miércoles, 28 de octubre de 2009

mundos espiralados (21)




21


Aquel año terminó de la mejor manera. Terminé haciendo un racconto de lo vivido en él. La semana de Navidad la utilicé para acomodar el departamento y prepararlo para su entrega, pues ya era enero y debía entregarlo en días. Cambios. Alquilar en otro sitio. Renovación. Esas cosas que siempre están en boga entre los estudiantes universitarios. Diciembre había llegado cargado de sonrisas y de un calor un tanto anormal. A veces suele suceder eso, una estación parece alocada y se sale del común denominador que traía por años y todo parece alterarse; pues bien, eso pasó aquel diciembre, el calor era más que lo normal para la época e invitaba a disfrutar. Diciembre me agarró sonriente, así podría definirlo. Durante esa semana me dediqué a pintar y arreglar todo el departamento. Los vientos de cambios me hacían sentir optimista. Mientras hacía el trabajo pensaba los momentos que había vivido en aquel sitio y todas las cosas que habían sucedido durante ese tiempo. Es increíble cómo un conjunto de paredes puede mimetizarse tanto con nosotros mismos. Pasan a formar parte de la historia personal de uno y poco a poco se convierten en verdaderas confidentes dentro de un universo donde suele reinar ampliamente la soledad y el silencio.

Yo había transitado un sinnúmero de momentos que habían logrado tocar mis fibras más íntimas, y ese departamento, esas paredes, habían sido testigo de muchos de ellos. Ese mismo año me había iniciado conmigo completamente enamorado. Pero ese mismo año esa mujer al poco tiempo me dejaba por un hombre bastante mayor que ella, del cual decía estar enamorada. Nuestro amor se había esfumado y nada quedaba. Yo había aprendido la lección, o al menos así intentaba sentirlo. Las lecciones del desamor se aprenden con el tiempo, esa regla sí se había colado en mis sienes. Pertenece a ese tipo de lecciones que se aprenden tras vivirlas y que dejan profundas cicatrices bajo la piel nueva. Las vueltas del destino me habían permitido conocer también a un par de mujeres bellas, femeninas y muy especiales, que de una u otra manera se habían cruzado en mi camino dentro de la espiral. Si pudiera escribir ahora una palabra con los imanes de la heladera seguramente sería, “destino”. Siempre fui un creyente de que nuestro destino ya está escrito. No soy de los que piensan que si ya está escrito para qué vivir entonces, no, al contrario, está escrito pero no se nos devela, sino que lo hace de a poco, como si viniésemos a la vida bajo un impresionante eclipse y poco a poco tras el lento pasar del tiempo el sol fuese apareciendo e iluminara nuestro caminar. Esa sensación del eclipse siempre la tuve presente en mi mente, me acompaña desde muy pequeño, me hace pensar que la sombra del eclipse está a solo un metro de mí, no mas, y que si miro al horizonte de mi vida aún queda mucho por ver y descubrir. Supongo que es un pensamiento fantástico y tal vez irreal, pero cada vez que lo elaboro interiormente me dan más ganas de vivir, todo impulsado por ese anhelo humano de la curiosidad y querer saber que hay más allá, donde no se nos permite ver.


Organizando el placar encontré la carta de Isabel. Habían transcurrido un par de meses desde que la había recibido y no le había respondido. En su momento pensé que sería lo mejor, que como yo no tenía la solución para su problema tal vez sería mejor el silencio. Pero en ese instante que tuve nuevamente la carta en mis manos me dieron ganas de volver a verla, de saber cómo le iba en la vida y de poder disfrutar nuevamente de su compañía. Decidí escribirle. Esa misma tarde salí a comprar un par de cosas que me hacían falta para seguir reacondicionando el departamento y compré un bloc de hojas y una lapicera. Al atardecer, cuando el bullicio de la ciudad cesó, me senté a escribirle un borrador de la carta en el balcón. Sin que las palabras me fluyeran me dejé hipnotizar por la caída del sol. En aquel edificio yo vivía en un quinto piso, y los atardeceres se podían ver de manera casi única, era un privilegiado en eso. Tan pocas veces lograba verlos. Es que siempre andaba enfrascado en lo cotidiano, en el trajín de la universidad o envuelto en mis problemas diarios, y nunca prestaba atención a esa maravilla de la naturaleza y el poder saborear la vida desde lo simple, con ese sabor que muchas veces se siente extraño al paladar de los sentidos. Ni una palabra había escrito, pero sin querer había dibujado una espiral, a modo de esos rayones que hace uno cuando divaga y el sistema nervioso hace lo que se le da la gana sobre un pedazo de papel. Miré la espiral y recordé el texto que venía escribiendo. Los mundos espiralados parecían intersecar demasiado con mi propia vida y hasta pensé en un momento que yo mismo pertenecía a ese tipo de mundos, que alguna porción de mi ser se acomodaba a la perfección en ellos. O tal vez todos en alguna medida pertenecíamos a ese tipos de mundos, así, como si fuesen galaxias emparentadas que flotan como vecindades en el espacio y donde por más que los habitantes de unas les griten a los de otras galaxias vecinas estos no pueden escucharlos. No pueden ayudarlos, en definitiva no pueden interferir con las curvas que las espirales y el destino les tienen preparado.

