de Montecristo me quedé completamente dormido bajo las estrellas de la cruz del sur.

Por la madrugada sentí frío y me aferré más a la bolsa de dormir. Afuera el clima había cambiado. Un fuerte ventarrón proveniente del sur anunciaba probable lluvia, y los quebrachales mecían sus hojas bruscamente en señal de un nuevo clima. Me desperté de repente por las sacudidas alocadas de los postigos de las ventanas. Debatiéndome entre los placeres de Morfeo y la realidad me dirigí hacia cada ventana y aferré como pude los postigos. Pasé el dorso de mi mano sobre un vidrio de una de ellas y observé el exterior. Un amanecer gris se avecinaba y los pastizales se seguían meciendo violentamente al compás del viento. Sonreí. A pesar de la negatividad del clima me sentía feliz de estar allí. Era el dueño de la casa, amo y señor. Sentía que el único problema que en ese instante tenía era organizar la casa para recibir aquella tormenta que se avecinaba. Nada más ocupaba mi mente, ningún pensamiento se había colado; como por arte de magia mi mente había empezado a liberarse de la opresión de los recuerdos. Me terminé de vestir, desayuné unos mates con bizcochitos con grasa y seguí leyendo otro capítulo del conde de Montecristo.

Estando en aquella casa yo parecía mimetizarme con el niño interior que siempre conservo. De a ratos los recuerdos familiares me asaltaban y desviaba la lectura del libro a imágenes que se agolpaban en mi mente sobre vivencias de mi infancia. Mis padres sonrientes, mi abuelo dándome consejos, mis tías tomando el té o mate junto a mi madre en la galería de la planta alta. Todas imágenes cargadas de afecto. Eso me reconfortaba. Tras crecer uno siente que ciertas capas van quedando en el camino, y tiende a pensar que jamás volverá a sentirlas, pero es erróneo, la mente y el cuerpo pueden escenificar a la perfección bellos momentos vividos con gente querida o no. A pesar de ser hijo único tuve una infancia feliz. Mi mundo, unipersonal, lo compartí siempre con seres imaginarios. Necesitaba crearlos pues era un niño que amaba jugar. Aquella casa también se predisponía para ello. Cuando jugaba a las escondidas con mis tías yo salía disparado a esconderme tras los árboles o las habitaciones más alejadas de la casa. Y allí, en el escondite, susurraba en voz baja a un ser desconocido pero que yo sostenía estaba conmigo. Supongo que esas cosas son normales cuando uno es niño. Luego, en mi veintena, las únicas voces que susurraban eran las de mi conciencia y las de mi mente, en puros diálogos e introspecciones profundas sobre mi propia vida y errores. Las primeras gotas cayeron antes de las ocho de la mañana. El olor a tierra mojada me avisó antes. Ese olor, siempre amé ese olor. Tras escuchar la detonación de las primeras gotas contra el tejado del alero salí a sentarme a la galería. Tomé pose budista y me senté. La naturaleza parecía hablarme. Los árboles, el viento, hasta la casa. Tal vez era la manera que aquel sitio tenía de recibirme. El sueño se me había ido por completo, mis ojos podían palpar la humedad del ambiente y mis oídos captaban a la perfección la orquesta natural de los quebrachales y matorrales aledaños.

Al rato comenzó a llover torrencialmente. Saqué mi ipod del bolsillo de la campera, enchufé los auriculares en mis oídos y seleccioné un tema pop, uno de música indie, sí, independiente y libre, así, como yo me sentía justo en aquel momento en ese punto único del mundo.

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jueves, 27 de agosto de 2009

mundos espiralados (6)


Capítulo 6


A los días de la ruptura con mi novia me dije que no debía hundirme en un pozo depresivo, que las consecuencias del amor eran esas y que yo mismo las sabía de antemano. Me di un montón de explicaciones mentales, tuve una larga sesión psicológica conmigo mismo, no obstante todo fue en vano pues extrañaba mucho su compañía. Cada vez que iba por algo fresco a la heladera encontraba las letras imantadas adheridas a la puerta mostrando la palabra “atemporal”. Esa maldita palabra me traía a mi memoria miles de momentos con ella. Maldita palabra, ¡pobre palabra!, ¿qué tenía ella de malo?, nada. Absolutamente nada, sin embargo en un ataque de rabia desordené todas las letras y la destruí. Las letras imantadas se desparramaron sin sentido sobre la superficie blanca y metálica de la heladera. Ninguna otra palabra se formó tras desordenar los imanes, ahora nada legible se leía, más bien todo se parecía al momento de mi vida por el cual yo transitaba, uno ininteligible.

