domingo, 3 de julio de 2016

Fin de ciclo


Y como todo tiene un final ha llegado también para este blog que durante tanto tiempo ha sido un escaparate perfecto para mis textos. Sí, de ahora en más pueden leer mis textos en la nueva casa:


Todo tiene un fin pero también es bonito un "comenzar nuevamente"...

Los espero por la "nueva casa"

Saludos.


Miguel Luis Aguilera

lunes, 27 de junio de 2016

Sutura




Yo me reía. Ella se reía. Por dentro ninguno de los dos nos reíamos. Así de plagada está la vida de incongruencias. Manifestábamos ser sinceros, mirarnos directamente a los ojos, sostenernos la mirada, pero todo era un vil acto de hipocresía, ni más ni menos. En el fondo ambos sabíamos que todo estaba roto.
Comenzó a romperse hacía tiempo, sin darnos cuenta, tal como sucede casi siempre. Ella en su mundo, con sus amistades, con su trabajo, sus ausencias, y todo eso que produce un ovillo inmanejable con el tiempo. Yo con lo mío. Lo mismo o más que ella. Así sucedió. De repente un día nos encontramos sentados en un banco del parque observando a todo el mundo deambular y disfrutar del día sin siquiera dirigirnos la palabra. Nos miramos y en ese cruce de miradas hablamos. Nos dijimos tímida y mordazmente todo lo que necesitábamos decirnos. Había cerca un fin, y ambos caminábamos hacia él tan tranquilamente como ganado condenado a la muerte.
Mientras los niños nos pasaban rasantes con sus bicicletas y algún que otro transeúnte nos echaba el ojo, nuestro mundo comenzaba a cerrarse como si se tratase de un portal mágico, uno que había ya perdido por completo su magia.
En la agonía de ese día volvimos caminando en silencio al departamento que compartíamos desde hacía años. Es increíble percibir cómo el tiempo horada las vidas… ¿influimos también nosotros? Nos echábamos cada tanto una mirada de soslayo y nos percatábamos que estábamos uno al lado del otro. Necesitábamos de ese chequeo visual para simular la pérdida de aquella sensación maravillosa que en los primeros tiempos nos hacía más perceptibles y receptivos. Sin quererlo habíamos quedado huérfanos de aquello, y ahora, en la deriva sentimental, ambos nos asemejábamos a dos náufragos a punto de sucumbir ante la inconmensurabilidad de un vasto océano que todo lo envolvía.
Ese día fue el verdadero punto de inflexión. Esa noche el divorcio silencioso, el trago amargo, el despertar del fin. Simplemente estábamos allí, en ese departamento frío y amoblado, evitándonos, tratando de no enfrentar ni siquiera nuestras miradas. Ella aún llevaba puestos sus anteojos de sol sobre su cabeza. Ordenaba su ropa, sus zapatos, perfumes, libros, de una manera estructurada y eficaz. La conocía demasiado bien, lo hacía para evitar pensar. Sé que en el fondo eso la mantenía ocupada, y con ello había logrado colocar una valla entre su corazón y el resto de su existencia para que nadie pudiera saltarla y dañarla aún más.
Colocó todo en cajas, luego las ordenó en el living y las rotuló a conciencia: “ropa”, “zapatos”, “libros”, “varios”, etc, etc, etc… Ahí estaba parte de mi vida, entre sus cosas. Cada objeto se llevaba impreso parte de mí y de los años que habíamos compartido juntos. El tiempo tiene ese poder impregnante, como si se tratase de un olor persistente que se pega a tu piel o ropa y no puedes desprenderte fácilmente de él. Cuando hubo embalado lo último de sus pertenencias ya se oía el eco de la inminente soledad chocar entre las paredes.
A la mañana siguiente, tras un par de llamados, un camión de mudanzas estacionó frente al edificio y en casi un abrir y cerrar de ojos cargaron parte de su vida y la mía. Muy fácil —dije interiormente—, y contemplé por última vez la tristeza en sus pupilas. Luego vino el abrazo, el “cuídate”, el “lo siento”, y también el “estaremos bien”. Palabras y más palabras. Una detrás de la otra intentando colocar un apósito a las heridas sangrantes y dolientes de dos humanos que habían dejado de entenderse, y ahora se desconocían.
El camión partió y se perdió entre las decenas de vehículos que transitaban la calle y el bullicio de la mañana. Ella hizo lo mismo, sólo que, a pasos cortos, cabizbaja y observando el suelo. Logró perderse entre la multitud y finalmente salir de mi vida. Inmediatamente tomé un abrigo y salí del departamento. No quería estar allí. Me sentía asfixiado. Parecía que también se había llevado consigo el oxígeno. Caminé un buen rato sin pensar en nada, tan solo sintiendo el dolor recorriendo cada célula de mi cuerpo. Por momentos tenía la imperiosa necesidad de querer saberlo todo, del porqué aquel abismo se había dado cita entre nosotros. Nunca hallé indicios. Siempre ha quedado flotando esa incógnita escurridiza e implacable que por momentos se torna tan vívida que se hace insoportable.
Los días pasaron, los meses le siguieron y aquel departamento tan luminoso se volvió sombrío e inhabitable. Pasaba por él como un alma en pena. Sólo regresaba a dormir, y por las mañanas huía lo más rápido posible. Todo se había tornado demasiado impersonal. El amor que mantenía la lumbre encendida del hogar ya no se percibía, se había esfumado, y el tiempo se encargó por completo de suturar las heridas encerrando dentro de ellas nuestras propias historias.

