20
Esa misma noche tras regresar al departamento saqué la carta de Isabel del bolsillo de mi jeans y me puse a leerla sentado a la mesa.
“Alan…
Seguramente te estarás preguntando el porqué de una carta mía en tus manos y cómo fue que averigüé tú dirección; pues bien, no te embrolles mucho en pensamientos porque ha sido la mar de simple. Tú dirección la conseguí buscando en la guía de teléfonos. Encontré el número de tus padres y ellos me dieron la dirección de tú departamento, y el porqué de una carta mía no tiene más explicación que el simple hecho de necesitar contarte qué me pasa y qué siento. ¿Alguna vez has sentido una terrible necesidad de contarle algo a alguien y por más que mires en todas las direcciones no encuentras a nadie en quien confiar?, bueno, eso mismo me pasa hoy, así transito mis días. Fue entonces que pensé en ti. Sí. A pesar del corto tiempo que nos conocemos y lo poco que nos conocemos siento dentro de mí que te conozco desde hace mucho, mucho tiempo. Tampoco creas que es como esa cursilería de enamorados que creen conocerse de toda una vida mientras les dura el estado hipnótico y después ni se reconocen, no, descarta esa idea si la estás pensando. Yo siento que te conozco desde hace tiempo porque una vocecita interna me lo dice. Ya sé que suena un tanto loco de entender, supongo que a veces obro como una chica alocada, pero es la única manera de poder expresarte lo que siento diciéndote eso mismo que siento con las palabras que me nacen y como me salen. Creo que el día que estuvimos en las cascadas fue el momento donde me di cuenta que yo tenía conexión contigo. Hablo de profunda conexión, de ese tipo de conexión que no se ve, ¿me entiendes? Desde que te fuiste te he echado de menos. Entiendo perfectamente que viniste a este pueblo a exorcizarte de viejos fantasmas, pero durante tú estadía aquí he sentido que me he compenetrado contigo. Me gusta usar esa palabra, “compenetrado”, me da la idea de fusión, ¿a ti no?
Volviendo al grano quiero contarte lo que me ha llevado a escribir la carta. No es nada de otro mundo pero estoy segura que tal vez tú puedas ayudarme. Creo que eres la única persona que puede hacerlo y tal vez sea porque no me conoces demasiado. Desde que mi madre falleció me he sentido muy sola. A pesar de distraer por momentos mi cabeza con los números de la tienda, o atendiendo a clientes detrás de mostrador, o bien frecuentando amistades, la soledad por momentos me toma por sorpresa y me presiona tanto, tanto, que termino sintiéndome asfixiada. Cuando esa asfixia me doblega tengo ideas de suicidio y es ahí donde entro en pánico y quiero evitar ese tipo de pensamientos, pero no puedo, son fuertes, fortísimos, y avanzan minuto a minuto una vez que se instalan en mi mente. La otra noche casi me he cortado las venas de mis muñecas. Es lamentable, lo sé, no creas que ahora que te escribo esto no lo pienso, pero en ese momento no pienso en más nada que buscar la salida más rápida, la vía de escape que me permita terminar con la conexión a este mundo y evaporarme a otro, si es que existe otro. Nunca le he contado a nadie esto. Inclusive mientras salía con algún hombre tampoco le contaba este tipo de intimidades. Supongo que es un cerrojo que tiene mi boca que solo tiene un par de llaves, una la tengo yo y ahora otra la tienes tú. Escribirte esto me desahoga. Me permite no sentir tanta presión en mis sienes. Me descomprime el espíritu. Durante mucho tiempo pensé que podía sola con todo, que la tienda me daría bocanadas de aire puro y vivir entre las sierras en un pueblo pequeño me haría bien. Pero me equivoqué. La soledad es muy traicionera y así, de a poco, ella me va quitando la alegría de vivir. ¿Tú eres feliz, Alan?, nunca te lo he preguntado. A veces te he mirado a los ojos y creí presentir que sí, pero jamás quise preguntártelo. Supongo que ha sido por vergüenza, no me preguntes a qué pero supongo que ha sido por eso.