“Isabel…” así empezó mi respuesta. Luego siguieron un montón de deseos y anhelos para rematar finalmente el texto con el deseo de poder volver a vernos. Tras colocar mi nombre al pie de la carta puse entre paréntesis el número de mi teléfono celular. Tal vez de esa manera sería más fluida la conexión entre ella y yo, y más rápida también. Doblé el borrador y lo metí entre las hojas del bloc. Observé el balcón de la mujer en silla de ruedas y no estaba, curiosamente no estaba. Esbocé una sonrisa. La imaginé tomando un aperitivo con sus amigas o visitando algún familiar, divirtiéndose, evadiendo la curva de la espiral que la había tocado en su vida un tanto cargada de soledad. Así me quedé sintiendo el anochecer caer poco a poco sobre mis hombros. Deseé ser feliz. Por primera vez en mi vida había levantado mi mirada hacia el cielo y como buscando un punto fijo deseé ser feliz. Como todo el mundo deseé ser feliz.

Esa noche soñé. Lo hice con escenas bonitas y momentos felices de mi vida. Sueños de ese tipo que siempre quieres soñar y jamás despertar. Sueños que te gustaría guardar dentro de una caja, colocarle un membrete con el nombre de una persona que quieres como destinatario y enviárselo por correo ultra rápido, sin demoras, lo más veloz posible con el solo fin de darle rápidamente ese puñado de felicidad. Al otro día despaché la carta en la sucursal del Correo Argentino de mi barrio. Le había pegado una estampilla alusiva a la esperanza, una de esas que tras pegarla en el sobre piensas que ayudas aunque sea en algo al mundo, tal como si fuese una pequeña gota en un vasto e inconmensurable océano. Pedaleé en mi bicicleta hasta la universidad. Le puse una cadena con candado y me senté en un banco al lado del estacionamiento. Allí hice tiempo hasta la hora de mi primer cátedra. Observaba el lento pasar de las nubes y recordé los dibujos de la habitación de mi ex novia. Esa vieja psicodelia que tanto me atraía de ella. Busqué mi teléfono celular dentro de mi mochila y escribí un breve mensaje de texto a quien había sido mi novia. “Gracias. Ya es hora de dejarte ir para siempre.”, escribí, luego presioné el botón de ENVIAR. No hubo mensaje de respuesta, supongo que hay respuestas que son predecibles y por ende se dan por asentadas.


La mañana de navidad di dos vueltas de llave a la puerta y cerré el departamento. Iría a casa de mis padres y pasaría la navidad y el año nuevo junto a ellos. En uno de mis hombros colgué la mochila y en el otro el estuche de mi violín. Caminé varias cuadras para llegar a la terminal de colectivos. Me gustaba siempre caminar, era una manera única de apreciar la ciudad y las personas que la habitan. Siempre fui de la idea que mimetizándote con la gente la conoces mejor, te empapas de ellas y puedes absorber su esencia para después resumírsela en cuenta gotas a tú personalidad. Al llegar a la terminal saqué el pasaje y me senté a esperar el colectivo. Estaba lleno de gente caminando apresuradamente, algo que supongo siempre pasa en una terminal de colectivos y más aún en las vísperas de navidad. Una señora de unos setenta y tantos años estaba sentada a mi lado. Miraba fijamente un punto perdido en la nada. No dejó de hacerlo casi todo el rato que estuve allí. Esa atención constante corroía mi sistema nervioso. Algo dentro mío entraba en furia por un hecho externo a mí. Increíblemente me descubrí alterado después de mucho tiempo y por una verdadera estupidez. Entonces orienté mi vista hacia el lugar donde la anciana observaba y topé mi mirada con una gran pantalla LCD. Era hora de noticieros. Noticias de último momento. Una joven de un pueblo de traslasierras había fallecido. Se suponía suicidio. Un hecho lamentable y triste. No es bueno para ninguna sociedad que su juventud tenga acciones suicidas. No tenía familiares, tan solo los empleados de su tienda. Me sentí caer. No podía hablar, ni siquiera emitir un sonido. Mis ojos se brotaron enseguida de lágrimas. El nombre de Isabel se leía claramente en las letras del televisor. Su nombre parecía desteñido y ajado desde la distancia y en mi mente el eco de sus palabras escritas aún podía palparlas. De repente todo se había tornado gris a mi lado, tal como si una tormenta de arena me hubiera sorprendido en medio del desierto. No había podido hacer nada, no había sabido cómo hacerlo. Pensé en la carta dentro del correo. ¿La habrían despachado?, ¿estaría justo en ese momento un cartero llevando la carta a Isabel? Preguntas sin respuestas. Respuestas que ya no tenían sentido. Isabel había muerto y esa era la triste realidad.

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lunes, 19 de octubre de 2009

mundos espiralados (20)




20


Esa misma noche tras regresar al departamento saqué la carta de Isabel del bolsillo de mi jeans y me puse a leerla sentado a la mesa.

“Alan…

Seguramente te estarás preguntando el porqué de una carta mía en tus manos y cómo fue que averigüé tú dirección; pues bien, no te embrolles mucho en pensamientos porque ha sido la mar de simple. Tú dirección la conseguí buscando en la guía de teléfonos. Encontré el número de tus padres y ellos me dieron la dirección de tú departamento, y el porqué de una carta mía no tiene más explicación que el simple hecho de necesitar contarte qué me pasa y qué siento. ¿Alguna vez has sentido una terrible necesidad de contarle algo a alguien y por más que mires en todas las direcciones no encuentras a nadie en quien confiar?, bueno, eso mismo me pasa hoy, así transito mis días. Fue entonces que pensé en ti. Sí. A pesar del corto tiempo que nos conocemos y lo poco que nos conocemos siento dentro de mí que te conozco desde hace mucho, mucho tiempo. Tampoco creas que es como esa cursilería de enamorados que creen conocerse de toda una vida mientras les dura el estado hipnótico y después ni se reconocen, no, descarta esa idea si la estás pensando. Yo siento que te conozco desde hace tiempo porque una vocecita interna me lo dice. Ya sé que suena un tanto loco de entender, supongo que a veces obro como una chica alocada, pero es la única manera de poder expresarte lo que siento diciéndote eso mismo que siento con las palabras que me nacen y como me salen. Creo que el día que estuvimos en las cascadas fue el momento donde me di cuenta que yo tenía conexión contigo. Hablo de profunda conexión, de ese tipo de conexión que no se ve, ¿me entiendes? Desde que te fuiste te he echado de menos. Entiendo perfectamente que viniste a este pueblo a exorcizarte de viejos fantasmas, pero durante tú estadía aquí he sentido que me he compenetrado contigo. Me gusta usar esa palabra, “compenetrado”, me da la idea de fusión, ¿a ti no?