viernes, 27 de mayo de 2016

Sonidos claros




Simplemente se trataba de escuchar el sonido del contrabajo. Nada más simple y menos complejo que eso. Claro y limpio sonido que se arrastraba por todos los objetos que encontraba a su paso… inclusive sobre ella y sobre mí. Alguien me había dicho que era un sonido que dejaba huella, ¡y sí que lo era! Ese día habíamos retornado de una placentera caminata por calles solitarias. Caminamos con displicencia, charlando de a ratos, observando balcones y marquesinas, cielos y rostros desconocidos. Caminatas impactantes, así me gusta llamarlas. Volvimos después de un par de horas al hotel y fue ahí que escuchamos los sonidos claros e inequívocos del contrabajo. A ellos se les sumó el de un piano. Todo parecía flotar a nuestro alrededor. Un cúmulo de sensaciones desplazándose entre todos los presentes. Poesía de la vida misma…

Ella aplaudía a rabiar. Batía sus manos frenéticamente agradeciendo aquellos sonidos que nos indicaban que estábamos vivos, que disfrutábamos de la vida como unos verdaderos privilegiados. Cada tanto se volteaba y me observaba con sus ojos brillantes como las noches de luna llena y una sonrisa a flor de labios. Verdadera música para mi angustiado corazón. Aplaudía porque lo sentía desde lo más recóndito de sus entrañas. Le encantaba expresar su amor por el arte, y esa música era arte sin lugar a dudas.

Después comenzó a taparse los ojos y dejar sólo visible su sonrisa. Entendí que era su conexión, un medio único e ininteligible para conectarse ella misma con la música que lo invadía todo. Me sentí un espectador con privilegios. Si bien era parte de su mundo comprendía que mi actuación era de reparto.

Después de largo rato se quitó las manos de los ojos y suspiró profundamente. Fue un suspiro puro y profundo, como esos suspiros que son la moraleja clara e inequívoca de haber vivido un momento impactante.

Tras despedirnos no pude quitar su imagen de mi mente. La pensaba a cada instante y a su vez los acordes del contrabajo retumbaban en mi cabeza. Había demasiadas notas mezcladas en mi cabeza, y todas confluían en una melodía única que parecía arrancarme el corazón. Sentía esa sensación rayana a lo estúpido de cuando se está enamorado, pero la negaba con todas mis fuerzas sin éxito. Entonces en la soledad del departamento, con los auriculares puestos en mis oídos, dejé que música celestial fluyera libre y tranquila a través de mi cabeza. Necesitaba seguir conectado. Era la única manera de no morir silenciosamente de amor…