Ahora que ya casi termino de escribirte esta carta me estoy comenzando a preguntar ¿qué estarás pensando de mí en este preciso instante? Seguramente pensarás que soy un bicho raro caído de algún planeta lejano, o más bien una suicida que necesita ayuda urgente, y supongo que puedo ser ambas cosas y muchas mas también. Sí, la vida no se me da fácil y hay días que quiero volar, quiero dejar de estar aquí siempre en el mismo carretel, siempre bajo el mismo sol y el mismo cielo. ¿Nunca tuviste ganas de saber que se sentirá al morir?, yo muchas veces me lo pregunto, y mientras lo estoy haciendo siento una sensación de alivio en mi cuerpo. Pero no me suicidaré Alan, no, amo demasiado mi vida. Ya lo hubiera hecho. Tampoco tengo el valor para hacerlo, no obstante quisiera salir de esta locura que se apodera por momentos de mí ultrajando los pensamientos dentro de mi cabeza. ¿Se te ocurre algo para ayudarme?, ¡qué tonta soy!, ¿ves?, apenas nos conocemos y ya te estoy pidiendo ayuda en estas locuras mías. Tú seguramente estarás ya de novio, o concentrado en tus estudios de la universidad o simplemente saliendo con tus amigos pasándola bien y yo con mis peticiones absurdas. Bueno, no importa. Cuando leas la carta dale la importancia que quieras darle, pero lo único que te pediré será que sepas que te quiero, que en tan poco tiempo te he llegado a querer muy especialmente.
Isabel.”
Tras terminar de leer la carta la volví a doblar en cuatro partes y la dejé sobre la mesa. Arrimé la silla a la ventana y contemplé el anochecer. ¿Cuántas personas querrían suicidarse en ese momento en el mundo?, ¿cuántas no estarían viendo un anochecer bonito como el que veía yo y solo una decisión de quitarse la vida ocuparía sus mentes?, supongo que varias. Me sentí terriblemente impotente. En ese momento me pregunté porqué no existía aún la tele trasportación, o un elevador imaginario que me llevara hasta el lado de Isabel. La respuesta fue, porque simplemente no existe, no se puede, las cosas se dan como se dan y muchas veces por más que uno quiera no pueden torcerse así porque sí. En el edificio vecino la anciana de silla de ruedas estaba en el balcón observando las primeras estrellas. Ella también parecía vivir en un mundo propio, como el mío, como el de cada uno de los que habitan este mundo de mundos.
Cuando mi padre comenzó a buscar una casa para mudarnos yo tenía doce años. Iba después del trabajo a las inmobiliarias y junto a un empleado visitaban las casas que estaban disponibles. Mi padre sacaba polaroids a las casa en alquiler y por la noche al volver a nuestra casa se las mostraba a mi madre. Juntos pasaban un par de horas decidiendo cual sería nuestro nuevo hogar. Pero yo nunca participé en la toma de decisiones. Así, un buen día, mi padre subió a mi habitación a darme la noticia.
- Hijo, necesitamos hablar –dijo mi padre.
Yo lo miré sin decir palabra alguna.
- Nos mudaremos de casa y con tú madre ya hemos elegido que casa será nuestro nuevo hogar. Te gustará, tiene un gran patio, un par de árboles en él y una hamaca. Además puedo ayudarte a hacer un arco para que juegues al fútbol con los nuevos amigos que tendrás en el nuevo vecindario.
Mientras mi padre me decía todo aquello yo me sentía completamente elevado y fuera de mí. Sentía una sensación de no querer estar allí, de no abandonar nunca la habitación que conocía desde que había nacido y flotar en ella eternamente. Pero no podía. Mis padres tenían el máximo poder sobre mí.
- ¿Qué piensas? –me preguntó mi padre.
- Lo que tú digas estará bien, Papá. –respondí sin sentimiento alguno.