Volviendo al grano quiero contarte lo que me ha llevado a escribir la carta. No es nada de otro mundo pero estoy segura que tal vez tú puedas ayudarme. Creo que eres la única persona que puede hacerlo y tal vez sea porque no me conoces demasiado. Desde que mi madre falleció me he sentido muy sola. A pesar de distraer por momentos mi cabeza con los números de la tienda, o atendiendo a clientes detrás de mostrador, o bien frecuentando amistades, la soledad por momentos me toma por sorpresa y me presiona tanto, tanto, que termino sintiéndome asfixiada. Cuando esa asfixia me doblega tengo ideas de suicidio y es ahí donde entro en pánico y quiero evitar ese tipo de pensamientos, pero no puedo, son fuertes, fortísimos, y avanzan minuto a minuto una vez que se instalan en mi mente. La otra noche casi me he cortado las venas de mis muñecas. Es lamentable, lo sé, no creas que ahora que te escribo esto no lo pienso, pero en ese momento no pienso en más nada que buscar la salida más rápida, la vía de escape que me permita terminar con la conexión a este mundo y evaporarme a otro, si es que existe otro. Nunca le he contado a nadie esto. Inclusive mientras salía con algún hombre tampoco le contaba este tipo de intimidades. Supongo que es un cerrojo que tiene mi boca que solo tiene un par de llaves, una la tengo yo y ahora otra la tienes tú. Escribirte esto me desahoga. Me permite no sentir tanta presión en mis sienes. Me descomprime el espíritu. Durante mucho tiempo pensé que podía sola con todo, que la tienda me daría bocanadas de aire puro y vivir entre las sierras en un pueblo pequeño me haría bien. Pero me equivoqué. La soledad es muy traicionera y así, de a poco, ella me va quitando la alegría de vivir. ¿Tú eres feliz, Alan?, nunca te lo he preguntado. A veces te he mirado a los ojos y creí presentir que sí, pero jamás quise preguntártelo. Supongo que ha sido por vergüenza, no me preguntes a qué pero supongo que ha sido por eso.

Ahora que ya casi termino de escribirte esta carta me estoy comenzando a preguntar ¿qué estarás pensando de mí en este preciso instante? Seguramente pensarás que soy un bicho raro caído de algún planeta lejano, o más bien una suicida que necesita ayuda urgente, y supongo que puedo ser ambas cosas y muchas mas también. Sí, la vida no se me da fácil y hay días que quiero volar, quiero dejar de estar aquí siempre en el mismo carretel, siempre bajo el mismo sol y el mismo cielo. ¿Nunca tuviste ganas de saber que se sentirá al morir?, yo muchas veces me lo pregunto, y mientras lo estoy haciendo siento una sensación de alivio en mi cuerpo. Pero no me suicidaré Alan, no, amo demasiado mi vida. Ya lo hubiera hecho. Tampoco tengo el valor para hacerlo, no obstante quisiera salir de esta locura que se apodera por momentos de mí ultrajando los pensamientos dentro de mi cabeza. ¿Se te ocurre algo para ayudarme?, ¡qué tonta soy!, ¿ves?, apenas nos conocemos y ya te estoy pidiendo ayuda en estas locuras mías. Tú seguramente estarás ya de novio, o concentrado en tus estudios de la universidad o simplemente saliendo con tus amigos pasándola bien y yo con mis peticiones absurdas. Bueno, no importa. Cuando leas la carta dale la importancia que quieras darle, pero lo único que te pediré será que sepas que te quiero, que en tan poco tiempo te he llegado a querer muy especialmente.

Isabel.”


Tras terminar de leer la carta la volví a doblar en cuatro partes y la dejé sobre la mesa. Arrimé la silla a la ventana y contemplé el anochecer. ¿Cuántas personas querrían suicidarse en ese momento en el mundo?, ¿cuántas no estarían viendo un anochecer bonito como el que veía yo y solo una decisión de quitarse la vida ocuparía sus mentes?, supongo que varias. Me sentí terriblemente impotente. En ese momento me pregunté porqué no existía aún la tele trasportación, o un elevador imaginario que me llevara hasta el lado de Isabel. La respuesta fue, porque simplemente no existe, no se puede, las cosas se dan como se dan y muchas veces por más que uno quiera no pueden torcerse así porque sí. En el edificio vecino la anciana de silla de ruedas estaba en el balcón observando las primeras estrellas. Ella también parecía vivir en un mundo propio, como el mío, como el de cada uno de los que habitan este mundo de mundos.


Cuando mi padre comenzó a buscar una casa para mudarnos yo tenía doce años. Iba después del trabajo a las inmobiliarias y junto a un empleado visitaban las casas que estaban disponibles. Mi padre sacaba polaroids a las casa en alquiler y por la noche al volver a nuestra casa se las mostraba a mi madre. Juntos pasaban un par de horas decidiendo cual sería nuestro nuevo hogar. Pero yo nunca participé en la toma de decisiones. Así, un buen día, mi padre subió a mi habitación a darme la noticia.