sábado, 7 de mayo de 2016

Liviandad

Difícilmente el señor M podría explicarle lo sucedido a la policía. En medio de sus gesticulaciones y su verborragia totalmente inexpresiva terminó dando una versión totalmente errónea de los hechos, tan torpe que terminó perjudicándolo.
El policía que estaba a cargo de la investigación lo observaba con cierto aire detallista. Lo hizo durante un buen tiempo sin pronunciar palabra. El señor M seguía en su embrollo, intentando explicar algo que no tenía pies ni cabeza. “Pobre hombre”, dijo el oficial para sí. Fue un pensamiento genuino y espontáneo. Aquel hombre nervioso, sudado y visiblemente alterado no tenía forma de desprenderse de los hechos que lo imputaban.
—Estimado señor —dijo el oficial de policía al señor M—, por más que intente aclarar los hechos salta a la vista que usted es el culpable…
—¿Acaso no puedo intentar al menos defenderme aclarando los hechos desde mi punto de vista? —dijo M.
—Lo ha intentado desde hace un largo rato… sin embargo cada vez que abre la boca su culpabilidad es más evidente. Le ruego calle. Por su bien se lo digo…
Entonces el señor M calló. Bajó su mirada e inmediatamente su interior se derrumbó como lo hiciera una gran torre al ceder sus cimientos. El oficial de policía le colocó las esposas, le leyó sus derechos y terminó por mirarlo fijamente a los ojos.
—La verdad —dijo el oficial de policía—, que este hecho tan sangriento es algo totalmente aberrante. Dios se apiade de su alma, señor…
M seguía en silencio.
—Verá usted, si cuenta toda la verdad en el Cuartel de Policía, ¡absolutamente toda!, entonces puede que su pena sea leve… de lo contrario pasará mucho tiempo tras las rejas. Lo siento. Usted me ha parecido un buen hombre apenas lo he conocido, pero este acto tan sangriento habla totalmente lo opuesto.
Entonces M miró al joven policía.
­—La amaba… le juro que la amaba, oficial…
Los ojos del oficial se cargaron rápidamente de lágrimas. Pudo apenas contenerlas por unos segundos y luego rodaron por sus mejillas. Por un instante pensó en el dolor del asesino, en ese instante ciego que se oculta tras la mente primitiva, y decidió perdonarlo en su fuero íntimo. Un manto de piedad. Un perdón invisible, quedo.

Finalmente lo condujo a paso cansino hacia el patrullero. Agachó la cabeza de M y lo acomodó en el asiento trasero. Volteó hacia el lugar de los hechos y vio un silencio insistentemente voraz y profundo. La noche caía con un manto de humedad que lentamente lo iba cubriendo todo. El cadáver de la amante de M era fotografiado por personal de la jefatura, sus compañeros hablaban por radio y otros examinaban los alrededores, las luces de los patrulleros teñían los alrededores de un melancólico tinte rojizo y azul. Allí no quedaba más nada. De todas las almas una se había desvanecido, y tan solo Dios sabía dónde. El culpable seguía con la suya, pero ahora cargada de un peso imposible de quitar…

lunes, 4 de abril de 2016

Burbujas sobre el agua




Siempre odié los talleres literarios. Fue un odio que se acrecentó poco a poco, alimentado por ver algo aquí, escuchar algo allá, y concluir que el escritor, si bien puede pulirse, nunca aprenderá a ser mejor escritor porque alguien quiera enseñárselo. Esta forma de pensar (muy mía), testaruda para muchos, criticadísima para otros, ha sido a lo largo de los años siempre respaldada desde una pequeña lumbre en el fondo de mis abominables cavernas interiores. Nada alteraba ese pensamiento, esa conclusión tan aferrada a mí. Supe discutir, en varias ocasiones, con distintos personajes: profesores de literatura, acérrimos lectores, bibliotecarios, vendedores de libros, y por supuesto, integrantes de distintos grupos literarios reales y virtuales. Pero nada cambiaba mi opinión, nadie tenía la suficiente diatriba para hacer tambalear mis pensamientos al respecto… nadie…

Decidido siempre en mi pensamiento echaba por tierra cualquier invitación a pertenecer a un grupo literario cualquiera. Al principio mis negativas iban acompañadas de buenos modales, sonrisas y miradas francas; pero con el pasar del tiempo, cuando alguien se encaramaba y me declaraba la guerra con sus pensamientos anclados, entonces olvidaba por completo la línea, y de modo belicoso iniciaba una contienda, que se transformaba en lucha, luego en guerra y finalmente en devastación atómica.

Casi no tengo recuerdos de esos feos momentos. Supongo que los he borrado inconscientemente. Así, como muchos herejes quemaron libros en piras, yo quemé y convertí en cenizas aquellas discusiones de las cuales no me enorgullezco. 