Mi padre me contemplo serio por un instante y luego esbozo una leve y casi imperceptible sonrisa. Supuse que había entendido que yo estaba feliz de dejar toda mi vida de una día para otro así como así. Ese día por primera vez no tuve ganas de vivir más. Tan solo deseaba vivir allí, en mi casa, y no en otro lugar. No deseaba hacer amigos en otro vecindario, no deseaba mudarme ni ir a otra escuela, ni conocer nuevos maestros, ni transitar otras calles que no fueran la del vecindario que me veía crecer. Estaba enojado y la impotencia me doblegaba. Ese día me quedé en la cama toda la mañana, no tenía ganas de levantarme, tan solo quería mirar la nada a través de la ventana de mi habitación. Creo que fue lo más parecido a sentirme como Isabel. Esa sensación irremediable de decir basta y bajar los brazos. Pero siempre hay una luz que al final del famoso túnel te impulsa y te convence de que no desistas, que el túnel es muy largo aún y no debes dejar de caminar, al contrario, si puedes correr, corre.
Esa noche escribí un par de páginas más en mi historia “mundos espiralados”. La inspiración me venía como borbotones. Mientras escribía recordé el día que me marché de mi casa natal a mi nueva casa. Mis padres habían despachado el camión de mudanza y habían subido ya los últimos trastos al automóvil. Ambos estaban sentados y el motor en marcha. Yo venía caminando lentamente, con mi portafolio de la escuela a rastras, casi no queriendo dejar aquella hermosa y maravillosa casa. Tras cerrar la puerta de la reja apoyé mi cara en los fríos barrotes y contemplé por última vez la casa. Mi padre tocaba bocina desde el automóvil para que me apurase, estaba histérico. Un par de lágrimas cayeron por mis mejillas y una presión horrible me subió por mi pequeño pecho. Entonces volteé y decidí no mirar más hacia atrás, crucé el límite entre lo que decidí sería el pasado y un nuevo presente, y automáticamente sentí que algo de mí había muerto. Algo de mi propia esencia había quedado en aquella casa y jamás volvería a recuperarlo. Tras darme sueño terminé de escribir y me acosté. Por un rato solo contemplé el techo de la habitación. Feliz. ¿Qué es ser feliz?, me pregunté. No tenía la respuesta para Isabel porque realmente no sabía si en ese preciso momento estaba siendo feliz. Es que la felicidad es como bocanadas de brisa veraniega. Se da como esa sensación bella de la brisa de verano golpeándote de lleno en el rostro. No sabría que responderle a Isabel. Tal vez no estaba siendo feliz del todo, no sentía la brisa golpearme directamente a la mandíbula.
“Alan…
Seguramente te estarás preguntando el porqué de una carta mía en tus manos y cómo fue que averigüé tú dirección; pues bien, no te embrolles mucho en pensamientos porque ha sido la mar de simple. Tú dirección la conseguí buscando en la guía de teléfonos. Encontré el número de tus padres y ellos me dieron la dirección de tú departamento, y el porqué de una carta mía no tiene más explicación que el simple hecho de necesitar contarte qué me pasa y qué siento. ¿Alguna vez has sentido una terrible necesidad de contarle algo a alguien y por más que mires en todas las direcciones no encuentras a nadie en quien confiar?, bueno, eso mismo me pasa hoy, así transito mis días. Fue entonces que pensé en ti. Sí. A pesar del corto tiempo que nos conocemos y lo poco que nos conocemos siento dentro de mí que te conozco desde hace mucho, mucho tiempo. Tampoco creas que es como esa cursilería de enamorados que creen conocerse de toda una vida mientras les dura el estado hipnótico y después ni se reconocen, no, descarta esa idea si la estás pensando. Yo siento que te conozco desde hace tiempo porque una vocecita interna me lo dice. Ya sé que suena un tanto loco de entender, supongo que a veces obro como una chica alocada, pero es la única manera de poder expresarte lo que siento diciéndote eso mismo que siento con las palabras que me nacen y como me salen. Creo que el día que estuvimos en las cascadas fue el momento donde me di cuenta que yo tenía conexión contigo. Hablo de profunda conexión, de ese tipo de conexión que no se ve, ¿me entiendes? Desde que te fuiste te he echado de menos. Entiendo perfectamente que viniste a este pueblo a exorcizarte de viejos fantasmas, pero durante tú estadía aquí he sentido que me he compenetrado contigo. Me gusta usar esa palabra, “compenetrado”, me da la idea de fusión, ¿a ti no?