Una de las noches siguientes volví al bar a tomarme una copa. Mientras algunos jugaban al pool yo veía cómo las burbujas de mi vaso de cerveza tendían a volatizarse desapareciendo para siempre de la faz de la Tierra. Desaparecían sin sentido alguno, algo así como muchas vidas que nos podemos imaginar y tal vez no conozcamos. Estuve en aquel sitio un par de horas escuchando el bullicio y algún que otro disco bueno que sonaba a través de los bafles. La humareda de los cigarrillos daba al lugar una escenografía de ultratumba, casi como si estuviésemos en un cementerio de Londres a altas horas de la madrugada. El hombre calvo volvió a entrar al bar y nuevamente se sentó a mi lado sin siquiera mirarme. Aquello parecía una historia repetida, pero algo había cambiado. Ahora el dejado no era solo él, sino yo también. La suerte que había corrido aquel individuo por obra del destino parecía ser la misma que yo soportaba ahora. Me quedé mirándolo por unos instantes y sin decirle palabra alguna encontraba, flotando en el aire, ciertas concordancias entre él y yo. Cosas invisibles, seguro era eso, pero que a ambos nos unían, pues después de todo ahora él y yo pertenecíamos al mismo bando, al de los enamorados y dejados.

Una vez en clase de filosofía un profesor mencionó que el amor es el sentimiento con mayor poder destructivo del mundo. Yo imaginé un gran hongo atómico gris. Todos nos miramos, algunos nos reímos, sin embargo el tipo lo decía la mar de seguro. Aquella frase me quedó siempre rondando por la cabeza pero nunca le había dado la importancia necesaria. Ahora, sabía en carne propia que así era. Tenía esquirlas de aquella explosión destructiva en mi propio cuerpo y las que habían alcanzado a mi corazón lo habían perforando a punto tal de hacerlo sangrar. Tras beberme unas cervezas más decidí marcharme. El hombrecillo calvo seguía aferrado al taburete hipnotizado por el líquido que contenía su trago. Quise despedirme de él, pero no pude. Supongo que ahora el silencio empezaba a formar parte de la comunicación entre las personas que pertenecíamos al mismo bando. Salí del bar y me quedé parado en la vereda observando por un rato como densas nubes oscuras corrían carrera tapando el brillo de la luna. Regresé a mi casa, me tapé hasta la cabeza, quité todo recuerdo de mi novia de mi mente y me quedé dormido escuchando de fondo viejos tangos que brotaban desde una vieja radio a transistores de mi vecina de al lado.

Era la primera vez que alguien me dejaba. Nunca había sentido esa sensación amarga dentro de mí. Impotencia, esa es la palabra que lo engloba a todo lo sucedido por entonces. En aquel gesto de mi novia arrojando las gerberas al cesto de basura yo sentí que junto a las flores todos los buenos y malos momentos que vivimos durante tiempo entre ella y yo también caían. Pero no pude detener esa caída. Esas cosas no se pueden detener. Las flores se estamparon contra el fondo del tacho y junto a ellas, retorcidas y perdidas en la oscuridad, todas nuestras vivencias. Supongo que fue algo similar al hongo atómico gris. Me pregunté por varios días porqué alguien tiene el poder de decir basta sin que el otro tome parte de esa decisión. No obstante tras mascullarlo largo tiempo deduje que era algo que no se podía manejar. Ante todo me puse yo mismo en aquella situación. ¿Qué hubiera pasado si una mujer hubiera aparecido en mi vida y yo hubiera tenido sexo con ella tras volarme la cabeza con su inesperada llegada? Seguramente podría haber sucumbido. Eso le quitaba mucho peso a la decisión tomada por mi ex novia. Tras tejer y destejer preguntas y respuestas en mi mente decidí intentar curar, como mejor me saliera, los orificios que habían causado las esquirlas en mi corazón tras la explosión. Me dije que necesitaba tomarme unos días a solas, lejos de todo aquel mundo que me envolvía tal una mortaja mortuoria. Entonces recordé la casa de mi abuelo, en las sierras de Córdoba, lejos de todo lo que ahora me estaba haciendo daño. No lo dudé. Aproveché el receso vacacional en la universidad y tras cargarme una pesada mochila de alpinista en mis espaldas saqué un boleto de ómnibus hacia las sierras y me marché.

El viaje no fue largo, sin embargo las curvas del camino a las sierras me hicieron recordar a una espiral en la cual, mientras más estabas, más y más te mareabas.

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lunes, 24 de agosto de 2009

mundos espiralados (5)


Capítulo 5


Estando mi novia en las Bahamas conoció a un hombre. Era mayor que ella. Su madre se perdía en el casino a jugar a las máquinas tragamonedas y ella se echaba a andar solitariamente por la playa hasta que el atardecer la sorprendiera. Entonces pasaba a buscar a su madre por el casino y ambas se iban al hotel a ducharse, cambiarse y luego salir a cenar mariscos en algún hotel anclado en la playa. Aquel hombre la encontró en uno de esos restaurantes, y el flechazo fue instantáneo. Supongo que en ese momento yo no existí en la nebulosa de sus pensamientos. No sé porqué pasan ese tipo de cosas pero sé que suceden. No la culpo, tal vez algún día me suceda lo mismo; no obstante saberlo fue duro. Al principio ella se sintió extremadamente rara, tan rara que hasta desconfiaba de ser ella misma. En cambio él estaba seguro de sí y atraído por la belleza natural de ella se le acercó en un momento que su madre había abandonado su asiento para ir al toilette. Lo que sobrevino después fue el clásico coqueteo, la primera cita y el primer encuentro sexual. Todo pasó aceleradamente, en cuestión de los escasos días de una semana. Sin embargo fue suficiente para que ella tambaleara en sentimientos hacia mí tal como lo hace una alta torre ante un terremoto.

