jueves, 29 de diciembre de 2011

Mr. Snow




A través de la ventana los copos de nieve comenzaban a caer presagiando el comienzo de una fuerte nevada. Eran enormes, y muy blancos. En las calles aledañas, las que condilaban con las vías del tren, no había ningún automóvil, y podía vérselas desiertas y olvidadas, con sus pavimentos brillantes por la humedad del clima, y el reflejo de un anaranjado pálido irradiado por las primeras luces de mercurio que comenzaban a encenderse. El sol ya no tenía fuerzas ni siquiera para esconder su exagerado diámetro. La tarde empalidecía. Así terminaba un día más de diciembre de 1997. Vísperas navideñas, aire a fiestas y por qué no de buenos augurios. Sin embargo, en medio de aquella soledad espantosa y lastimera, Octavio tenía muy presente que aquella navidad no sería como las demás. Su madre, el último eslabón vivo que lo unía al mundo, había fallecido, y ante tal acontecimiento muchas cosas habían dejado de tener el mismo sentido, los mismos colores, el mismo peso de siempre.

Lentamente los copos de nieve se comenzaban a almacenar en el alféizar de la ventana. Octavio los contemplaba como quien contempla un acontecimiento único, algo jamás visto, hasta con cierta mirada melancólica ante el suave y lento reposar de los copos. Afuera, en el patio de la clínica, algunos de los internos deambulaban con cobijas que cubrían sus hombros y espaldas. Se negaban a entrar aún. Gustaban de la nieve y de ese momento exacto en donde el sol decidía ocultarse y dar paso a la oscuridad, a la helada y fría noche. Allí también estaba Margarita, y el viejo Artigas, dos de las personas de aquel lugar con las cuales más se frecuentaba Octavio. Margarita estaba sentada en uno de los bancos de madera que se encontraban en el sector sur del patio. Desde allí, a lo lejos, observaba la ventana de Octavio. Lograba divisar su figura, quieta, meditabunda, alejada completamente de aquel espectáculo natural que disfrutaba la gran mayoría. Tenía unos guantes de lana color beige en sus manos que regularmente frotaba y calentaba con aliento de su boca. Hacía ya un par de horas que estaba sentada en aquel banco. Le gustaba ese ritual, y también observar cómo el resto de los internos se divertían o paseaban por el patio. Cuando el sol casi se había ocultado se levantó y enfocando hacia la ventana de la habitación de Octavio movió sus brazos altivamente, haciendo señas e intentando que su «amigo» reaccionara. Ella sabía que la muerte de la madre de Octavio había calado hondo en el corazón de él, pero también tenía la firme convicción que no podía dejarse vencer por la melancolía, que debía despegar y reaccionar, de lo contrario las fauces de aquel lugar olvidado en el mundo lo terminaría devorando. Cuando se cansó de hacer señas bajó sus brazos. No había logrado mucho, Octavio solo se había corrido un poco hacia la derecha. Entonces caminó unos pasos y pisando ya el césped, que ahora era una manta blanca, se acostó sobre él y comenzó a mover sus brazos y piernas imitando el aletear de un ángel. Se movía lentamente, intentando dibujar el movimiento bien marcadamente sobre la nieve.

El viejo Artigas había observado todo. Contemplaba a la joven que yacía tendida en el piso con cierto aire de resignación. Sospechaba, desde hacía tiempo, que Margarita estaba enamorada de Octavio, pero tampoco podía aseverarlo, pues en aquel lugar todo parecía distinto al mundo real: en el mundo de los locos cada locura es una clave válida y perfecta de realidad, algo que para los «cuerdos» es ininteligible. Allí el tiempo a veces no se medía como lo hace el común de las personas en su sano juicio, tampoco los sentimientos. Sin embargo, el amor, esa raíz que lucha y se aferra a cualquier terreno, parecía ser el único sentimiento totalmente emparentado con todo tipo de realidad, incluso el de la locura misma. Octavio pasó la mano por el vidrio empañado y dibujó un círculo por el cual podía observarse el exterior. El sol se había terminado de poner y las luces de mercurio ahora iluminaban todo el patio de la clínica con fuerza. Vio a Margarita tendida en el piso, sobre la nieve, haciendo movimientos de ángel. Pensó por un instante que estaría loca, pero enseguida se planteó «¿qué es estar loco?» y seguidamente arrimó su cara a la ventana. Podía sentir el frío que desprendía el vidrio e imaginó el frío que debía sentir Margarita tendida en el suelo, sobre la nieve.


—¿Lo amas? -preguntó el viejo Artigas con voz fuerte en dirección a Margarita- ¿realmente lo amas, niña?

Sin embargo ella no se detuvo, continuó moviendo sus brazos acompasadamente, dibujando la misma figura una y otra vez sobre la nieve, mirando al cielo, dejando que la nieve cayera y la cubriera, sin pensar en nada y sin escuchar nada. A la distancia Octavio seguía contemplando la escena. Se percató de ver también al viejo Artigas sentado en el banco, bajo la nevada, en el frío de la noche nueva. Pasó el tiempo y el viejo Artigas entró a la clínica. Solo quedaba Margarita tendida en el suelo, con su movimientos sincrónico, y su mirada perdida. Fueron un par de enfermeros quienes antes de apagar las luces principales del patio la hicieron parar y la acompañaron a su habitación. Pronto el patio quedó desierto. Un manto blanco de nieve lo cubría todo. La nevisca ahora caía con más fuerza y a duras penas podía observarse las luces de las casas vecinas. En el suelo del sector sur rompía la uniformidad el dibujo de un par de alas de ángel sobre la nieve, pero con el pasar de las horas la capa de nieve se engrosó y ya todo fue igual, un manto uniforme, blanco y casi perpetuo.