Volviendo al grano quiero contarte lo que me ha llevado a escribir la carta. No es nada de otro mundo pero estoy segura que tal vez tú puedas ayudarme. Creo que eres la única persona que puede hacerlo y tal vez sea porque no me conoces demasiado. Desde que mi madre falleció me he sentido muy sola. A pesar de distraer por momentos mi cabeza con los números de la tienda, o atendiendo a clientes detrás de mostrador, o bien frecuentando amistades, la soledad por momentos me toma por sorpresa y me presiona tanto, tanto, que termino sintiéndome asfixiada. Cuando esa asfixia me doblega tengo ideas de suicidio y es ahí donde entro en pánico y quiero evitar ese tipo de pensamientos, pero no puedo, son fuertes, fortísimos, y avanzan minuto a minuto una vez que se instalan en mi mente. La otra noche casi me he cortado las venas de mis muñecas. Es lamentable, lo sé, no creas que ahora que te escribo esto no lo pienso, pero en ese momento no pienso en más nada que buscar la salida más rápida, la vía de escape que me permita terminar con la conexión a este mundo y evaporarme a otro, si es que existe otro. Nunca le he contado a nadie esto. Inclusive mientras salía con algún hombre tampoco le contaba este tipo de intimidades. Supongo que es un cerrojo que tiene mi boca que solo tiene un par de llaves, una la tengo yo y ahora otra la tienes tú. Escribirte esto me desahoga. Me permite no sentir tanta presión en mis sienes. Me descomprime el espíritu. Durante mucho tiempo pensé que podía sola con todo, que la tienda me daría bocanadas de aire puro y vivir entre las sierras en un pueblo pequeño me haría bien. Pero me equivoqué. La soledad es muy traicionera y así, de a poco, ella me va quitando la alegría de vivir. ¿Tú eres feliz, Alan?, nunca te lo he preguntado. A veces te he mirado a los ojos y creí presentir que sí, pero jamás quise preguntártelo. Supongo que ha sido por vergüenza, no me preguntes a qué pero supongo que ha sido por eso.
Ahora que ya casi termino de escribirte esta carta me estoy comenzando a preguntar ¿qué estarás pensando de mí en este preciso instante? Seguramente pensarás que soy un bicho raro caído de algún planeta lejano, o más bien una suicida que necesita ayuda urgente, y supongo que puedo ser ambas cosas y muchas mas también. Sí, la vida no se me da fácil y hay días que quiero volar, quiero dejar de estar aquí siempre en el mismo carretel, siempre bajo el mismo sol y el mismo cielo. ¿Nunca tuviste ganas de saber que se sentirá al morir?, yo muchas veces me lo pregunto, y mientras lo estoy haciendo siento una sensación de alivio en mi cuerpo. Pero no me suicidaré Alan, no, amo demasiado mi vida. Ya lo hubiera hecho. Tampoco tengo el valor para hacerlo, no obstante quisiera salir de esta locura que se apodera por momentos de mí ultrajando los pensamientos dentro de mi cabeza. ¿Se te ocurre algo para ayudarme?, ¡qué tonta soy!, ¿ves?, apenas nos conocemos y ya te estoy pidiendo ayuda en estas locuras mías. Tú seguramente estarás ya de novio, o concentrado en tus estudios de la universidad o simplemente saliendo con tus amigos pasándola bien y yo con mis peticiones absurdas. Bueno, no importa. Cuando leas la carta dale la importancia que quieras darle, pero lo único que te pediré será que sepas que te quiero, que en tan poco tiempo te he llegado a querer muy especialmente.