A medida que crecí, el significado de “talleres literarios” fue alejándose de mí y yo de él. Tan solo me limité a leer, y leer, y seguir leyendo. Por 1985 me hice habitué de varias librerías céntricas. Poco a poco en aquella época se adoptaba el modo de venta supermercadista en los libros: enormes áreas cubiertas, góndolas, estibas, grandes carteles anunciando ofertas, y millones de libros al alcance de la mano del lector-cliente. Se iba desdibujando lentamente aquella idea de librería atendida por un viejo librero calvo o de barba larga, y poco a poco el capitalismo comenzaba a ganar terreno metiéndose con la literatura.

Una de esas librerías a las cuales me hice habitué fue “Jardín Colorido”. Estaba ubicada en una esquina, intersección de dos importantes calles de la capital, y pertenecía a tres hermanos judíos, los cuales rara vez se dejaban ver por el local. Me gustaba su ambiente: luminoso, espacioso, claro, perfumado y con una raya de volumen de música clásica sonando de fondo. En los amplios sectores de lectura que se ofrecían uno podía pasarse horas enteras inmerso en lecturas de libros de toda índole, inclusive en idiomas extranjeros. Me pasaba allí casi todo el día. Salía de madrugada de casa, trabajaba, y tras salir de la fábrica enfilaba hacia “Jardín Colorido”. Allí conocí a Cortázar, a Nietzsche, a Faulkner, a Horacio Quiroga y muchos más. Sumido en grandiosas lecturas jamás me percataba del paso del tiempo. Más de una vez alguno de los empleados debía de avisarme que él ya se retiraba, que la librería había cerrado y que con gusto yo podría retomar mi lectura al día siguiente.

Devoré muchísimos libros en aquel entonces, y así también dejé de escribir. Ya no acaparaba mi atención la escritura. Solo sentía un ansia poderosa y desesperante de lectura. 

Un día, a finales de 1987, mientras me mantenía sumergido en la lectura de un libro de García Márquez, un anciano se sentó a mi lado a leer. Traía consigo unos cuantos libros, de diversos autores. Agarraba un libro, lo abría en cualquier página al azar, y tomaba ciertas notas en un cuaderno. Así con cada libro. Aquella curiosa tarea terminó distrayéndome de mi lectura. Opté por cerrar el libro y concentrarme en la tarea del anciano. Repitió la operación con cada libro de la estiba: abrirlo en cualquier página, anotar “no sé qué” en el cuaderno y seguir con el siguiente. Todo aquello demoró no más de hora y media. Tras cerrar el último libro tomó la estiba, la colocó en el carrito y devolvió cada libro a su correspondiente estante. Yo veía cómo el anciano caminaba entre las góndolas rebuscando el lugar exacto al cual pertenecía cada libro. Paseaba el carro con cierto andar cansino, apoyándose sobre la barra trasera del mismo. Cuando hubo colocado el último libro en el lugar exacto, dejó el carro y volvió hacia el área de lectura. Entonces me habló:

— Dígame joven, ¿le he incomodado?

Observé al anciano y puse mi mejor cara de sorpresa:

— No, en absoluto, ¿por qué habría de incomodarme, señor?
— Pues he percibido que usted observaba mis movimientos. Y tal vez, pensé por un instante, mi accionar lo distrajo de su lectura.

Cerré el libro e inmediatamente me sinceré con el anciano.

— Ha decir verdad algo de eso hay. Sí. No se lo negaré. Pero no ha sido nada grave, y en todo caso el culpable de tal distracción soy yo o el autor del libro que leo —dije sonriéndome.

El anciano me devolvió la sonrisa y a su vez tomó asiento a mi lado.

— Lo que pasa es que soy un estudiante —dijo él— y estaba realizando mi tarea.
— ¿Estudiante? —pregunté confundido.
— Sí. Verá. Participo en un grupo literario llamado “Burbujas sobre el agua” y una de las tareas para esta semana entrante era tomar al azar frases interesantes de cualquier libro. Así que se me ocurrió que podía hacerlo aquí ¡¿Qué mejor lugar?!, ¿no le parece, joven?

Asentí. 