Esa noche el frío hizo que a la hora de dormir todo el mundo se durmiera rápido, arropados y calientes en sus camastros. Octavio compartía la habitación con dos internos más, uno con esquizofrenia aguda y otro con trastornos depresivos y bipolares. Se llevaban bien. Cada uno representaba un mundo distinto, que de vez en cuando se intersecaba con el del otro y así, por algún instante, lograban vivir en uno único, en donde podían compartir, reír, y hasta pelearse. Octavio tenía ciertas mejorías en su estado. Podía tener momentos de extrema lucidez dándose cuenta de la realidad temporal, del año que vivía, y de las personas que habían compuesto su vida. Sin embargo, existían fisuras, baches, que lo devolvían a un estado casi primitivo, en donde todo lo que lo había acercado a la realidad se esfumaba y daba paso a una parte suya que ignoraba todo cuanto lo rodeaba, inclusive las personas que eran parte de su existencia. Mientras los otros dos compañeros de cuarto dormían Octavio aún permanecía sentado en la silla, frente a la ventana, observando caer la nevisca. Ya no veía la figura de ángel sobre el suelo, tampoco recordaba a la chica que la había hecho, ni al viejo Artigas en el banco, ni a los internos pasearse de un lugar a otro por el patio. Imaginaba a su madre caminando por la nieve tomándolo de la mano, sonriéndole, instándolo a que juntos construyeran un bonito muñeco de nieve. Él corría y juntaba nieve con sus manos. Acumulaba gran cantidad y le daba forma. Primero una bola gigantesca para el cuerpo, luego otra bola más pequeña para la cabeza. Su madre sacaba de su cartera una gran zanahoría, «toma hijo, ésta será su nariz», y él hundía la zanahoria en la bola más pequeña. Luego ella le daba una bufanda, dos botones de un saco viejo para los ojos, y otros botones más pequeños para el traje del muñeco. Solo faltaban los brazos, los cuales ambos pensaron al unísono hacerlos con alguna rama de un árbol de los alrededores. Finalmente no hizo falta ya que él decidió dibujar los brazos en la misma nieve del cuerpo del muñeco. Una vez finalizado el trabajo ambos contemplaron al muñeco por un largo tiempo. De a ratos avanzaban o retrocedían un par de pasos, eso les daba una perspectiva distinta de visión y les permitía buscar mínimos detalles en el muñeco. Ya satisfechos, ambos sonrieron, y decidieron dejarlo ahí, bajo la nevisca que comenzaba a caer de manera copiosa. Era un anochecer muy similar al que Octavio vivía ahora, solo que su madre ya no estaba, lo había abandonado. Decidió que ya era hora de dormir. Tras acostarse entornó los ojos y pensó en la lentitud con la cual caían los copos de nieve. Se concentró en uno. Lo veía caer desde el cielo en plena oscuridad nocturna. Caía lento, displicente, a la buena del viento. Mientras el copo caía en su imaginación Octavio se adentraba un poco más en el mundo de los sueños. Finalmente el copo llegó al suelo, se posó sobre la capa ya gruesa de nieve y él terminó por dormirse.


El viejo Artigas estaba de pie, inmóvil y con la cabeza erguida, como un perro de caza que apunta fijamente a su presa; hacía un rato largo que permanecía observando el patio. Había amanecido hacía unas horas y debido al intenso frío tras la nevada eran pocos los «batas blancas» que estaban en el patio. El viejo parecía reflexionar sobre algo que su cabeza entretejía. Al ver a Margarita salir al patio la tomó del antebrazo y la miró fijo, a los ojos, con esos mismos ojos que delataban el por qué estaba en aquella clínica.

—¿Realmente lo amas, niña? -preguntó el viejo. La misma pregunta que le había hecho el día anterior.
—Claro -dijo ella- y zafándose de la mano que sujetaba su brazo siguió camino rumbo al sector sur del patio.
—¡Pues dícelo! -exclamó eufórico el viejo Artigas-, ¡anda!, ¡grítalo a los cuatros vientos!, ¡dile que lo amas y ya déjate de hacer locuras!

Fue entonces que aquella última frase hizo reír a Margarita.

—¿Locuras?, ¿quién dice que yo hago locuras?, ¿acaso no ve lo cuerda que estoy?

El viejo tan solo se limitó a menear la cabeza con un movimiento de lado a lado, intentando expresar con ello la necedad de aquella respuesta. Las horas de la mañana pasaron normalmente. El frío poco a poco fue aflojando gracias a los débiles rayos solares. De pronto, el patio volvió a poblarse de internos, y con ello pareció cobrar nueva vida. Margarita estaba sentada en el mismo banco que el día anterior, con su mirada fija en la ventana de Octavio, permaneciendo así hasta la tarde, hasta el momento justo en que el viejo Artigas se le acercó y la invitó a construir un muñeco de nieve.

—¿Construir un muñeco de nieve?, ¿con usted?, ¿aquí?, ¿con qué finalidad me lo pide? -preguntaba atropelladamente la chica.
—Tranquila, es tan solo un simple muñeco de nieve. Uno bonito, que a todos nos de gusto de verlo al levantarnos y salir al patio, ¿qué opinas?
—Opino que usted es un hombre extraño, eso opino.
—Sí, puede ser. Pero no soy malo. Que haga años que esté encerrado aquí no significa que sea malo, pero no negaré que parezca extraño -dijo Artigas-. Además no te he pedido hacer nada de otro mundo. Créeme niña, si yo tuviera tú edad no te pediría el favor, ¡lo haría solo!... pero la vejez, los dolores, la falta de reflejos, el reuma, y las mil y una enfermedades más, hacen que muchas cosas dejen de hacerse ya.

Margarita quedó por un instante pensativa, mirando directamente a los ojos de Artigas.

—Con una condición -dijo ella.
—¿Condición?, ¿para construir un muñeco de nieve?, ¡Niña, niña! -exclamó el viejo levantado el tono de su voz-, ¡estos niños modernos!, pues bien, que sea con una condición, anda, dime, ¿qué condición será esa?
—Que yo diseñe el muñeco a mi gusto y cuando nadie me vea.
—Pero, ¡eso es imposible!, nunca estarías sola en el patio, y si lo lograras te atraparían las enfermeras o los guardias.
—Usted no se preocupe por eso -acotó Margarita-, yo sé cuidarme sola ¿Acepta mi condición?



Entonces el viejo Artigas agarrándose su cabeza con ambas manos y meneándola hizo gesto de aceptación.

—Sí, anda niña, acepto.


Nadie supo cómo lo hizo, pero de algún modo había logrado evadir a enfermeros y guardias de la clínica. Tuvo que ser de madrugada, tal vez en el momento que el personal de enfermería dormía y los guardias cambiaban el turno. Sin embargo, lo había logrado. El muñeco estaba ahí, en medio del patio, omnipresente a la vista de todos. No se asemejaba en demacía a un muñeco de nieve clásico, más bien parecía una especie de búho, cuyos ojos amarillentos se posaban indefectiblemente en quienes lo miraban. Una bufanda color verde claro con trama de colores rojizos en una de sus puntas, colgaba del cuello del muñeco. Y sus pies, sí, sus pies, se asemejaban mucho a los de un búho.
Octavio no tardó mucho en asomarse a la ventana y ver el tumulto de internos arremolinados alrededor del muñeco. Observó por un momento al muñeco, y envuelto en jirones de recuerdos de su infancia, no pudo menos que sonreírse y ponerse feliz. Salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras como un rayo, pasó por frente de la Guardia sin siquiera saludar al guardia de turno tal como lo hacía cada mañana, y abriéndose paso entre los internos apostados en el patio, llegó a pararse frente al muñeco. Aquella escena fue contemplada por todos, desde los internos, pasando por los guardias, enfermeros, inclusive el viejo Artigas, que se encontraba retirado, detrás de la primera línea de árboles del gran patio. Octavio cayó de rodillas frente al muñeco y lo contempló con dulzura. Ésta escena hizo enfervorizar a algunos de los internos que poco a poco fueron apaciguados por los enfermeros. Extendió su mano y acarició el cuerpo del muñeco. La nieve fría no lo parecía tanto al contacto con sus dedos. Tocó la bufanda, sintió la textura de la tela en la yema de sus dedos, tocó los pies, los ojos, inclusive la diminuta boca. El acto fue breve pero poderoso. Todos contemplaron durante su transcurso los movimientos de Octavio y se quedaron consigo aquellas imagenes grabadas a fuego en su memoria. La que no se veía por ningún lado era Margarita. Era la única que faltaba en el patio. Artigas pensó por un instante que después del arduo trabajo en la construcción del muñeco había tenido deseos de descansar, y seguramente estaría dormida en su habitación. Fue entonces, en medio del espectáculo del patio, que sonó frenéticamente el pito de uno de los guardias, y enseguida la sirena. Aquello solo podía representar dos cosas: alguien había escapado o algo malo había sucedido.