El día de su llegada al aeropuerto fui a buscarla. Previamente compré dos pequeños ramos de flores en una florería ambulante y una bolsita de caramelos gomita. A ella le gustaban ese tipo de caramelos, aunque más que gustarle le encantaban. Quince minutos antes de la llegada de su vuelo llegué al aeropuerto. Me senté en un asiento mientras miraba cómo los paneles de arribos y partidas cambiaban locamente sus letras y números como algo mecánico y rutinario. ¿Partiremos algún día así para nunca volver?, me pregunté en ese momento. Supuse que sí, entonces dejé de observar los paneles para enfocarme en un par de ancianas que tristemente miraban hacia el vidrio que daba a las pistas de aterrizaje. Se las veía solitarias y perdidas. Tras contemplarlas durante un breve momento me sentí profundamente triste. Había algo aquel día en el aeropuerto que enrarecía el aire. Todas aquellas cosas que había observado desde mi llegada a él me hicieron sentir que ese enrarecimiento traería noticias, tal vez no tan felices.

Apenas cruzó la puerta de arribo miré la expresión de sus ojos. Calculé unos diez mil kilómetros de distancia entre sus pupilas y las mías, después me di cuenta que su corazón aún distaba más del mío que aquella distancia. Nos dimos un beso escueto y frío, besé a su madre en la mejilla y cargué con el equipaje. Obsequié un ramo de flores a cada una, y a ella le puse la bolsita con caramelos en el bolsillo de su sobretodo. Solo me agradeció con una mueca desganada en su boca. Algo andaba mal, lo percibía. Camino a su casa cruzamos un par de frases, todas estériles. Su madre hablaba como desaforada con el taxista sobre la belleza de Bahamas y sobre lo bien que la habían pasado. Por un instante me sentí en una playa de aquella isla bajo un sol abrasador, recibiendo masajes íntimos por una mujer curvilínea de grandes pechos y manos suaves. El taxi estacionó y ayudé a bajar el equipaje. Tras entrar su madre a la casa mi novia aguardó un instante y quedándose parada en las escalinatas de la entrada dándome la espalda susurró que debíamos hablar. Eso me dio mala espina. Sentí un leve ardor recorrer mis venas, algo así como cuando te pinchas con algún espino venenoso. Tras darme la espalda unos segundos volteó con la misma mirada fría y distante del aeropuerto. Ya no eran diez mil kilómetros, ahora eran años luz.

- No sé como decirte lo que tengo que decirte pero debo hacerlo, sino me sentiría mal por mí y por ti. Supongo que hace tiempo las cosas no vienen bien entre nosotros, no sabría decirte qué pero algo empezó a cambiar en mi interior y de a poco me cubrió por completo. –me dijo sin quitarme la mirada penetrante que apuntaba directamente a mis ojos- Eso mismo que me cubrió de a poco se apoderó de mí y mis sentimientos han cambiado.
- Tampoco sé que decirte. No me toma de sorpresa esto que me dices pero tampoco te diré que me siento cómodo con la situación.
- Me lo supongo.
- Sí, es la verdad. Sé que las cosas entre ambos no venían bien, pero créeme que tenía esperanzas de que saliéramos a flote.
- He conocido a alguien en Bahamas.

Entonces sentí frío en mi cara, tal vez fue el aire fresco de la tarde, pero creo que también pudo haber sido el tenor helado de aquella frase.

- ¿Alguien?
- Sí, alguien. Un hombre.
- ¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?, me imagino que tras esta semana de vacaciones has conocido a muchas personas.
- No, es que lo he conocido de otra manera. Hicimos el amor.

Y ahí finalmente sentí que el veneno del espino llegó a mi corazón y un infarto comenzaba a rajármelo. Se produjo un silencio bastante amplio tras aquella confirmación. Pocas veces en mi vida había sentido aquella sensación de pánico. Deseaba con todas mis fuerzas que los superhéroes existieran y que alguno medio alocado llegara volando y me rescatara de aquel instante en que sentía desvanecerme. Pero eso no sucedió. Los superhéroes descansaban plácidamente en las páginas de los cómics y yo seguía allí, frente a la que había sido mi novia, contemplando su expresión fría tras haberme dicho que se había acostado con otro hombre y que yo ya no era parte del plan de su vida.