El anciano en cuestión se llamaba Carlos (”Don Carlos” para mí, hasta siempre). Mientras mantuvimos aquella charla poco a poco confraternizamos y su carisma y personalidad fueron comprando tangiblemente mi beneplácito. Fue así, que un día de marzo de 1988 por primera vez en mi vida asistí a un taller literario. Tras varios intentos y ruegos por parte de Don Carlos accedí a participar en algunas de las reuniones. Yo, el joven que durante años había despotricado contra tales reuniones “buenas para nada”, ahora era partícipe de una. Y aunque parezca ridículo y risueño, las horas y días que pasé en aquel taller conforman hoy lo mejor de mis recuerdos. 

Allí conocí a muchos seres humanos que fueron y son aún hoy mis amigos. De esos amigos incondicionales. Marta fue una de ellas. Era quien impartía las reglas, las consignas y dirigía a “Burbujas sobre el agua”. Fue la primera en darme la bienvenida y en escuchar mi opinión sobre la literatura, la escritura y los talleres literarios. Recuerdo que mientras yo hablaba ella me miraba con su dulce mirada. Era imposible no sentirse cósmicamente atrapado en el candor de aquellos ojos sexagenarios. Marta amaba la literatura tanto como amaba su propia vida. Después de escucharme por más de media hora tan solo dijo unas pocas palabras: “serás un gran escritor”. Jamás olvidaré esas palabras, ni cómo sonaron haciendo eco dentro de mí, ni mucho menos con la dulzura con las que fueron pronunciadas por sus labios. La sinceridad tiene un poder inconmensurable cuando parte de labios carentes de hipocresía.

Después de aquel día de presentación Don Carlos y yo pasábamos a buscarnos mutuamente para ir al grupo. Jamás faltábamos a una reunión. Nos reuníamos los lunes, los miércoles y también los viernes. En verano lo hacíamos en casa de Marta, debajo de la parra, en el patio: nos sentábamos en derredor, y así pasábamos horas de lecturas, charlas, discusiones y ejercicios creativos, hasta que las estrellas nos sorprendían y cada uno salía disparado a su hogar. En invierno, lo hacíamos en casa de Inés, junto a la estufa a leña, desperdigados en el suelo, sobre almohadones, como si fuéramos niños inquietos jugando en el piso. En ninguna de las reuniones faltaba el mate. Cada día le tocaba cebar a alguien distinto. Nos turnábamos para ello. Siempre llegué a la conclusión que mientras estábamos reunidos el tiempo no avanzaba. Parecía detenido, eterno, y eso me encantaba. Poco a poco me había compenetrado con aquel grupo de personas amantes de la literatura. Habíamos llegado a tal punto de fusión que tan solo con mirarnos o escuchar el tono de voz tras la primera frase de lectura sabíamos cómo nos sentíamos y qué clase de día había sido para cada uno. Una hermandad silenciosa, unida por el compañerismo, el sentimiento único de las palabras y por sobre todo, del respeto.

“Burbujas sobre el agua” era perfecto. Compartíamos todo, inclusive momentos especiales de nuestras vidas: el nacimiento de una nueva nieta de Don Carlos, el casamiento de Alicia, la melancolía de la muerte del padre de Adolfo, y la fiesta de quince años de la hija de Marta. Todo se volcaba al grupo y todos nos sentíamos partícipes. Se había formado una profunda hermandad. Sin embargo, toda esa “conexión”, sufrió un verdadero cortocircuito y vuelco una noche de octubre de 1990, cuando sonó el teléfono en mi casa: Marta se había suicidado. Así lo decía Alicia por teléfono: escueta, casi inentendible por los sollozos. La palabra suicidio sonaba fuerte, extremadamente dura a mis oídos, y más sabiendo que el ser humano que había llevado a cabo dicho acto era Marta, nuestro líder, el alma máter de “Burbujas sobre el agua”.

Acudí a la policía y me interioricé de lo sucedido. Era demasiado penoso para ser soportable. Marta se había duchado, se había pintado las uñas, puesto su mejor vestido, sus sandalias preferidas, y con un cinturón se había colgado de la parra. Pero con la mala suerte de que la parra no aguantó su peso y se quebró, haciendo que Marta cayera de bruces al suelo y se rompiera su nariz, y fisurara su cráneo. Aun así, arrastrándose y dejando un gran charco de sangre tras de sí, volvió a colgarse, esta vez de un caño de gas que sobresalía del techo, y allí sí encontró la muerte. Mientras el oficial me contaba los pasos del suicidio pensé en la obstinación para matarse, en la decisión acérrima de Marta de quitarse la vida ¿Por qué Marta?, ¿por qué?… 

Nunca lo sabríamos. Marta había decidido marcharse sin decir nada, sin dejar una nota, sin un texto alusivo, sin una de sus poesías, sin ninguna pista que nos orientara y nos aliviara un poco el dolor. Después de su muerte, “Burbujas sobre el agua” lentamente comenzó a disolverse. Faltaba algo en el grupo y eso era irreemplazable. Nuestra alma máter había claudicado, y con ella se había llevado la esencia del grupo. 