Isabel.”
Tras terminar de leer la carta la volví a doblar en cuatro partes y la dejé sobre la mesa. Arrimé la silla a la ventana y contemplé el anochecer. ¿Cuántas personas querrían suicidarse en ese momento en el mundo?, ¿cuántas no estarían viendo un anochecer bonito como el que veía yo y solo una decisión de quitarse la vida ocuparía sus mentes?, supongo que varias. Me sentí terriblemente impotente. En ese momento me pregunté porqué no existía aún la tele trasportación, o un elevador imaginario que me llevara hasta el lado de Isabel. La respuesta fue, porque simplemente no existe, no se puede, las cosas se dan como se dan y muchas veces por más que uno quiera no pueden torcerse así porque sí. En el edificio vecino la anciana de silla de ruedas estaba en el balcón observando las primeras estrellas. Ella también parecía vivir en un mundo propio, como el mío, como el de cada uno de los que habitan este mundo de mundos.
Cuando mi padre comenzó a buscar una casa para mudarnos yo tenía doce años. Iba después del trabajo a las inmobiliarias y junto a un empleado visitaban las casas que estaban disponibles. Mi padre sacaba polaroids a las casa en alquiler y por la noche al volver a nuestra casa se las mostraba a mi madre. Juntos pasaban un par de horas decidiendo cual sería nuestro nuevo hogar. Pero yo nunca participé en la toma de decisiones. Así, un buen día, mi padre subió a mi habitación a darme la noticia.
- Hijo, necesitamos hablar –dijo mi padre.
Yo lo miré sin decir palabra alguna.
- Nos mudaremos de casa y con tú madre ya hemos elegido que casa será nuestro nuevo hogar. Te gustará, tiene un gran patio, un par de árboles en él y una hamaca. Además puedo ayudarte a hacer un arco para que juegues al fútbol con los nuevos amigos que tendrás en el nuevo vecindario.
Mientras mi padre me decía todo aquello yo me sentía completamente elevado y fuera de mí. Sentía una sensación de no querer estar allí, de no abandonar nunca la habitación que conocía desde que había nacido y flotar en ella eternamente. Pero no podía. Mis padres tenían el máximo poder sobre mí.
- ¿Qué piensas? –me preguntó mi padre.
- Lo que tú digas estará bien, Papá. –respondí sin sentimiento alguno.
Mi padre me contemplo serio por un instante y luego esbozo una leve y casi imperceptible sonrisa. Supuse que había entendido que yo estaba feliz de dejar toda mi vida de una día para otro así como así. Ese día por primera vez no tuve ganas de vivir más. Tan solo deseaba vivir allí, en mi casa, y no en otro lugar. No deseaba hacer amigos en otro vecindario, no deseaba mudarme ni ir a otra escuela, ni conocer nuevos maestros, ni transitar otras calles que no fueran la del vecindario que me veía crecer. Estaba enojado y la impotencia me doblegaba. Ese día me quedé en la cama toda la mañana, no tenía ganas de levantarme, tan solo quería mirar la nada a través de la ventana de mi habitación. Creo que fue lo más parecido a sentirme como Isabel. Esa sensación irremediable de decir basta y bajar los brazos. Pero siempre hay una luz que al final del famoso túnel te impulsa y te convence de que no desistas, que el túnel es muy largo aún y no debes dejar de caminar, al contrario, si puedes correr, corre.