- Hijo, necesitamos hablar –dijo mi padre.

Yo lo miré sin decir palabra alguna.

- Nos mudaremos de casa y con tú madre ya hemos elegido que casa será nuestro nuevo hogar. Te gustará, tiene un gran patio, un par de árboles en él y una hamaca. Además puedo ayudarte a hacer un arco para que juegues al fútbol con los nuevos amigos que tendrás en el nuevo vecindario.

Mientras mi padre me decía todo aquello yo me sentía completamente elevado y fuera de mí. Sentía una sensación de no querer estar allí, de no abandonar nunca la habitación que conocía desde que había nacido y flotar en ella eternamente. Pero no podía. Mis padres tenían el máximo poder sobre mí.

- ¿Qué piensas? –me preguntó mi padre.
- Lo que tú digas estará bien, Papá. –respondí sin sentimiento alguno.

Mi padre me contemplo serio por un instante y luego esbozo una leve y casi imperceptible sonrisa. Supuse que había entendido que yo estaba feliz de dejar toda mi vida de una día para otro así como así. Ese día por primera vez no tuve ganas de vivir más. Tan solo deseaba vivir allí, en mi casa, y no en otro lugar. No deseaba hacer amigos en otro vecindario, no deseaba mudarme ni ir a otra escuela, ni conocer nuevos maestros, ni transitar otras calles que no fueran la del vecindario que me veía crecer. Estaba enojado y la impotencia me doblegaba. Ese día me quedé en la cama toda la mañana, no tenía ganas de levantarme, tan solo quería mirar la nada a través de la ventana de mi habitación. Creo que fue lo más parecido a sentirme como Isabel. Esa sensación irremediable de decir basta y bajar los brazos. Pero siempre hay una luz que al final del famoso túnel te impulsa y te convence de que no desistas, que el túnel es muy largo aún y no debes dejar de caminar, al contrario, si puedes correr, corre.

Esa noche escribí un par de páginas más en mi historia “mundos espiralados”. La inspiración me venía como borbotones. Mientras escribía recordé el día que me marché de mi casa natal a mi nueva casa. Mis padres habían despachado el camión de mudanza y habían subido ya los últimos trastos al automóvil. Ambos estaban sentados y el motor en marcha. Yo venía caminando lentamente, con mi portafolio de la escuela a rastras, casi no queriendo dejar aquella hermosa y maravillosa casa. Tras cerrar la puerta de la reja apoyé mi cara en los fríos barrotes y contemplé por última vez la casa. Mi padre tocaba bocina desde el automóvil para que me apurase, estaba histérico. Un par de lágrimas cayeron por mis mejillas y una presión horrible me subió por mi pequeño pecho. Entonces volteé y decidí no mirar más hacia atrás, crucé el límite entre lo que decidí sería el pasado y un nuevo presente, y automáticamente sentí que algo de mí había muerto. Algo de mi propia esencia había quedado en aquella casa y jamás volvería a recuperarlo. Tras darme sueño terminé de escribir y me acosté. Por un rato solo contemplé el techo de la habitación. Feliz. ¿Qué es ser feliz?, me pregunté. No tenía la respuesta para Isabel porque realmente no sabía si en ese preciso momento estaba siendo feliz. Es que la felicidad es como bocanadas de brisa veraniega. Se da como esa sensación bella de la brisa de verano golpeándote de lleno en el rostro. No sabría que responderle a Isabel. Tal vez no estaba siendo feliz del todo, no sentía la brisa golpearme directamente a la mandíbula.


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sábado, 17 de octubre de 2009

mundos espiralados (19)




Capítulo 19


Estaba apoyado en el borde de la ventana que había presenciado una de mis últimas charlas con mi ex novia. Estaba solo, la mariposa había desaparecido. Tras el vidrio se veía el campus plagado de alumnos, el césped de un verdor maravilloso, una columna de pinos como fondo y un sol tímido asomándose detrás de un par de nubes. La primavera de a poco fue matizando aquellos días. Por un instante pensé que por vez primera me sentía tan bien después de mucho tiempo. Los recuerdos ya no me asaltaban y mi interior estaba organizado, estable y atento a nuevas emociones. Pasé la palma de mi mano por el borde de la ventana y el frío mármol me tomó de la mano y me sumergió rápidamente en recuerdos. Tuve ganas de tocar el violín, pero no lo tenía conmigo. Entonces cerré el puño, atrapé los recuerdos y de a poco los comprimí mandándolos por los vasos sanguíneos hasta mis venas, para así alojarlos en mi cerebro y ubicarlos en un lugar donde pudiesen habitar tranquilos. Tomé mi mochila, mis libros y me marché de la universidad en mi bicicleta. La larga hilera de pinos que delimitaba el campus parecía seguirme. Se mecían tan lentamente como los quebrachales de las sierras. Me sonreí mientras pedaleaba, por un instante pensé estar allí, enclavado entre las montañas volviendo a respirar ese aire extraño y puro. Mientras seguía pedaleando cerré por unos segundos los ojos y me transporté. Los rostros conocidos se dibujaron en mi mente. Isabel, Daniela y mi ex. ¿El viento de las Bahamas sería como el que en ese momento percibía?, eso me pregunté. Los vientos parecen distintos pero son todos el mismo viento. Nosotros somos los que cambiamos y percibimos al viento como vientos distintos. Al abrir los ojos el sol estaba altivo y brillaba, las nubes se habían disipado y un olor profundo a flores inundaba el camino. Pedaleé con más fuerza, me sentía feliz. Quería volar.