«Querido Octavio:

Cuando era niña mi madre siempre me regalaba un muñeco de nieve encerrado en una bola de cristal, la cual, al moverla con mi mano, movilizaba la nieve simulada por papel brillante que estaba dentro. No me gustaba su regalo, debo admitirlo. Me daba mucho remordimiento ver al muñeco en soledad, aprisionado en aquella bola. Era un mundo único, en donde seguramente él se asemejaba a rey soberano, pero a mi modo de sentir y ver lo entendía como un mundo triste, muy solitario.

Hoy el viejo Artigas, nuestro compañero dentro de este loquero, me ha pedido que construya un muñeco de nieve... y así lo hice. Le pedí como condición que yo haría el muñeco a mi gusto. Y me encantó hacerlo ¿Sabes? no es un muñeco convencional. Es imitando a Mr. Snow. Sí, así le llamo siempre al búho que por las noches de invierno viene volando y se posa en el árbol delante de la ventana de mi habitación. Permanece allí largas horas, bajo la nevisca, observando hacia dentro. A veces he notado que me mira fijo, como si de algún modo el animal comprendiese mis estados de ánimo. A veces le hablo. Le cuento cosas de mi vida, cómo me siento, qué cosas deseo, hacia donde se dirigen mis pensamientos. Y él, tan solo se rasca con su pico entre sus plumas o me mira fijamente, con esa mirada hipnótica, sus ojos amarillentos y su cuerpo camuflado en el árbol. Llegué a pensar que ese búho era el único ser vivo en todo este lugar que lograba comprenderme. Pensarás que estoy loca, ¡ja!, ¡si hasta me río cuando lo escribo!, ¡loca!, sí... loca. Pero los locos, en nuestro mundo de locuras, somos genios, sabios, y muy felices. Sin embargo hay algo que pocos saben, y es que también podemos enamorarnos, porque el amor traspasa la locura, no hay murallas visibles o invisibles que lo atajen, y cuando llega, es inevitable no sentirlo e intentar disfrutarlo.

Y a mí me llegó, y me enamoré, sí, de vos. Y jamás te enteraste. Nunca me miraste con esos ojos con los que mira el amor. Creo que Mr. Snow lo sabía y nunca fue capaz de decírmelo. En su mirada amarillenta y fría había destellos de sabiduría, algo que mi locura jamás me dejó captar claramente. Y es difícil sentir amor y no ser correspondido. Es difícil amar en silencio.
He pensado que aunque sea este invierno el muñeco de Mr. Snow en el patio te hará compañía. Tal vez él, en mi ausencia, te haga compañía por las noches. Tan solo debes mirar por tú ventana y ver si está ahí, parado en alguna rama de la arboleda que da a los ventanales de nuestros dormitorios.

¡Vive Octavio!, ¡intenta ser feliz en el mar de tú locura!, por favor no te entregues a la melancolía eterna. Hazlo por mi, por alguien que siempre se ha fijado en ti desde el primer día, alguien que en silencio intentó decirte cuánto te amaba, y jamás lo pudo hacer...

Margarita»


Octavio dobló la hoja de papel, la guardó en el sobre y la depositó sobre la tumba de Margarita. Detrás, bajo el cielo plomizo del invierno, todos los internos de la clínica sollozaban, enjugaban sus lágrimas y se movilizaban. Inclusive el viejo Artigas estaba quebrado. A lo lejos, en los árboles del patio de la clínica, un búho de ojos amarillos, se camuflaba bajo la ventisca. Parecía observar a la distancia lo que en el cementerio sucedía. Sin embargo, la rapaz seguía allí, sobre la rama más cercana al dormitorio que una vez habitó una chica, que a pesar de su locura creía fervorosamente en el amor y en que las cosas, por más difíciles que parezcan, pueden ser posible.



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(Imagen obtenida de la web)

martes, 20 de diciembre de 2011

Castillos en el aire




Debía ser mediados de enero cuando salimos de vacaciones con mis padres. Recuerdo bien el año, 1976. Era un verano demasiado caluroso, tanto que aún teniendo pocos años recuerdo las palabras de mi padre cuando decía que él no recordaba uno tan caluroso como aquel. Salimos de madrugada de nuestra casa rumbo a la playa. En la ruta había muchos automóviles, camiones, y hasta alguna que otra motocicleta cargada de mochilas. Yo iba sentado en el asiento de atrás. Me gustaba zafarme del cinturón de seguridad cuando veía a mi padre concentrado en la ruta y a mi madre entre dormida. Cuando lo hacía, me arrodillaba y contemplaba la larga fila de automóviles que venían detrás de nosotros. A veces saludaba, y algunos me retornaban el saludo; otras veces solo estiraba mis labios forzando una gran sonrisa, pero con ese gesto no obtenía casi ninguna salutación, y supongo que en algo se evidenciaba mi hipocresía en aquel gesto.

El viaje se hizo monótono y lento. Cada tanto mi padre me echaba una ojeada por el espejo retrovisor y me sonreía. Con aquel gesto él debía de pensar y sentir que yo estaba bien. Y sí, estaba bien. No tenía por qué no estarlo. Además íbamos rumbo a la playa, a encontrarnos con el mar. Entonces yo le retribuía el gesto con un sonrisa completa, pero no forzada, sino de las verdaderas. Aquella comunicación siempre fue espontánea entre mi padre y yo durante mi niñez. Crecí percibiendo el significado de sus sonrisas y los mensajes invisibles que entretejían sus miradas y sus labios. Pensaba en distintas cosas que pudieran significar, pero nunca concluía en ninguna certeramente. Me gustaba dejar abierto un lado del callejón para que por la única entrada pudiera aparecer una nueva idea, un pensamiento distinto que cambiara totalmente la idea aprisionada en los gestos de mi él. Y así, de ese modo, se mantuvo durante toda mi infancia y pubertad aquel juego, aquella manera invisible de comunicarnos. Mi madre era ajena a ello. Con ella la comunicación era directa, simple y a veces hasta tediosa. Aunque en aquel viaje de vacaciones mi madre se la pasó durmiendo casi todo el camino, y la comunicación entre mi padre y yo se potenció lo suficiente pare sentirme completamente su cómplice.