Cierta tarde, a los pocos meses de la muerte de Marta, mientras estábamos reunidos en casa de Don Carlos, tuvimos un profundo diálogo entre todos los integrantes. Hablamos sobre ser o no ser, vida y muerte, inicio y fin. Cada tanto algún integrante sollozaba, a otros les caían lágrimas. Inclusive yo, que por más que quise mantenerme firme y no dejarme vencer por los sentimientos, arrojé un puñado de lágrimas a mis mejillas. Todos de algún modo extrañábamos a Marta. Con ella se había ido parte también de nuestro amor por aquel grupo y ese magneto que nos mantenía unidos incondicionalmente.

Comencé a ralear mis idas al grupo y me guarecía en los amplios sillones para lectura de “Jardín Colorido”. Me sometía a profundas lecturas con la pura intención de olvidarme paulatinamente de la muerte de Marta y de las reuniones grupales. Necesitaba escabullirme. Sin embargo, una de esas tardes en las cuales había desertado al grupo, sonó mi flamante teléfono celular. Era Don Carlos:

— Oye, escucha, hemos encontrado una tarea que Marta escribió para nosotros y nunca la vimos. Está fechada el día de su muerte, y está dirigida al grupo. Nos gustaría que te nos unieras así la llevamos a cabo.

No lo dudé un instante y salí disparado hacia el lugar de la reunión.

Al llegar vi que estaban todos. Nadie había querido estar ausente. Creo que todos teníamos la sensación de que Marta había planeado aquello. Tal vez era su modo de despedirse de nosotros, ¡¿y qué mejor forma de hacerlo que con las letras?! Tomamos asiento como lo hacíamos siempre, en círculo. La silla de Marta también estaba en su lugar, y sobre ella sus libros, su cuaderno y su birome. Alicia tomó el papel con la tarea escrita por Marta y leyó para todos en voz alta. Tras finalizar se produjo un profundo silencio. Al principio nadie se movió de sus asientos, ni siquiera miró a quien tenía a su lado. Supongo que todos estábamos invadidos por una profunda congoja. Alicia tomó asiento y se unió al silencio de los demás. Así permanecimos un buen rato, mascullando la tarea dejada por Marta, recordándola como persona, trayendo a nuestra mente memorias de un pasado inmediato en donde nuestra amiga nos deleitaba con sus enseñanzas y compartía sus alegrías. Debo decir que fue horrible, pero necesario también. Días después, cuando volvimos a encontrarnos con algunos de los presentes, coincidimos en que aquello fue una especie de duelo. Un duelo grupal.

La tarea consistía en imaginar palabras encerradas en burbujas, las cuales al explotar se liberaban y tras la liberación debían de servir de musas inspiradoras para textos que debíamos escribir. Sonaba cursi y fantástico a la vez. Todos aceptamos la consigna sin hacer siquiera una queja o consulta. Escribimos varios textos, poemas, relatos. Luego los fuimos leyendo. Leímos hasta entrada la madrugada mientras nos encontrábamos con las miradas tristes y bañadas por la fuerza del oleaje del pasado. Todos recordábamos en alguna frase a Marta. Después de aquel encuentro, de aquella última práctica grupal, el taller literario jamás volvió a reunirse.