Supongo que a los veintidós años ya había aprendido que enamorarse y amar son cosas distintas, y que cualquiera de las dos trae oculta consigo una daga que se clava inevitablemente en medio del corazón cuando el hechizo desaparece. Ese dolor, fino y perfecto, seguramente es necesario para ir subiendo peldaños en nuestra vida. De las ruinas renació el fénix, el ave pudo volver a reconstruirse para volver a intentarlo, así se siente el volver a comenzar después de haber amado. Al llegar al departamento dejé mi bicicleta apoyada en las rejas del jardín y la encadené a ellas. Tuve ganas de tocar el violín así que me senté sobre una vieja silla destartalada en el patio y comencé a tocar. Mis oídos acusaban que mis notas estaban cargadas de tristeza, cosa que seguramente era así. Tocar el violín me sume siempre en una profunda tristeza seguida de una grávida melancolía. Mientras tocaba observaba las macetas cargadas de flores nuevas que se mecían por la brisa suave. Dócilmente inclinaban sus pétalos y parecían acompañar mi música. Una mujer anciana y en silla de ruedas me observaba detenidamente desde el edificio vecino. Parecía agradarle mi música. Seguramente mis manos transmitían al violín todo lo que sentía por aquel entonces en mi vida. La mujer apoyó sus dos manos sobre la baranda del balcón y sobre ellas su mentón y quedose observándome durante largo rato. Mientras más tocaba el violín más pleno me sentía. Después de tanto tiempo, después de recorrer tantas vueltas dentro de mi mundo espiralado, había vuelto a tocar el violín en soledad. Esa acción me transmitía una paz interior sublime, me conectaba con mi profundo yo interior y me permitía detenerme por un instante a observarme, a mirarme concienzudamente milímetro a milímetro el corazón y analizar las heridas y sus respectivas cicatrices. Había sanado, había vuelto a ser yo mismo. Una oleada de viento fresco corrió a la brisa y movió bruscamente las flores de la maceta y las hojas de la enredadera que flameaba sobre mi cabeza. La mujer de la silla de ruedas lentamente ingresó al departamento y tras cerrar la puerta de vidrio del balcón se quedó mirándome. Mi público se había retirado, era hora de dejar de tocar. Probablemente una tormenta llegaría pronto así que decidí entrar al departamento, tomarme unos mates y empezar a leer un nuevo libro. Eso hice y tras leer un par de capítulos me quedé dormido desparramado sobre el sofá.

Por la mañana me despertó el golpeteo de las ventanas. Un viento fresco cargado de olor a tierra mojada inundaba el departamento. Seguramente había llovido durante la noche. Sobre mi escritorio observé el viejo portarretratos que contenía una foto de mis padres. Al lado, en otro portarretrato, había una fotografía mía de hacía un par de años. La observé con detenimiento, me noté más infeliz que en ese momento, tuve la sensación que algo se me había caído en el camino sin darme cuenta. Nací en el otoño de 1972, tal vez por eso el otoño me va bien, tal vez por eso siempre he sentido que soy un tipo más bien nostálgico con pinceladas de tristeza, y eso mismo sentí al ver las fotografías, una voraz bocanada de nostalgia y tristeza juntas. Mientras cerraba los postigos un cartero bajó presurosamente de su bicicleta y echó un puñado de cartas en los buzones de la entrada al edificio. Las ventanas vecinas comenzaron a cerrarse como previendo el rápido avecinamiento de una fuerte tormenta. Desayuné con un par de mates y continué escribiendo el borrador que había titulado “mundos espiralados”. No quería escribir nada autobiográfico, sino más bien contar la historia de un muchacho de mi edad al cual le pasaban cosas como le pasaban a gente de mi edad. Cosas como el amor, los miedos, las desilusiones, los engaños, la tristeza, la necesidad de independencia, el sexo, la lucha interna con los propios tabúes y limitaciones y la traza de sus propias miserias. Nunca había escrito nada pero tenía ganas de hacerlo esa vez y la propuesta tenía peso. Transcribí lo que había escrito en papel allá en la casa de mi abuelo a la computadora portátil y me senté en el sofá a continuar la historia. La lluvia no tardó en llegar nuevamente. El aire húmedo entraba de a girones desde la puerta del balcón y el murmullo de las gotas chocando contra todo aquello que se interponía a su paso era claro y seco. Me asomé y vi las flores de las macetas recibir las gotas de lluvia como una bendición. La señora de la silla de ruedas me observaba aún desde su ventana. Increíblemente no me sentí solo, al contrario, aquella mujer prisionera de sus piernas parecía hacerme compañía. Esa compañía que muchas veces uno pide a gritos y pocas veces logra encontrarla y reconocerla. Recordé en ese momento al perro de mis padres. Un perro vagabundo que yo había encontrado tirado al otro lado del paredón de mi casa natal. El pobrecito estaba enfermo y alguien lo había dejado allí tirado aún siendo un cachorro. Tras curar al animal en el veterinario había vivido dieciocho años más acompañando de mil maneras a mis padres en los ratos que la soledad visitaba a ambos. Hay compañías invisibles que seguramente son regocijo puro y efectivo para el alma. Eso mismo sentí en aquel instante con la mujer de la silla de ruedas. Me apoyé en la baranda de mi balcón, y aunque la lluvia me mojaba dejé que todo siguiera su curso. Nos mantuvimos la mirada por un largo rato con aquella mujer y mientras el agua de lluvia recorría mi rostro el de ella parecía sonreír desde detrás del vidrio. Por un instante pensé que ella envidiaba mi libertad, el hecho de estar allí, en el balcón, mojándome el rostro y pudiendo decidir libremente hacia dónde quería ir o lo que se me venía en ganas de hacer; pero inmediatamente quise cambiar la idea y lo hice, porque aunque ella estuviese prohibida para el movimiento su mente era libre, tal vez mucho más que la mía. La libertad no solo es física, también muy superiormente es mental.