Al llegar a la playa tomamos por un camino de huella. Al preguntarle a mi padre hacia dónde nos dirigíamos me respondió que a una casa que alquiló en la playa. La idea me había emocionado. Siempre que habíamos salido de vacaciones nunca habíamos alquilado una casa en la playa, solo habían sido algunos bungalow o en carpa. Pero una casa en la playa lo cambiaba todo radicalmente. Una casa solo para nosotros tres. Una casa en donde yo me encontraría con una nueva habitación, un lugar en el que jamás había estado, un lugar en donde podría ubicar mis juguetes, y en donde podría vivir nuevas historias y aventuras. Recuerdo ir viendo el paisaje por la ventanilla del automóvil y sentirme muy feliz. Creo que recorrí los pocos kilómetros de huella con una sonrisa gigantesca en mi boca.

Al llegar mi madre despertó, miró por la ventanilla y divisó con somnolencia la casa. De su rostro no salió ningún gesto que significara emoción o alegría por haber llegado a la playa. Ningún músculo facial demostraba su estado de ánimo. En ese momento pensé que ella no estaba feliz de estar en aquel lugar, y creo que eso me entristeció un poco. Pero no me quedé con aquella tristeza, en un santiamén abrí la puerta y salí disparado hacia la casa hundiendo mis pies en la arena. Subí rápidamente los escalones, giré el picaporte, pero no pude abrir, la puerta estaba cerrada. Mi padre, apoyado sobre el automóvil movía las llaves en el aire. Corrí hasta él, tomé las llaves, y esta vez sí llegué a la puerta y la abrí. Estaba vacía. Blanca, enorme, llena de ventanas que dejaban paso a una gran claridad. Las paredes interiores estaban pintadas de blanco, el suelo de madera parecía haber sido mejorado y encerado hacía poco. Había olor a pintura fresca. Por las ventanas que daban al este podía verse el mar. Por las otras, las del oeste, se veía una gran duna de arena que a sus costados tenía unas cuantas matas de vegetación de aquellos climas. Subí corriendo por la escalera rumbo hacia las habitaciones superiores. Eran dos: un dormitorio grande y amplio con una cama matrimonial, y otra habitación, más pequeña, con una cama cucheta, un diminuto foco colgando del techo y una ventana grande, con un alféizar pronunciado. Desde la ventana de la habitación podía verse el mar. Seguramente mi padre había pensado en eso. Él siempre estaba en todos los detalles, desde los más insignificantes hasta los más mínimos. Me acerqué a la ventana y me arrodillé frente a ella. Al abrir el vidrio un aire cargado de humedad y olor a mar se coló rápidamente por la habitación. Cerré los ojos y pensé en los bonitos días que viviría en aquel lugar. Me trajo al presente el ruido de mis padres ingresando a la casa. Con el pasar de las horas organizamos todo: yo ayudaba a desembalar las cajas que Mamá había traído con utensilios de cocina y provisiones, mientras Papá desempacaba las valijas y acomodaba el contenido en los armarios. Al atardecer estuvo todo acomodado. Salimos al porche de la casa y no sentamos en la escalinata, los tres, mirando hacia el mar.

—Qué hermoso es el mar... -dijo mi madre.
—Lo es -respondió mi padre con cierto dejo de melancolía en sus palabras.

Ambos se veían extasiados con la puesta de sol y el mar frente a ellos. Sentía que éramos una bonita familia y que aquel momento era maravilloso: nosotros, el mar, el atardecer, la brisa estival, todo era un perfecto complemento que se unificaba para apuntar directamente a nuestros sentidos y hacernos sentir perfectos, extasiados, únicos. Esa noche cenamos temprano y nos acostamos. Por la ventana de la habitación entraba el sonido de las olas al llegar a la playa. Un murmullo incansable del discurso que la espuma tenía con la arena. De vez en cuando en la lejanía se escuchaba música que seguramente provenía de alguna otra casa o del pueblo más próximo. Mientras los ojos se me iban cerrando sentía que era muy feliz, tal vez una de las pocas noches que recuerde en la que me sentí tan feliz.

Fue al otro día, bien temprano, después del desayuno, que Papá me hizo señas de ir al mar. Tomé la pelota, el rastrillo, la palita plástica, un balde, me calcé las ojotas y salí disparado. Mi padre y mi madre venían detrás, tomados de la mano, ambos mirando fijamente al mar pero no mirándose entre ellos. Todavía recuerdo esa escena. Me quedó grabada a fuego en mi memoria. Había algo en ella que no terminaba de cerrarme, como si el simbolismo de la unión de sus manos no se asociara con el de sus miradas perdidas en el mar. Años más tarde aquella escena iría tomando forma, y culminaría de cerrarse y yo de entenderla tras la separación de ambos. Pero yo solo corrí enfocado en el mar, en jugar en la arena, en disfrutar de la playa y del juego. Pasamos toda la mañana en la playa. Mientras mis padres estaban metidos en el mar yo cavaba con la palita plástica y juntaba arena y más arena para construir un gran castillo. Pero no lograba darle forma. Armaba un bloque de arena y al rato se desmoronaba. Sentía gran frustración. Fue entonces que mi padre se acercó, se arrodilló, y con su sonrisa invisible y su guiño de ojo me hizo el gesto que le diera la palita. Comenzó a cavar más rápido, juntó más arena y fue dándole forma a un bonito y gran castillo. Pero no era un castillo común, era uno bastante personal y extraño: tenía una sola torre, algo que me causó gran inquietud:

—¿Papá, por qué el castillo tienen una sola torre? -pregunté con mucha ansiedad.
—Pues, ¿para qué quieres más torres?, con una sola torre, grande y cómoda, para vos alcanza... ¿no crees que es así?

Y mi padre tenía razón. Me pude imaginar en esa torre solitaria siendo yo el dueño del castillo, viviendo en él, contemplando el mar cada mañana y vigilando la casa desde la playa.

—Sí, tienes razón Papá, con una sola torre grande y cómoda estaría fantástico para vivir en el castillo.
—Claro -dijo mi padre- y aún falta una cosa más...
—¿Algo más?
—Sí... ¿te gustaría que tú castillo volara?
—¿Volar?, ¡los castillos no vuelan, Papá! -dije con tono de enojo.
—No, pero si tú lo quieres pueden volar, hijo.

Entonces mi padre salió corriendo hacia la casa y al rato volvió con un cordel, unas varillas y unos cuantos trapos viejos. Se hincó de nuevo en la arena y puso cuatro banderas en la punta de la torre del castillo, las cuales hizo con las varillas y los trapos viejos. Aquella imagen del castillo terminado aún hoy me hace sonreír de felicidad.

—Ya está -dijo- éste es tú castillo, y cuando quieras puedes subirte y volar en él.
—Pero Papá, es imposible que eso suceda. Si me subo al castillo lo rompo y jamás volaría.
—Bueno, es que hay formas y formas de volar un castillo. Yo conozco una que es infalible. Si quieres te la digo.

Asentí. Fue así que mi padre me dijo la fórmula de volar sobre un castillo al oído.