Antes de cerrar la puerta de la casa arrojó el ramo de flores que le había obsequiado a la basura. Las gerberas se veían tristes en el cesto. Supongo que junto a ellas el amor que nos teníamos quedó también en el fondo de aquel tacho, flotando, sobre un mar espeso y negro.

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miércoles, 19 de agosto de 2009

mundos espiralados (4)


Capítulo 4


Mi novia estaba esperándome en la puerta de entrada de la universidad. Llevaba puesto auricular y movía pegadizamente su pie izquierdo, seguramente al ritmo de la música que estaba escuchando. Apenas la vi pensé que algo entre nosotros había cambiado. Que la vida que veníamos llevando como novios desde hacía tiempo se había transfigurado ante nuestros ojos y no nos dimos cuenta. Al menos yo no lo hice. Pero algo me decía que ella sí y por eso esas claras señales que me mostraba.

- Hola, ¿hace mucho me esperas?
- No, hace un rato nomás.
- Ok. ¿Entramos?
- No, hoy no quiero asistir a clases.
- ¿No quieres?, ¡pero si hoy tenemos clases de literatura!, tú amas la literatura. –dije completamente sorprendido.
- Sí, sí, ya sé que amo la literatura. Pero hoy particularmente no la amo. Hoy no tengo ganas de literatura. Hoy tengo ganas de vagar. ¿Quieres acompañarme? –me preguntó con una mirada escurridiza y escudriñadora a la cual no pude negarme
- Sí, vamos. No vendría mal vagar un poco por ahí –respondí.

Y así nos largamos del lugar sin tener un rumbo fijo y sin saber a ciencia cierta el porqué de aquella loca decisión.

Los automóviles pasaban por la ruta a alta velocidad y tras perderse en el horizonte el zumbido de su paso iba tras ellos, tal como una sombra desesperada en busca de su dueño. Mi novia caminaba a mi lado en silencio. Llevaba una mochila con sus libros y útiles y un cigarrillo encendido en su mano derecha. Los auriculares le colgaban del cuello y pegaban pequeños saltitos cada vez que ella daba un paso. Me pareció verla caminar en otro mundo, tal vez en la luna. Nos sentamos debajo de un árbol en un claro, a orilla de la ruta. El sol estaba tibio y la mañana muy agradable. Nos apoyamos contra un árbol casi espalda con espalda y dejamos que el sol nos calentara el rostro. Mientras tenía mis ojos cerrados todo se volvió color anaranjado. Después pasó al rojo y finalmente se mezcló con el negro. A lo lejos se escuchaban gorriones revoloteando entre las ramas de los árboles. Cada tanto un automóvil o camión pasaba por la ruta a toda velocidad interrumpiendo aquel coro natural y silvestre que se hacía sentir en aquella desolación.

- ¿Sabes?, -le dije- he estado pensando en los últimos días sobre aquello que me dijiste de no tener el mismo peso. Yo también he notado que algo cambió entre nosotros. Creo que en definitiva a eso te referías, ¿no es así?
- Algo por el estilo –me contestó mientras seguía con su cara hundida en los rayos del sol.
- Pues si es así no tengo idea de cómo mejorarlo o cómo salir de ello –repuse.
- No es algo que tenga una solución fácil y práctica –me dijo.
- No, no lo es.
- Claro que no. ¿Me responderías una pregunta de corazón?
- Por supuesto, siempre he sido franco contigo y aún sigo intentándolo día a día. ¿Qué quieres saber?
- ¿Has pensado alguna vez en casarte conmigo?, ¿alguna vez te has imaginado casado, con hijos y viviendo en familia?, ¿me imaginas embarazada y siendo tú esposa?
Ante tales preguntas sentí que el sol me quemaba toda la cara y mi temperatura corporal se elevó de sobremanera.
- ¡Cómo te pones!, así, de repente, te sales con estas preguntas –dije para zafar de la situación.
- Es que por mí me gustaría casarme contigo pronto –me dijo ahora sí mirándome a los ojos. El sol parecía traspasar sus ojos celestes y hacerlos aún más claros. Si no hubiera sido por aquella charla tediosa y cargada de preguntas pegajosas hubiera afirmado que estaba charlando con un ángel.
- A decir verdad no me lo he planteado.

Después de aquel día empezamos a vernos distanciadamente. Ninguno de los dos preguntaba nada ni mucho menos se reprochaba algo. Esa distancia que poco a poco abría un abismo entre ambos se fue imponiendo hasta hacernos ver como dos completos desconocidos. Esa tarde al volver a mi casa me puse a tocar el violín. Hacerlo me relajaba y me permitía descargar las tensiones. Por la noche decidí escribirles una carta a mis padres. Tomé una hoja A4, un bolígrafo y comencé a escribir. Al cabo de los primeros renglones hice un bollo el papel y lo arrojé a la basura. Mis manos parecían haberse olvidado de escribir. Encendí la notebook, abrí el Word y escribí, “Queridos padres…”.