Tras un rato de estar apoyado en la baranda del balcón disfrutando de la magia de lluvia serena decidí secarme e ir a buscar mis fotocopias de estudio a la universidad. Recordé que había dejado la bicicleta atada en la reja del edificio el día anterior. Bajé preocupado, tal vez me la robaran, pero no, ahí estaba, empapada pero fiel a mí. Abrí la puerta del edificio y tras poner el primer pie fuera del mismo recordé al cartero. ¿Habría carta para mí?, casi seguramente que no pues nadie me escribía. Además pocos sabían que yo vivía allí y quienes lo sabían preferían llamarme por teléfono o enviarme mensajes de texto a mi celular para saber como estaba. Abrí el buzón y ¡sorpresa!, había una carta. Sí, era para mí. Volteé y leí lo escrito sobre el lomo del sobre. Me entumecí. Quedé por un segundo petrificado. Era una carta de Isabel, sí, de aquella bonita y esplendorosa Isabel, la chica de las sierras. Abrí el sobre, tomé la carta, la doblé en cuatro y la guardé en el bolsillo de mi jeans sin leerla. Lo haría después, tranquilo. Quité el candado a la bicicleta y me eché a pedalear rumbo a la universidad. Tras tomar la avenida principal observé al final de la misma un bonito arcoíris, una clara y esplendorosa señal que un ciclo había terminado para dar paso a uno nuevo, uno cargado de olores puros y naturales.


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lunes, 5 de octubre de 2009

mundos espiralados (18)



Capítulo 18

El vapor de la pava la hacía silbar sobre la cocina. Meticulosamente ordené todo para el desayuno, el mate, la yerba, algunos bizcochos de grasa y llené el termo con agua caliente. Desde la cocina observaba a Daniela dormir en mi cama de manera plácida y serena como si se hubiese olvidado de que la vida existe y se hubiera entregado a los brazos de un abismo que la sujetaba de sus extremidades y la balanceaba lentamente hasta caer en el mundo de los sueños. Verla en aquella posición dormida tan profundamente daba la sensación que era el único ser humano capaz de haberse podido despojar de todos sus problemas y disfrutar de un buen descanso. La envidié sanamente por un instante. Sorbí un par de mates y me quedé pensando en nada mientras el sol entraba lentamente por el ventiluz de la cocina. Una línea delgada y amarilla penetraba lentamente y recorría toda la cocina. Iba cargada de vida. A través de ella se podía observar cómo las partículas de polvo, que son invisibles a simple vista, disfrutaban regocijándose en su calidez. Ese haz de luz solar entibiaba todo a su paso así que decidí recibirlo yo también y me crucé delante suyo dejando que me recorriera el rostro y parte de mi cuerpo. Cerré los ojos y sentí como el rayo me acariciaba de a poco, la sensación era increíble, de ese modo logré percibir después de mucho tiempo cómo mi cuerpo y mi interior volvían a combinarse en una única tibieza, algo que sentía había perdido desde hacía mucho tiempo. Abrí la heladera para sacar un pote de dulce de leche y al cerrarla otra vez estaban allí las letras imantadas. Volví a recordar la palabra “atemporal” que mi ex novia había mencionado en aquellos fatídicos días y los recuerdos quisieron hacerme sucumbir, pero esta vez no tuvieron éxito. Los frené a tiempo. Deduje que todo siempre es una trampa recursiva en dónde caes y te levantas una y otra vez hasta tan solo desaparecer. Desordené las letras y seguí tomando mate apoyado sobre la mesada de la cocina. Daniela comenzaba a despertar, parecía un ser que comienza a recobrar vida después de un eterno letargo invernal. Tiré la yerba al mate y puse nueva. Volví a calentar agua en la pava y llenar el termo. El sol ya había invadido por completo la cocina y ahora su luz iluminaba todas las letras imantadas de la heladera. Parecían otras, como si hubiesen cobrado vida, como si con su brillantez bajo la luz de sol expresaran lo que en su orden se podía leer, “mundos espiralados”.

Daniela despertó con una sonrisa. Radiante y única, así la sentí. Es que esa mujer sí que sabía producir sensaciones extrañas en mí. Desayunamos mientras charlábamos de cosas vagas y sin importancia. Nos reíamos y contábamos anécdotas de nuestras vidas como si fuésemos dos grandes amigos que nos conocíamos de toda la vida. Así de bien me sentía a su lado, así de importante era aquel momento en mi vida. Lo comparé con las luciérnagas del jardín. Esas luciérnagas que cuando yo era niño revoloteaban por el jardín de mi casa natal esparciendo su luz y embelleciendo el momento. Luces tenues eran algunas, otras un poco más vivas, pero todas a su momento dejaban su haz de luz diminuto y vivo para alegrarme la vida. Danzaban sin ritmo y sin itinerario fijo, de momentos se arremolinaban a mi alrededor y yo sentía la sensación de ser el agasajado, así que me echaba a correr con ellas detrás y reía, reía y no me cansaba de reír. Esas sensaciones indescriptibles de aquellos momentos de mi vida no tienen traducción, solo son para mí parte de los pilares que sostienen lo que soy. En mi veintena, aquel día que Daniela durmió en mi cama sentí cosas parecidas a las vividas con las luciérnagas de niño. Esa chica tenía luz propia, una luz que era intermitente pero que cuando me irradiaba me hacía sentir un muchacho sumamente feliz. Algo así como un faro en medio de la niebla y yo un bote pesquero a la deriva en ultramar.

Después de desayunar Daniela tomó sus pertenencias y me dijo que debía marcharse.