Aquella noche después de cenar subí corriendo por la escalera y me lavé rápidamente los dientes. Al entrar a la habitación apagué la luz y descorrí completamente la cortina de la ventana. Apoyé mi brazos sobre el alféizar y mi mentón sobre los brazos. Una luna enorme de color amarillo vivo comenzó a asomar desde el horizonte. Iluminaba todo el mar, inclusive al castillo que habíamos construido. Podía ver cómo las banderas de la torre flameaban con el viento nocturno, la sombra que proyectaba el castillo, y cómo la espuma del oleaje llegaba hasta su puerta. Entonces recordé las palabras que mi padre me había dicho al oído: imaginé que corría hacía la playa con una escalera debajo del brazo, que luego la colgaba desde la torre y trepaba. Una vez sobre la torre miraba en todas las direcciones. Observaba el cielo, la velocidad del viento, lo bravío que estaba el mar, y recién después de controlar todo aquello podía ya comenzar a volar. Sentado al medio de la torre tan solo tenía que imaginar hacia dónde quería ir, y transmitirselo al castillo. Él me entendería. Y así pasaba. Yo pensaba en un lugar del mundo y el castillo se despegaba de la playa y empezaba a flotar. Volaba a merced del viento y corregía su curso en función de mí deseo de destino. Inclusive podía volar a lugares que no conocía, pero que sí podía imaginar, y por ende también podía llegar volando hasta ellos.

Durante todas las noches de aquellas vacaciones hice volar el castillo. Viajé a lugares hermosos e inexplorados. Conocí a gentes de todas razas y colores. Inclusive hice caso a mi padre y volé también en sueños. No me cansaba de volar con mi castillo. Por la mañana, cuando íbamos a la playa, le daba algunos retoques de arena. Pensaba que debía mantenerlo, así, como a los automóviles, o a los aviones.

Al regresar y dejar la casa el castillo quedó en la playa. No quise destruirlo. Pensé que tal vez algún otro niño haría uso de él. Pero, ¡¿cómo sabría otro niño volarlo sin las instrucciones que me había dado mi padre?!. Entonces antes de partir escribí las instrucciones en la pared de la habitación, la misma pared que daba al mar y enfocaba hacia el castillo:


Instrucciones para volar un castillo:



1) Usa el castillo de la playa.


2) Todas las noches asómate a ésta ventana, piensa que corres al castillo con una escalera, subes a él y te quedas sentado en medio de la torre.

3) Entonces piensas adonde quieras ir, a los lugares que más te gusten.

4) Ahora tan solo, ¡Vuela!




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(Imagen: http://goo.gl/Hp4j2 )

jueves, 15 de diciembre de 2011

El Errante




Las personas suelen hablar del alcance de internet, de su expansión arrolladora, de cómo el mundo ha cambiado gracias a ella: la gran red de redes; y uno, internauta desde hace muchos años, también capta y percibe en distintos grados el poder que la red tiene para la vida de los otros como para la suya propia. Sin embargo, de mi parte, como escritor amateur o novel, jamás imaginé el impacto que la red podía tener sobre la literatura directa. Nunca, hasta después de unas cuantas entradas (posts) en mi primer blog, había caído en la cuenta del poder comunicativo que tenía la red entre sus manos. Fue entonces, en aquellos albores de la blogósfera, que comencé a darme cuenta que del otro lado, sentados en sus escritorios, tirados en la cama, dentro de un cyber, o en medio de una plaza, había seres humanos conectados mirando fijamente una pantalla y leyendo los textos que uno subía como hobby o gusto espiritual.

En todos los años que llevo publicando escritos míos en internet me han sucedido muchas cosas, casi en su totalidad gratificantes, que me han hecho pensar una y otra vez el rol del escritor virtual, de ese que una vez que pone el punto final a un nuevo texto se le despierta una ansiedad enorme en lo más profundo de sus entrañas para subirlo a la red y que sus lectores seguidores, o tal vez nuevos descubridores, lo lean y se dejen seducir por el influjo de la narrativa y la ficción. Es una sensación inexpresable para alguien que gusta de escribir. Pero no lléndome por las ramas tenía como objetivo puntualizar en una anécdota muy especial para mí que me sucedió hace unos años, y que tuvo su origen en uno de mis blogs, «El Errante».

«El Errante» ha sido un blog con el cual me he identificado mucho en los últimos años de mi vida. Lo he escrito desde distintos lugares donde he vivido y lo he pulido y conservado desde muchas ciudades en las que he estado. Ha tenido a lo largo del tiempo cambios drásticos que pasaron por hablar de mi persona humana, colgarle textos de microficción, o bien, tal como lo estoy haciendo en el último año, subirle capítulos de una blog novela que Dios sabe cuándo acabará. Ha sido parte de mi catarsis, ha sido parte de introspecciones y fiel testigo de estados de ánimo que iban desde el júbilo hasta la más profunda y amarga de las tristezas. Al principio tenía un nombre que no era el actual, sino «Caminar la vida», que luego mutó, por urgencia y necesidad, a «El Errante», y que tanto más me identificaba a mí y mi modo de sentirme en esta vida. Estuvo un tiempo cerrado, y después de un año y pico lo volví a reabrir, con más ímpetu y ánimo de literato. Y fue éste blog el que generó ésta anécdota que contaré a continuación...


Cierta madrugada, de un día de hace unos cuantos años atrás (tal vez cuatro o cinco, bien no recuerdo) me encontraba charlando con una persona por el MSN Messenger. Hablábamos de todo un poco y de nada en especial. Era una chica, que vivía en España y que gustaba de leer libros y cada tanto escribir. Yo era Miguel y ella era la señorita tal, con un nickname que no hacía alusión directa a su nombre real. La charla era muy amena, simpática, y debido a la diferencia de horarios entre un país y otro solíamos encontrarnos rara vez, pero cuando lo hacíamos casi siempre hablábamos de cosas mezcladas y sin puntualizar, tal cual les comenté. Pero esa madrugada, después de tanta charla ella comienza a hablarme de su novio y de cuánto se querían. Tenía palabras hermosas para él y la relación que ambos llevaban adelante. Me causó mucha alegría saber que aquella chica, a la cual no conocía y tal vez nunca conocería, se la sintiera tan feliz hablando de su pareja. Cada vez que alguien me habla de ese modo no puedo menos que sonreírme y desearles lo mejor, aún yendo en contra de muchas de mis teorías de los ciclos que se abren y se cierran. Entre tanta charla sobre el tema, risueñamente, me dice: «Y te reirías si te cuento cómo me conquistó...», a lo que respondí negativamente y la incité a que me lo contara:

«Mirá fue algo gracioso pero que me encantó, Miguel. Un día se me aparece y me dice algo muy bonito, que cuando se lo escuché fue como un flash y ahí, en el acto nos besamos y decidimos comenzar a salir.

En ese momento no le pregunté nada pero me había quedado la duda si eran palabras de él o lo había leído de algún lado. Pasaron los días y le hice la pregunta, a lo que me respondió que lo había leído en internet, en un blog llamado «El Errante»».