Esa noche escribí un par de páginas más en mi historia “mundos espiralados”. La inspiración me venía como borbotones. Mientras escribía recordé el día que me marché de mi casa natal a mi nueva casa. Mis padres habían despachado el camión de mudanza y habían subido ya los últimos trastos al automóvil. Ambos estaban sentados y el motor en marcha. Yo venía caminando lentamente, con mi portafolio de la escuela a rastras, casi no queriendo dejar aquella hermosa y maravillosa casa. Tras cerrar la puerta de la reja apoyé mi cara en los fríos barrotes y contemplé por última vez la casa. Mi padre tocaba bocina desde el automóvil para que me apurase, estaba histérico. Un par de lágrimas cayeron por mis mejillas y una presión horrible me subió por mi pequeño pecho. Entonces volteé y decidí no mirar más hacia atrás, crucé el límite entre lo que decidí sería el pasado y un nuevo presente, y automáticamente sentí que algo de mí había muerto. Algo de mi propia esencia había quedado en aquella casa y jamás volvería a recuperarlo. Tras darme sueño terminé de escribir y me acosté. Por un rato solo contemplé el techo de la habitación. Feliz. ¿Qué es ser feliz?, me pregunté. No tenía la respuesta para Isabel porque realmente no sabía si en ese preciso momento estaba siendo feliz. Es que la felicidad es como bocanadas de brisa veraniega. Se da como esa sensación bella de la brisa de verano golpeándote de lleno en el rostro. No sabría que responderle a Isabel. Tal vez no estaba siendo feliz del todo, no sentía la brisa golpearme directamente a la mandíbula.
Cada vez me gusta mas el personaje de Isabel. Que dificiles son los cambios, no?
ResponderEliminarY sobre lo de mi blog... es muy real. Sigo triste, y espero a que el sentimiento se vaya lejos.
Saludos
@TEREZA:
ResponderEliminarQuería pensar que no era real, no sé, por vez primera soñé con pura ficción, porque no sueño ficción, escribo ficción, vivo realidad.
Te dejo un beso enorme y fuerza!
uyyyyyyyyyyyy, pues que decirte... lo importante de todo el relato es a la pregunta que llevás a Alan pero a la que llevás a nosotras/los las/os lectoras/es...
ResponderEliminar¿Que putas es la felicidad?
Uyyyyyyyyyyy que tema... así nos da para hablara días... toda le gente tiene una descripción distinta... y puede cambiar de perspectiva de un segundo a otro...
Espero recibir una carta de esas.
Un beso y un abrazo Miguelito, abrazo fuerteeeeeeeeeeeeeeee.
@NATY:
ResponderEliminarLa búsquedad de la felicidad muchas veces es una meta para entretenernos y dejar pasar la vida. Hoy es común ver en publicidades o en internet o hasta en la charla de tú barrio o vecindario entre amigos y desconocidos que todo el mundo quiere ser feliz, y se quejan de que no lo son o que solo se les da por un corto tiempo; y es entonces que se lanzan en busca de la felicidad utópica. Resumiré mi pensamiento de respuesta a tú comentario con un pasaje de un libro que leo actualmente:
"el que nunca vive el momento, no vive nunca. ¿qué haces tú?"
Supongo que esa es mi respuesta más acertada a la utópica felicidad. Vivir el momento, de eso se trata, buscar y aprovechar y valorar los gramos de felicidad que dispone de un momento es el objetivo. Juntá todos los gramos y verás cuantos kilogramos de felicidad tendrás en tú vida.
Besos baby ;)
@l.e.linsay:
ResponderEliminarBienvenida a mi blog.
Me parece una buena idea y cuenta conmigo y con el aporte que puedan brindarte mis blogs. Desde ya gracias por tener en cuenta mis textos.
Saludos.
No sé porque leí este , pero me pareció perfecto, porque hacía tiempo que no me pasaba por aquí y me gustó. Prometo leer todos los capítulos en cuanto tenga tiempo.
ResponderEliminar@DARKO WIGGIN:
ResponderEliminarAmigo, siempre sos bienvenido en mis blogs. Como verás esta historia ya va por su capítulo veintitantos y la verdad que con ella intenté probar una nouvelle segmentada. Supongo que gustó, a mí me gustó y gusta aún escribirla.
Cuando quieras pasá y leé.
Saludos.