- ¿Ya te vas?, ¿no querés quedarte un rato más, o almorzar o tal vez a pasar el día conmigo por ahí vagando un poco? –pregunté ansioso.
- Me gustaría mucho, Alan, pero no puedo. Aún me queda un rato largo de viaje hasta mi casa y también tengo muchas cosas que ordenar y hacer. Pero nos veremos pronto, ¿te parece? Me gusta tú compañía y me hace bien. No me preguntes porqué he dicho eso pero es lo que siento. Siento que estar con vos me hace bien.

Sonreí.

- A mí también me hace bien tú compañía, Daniela. –le dije al momento que le di un abrazo sorpresivo.

Nos quedamos en silencio por un rato largo fundidos en aquel abrazo. La libélula seguía intentando entrar a la habitación y se golpeaba contra el vidrio. Iba y venía como en una misión a la que no debía fallar.

- ¡Mira!, ¡una libélula! –exclamó Daniela.
- Sí, desde que me he despertado está ahí intentando entrar, chocándose contra el vidrio.
- ¿Y porqué no la dejaste entrar?
- No sé, supongo que es debido a que después no sabrá salir y terminará cayendo muerta mientras choca contra las paredes. No se me ocurrió dejarla entrar.

Daniela corrió a la ventana y levantó el vidrio. La libélula lentamente entró a la habitación como si estuviera en un vuelo de reconocimiento del lugar. Voló por cada una de las esquinas de la habitación a media altura y voló a nuestro alrededor con ese vuelo tan nervioso y placentero que las caracteriza. Solo me limité a observar el rostro de Daniela y su reacción ante el insecto. Sus facciones demostraban que estaba maravillada ante aquella visión. Se sentía bonito estar viviendo aquel instante. La libélula parecía reconocerla, saber que esa chica amaba a los insectos de su especie. De repente la libélula se acercó a ella y se posó en su mano. Aquello me sorprendió y me llenó de asombro. Parecía haber un lenguaje invisible entre la mirada de Daniela y los ojos de la libélula que apuntaban directamente a los de ella. Me fascinó contemplar esa escena. Observé a mí alrededor y vi la habitación totalmente inundada de sol, un aire fresco y puro se colaba por la ventana abierta y una sensación de plenitud había invadido por completo la habitación como jamás había sentido. Me costaba asegurar que en aquel instante aquella era mi habitación, la misma que muchas veces vivía sumida en la penumbra o en la soledad de mis noches. La libélula se echó a volar nuevamente y en un santiamén salió disparada por la ventana. Esta vez sin chocarse nada, tan solo voló exactamente a través del hueco de la ventana. Daniela cayó sentada sobre la cama con una sonrisa que no podía borrársele. Yo también sonreía y no sabía porqué. Tal vez era todo por aquel hecho indescifrable o por el lenguaje invisible que tienen ciertas personas para comunicarse con otros seres.

- ¿No es maravilloso, Alan?, ¿viste cómo la libélula me ha reconocido?, yo siento que ellas me reconocen. Desde niña me pasa. Estando en las sierras, en la casa quinta de mis padres, las libélulas siempre revoloteaban por doquier y se metían en mi habitación como queriendo comunicarme algo o tal vez dialogar conmigo. Jamás maté a ninguna, tampoco lo haría nunca, y siempre me quedaba quieta mientras algunas de ellas se posaban sobre mí. Esto que pasó ahora hacía mucho que no me pasaba. A veces siento que ellas tienden a decirme cosas, o en su modo a susurrarme secretos o historias futuras. Tal vez mi cabeza de atolondrada sea la que supone cosas por el estilo, pero muchas de las cosas que han pasado en mi vida están atadas a acontecimientos como éste que acabas de presenciar. Es increíble. Tan solo pasa, así, como sucedió ahora. Una libélula entra en algún sitio, lo revolotea, se posa en mí, parece como mirarme y se va, como si nada, como si tan solo viniese a traerme un paquete con un mensaje dentro, el cual yo nunca entiendo.
- Tal vez sea así –dije- tal vez las libélulas tengan algún tipo de conexión oculta con vos. Creo en esas cosas. Creo que las personas tenemos conectividad con animales, con lugares, o con sucesos de la naturaleza como rayos, viento o el propio fuego. Desde chico he creído en ese tipo de conectividad así que no me asombraría que estés ligada a las libélulas. Después de todo no tiene nada de malo –le dije sonriendo.
- Claro que no. No tiene nada de malo. Solo que no sé cual es el tipo de conexión, aún no logro descubrirlo.

De un salto se incorporó de la cama, tomó su mochila y bajamos a planta baja del edificio. Nos despedimos con un beso en los labios y un fuerte abrazo. Esa despedida fue profunda. Sentí que volvería a verla. Algo había cambiado de aquella última vez que se había despedido. Tal vez la libélula tendría que ver. Seguramente que sí.