Cuando leí aquellos mensaje contándome esto me quedé estupefacto. Miraba la pantalla como sin saber qué volver a escribir o qué hacer. Hacía tan solo un mes y algo que yo había vuelto a reabrir mi blog y solo había posteado unas pocas entradas.

La charla continuó...

«Y entonces me aboqué a buscar el blog, pero por más que lo busqué en internet con Google no lo puedo encontrar. Es más, fui hasta una vieja dirección de unas entradas de ese blog y me decía que ya no existía»

Entonces quise saber y pregunté...

«¿Y para qué querés ubicar el blog?»

«Para agradecerle a quien escribe en él que haya dado el puntapié inicial para que mi novio y yo estemos juntos.»

Sentí una cosa que me subía hasta la base del cuello y que las manos me temblaban. Mi cabeza pensó mil cosas en un segundo y de repente me dije que debía de decírselo, de explicarle que por esas casualidades de la vida yo era el dueño del blog y eran mis escritos, pero que por esos arranques que uno suele tener en su vida había decidido cerrarlo pero que ya estaba online nuevamente.
Entonces le dije:

«Andá a esta dirección (ahí coloqué la nueva dirección del blog)...»

Y en ese momento a la chica le cayó la ficha de quién podía ser yo.

Lo que sigue fue una conjunto de onomatopeyas, risas, frases de sorpresa y admiración , por la ventana del Messenger. Recuerdo que cuando esa madrugada apagué la computadora y me acosté me quedé pensando en aquello increíble que acaba de sucederme: «¿a mí?», «¿y por qué a mí me sucedió esto?», y unas cuantas preguntas más me hice al respecto. Antes de dormirme tomé la dimensión y el poder que tenía internet. Empujaba a las letras, a las frases, a la ficción, más allá de todo muro, más allá de toda góndola de librería, más allá de toda Feria del Libro, más allá de cualquier marketing editorial que lanza nuevos talentos: internet te presentaba delante de lectores ávidos o nóveles y te mostraba, y muestra, en directo, fresco, exponiéndote a un feedback instantáneo, así, como el pan caliente recién sacado del horno.

La relación con aquella lectora continuó por la internet hasta que un buen día se desvaneció tal como pasa en la vida real o en la virtual. Sin embargo, aquella anécdota sobre un texto escrito por mí y subido a mi blog siempre me trae a presente el poder que tiene la palabra escrita y digitalizada. Un poder invisible y poderoso, que reptan minuciosamente, que traspasa muros invisibles y visibles, que llega a computadoras de personas de toda raza, tipo, color, religión y creencias. Y cada uno, al llegar al punto final sonríe o no ante lo leído, da su visto bueno o su rechazo, agradece o enmudece, se expresa o tan solo lo atesora para sus adentros.

(Imagen: Revista Orsai #3)

viernes, 9 de diciembre de 2011

Los perros y los lobos



Ada Sinner es una niña judía que vive en Ucrania en los años veinte. Huérfana de madre, se ha criado junto su padre durante los primeros años de su vida, y pronto su tía se instala en casa con sus dos hijos. El pequeño, Ben, se convierte en el amigo inseparable de Ada: juegan juntos, ríen juntos, crecen juntos… Ambos pertenecen a una de las clases más bajas de la ciudad, y miran con envidia a un primo lejano, Harry Sinner, cuya familia se enriqueció gracias a los negocios y ahora viven cómodamente. Parece mentira que dentro de un mismo linaje pueda haber personas tan pudientes y otras tan desfavorecidas, pero no es eso lo que llama la atención de la muchacha: Ada se enamora al instante de Harry, un amor platónico, porque las diferencias sociales entre ambos impiden cualquier acercamiento.
Años más tarde, las dos familias se ven obligadas a huir del país y vuelven a encontrarse en París.
Ada se ha casado con Ben y aspira a dedicarse a la pintura; no obstante, en sus adentros aún tiene muy presente a Harry, al que sigue sin conocer en profundidad. El destino de los jóvenes todavía quiere jugar algunas cartas con ellos, por lo que las coincidencias para que puedan verse llegarán, y quizá esta vez no sean tan fugaces como antes.

Irene Nemiróvsky, escritora.


Lean este libro, no los defraudará.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

A la deriva



Hace mucho frío -dije-, y no me miraste. Solo caminabas concentrado en tus pies y viendo cómo se ponían cada vez más rojos al pisar la nieve. Creo que nos hemos perdido -dije al rato-, y ni te percataste de mis palabras. El aire frío traspasaba mi abrigo, se me helaba la piel. Mi rostro se envolvía en un halo de calor y al rato desesperaba, se volvía rígido, lograba sentir con mucha vehemencia como la carne ardía, dolor, soy presa del frío.

¿Hacia dónde nos dirigimos? –pregunté, intentando que me hablaras-, entonces diste la vuelta, sacaste tus manos de los bolsillos y con un asalto de ira en tú rostro me abofeteaste, hiciste que cayera de rodillas en la nieve y un hilo de sangre desprendido de mis fosas nasales agredió la blancura nívea de ésta. Sin embargo no derroché ni una sola lágrima. No, ni una sola. No deseaba llorar, solo deseaba que aquel dolor terrible se aliviara en mi rostro y que mi ira se calmara.

No navego contigo –te dije-, solo voy a la deriva. Entonces volviste a pegarme y mis ganas de seguirte cesaron. Caí de bruces sobre la nieve sintiendo cómo ésta me quemaba la mejilla. A lo lejos los pinos, con sus copas cargadas de nieve, parecían ser los únicos testigos de nuestra huida tan patética.

Entonces, mientras veía cómo te marchabas, sacando las últimas fuerzas que quedaban atrapadas en los confines de  mis tripas, formulé mi última pregunta antes de la oscuridad: ¿Sabías que te quiero?...

Nunca pude escuchar tú respuesta.




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(Fotografía: http://goo.gl/O10Cn )

lunes, 21 de noviembre de 2011

Soñando conmigo




Suelo despertar en mitad de la noche creyendo escuchar el sonido del mar. Escucho el susurro del viento, el rumor del oleaje, como rompen las olas al llegar a un acantilado, como se esparce la espuma sobre la arena. Sin embargo, al abrir los ojos solo veo la densa oscuridad que me rodea, los breves destellos de las luces de mercurio de la calle. Y mi mar, el mar de mis sueños, está allí, en algún lugar del mundo, soñando conmigo.



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(Fotografía de Edouard Boubat, http://goo.gl/yqt2n)

Ojos de luna




Volvía en colectivo después de un día de tanto trabajo, en donde las cosas no salían bien de por sí, desde la raíz. Jugaba con el boleto entre mis dedos. Analizaba los números, calculaba matemáticamente con ellos, hasta me sentí triste por saber que una vez más no había sacado capicúa.