Años después, ya cuando los integrantes del taller nos habíamos dispersado y no nos habíamos vuelto a ver, recordé aquella consigna cierto día en el cual me encontraba leyendo en una librería céntrica. Ya no pasaba las horas en “Jardín Colorido”, ahora lo hacía en pequeñas librerías que solían colocar un par de sillones de orejas y taburetes. Me había vuelto más huraño y más habitué de los lugares pequeños, con poca luz y paredes de libros hasta el techo. Esa sensación de aprisionamiento entre libros me brindaba protección. Al recordar la consigna también recordé cada rostro de mis amigos del taller. Me retrotraje en el tiempo y me parecía que todo estaba intacto, que faltaban pocas horas para ir al encuentro con ellos, que Marta llegaría con libros bajo el brazo y alguna anécdota de su vida. Sin embargo, enseguida todo aquello se volatilizó. Volví a caer en la tangible realidad. Aun así recordé las palabras que había elegido aquel día y había encerrado en las burbujas:

MAR - CIELO - CASTILLO - TIERRA - VIDA

Y con todas ellas fabriqué un extenso relato, en el cual un personaje llamado Marta, burlaba de mil formas la muerte, afianzándose a la vida, recorriendo la vastas tierras del norte, navegando bajo mares cubiertos de cielos límpidos, intentando, como si fuese una verdadera heroína, encontrar un  castillo perdido en la nada, en el cual se encontraba guardada la dosis justa de felicidad para vivir eternamente. 

Aquel relato había conmovido a mis amigos. Tras leerlo habían sollozado y llorado todos. Sin excepción. Inclusive yo. 

Aquellos ojos llorosos y rostros cargados de dolor quedaron aprisionados en mi memoria y en mi corazón. Conforman un recuerdo de mi vida perfecto, que sigue latente, movilizando todos mis sentidos cada vez que se presenta en mi mente. Pienso, hoy, siempre, que aún todos aquellos alumnos nos seguimos reuniendo con nuestra querida Marta, debajo de la parra, y escribimos y leemos hasta entrada la madrugada. Parimos textos, forjamos eslabones acerados de amistad, compartimos momentos de nuestras vidas que jamás olvidaremos. Y aunque cedo ante tal engaño a mi mente y miro hacia el costado, tengo la certeza que algún día nos volveremos a reunir todos otra vez. Volveremos a leer grupalmente, a escribir, a recitar, a soñar. Tal vez lo hagamos en un castillo, o en medio de una isla, o al borde de un acantilado, no lo sé. Pero ahí estaremos, junto a Marta, a la muerte, y a la vida.



(Escrito en noviembre de 2012...)

martes, 26 de enero de 2016

Sueños desoladores



Le he visto un gesto molesto. Ha tomado un mechón de sus cabellos y lo ha puesto detrás de su oreja. Lo hizo con cierta violencia, tal vez desapercibida para el resto de las personas en la sala, pero muy gráfica para mi visual. He reconocido el gesto nomás alzó su mano, que posaba plácidamente sobre el mantel cargado de dibujos de rosas variopintas. Tal vez mi sorpresa se debió al mucho tiempo que pasó de verle un gesto semejante. Años, muchos años ya.

Tras acomodarse el mechón volvió a tomar temblorosamente la hoja de papel, la cual se movía vivazmente un poco por su edad y más aún por la noticia que transmitía a todo su sistema nervioso. Leyó con prisa, como quien necesita el final antes del principio. Tras llegar al punto final repasó las rúbricas, los sellos, y dio un par de vueltas al papel.

—No creo que sea cierto —dijo con mucha tensión. Es ilógico. No conocí jamás a ese señor. Ni siquiera sé quién es, ni conozco a su familia. Nada. No entiendo… ¿podrías explicarme?

Tomé aire, organicé los pensamientos en mi mente de manera lineal, y comencé a hablarle pausadamente, explicando cada detalle de la misiva. Ella me observaba con fijación. Parecía un animalillo asustado y con profundo deseo de huir. Pero no interrumpió. Dejó que explicara todo con lujo de detalles. Finalmente, cuando callé, carraspeó nerviosamente, sorbió un poco de té, y miró hacia el ventanal de la sala.

—Aun así, por más claro que lo veas y expliques, no lo conozco. —sentenció.

Y su sentencia tenía cierta lógica. Heredar una mansión con noventa y cinco salones no es algo común y más si no tienes idea del benefactor, del ser humano que dejó testamentado que eres el objeto depositario de una suerte casi única y muy envidiada. Sin embargo, y más allá de ella no reconocer quién era aquel benefactor, él sí la reconocía, y lo hizo siempre con profundo cariño y amor. Pero el límite existía, y ante eso yo ni nadie podía hacer absolutamente nada. Debía mantener mis labios sellados.