Volví a la universidad. Eso sucedió a los pocos días de despedirme de Daniela. Volver a aquel edificio fue repetir una vez más lo de los últimos dos años, pero esa vez tenía un toque extra, volvía al mismo sitio que hacía unos meses me había contenido en una profunda y dolorosa soledad. Caer en las fauces de la soledad es similar a ser absorbido por un hoyo negro del espacio exterior donde todo lo que tienes a tú lado se arrastra contigo, así sentía que todos los lugares que hube transitado durante aquellos momentos fueron a parar junto a mí dentro de aquel agujero negro. La universidad no era una excepción, puesto que allí nos veíamos a diario con mi ex y estar nuevamente en ese sitio reflotaba sensaciones que inmediatamente me apuraba a obstruir. Sin embargo todo parecía ser igual que hacía meses atrás, como si aquella vieja edificación plagada de estudiantes que van y vienen jamás se hubiera enterado de nada de lo que a mí me había sucedido. Supuse que tampoco tenía porqué una edificación reaccionar de algún modo ante mi vida, después de todo las edificaciones son moles que observan en silencio cientos de vidas a lo largo de los años. Los primeros días se sintieron extraños, cargados de nuevas responsabilidades y de otra vez comenzar el frenesí de las relaciones humanas en el campus. Por aquel entonces mis compañeros de universidad eran grandes personas, supongo que no siempre uno puede jactarse de tamaña cosa, pero a mí me había tocado compartir mis años de estudio universitario con compañeros de gran personalidad y carisma. Algunos, aquellos que supieron acompañarme a aquel bar de mala muerte donde el hombre calvo escarbaba su oreja, con sus miradas me comunicaban que me veían un poco mejor. Yo me sentía mejor. Pronto me acomodé al ritmo de la universidad. Iba a clases y me podía concentrar a la perfección, pasaba horas en la biblioteca estudiando sin distraerme y cursaba todas las materias del cuatrimestre. Cada tanto recordaba los momentos vividos durante mis cortas vacaciones, el rostro de la bella Isabel o la personalidad atractiva y enigmática de Daniela. No había vuelto a verlas, mi vida parecía haber ingresado en una intersección que había terminado bifurcando por un camino alejado de aquellas mujeres. Al tiempo de estar asistiendo a la universidad me crucé con mi ex novia en uno de los pasillos. Al principio fueron miradas fugaces. El corazón parecía salírseme del pecho. Por un instante pensé qué le diría si ella me dirigía la palabra, aquel momento me estaba ahogando, podía sentir la presión sanguínea en la vena de mi cuello y cómo toda mi visión se acotaba alrededor del lento caminar de ella hacia mí. Fue uno de esos instantes de los cuales uno se dice, “no lo olvidaré jamás…”

Me saludó tímidamente, devolví el saludo también tímidamente y mi voz se escuchó como si estuviese dentro de un pozo profundo casi llegando al centro de la Tierra. Se detuvo un instante a mi lado. Ambos nos mirábamos como reconociéndonos, como si un par de vidas atrás hubiese sido la última vez que nos vimos. Me resultaba muy rara e incómoda aquella situación pero no podía evaporarme de la escena, mis pies parecían petrificados y mis músculos no reaccionaban a mis órdenes. Estaba caminando sobre el filo de una espiral, haciendo equilibrio, temiendo caer nuevamente a ese abismo del cual tanto me había costado salir. La espiral me conducía a un horizonte difuso, del cual solo podía ver cómo él se engullía todo a mí alrededor y el equilibrio debía de ser más y más perfecto. Miedo, eso sentí, miedo a volver a equivocarme, así, como un ciego reciente que no reconoce mentalmente su hábitat. Sin embargo no sucumbí. Supongo que seguí el camino de la espiral.

- ¿Adónde vas? –me preguntó.
- A la biblioteca –dije.
- ¿Estás bien?

Pensé la respuesta por un instante. Dudé. Pero no fue una duda de no saber la respuesta sino más bien fue una duda de elaboración de respuesta.

- Si estar bien es sentir que es grandioso respirar y que tras tener los pulmones llenos de oxígeno sientas que la vida es hermosa y una alegría te desborda desde dentro hacia afuera te diría que sí, que estoy bien, en realidad muy bien –le respondí sosteniendo su mirada. Ella exhaló.
- Me alegro por ti.
- Gracias. ¿Y vos?, ¿estás bien?
- No sé. Supongo que sí. La verdad que no lo sé, a veces dudo que así sea. Creo que me he precipitado en algunas cosas, y en otras directamente he tomado el camino incorrecto.

No quise preguntarle más nada sobre su última respuesta pues sentía que si lo hacía me metería en un berenjenal del cual sería complicado salir para mi propio interior. El sentirme bien y sentir que me había repuesto de mi separación con ella no indicaba que pudiera exponerme a sentir un dolor abrupto o punzante por preguntas o palabras equivocadas. Me quedé en silencio observándola.

- Me gustaría tomar algo con vos, no sé, una cerveza o una gaseosa, algo, así como solíamos hacerlo antes, ¿te acordás? –dijo mi ex.
- ¡Ah! -musité.
- ¿Qué significa ese “¡Ah!”? –me preguntó nerviosamente.
- Nada, solo una manera de expresarme, deberías recordarlo pues suelo hacerlo seguido.
- Lo siento, no lo recordaba, supongo que muchas cosas no tuve en cuenta a su debido tiempo.

Tras decirme aquello último sentí que esa chica que tenía frente mío era alguien extraño, alguien que jamás había conocido y que solo yo mismo había dado forma en mi mente. Ella estaba allí en frente mío y yo me sentía como frente a un cuadro insulso en una galería de arte. Nada del cuadro me atraía, nada del cuadro terminaba por acaparar mis sensaciones, más bien parecía un cuadro más, como tantos que cuelgan de las paredes en una exposición de pintores nóveles. Hice una mueca con mis labios, una mueca que denotaba lástima. Ella percibió mi gesto e instantáneamente se echó a caminar, sin saludarme, sin voltear. A veces un gesto tiene más poder que una detonación nuclear, puede arrasar miles de kilómetros y llegar a mundos paralelos haciendo que todo se trastoque. Me quedé parado en medio del pasillo, con mi mochila apoyada contra mis piernas, con mi mirada perdida en la silueta de mi ex novia marchándose por el infinito pasillo. Cuando caí en mí me di cuenta que ella ya no estaba, que había desaparecido, tal vez había caído al abismo desde el borde de la espiral.


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