Tras finalizar la carta a mis padres grabé el archivo escrito en el procesador de textos y lo imprimí. En pocos minutos quedó redactada una prolija y perfecta carta para enviarles a mis padres por la mañana siguiente. Hablaba de cómo me iba en la universidad, de cómo me iba la vida viviéndola en soltería y preguntándoles sobre cómo estaban y de cuánto los echaba de menos. Desde siempre me he considerado un hombre bastante sentimentalista. A pesar de siempre haberme sentido orgulloso de haber vivido solo desde el día que decidí marcharme de mi casa natal para estudiar en la gran ciudad, pero también echaba de menos a mis padres. Sin embargo, la vida de soltero se me daba bien y no la pasaba para nada mal. Durante casi un mes no nos vimos con mi novia. Una mañana de martes el cartero dejó una postal en mi buzón de correos. Yo lo vi echarla desde la ventana y también lo vi irse a toda prisa en su bicicleta. La postal era de las islas Bahamas. Me sorprendió, pero mucho más me sorprendió saber que era de mi novia. En breve contaba que había ido por una semana en un viaje de descanso acompañando a su madre. Se habían tomado un crucero que había zarpado desde un puerto de la Capital Federal y que durante diez días las llevaba a conocer distintos puntos turísticos. Tras leer aquello me sonreí. La imaginé con una bikini diminuta caminando por una playa solitaria con su piel bronceada, sus curvas doradas y su celeste mirada perdida en el mar. Hasta me pareció escuchar a una caracola desde la postal. Por un instante pensé que si ella me quería erradicar completamente de su vida jamás me hubiera mandado la tarjeta, así que guardé la misma y me tiré en el sofá a mirar televisión.

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domingo, 16 de agosto de 2009

mundos espiralados (3)

Capítulo 3


Esa noche, tras la charla con ella, decidí salir con mis amigos a tomar algo al centro de la ciudad. Cerca de la medianoche pasaron a buscarme en una camioneta y anclamos en un bar de mala muerte que estaba enclaustrado en un subsuelo. Algunas mesas de pool se dejaban ver tras el denso humo. El local se encontraba sumergido en una oscuridad casi total, eso me hizo recordar a una vieja película de piratas que vi cuando era niño. Un pirata con un parche en el ojo estaba parado sobre la proa del barco. En su boca llevaba un cuchillo filoso. Aguzaba su vista en la niebla y sin hacer ruido se mantenía expectante para saber dónde se hallaba el otro barco pirata, el enemigo. En el bar no había enemigos, todos éramos parte de una comunidad, la de los que nos divertíamos y compartíamos alegrías y penas en la madrugada. Tampoco había piratas, tan solo un único barco.

Bebí un par de cervezas y me senté en un rincón a observar cómo jugaban al pool mis amigos. Una mujer gorda estaba sentada sobre la falda de un hombre encorvado. Aquella imagen le daba un toque distintivo al bar, no precisamente agradable. Tras estar unos minutos bebiendo cerveza de a sorbos un hombre calvo y pequeño se instaló a mi lado también a beber. Con su dedo meñique escarbaba dentro de su oreja derecha como intentando encontrar un tesoro sepultado hacía años, y con su mano izquierda bebía como si todo lo que hacía fuese completamente normal y acabase de volver de un desierto.

- ¿Puedes creer, amigo, que mi mujer me ha dejado?, que justamente esta misma noche me ha echado de la casa y me ha dicho que no vuelva más, que nuestro ciclo juntos a concluido –me dijo el hombre calvo.
Yo tan solo lo observé y seguí bebiendo mi cerveza.
- Veinte años de matrimonio y de repente una noche llegas a tú casa y te encuentras con toda tú ropa tirada sobre la cama, un par de valijas abiertas y a tú esposa como enloquecida maldiciendo y arrepintiéndose de los años perdidos y de la vida infeliz que lleva junto a ti. No es justo. Yo también estuve la misma cantidad de años que ella en la relación y para mí han sido años maravillosos.
- Debes sentirte terrible –dije con voz seca- entiendo lo que me dices aunque, claro, no logro saber qué se siente en carne propia.
- Se siente horrible amigo –me respondió el hombrecito mientras seguía aún buscando el tesoro dentro de su oído.

Por un momento recordé la escena de mi novia en el centro comunitario. Hasta me pareció ver volar a la mariposa entre la densa humareda de cigarrillos. Supuse que ella me había intentado vaticinar un final, tal como el que aquel hombrecito calvo me relataba. Me sentí angustiado. Empiné el vaso de cerveza y lo terminé a todo de una vez. Pagué y me marché a casa. Mis amigos se ofrecieron llevarme pero les respondí que tenía ganas de caminar. No tenía ganas de hacerlo, pero era la única forma de ordenar mis ideas. El frío de la noche seguramente ayudaría.

