lunes, 27 de junio de 2016

Sutura




Yo me reía. Ella se reía. Por dentro ninguno de los dos nos reíamos. Así de plagada está la vida de incongruencias. Manifestábamos ser sinceros, mirarnos directamente a los ojos, sostenernos la mirada, pero todo era un vil acto de hipocresía, ni más ni menos. En el fondo ambos sabíamos que todo estaba roto.
Comenzó a romperse hacía tiempo, sin darnos cuenta, tal como sucede casi siempre. Ella en su mundo, con sus amistades, con su trabajo, sus ausencias, y todo eso que produce un ovillo inmanejable con el tiempo. Yo con lo mío. Lo mismo o más que ella. Así sucedió. De repente un día nos encontramos sentados en un banco del parque observando a todo el mundo deambular y disfrutar del día sin siquiera dirigirnos la palabra. Nos miramos y en ese cruce de miradas hablamos. Nos dijimos tímida y mordazmente todo lo que necesitábamos decirnos. Había cerca un fin, y ambos caminábamos hacia él tan tranquilamente como ganado condenado a la muerte.
Mientras los niños nos pasaban rasantes con sus bicicletas y algún que otro transeúnte nos echaba el ojo, nuestro mundo comenzaba a cerrarse como si se tratase de un portal mágico, uno que había ya perdido por completo su magia.
En la agonía de ese día volvimos caminando en silencio al departamento que compartíamos desde hacía años. Es increíble percibir cómo el tiempo horada las vidas… ¿influimos también nosotros? Nos echábamos cada tanto una mirada de soslayo y nos percatábamos que estábamos uno al lado del otro. Necesitábamos de ese chequeo visual para simular la pérdida de aquella sensación maravillosa que en los primeros tiempos nos hacía más perceptibles y receptivos. Sin quererlo habíamos quedado huérfanos de aquello, y ahora, en la deriva sentimental, ambos nos asemejábamos a dos náufragos a punto de sucumbir ante la inconmensurabilidad de un vasto océano que todo lo envolvía.
Ese día fue el verdadero punto de inflexión. Esa noche el divorcio silencioso, el trago amargo, el despertar del fin. Simplemente estábamos allí, en ese departamento frío y amoblado, evitándonos, tratando de no enfrentar ni siquiera nuestras miradas. Ella aún llevaba puestos sus anteojos de sol sobre su cabeza. Ordenaba su ropa, sus zapatos, perfumes, libros, de una manera estructurada y eficaz. La conocía demasiado bien, lo hacía para evitar pensar. Sé que en el fondo eso la mantenía ocupada, y con ello había logrado colocar una valla entre su corazón y el resto de su existencia para que nadie pudiera saltarla y dañarla aún más.
Colocó todo en cajas, luego las ordenó en el living y las rotuló a conciencia: “ropa”, “zapatos”, “libros”, “varios”, etc, etc, etc… Ahí estaba parte de mi vida, entre sus cosas. Cada objeto se llevaba impreso parte de mí y de los años que habíamos compartido juntos. El tiempo tiene ese poder impregnante, como si se tratase de un olor persistente que se pega a tu piel o ropa y no puedes desprenderte fácilmente de él. Cuando hubo embalado lo último de sus pertenencias ya se oía el eco de la inminente soledad chocar entre las paredes.
A la mañana siguiente, tras un par de llamados, un camión de mudanzas estacionó frente al edificio y en casi un abrir y cerrar de ojos cargaron parte de su vida y la mía. Muy fácil —dije interiormente—, y contemplé por última vez la tristeza en sus pupilas. Luego vino el abrazo, el “cuídate”, el “lo siento”, y también el “estaremos bien”. Palabras y más palabras. Una detrás de la otra intentando colocar un apósito a las heridas sangrantes y dolientes de dos humanos que habían dejado de entenderse, y ahora se desconocían.
El camión partió y se perdió entre las decenas de vehículos que transitaban la calle y el bullicio de la mañana. Ella hizo lo mismo, sólo que, a pasos cortos, cabizbaja y observando el suelo. Logró perderse entre la multitud y finalmente salir de mi vida. Inmediatamente tomé un abrigo y salí del departamento. No quería estar allí. Me sentía asfixiado. Parecía que también se había llevado consigo el oxígeno. Caminé un buen rato sin pensar en nada, tan solo sintiendo el dolor recorriendo cada célula de mi cuerpo. Por momentos tenía la imperiosa necesidad de querer saberlo todo, del porqué aquel abismo se había dado cita entre nosotros. Nunca hallé indicios. Siempre ha quedado flotando esa incógnita escurridiza e implacable que por momentos se torna tan vívida que se hace insoportable.
Los días pasaron, los meses le siguieron y aquel departamento tan luminoso se volvió sombrío e inhabitable. Pasaba por él como un alma en pena. Sólo regresaba a dormir, y por las mañanas huía lo más rápido posible. Todo se había tornado demasiado impersonal. El amor que mantenía la lumbre encendida del hogar ya no se percibía, se había esfumado, y el tiempo se encargó por completo de suturar las heridas encerrando dentro de ellas nuestras propias historias.