Al llegar a una parada anterior a la mía veo descender a una mujer gorda, ya de edad, con dos niños. El resto del pasaje permanecía sentado, ensimismado en sus pensamientos, divagando por sus mundos personales sin prestarle atención a nada, solo a lo puntual y de su interés: sus propias vidas. La mujer al llegar al último escalón aflojó su rostro un tanto fatigado y me miró directamente a los ojos. Miraba con ojos de luna: grandes, luminosos, expresivos. Comprendí en un instante que deseaba ayuda. De un salto del asiento me dirigí hacia ella, tomé primero a uno de los niños en mi brazo derecho, luego le di la mano al otro. El chofer del colectivo pisaba el acelerador, se podía sentir el nerviosismo de sus pies sobre el pedal, la impaciencia de su sistema nervioso, al igual que el resto del pasaje zombi, en el aire. La mujer gorda descendió el último escalón y parada sobre el cordón de la vereda abrió sus brazos y me recibió al primer niño. Luego al otro. Y se quedó allí, mirándome.

En un movimiento brusco que me tomó desprevenido el colectivo arrancó y choqué contra una de las barandas para sujetarse. Logré sostenerme gracias a un señor, de calvicie prominente, que sentado justo al lado de la baranda puso su codo para que no cayese sobre él y lo clavó justo en mi torso, a la altura de mi riñón. Duele, pensé, pero solo fue un pensamiento. Mientras el colectivo aceleraba más y más pude observar a la mujer gorda aún parada sobre el cordón de la vereda con los dos niños tomados de cada mano. Sus ojos de luna parecían seguirme, tal como los lobos siguen a la luna en noches abiertas.

Volví a sentarme en el asiento, nadie me miraba, todos seguían mirando al frente o por las ventanillas, como si nada hubiera sucedido.  Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué el boleto. Miré los números y comprendí que eran números de suerte. Cerré el puño y dejé el billete presionado en la palma de la mano. De algún modo, inesperado, claro, yo había despertado, había logrado ver aquellos ojos de luna que nadie más a mi alrededor se había percatado, pude ver un poco más allá de la gran somnolencia que siempre nos mantiene aletargados, y ahí estaba, la vida, con una de sus señales, tan viva y resplandeciente, tan ignorada por todos, llamándome.


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(Fotografía: http://goo.gl/rAxua)

sábado, 5 de noviembre de 2011

El retorno del profesor de baile




Después de casi dos meses de lectura he terminado de leer el libro “El retorno del profesor de baile” (The Return Of The Dancing Master,  su título original en inglés) de Henning Mankell. Me interesa escribir sobre ello porque es el primer libro de suspenso, intriga, y novela policíaca que termino de leer con gran expectativa. Es un género, la novela negra y la novela policíaca, que nunca terminaron de atraparme del todo. Probé con varios escritores distintos, varias novelas, desde Frederic Forsyth, Andrea Camilleri, Graham Greene, etc, y ninguno terminó atrapándome como lo hizo Henning Mankell con éste libro.

Los escritores siempre tienen algo que hace de su escritura una “cosa”, un “algo”, distinto al del resto. Eso que los identifica y los hace únicos se logra, creo yo, con mucho esfuerzo y cierta parte de “don” propio. El liso y llano talento. El género policial nunca había sido mi atracción, como ya dije antes, pero al leer la última página de “El retorno del profesor de baile” me quedé pensando en una excelente historia, perfectamente tramada y cargada de personajes “comunes”, tangibles, muy contemporáneos.

Cuando uno lector cierra un libro tras su lectura definitiva hace un rápido racconto global de lo leído, y en ese pequeño y breve momento queda el “jugo” resumido de la historia que tal vez leyó en días o meses. Mi sensación tras la lectura de este libro ha sido más que satisfactoria, podría decir que logré descubrir un escritor que en ningún momento me aburrió, que en ningún momento me avasalló de información técnica de armas, lugares, métodos, etc, sino que se centró en darle vida a personajes muy “normales” y a su vez muy cargados de vida contemporánea, y a ellos los insertó en un trama policial.

“El retorno del profesor de baile” es un libro atrapante, que se presenta como fácil de leer y poco a poco te va sumergiendo en una trama cargada de sensaciones. En dicha trama se mezcla el nazismo, los grupos neonazis, las ideologías políticas, las injusticias, las revanchas y las venganzas. Todo se funde en un gran cóctel ideado y perpetrado por este gran escritor sueco como lo es Mankell.

A quien guste de leer es un libro más que recomendado.


martes, 25 de octubre de 2011

Lo demás queda al azar...




Hace unos años, en esa época en que se escuchaba la música en radiograbadores y cintas de casete, observé por primera vez el mundo. Fue, cómo decirlo, ¿alucinante? Sí, creo que esa es la definición que más se le asemeja. Pero no fue por casualidad, no… fue porque ella quiso que yo alucinara.

Vivía en un pequeño departamento al fondo de un conventillo de mala muerte a las afueras de la ciudad. El lugar apestaba a perros, gatos, ratas y olores nauseabundos en general, sin embargo mi sueldo no daba para más y era lo que había. Trabajaba desde que el sol asomaba hasta cuando se ponía. Siempre vivía de noche. Cenaba y salía a caminar un rato, a hacer la digestión como les gusta decir a los de otras generaciones.

En una de esas caminatas conocí a la chica que me tomó de la mano y me mostró la parte oculta del mundo. Como toda relación que recién inicia al principio fueron miradas, luego coqueteos y finalmente llegaron los besos y las delicias del sexo. Por las tardes, después de tener sexo durante largo rato, caíamos exhaustos y nos quedábamos así, tendidos, mirando el techo, jugando con nuestros pies en las sábanas húmedas y arrugadas. No hablábamos, solo jugábamos con nuestras manos o dibujábamos figuras invisibles contra el techo a la espera que el otro las adivinara. Esa parte me encantaba. Ella era una excelente dibujante. Siempre dibujaba lo que yo soñaba, lo que yo deseaba y tenía como meta. Es como si me hubiera conocido desde adentro hacia afuera.

Una tarde de noviembre, coloqué un casete de Soda Stereo en el radiograbador y me senté en el balcón. Una mujer anciana y su marido estaban sentados en el balcón de enfrente, mirándome, como si yo fuese un loco, como si mi generación por escuchar aquella música estuviera en otra sintonía distinta a la de ellos. Como decía, fue en esa tarde de noviembre que la chica que me hizo ver el mundo se apareció; llevaba una cámara fotográfica colgada del cuello, y al verla entrar me pareció angelical. No sé, supongo que tenía algo, artificial o real, que la iluminaba por completo y eso me encandiló. Caminó unos pasos y se puso en cuclillas delante de mí.

-         ― ¿Querés conocer el mundo? –me dijo sonriendo y tomándome de las manos.
-         ― Claro –respondí inmediatamente y sin pensarlo.

Fue la propuesta más sencilla y poderosa que tuve en mi vida. Fue la frase más maravillosa que recuerdo haber escuchado de una mujer. La abracé, le di diminutos besos en los labios. Ella solo sonreía. Los ancianos de enfrente nos contemplaban con ciertas miradas que interpreté como de ternura.