Tras caminar los primeros metros sentí frío. Subí el cuello de mi campera y metí la mano dentro de mis pantalones. Aquella acción siempre me gustaba llevarla a cabo. Caminar con mis manos dentro de los bolsillos de mi jeans me hacía sentir unificado. En la calle me crucé un par de parejas presurosas que iban rumbo al bar, un par de travestis y proxenetas en una esquina y un viejo vagabundo empujando un carro de supermercado cargado de porquerías. Todos aquellos personajes parecían salidos de una película de ficción, sin embargo no compartían este mismo mundo al igual que yo. Me sentí como transitando sobre el borde filoso de un camino de acero espiralado. En la plaza cercana a mi casa me detuve un instante a fumarme un cigarrillo. De todos los bancos tan solo uno estaba sin nadie, el resto estaba ocupado por vagabundos. En ese momento recordé una escena de una película que me gustó mucho, en donde el personaje principal, un violonchelista esquizofrénico y vagabundo, al acostarse a dormir comienza una escena diciendo, “Padre nuestro, que estás en los cielos…” Esa escena me impactó de sobremanera y cada vez que veo un vagabundo miro al cielo. Supongo que Dios no está en el cielo sino arropándolos, pero no puedo dejar de ser humano y mirar al cielo. Terminé el cigarrillo y lo eché al suelo pisoteándolo con la punta de mi zapatilla. Volví a casa, abrí la heladera y tomé una lata de cerveza. Acomodé unas letras con imán que estaban pegadas en la puerta de la heladera dejando una palabra que se leyera, “atemporal”. Finalmente me eché en el sillón de orejas y bebí la cerveza sorbo a sorbo hasta finalmente dormirme.

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domingo, 9 de agosto de 2009

mundos espiralados (2)

Capítulo 2


La pared de su cuarto tenía un empapelado un tanto extravagante. Era toda celeste, de un celeste claro, y cada diez centímetros había un dibujo de un ramo de rosas contorneado, totalmente blanco. Al mirarlo de cerca se podía apreciar la perfección del dibujo, pero si te alejabas un par de pasos aquella pared parecía un campo de algodón. Ese efecto visual me gustaba, y mucho. Cuando estábamos en su cuarto, fumando o tan solo explorando nuestra sexualidad, solía pararme desnudo en el centro de él y dar un paso adelante y uno hacia atrás. Lo hacía repetidamente y según la velocidad que le imponía al movimiento era el efecto visual que causaba en mi cerebro. Aquellas anécdotas tontas de mi vida junto a ella son realmente pinceladas de una gran relación. Como si fueran viejas polaroids amarillentas que aún hoy las mantengo en mi mente y las saco a relucir sin un porqué para sonreírme o entristecerme.

Nací en el otoño de 1972, ella en el invierno de 1971. O sea que durante casi un año estuvo viviendo en éste mundo sin que yo aún existiera. Muchas veces me pregunté eso estando a su lado. Una vez estábamos en un cine, ella plenamente concentrada mirando la película. Entonces me dispuse a observarla de reojo. Era increíble ver cómo vivía intensamente cada escena. Sin mirar la pantalla sabía qué tipo de escena era la interpretada, todo lo delataba su rostro. Tenía una expresividad contagiosa. En momentos como esos yo pensaba cuán diferente éramos aún habiendo nacido con tan poco tiempo de diferencia. Hubiera sido lo mismo si nacíamos hasta con un segundo de diferencia, si hasta los gemelos o mellizos son completamente distintos aún naciendo casi al mismo tiempo. Esa desigualdad muchas veces se convertía en una polaridad extrema. El sabernos a veces muy distantes por ser tan distintos hacía que nos resultáramos atractivos el uno para el otro. Principalmente me atraían dos cosas de ella, una, el lóbulo de su oreja, y la otra, la tibieza que transmitía a todo mi cuerpo cuando me tomaba de la mano.

Al día siguiente de haber escuchado la canción que la hacía sentir en otro planeta quedamos de juntarnos en el grupo de ayuda comunitaria al cual pertenecíamos. Hacía un par de años nos habíamos anotado voluntariamente a un grupo que ayudaba a los indigentes que deambulaban taciturnos por la calle. Noche de por medio íbamos por la calle reclutando personas hambrientas y con frío para cobijarlas en un albergue municipal o bien conducirlas a un centro comunitario para que comieran y pudieran asearse. Participar con ella de aquel tipo de acciones era sumamente gratificante. Llegó pasado el mediodía. Yo me encontraba haciendo un recuento de comestibles para dejar listas las raciones para que los cocineros del turno noche preparan la cena. Entró despacio, casi arrastrando sus pies, y se sentó en una esquina del recinto, a orillas de un gran ventanal. Del otro lado del vidrio una mariposa revoloteaba queriendo colarse por él. Ella no acusó recibo del revoloteo del insecto. Tras ver aquella escena supe que algo no andaba bien. Dejé la planilla con las anotaciones y me senté a su lado. Intenté saludarla pero había algo flotando a su alrededor que me ató la lengua con un nudo casi imposible de desatar. Así que permanecí en silencio a la espera de algún tipo de señal que emanara de su interior. A lo lejos, tras el ventanal, se podía ver el extenso y frondoso jardín del centro comunitario. De los abedules bandadas de gorriones se lanzaban hacia el piso como si estuviesen jugando a las escondidas. A la mariposa que revoloteaba contra el vidrio se le unieron otras, más coloridas, y todas parecían flotar delante de sus ojos para llamarle la atención, pero era en vano, ella parecía no estar en éste mundo.