Terminamos de tomar el té y dejamos el salón. Afuera caía una leve garúa otoñal. Una borrasca se mantenía acechante sobre los edificios de la ciudad, empalideciéndolo todo. Caminábamos despacio. No nos mirábamos. Supongo que en su interior había un diálogo tumultuoso y cargado de preguntas, las cuales yo no quería ni siquiera imaginar.

—Deberías firmar y aceptar el testamento —dije interrumpiendo frenéticamente el silencio impuesto entre ambos. Deberías hacerlo… después de todo imagínate lo que allí podrías hacer… desde montar distintas salas de arte hasta hermosas exposiciones de pinturas. Conoces a muchas personas en la ciudad que estarían encantadísimas de exhibir su arte allí. Piénsalo…

Siguió caminando ensimismada y pensativa. Mis palabras parecían haber caído en saco roto. Nos detuvimos frente a una vidriera de ropa femenina. Observó con detenimiento vestidos, sombreros, chales de vivos colores y a la moda.

—Mira —dijo señalando un bonito vestido. ¿Te percatas de su delicadeza? La tiene y mucha. Quien lo diseñó seguramente lo hizo pensando en una mujer bella, rica y de finas curvas. Siempre que pones amor en algo que haces enfocas un objetivo. Eso te moviliza. Tú me hablas de una mansión enorme, gigante, un obsequio que dejaría boquiabierto a mediomundo, y cuando lo haces pones énfasis en esa majestuosidad y todo lo que podría yo hacer con ella… pero dentro de mí hay una voz susurrante que habla de un supuesto reino que no es mío, de una supuesta fortuna que no reconozco, de un supuesto parentesco que desconozco. Créeme que en todo este rato lo he pensado y siendo sincera he de decirte que todo esto parece un sueño, un gran sueño desolador…
¿Acaso crees que quien diseñó el vestido se sentiría feliz que una mujer diametralmente distinta lo luzca? No. Seguramente eso lo pondría infelizmente triste…

—Mereces ese obsequio. Nadie mejor que tú para disfrutarlo y hacerlo brillar… —acoté.

Continuó un breve momento observando el vestido. Lo hacía sin inquietud, totalmente ausente a la acción. La tomé por los hombros y mirándola a los ojos sonreí con cierta tibieza, intentando así bajar sus murallas. No lo conseguí. Bajó su mirada, posó su cabeza en mi hombro y así se quedó cual animal indefenso.

La borrasca se precipitó con fuerza. La lluvia caía a raudales y el viento soplaba por momentos con atroz intensidad. Nos guarecimos en la entrada de un edificio. Junto a nosotros había otros que también fueron sorprendidos por la inclemencia del tiempo. Permanecimos allí un largo rato, ambos en silencio, observando cómo la naturaleza descargaba su ira en contra de todo lo que se hallaba a su paso. Cuando mermó la intensidad decidimos volver a nuestros respectivos hogares. Un tímido apretón de manos fue nuestro último contacto.

Después de aquel día no volví a verla. El testamento perdió su validez y la mansión pasó a manos del Estado. No había ningún pariente vivo del difunto. Sólo ella. Realicé todos los trámites necesarios para que el uso que se le diera a tal palacio fuera pura y exclusivamente artístico. El gobierno de la ciudad lo aprobó y destinó muchas actividades de distintas artes en cada uno de sus salones. A diario, tras salir de mi oficina, pasaba por el frente de sus jardines y contemplaba con entusiasmo la majestuosidad de aquella edificación. Por momentos pensaba si hubiera sido justo que semejante obra arquitectónica terminara en manos de una única persona, pero inmediatamente renegaba de esos pensamientos y enfocaba en el rostro de aquella mujer que lo rechazó con tanta vehemencia y testarudez. ¿Acaso la vida podía ser más injusta? Quien construyó aquella mansión lo hizo junto a ella, pero su enfermedad y la vida se encargaron que lo olvidara. Ahora para ella semejante monstruo no representaba nada. Sólo una carga que no podía aceptar. Otros entonces lo disfrutaban: expresaban su arte y lograban con ello que el lugar resplandeciese.

Tal vez, ¿por qué no?, ese fuera el verdadero final que debía tener todo. Al igual que el vestido, quien diseñó aquella mansión tuvo un objetivo y no era una única alma, sino miles de ellas…