- He intentado saludarte pero no he podido. Desde que has llegado te has quedado callada en éste rincón. ¿Te pasa algo? –pregunté en voz baja.
- ¿Te acuerdas de ayer, de la canción, de nuestra charla? –me respondió.
- Sí, claro. Pues bueno, esa charla me ha estado dando vueltas por la cabeza toda la noche. He pensado mucho sobre lo que siento por ti –en ese instante tragué saliva pues presentí que algo no andaba bien- y qué es lo que realmente me demuestras que sientes por mí.
- ¿Y a qué conclusión has llegado? –pregunté nerviosamente.
- Que estamos con distinto peso.
- ¿Cómo es eso?, no te entiendo.
- Ufff, me es difícil explicártelo.
- Pues inténtalo.
- Es como estar en el remanso de un río y arrojar piedras. Tiras una y sientes que el sonido te indica una profundidad cercana y tiras otra y la sientes caer más hondo, como que esa piedra llega hasta una fosa abisal. ¿Entiendes?
- Un poco. Creo que intentas decirme que nuestro sentimiento está un tanto desequilibrado, que uno pone más que el otro. ¿Es así?
- Sí. Eso mismo. No puedo decirte cual es la piedra que cae más hondo o la que se queda más superficialmente. Creo que a veces soy yo la que está casi al borde de la superficie y tú el que caes a la fosa; y en otros momentos es totalmente al revés. Ese desequilibrio ha desnudado muchos sentimientos encontrados dentro de mí.

El ruido de una cacerola cayendo al piso nos sobresaltó a ambos y dio por concluida la conversación. Metí las manos dentro de los bolsillos de mi jeans y salí al patio a tomar aire puro. Ella se quedó en la ventana. La mariposa seguía golpeándose sin sentido contra el vidrio. Tras verla chocar tantas veces insistentemente pensé en cuan reiterativos somos muchas veces con cosas que no tienen resolución. Abrí un atado de cigarrillos y me fumé uno.




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Capítulos: 1

miércoles, 5 de agosto de 2009

mundos espiralados (1)



Capítulo 1



Cuando salió del baño noté que estaba ruborizada. No entendía porqué, pero sus mejillas habían tomado un color anaranjado, así, como un atardecer de otoño.

- Ven, he estado pensando algo mientras estaba en el baño –me dijo mordiéndose el labio inferior.
- Ok. –respondí yo de manera incrédula.

Nos sentamos sobre un tronco, contra el paredón. Nos miramos por unos segundos sin decir palabra alguna. De fondo se escuchaba el ruido de un motor de automóvil que provenía del taller mecánico que estaba al otro lado del paredón. Por un instante me imaginé estar en medio de la guerra, con miles de proyectiles cruzándome por la cabeza y yo, como tocado por una poderosa varita mágica, sentado dentro de una trinchera con mi novia enfrente.

- ¿Recuerdas el reproductor portátil de MP3 que me regalaste para mi cumpleaños? –preguntó frunciendo el seño.
- Sí, ¿cómo no hacerlo?, yo mismo te lo regalé, además, son de esos tipos de regalos que uno nunca se los olvida –le respondí gesticulando con mis manos.
- Bien. En los últimos días lo he usado mucho y estuve escuchando una canción que la escucho, la escucho y la vuelvo a escuchar. Algo así como si al momento de escucharla me sumergiera en una especie de espiral loca y mágica de la cual no puedo salir y mientras estoy en ella me siento fantásticamente bien. Tanto he escuchado esa canción que su letra me ha hecho pensar.
- ¿Sí?
- Sí. Y he pensado que los protagonistas de su letra podríamos ser vos y yo. Atemporalmente, claro.
- ¿Atemporalmente? –pregunté sorprendido.
- Sí, atemporalmente.
- ¿Y porqué atemporalmente?
- Porque cada vez que la escucho me imagino a ambos en cualquier sitio, en otras vidas, en cualquier momento, pero siempre juntos. Imagínate que esto que vos y yo tenemos y vivimos ahora, nuestro amor, lo hubiésemos vivido así en la edad media, o en el lejano oeste norteamericano, o en la Cuba del Che, o en un pueblito perdido en los Alpes suizos. Sea donde fuese se viviría de la misma manera, con la misma intensidad y juntos. Eso me hace sentir esa canción.
- ¡Wowww!, ¡sí que es poderosa!, ¿no lo crees?
- Sí, lo es.

Por un instante bajó su mirada y jugó con el dobladillo de su falda. Recorría con su dedo corazón los rombos de la tela. Esa imagen, en ese preciso momento, me enterneció. Algo muy dentro de mí tuvo una leve inclinación lo suficientemente poderosa como para abrir un pequeño orificio en mi cerebro y que por él cayeran miles de preguntas que me atosigaban justo en ese instante.

- ¿Y porqué te has puesto así? –le dije intentando buscar una explicación al silencio súbito al que se había sumido- Me has dicho que la canción te encanta, que su letra es tan bonita que te transporta de manera atemporal el sentimiento que ambos nos tenemos, pero de pronto te caes como en un profundo pozo. No sé, es como que hay algo más y que no me lo dices –dije mirándola con firmeza.
- Tal vez. No lo sé –me respondió aún sin mirarme.

Entonces contemplé el lóbulo de su oreja izquierda, era perfectamente bello. Su cabello lacio recogido detrás de su oreja me daba una sensación de suavidad que me transportaba a otro sitio y todo lo que nos rodeaba en aquel instante parecía desaparecer. Descubrir aquellas pequeñas cosas en ella era terriblemente emocionante.

- Quisiera escuchar esa canción –le dije.
- ¿Ahora?, ¿aquí?
- Claro, ¿porqué no? Además traes el reproductor contigo. Anda, pásamelo, que quiero escucharla.

Tímidamente me pasó el reproductor y yo me coloqué los auriculares. Navegó por las cientos de canciones que tenía almacenada en su memoria aquel aparato hasta que por fin encontró aquella canción. Entonces presionó el botón de PLAY. Lo que me sobrevino después fue realmente una sensación inesperada. Pocas veces las cosas me sorprenden en demasía, pero en aquel momento, y luego de la charla que tuvimos, escuchar aquella vieja canción me hizo pensar en esa espiral de la cual ella me hablaba. Al terminar la canción presioné el botón de repetir la canción anterior y cerré mis ojos. Volví a sumergirme en aquella espiral. Se sentía hermoso. La letra era preciosa. Justo en una estrofa, el cantante, decía, “aún estamos construyendo y consumiendo el amor”, y tras escuchar aquellas palabras me imaginé a ambos en cualquier sitio, atemporalmente y juntos.
Tras escuchar aquella canción magnética varias veces abrí mis ojos y vi que ella no estaba sentada a mi lado. Caminaba en círculos fumándose un cigarrillo y mirando hacia el cielo. Se había puesto su abrigo de lana marrón que tanto me encantaba.

- Es hermosa –le dije mirándola. Ella me sonrió.
- ¿De veras te ha gustado?
- Sí, mucho. Ya sabes, es una canción vieja pero muy hermosa y con mucha verdad colgada sobre sus letras. Pero después de tú introducción al escucharla la vivencié de una manera distinta y por un instante pensé que no era aquella vieja canción que yo había escuchado en mi adolescencia.

Ella se echó a reír y muy despacio se acercó poniéndose en cuclillas delante de mí. Pitó el cigarrillo y lanzó suavemente una bocanada de humo por el costado de su boca. Tal vez en otra persona me hubiese parecido un gesto un tanto bajo, pero ella se había encargado de dotarlo de mucha sutileza y feminidad. Nos quedamos un instante mirándonos fijamente y cuando ella parpadeó la besé. Sus labios estaban húmedos y fríos, pero la piel de su rostro se sentía tibia. Fue un beso largo y sentido. Tal vez ambos por un instante nos dejamos flotar en la espiral. Al terminar el beso y abrir los ojos tomó mis labios con su mano derecha y apretándolos un poco me dijo que le encantaban. Había sonado cursi pero me sentí querido y atractivo después de aquel halago. Tomé su cara entre mis manos y la volví a besar. Nuevamente el ruido del motor de un automóvil se encargó de polucionar nuestros oídos, no obstante no interrumpimos el beso. Subí el cuello de su campera e hice llegar el cierre hasta el límite de la cremallera. Tomé sus manos frías junto a las mías y las aprisioné.

- ¿Sabes que hacía mi padre cuando yo era niño y tenía las manos heladas? –le dije sonriente.
- No, ¿qué?
- Mi padre tomaba mis manos entre las suyas y las miraba como si las fuese a hipnotizar. Después de un rato me miraba y me decía, “ahora tienes que pensar que no hace frío, que no tienes frío”. Entonces yo miraba mis manos y pensaba en las palabras de mi padre y dejaba de pensar en el frío y automáticamente mis manos, como por arte de magia, dejaban de tener frío. El frío desaparecía, tan solo porque yo me negaba a pensar en él.
- ¿O sea que negando el frío uno deja de sentir frío?
- No lo sé. Para mí funcionó. Tal vez mi padre haya hipnotizado mis manos y yo nunca lo supe. ¿No crees?
- ¡Claro!, además esa es una bonita anécdota de cuando eras pequeño. Mi padre el mentalista, es un gran título para un cuento, ¿no? –dijo sonriéndome.
- Sí, sí lo es.



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lunes, 3 de agosto de 2009