Después de aquella tarde recorrimos muchos lugares juntos. Adonde íbamos ella fotografiaba y yo vivía. Ella vivía y yo fotografiaba. Nos complementábamos a la perfección. Fuimos por Bogotá, por La Paz, por Brasilia, por Montevideo, por el litoral argentino, también hicimos algo de la cordillera de los Andes y la Patagonia. Parvas de fotos llenaban cajones y cajones en nuestra habitación. Fotografiamos hasta lo que no se dejaba. Capturamos sonrisas, miedos, tristezas, silencios, alborotos, soledades, lágrimas, todo un muestrario de sentimientos en distintas personas que cruzamos a lo largo de tantos kilómetros. Yo era feliz, ella era feliz.

Sin embargo, un día, al llegar a un sendero y tras fotografiar un cerro ella me dijo que ya no quería seguir viajando, que ya no quería capturar más sentimientos, que ya no me quería. Asentí en silencio como el condenado a muerte al escuchar su sentencia. Comprimí todo lo que sentía a tal punto que lo guardé como una pequeña bolita bien al fondo de mi pecho.

-         ― ¿Y ahora qué? –le pregunté
-         ― Pues nada, ahora la vida… -dijo con su sonrisa tan hermosa.
-          ― ¿La vida?
-          ― Claro… ahora otros mundos serán posibles… mundos que no hemos fotografiado, mundos que conocerás solo o al lado de alguien más… mundos… así, como los que conociste conmigo.
-          ― Pero… ¿y lo otro?, ¿todo lo que recorrimos, todo lo que vivimos y lo que compartimos unidos?, ¿qué de eso otro? –pregunté atónito.
-          ― Eso lo podés atesorar, guardar bajo llave y relucirlo cuando quieras para disfrutarlo… lo demás, lo que de hoy en más nunca supimos que sería, eso queda al azar…

Y así fue. Quedó al azar.

Años después seguí conociendo el mundo, sus lugares, su gente, a mí mismo. Sin embargo dentro de aquel azar que aquella chica supo mencionarme nunca me encontré en completitud, siempre algo me faltaba o falta, nunca logré ver ese mismo mundo que pude observar junto a ella…




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(Fotografía: http://goo.gl/dTFcx)

miércoles, 19 de octubre de 2011

una chica en el jardín




Hay una chica muerta en el jardín. La he visto al despertarme, al asomarse los primeros rayos de sol del  nuevo día. La hierba le acaricia el cuerpo, está desnuda. El verde circundante le cae bien, parece ser una flor nueva y fresca que ha brotado a través de la hierba, abriéndose paso a todo, sin importarle nada. No me atrevo a tocarla, pero sé que está muerta pues no respira, no se mueve, se la percibe demasiado fría.

¿Qué haré ahora? Nadie creerá que ha muerto sola, o que otros la han matado. Habrá dedos señalándome, dedos acusatorios, miradas instigadoras, epítetos y voces duras para conmigo ¿Por qué a mí?, ¿por qué yo?...

Pienso en envolverla en una vieja colcha. Tirarla al río con algunas piedras en sus pies. Son ideas enfermas, me digo y me recrimino a la vez. Y mientras conjeturo las mil y una formas de deshacerme de la frialdad del cuerpo sin vida caigo en la cuenta que a la vez admiro la belleza de su desnudez. Nunca estuve con una mujer desnuda en mi cama, y ahora, que hay una en el jardín, está muerta.

La muerte tal vez me obsequió a la chica. Sí, eso debe ser. Porque hay obsequios de todo tipo, y tal vez éste sea uno de ellos, de esos raros, que solo a personas como yo puede regalársele ¿Debería estar agradecido con la muerte? No… ella se jactaría, agrandaría su ego, y me sonreiría como suele hacerlo en ocasiones al pasar por mi lado.

“Me gusta el verde que te rodea”, quisiera decirle a la chica. Más ella no puede oírme. Ella está muerta. Pero eso es lo que pienso y siento en este instante. Me parece una novia dormida. Envuelta en una burbuja de tiempo, de un tiempo ya pasado...

Hay una chica en mi jardín, y está sobre mí.


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(Fotografía de Manjari Sharma)

domingo, 16 de octubre de 2011

El mismo universo



Arriba, justo entre el techo y la noche, había una puerta. Era invisible. Solo se podía ver de noche. Antes, no. Solo podía verla yo, y nadie más.

Una noche al ver la puerta decidí abrirla. Tenía miedo, tuve muchísimo miedo. Tomé el picaporte, lo giré suavemente, y la puerta comenzó a abrirse. Vi una estrella, luego otra, y más...; además estaba la oscuridad, el vacío. Sin embargo no sentí soledad. Había alguien ahí, podía sentir su presencia tras mi espalda. Tampoco podía voltearme para saber quién era. Solo sé que había alguien. Entonces decidí flotar y dejarme llevar. Crucé la puerta y floté entre las estrellas.

Tras un rato pensé en mi madre. “Tal vez sea ella quien está tras mi espalda”, me dije. Y de repente sentí un alivio incomprensible. Era más liviano, más etéreo. Las luces de las estrellas parecían refulgir más, la oscuridad del universo ya no me parecía tan intimidante. Me sentía acompañado por mi madre. Ambos estábamos ahí, juntos, en el mismo universo… siempre.



(Felíz día a todas las madres del mundo... y a la mía en especial...)

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(Imagen: http://goo.gl/UVOHW)

lunes, 3 de octubre de 2011

«Había una vez...»




La densidad de la cortina de lluvia impedía que los rostros se vieran claramente. No había parado de llover desde hacía más de cuarenta horas y todo por doquier era fango y charcos de agua del tamaño de una habitación. Era época de lluvias. A lo lejos se veía la luz encendida en la torre de control de la prisión. Brillaba como un faro abriéndose paso entremedio de la densa lluvia. Seguramente un guardia la movilizaba manualmente, pues aún ningún aparato mecánico realizaba esa tarea. Un hombre de baja estatura bajó de un viejo automóvil negro, un Mercedes Benz, de un brillo opacado por el clima. Un par de policías militares lo acompañaron hacia dentro de la prisión, ellos habían desplegado dos grandes paraguas y colocado al hombrecillo debajo de él. Apenas atravesaron la puerta de la prisión el hombrecillo se quitó el sombrero y el sobretodo empapado. Saludó a otros guardias con un gesto escueto y seco, y recibió saludos en igual tenor. Su nombre era una gran leyenda en las cárceles del país. No había mejor verdugo que él.

Con un gesto hizo que uno de los guardias se le acercase. Le susurró algo al oído y el guardia enseguida le hizo ademán de seguirlo. Caminaron un corto trecho hasta llegar a un baño de servicio. El hombrecillo entró al baño y cerró la puerta tras de sí. Una vez dentro, examinó palmo a palmo la instalación. Tres mingitorios, dos inodoros, azulejos blancos en las paredes, piso de cemento rústico recién baldeado. El baño estaba frío, tal vez más frío que estar parado afuera a merced de la lluvia. Después de orinar se lavó la cara. Lo hizo durante un buen rato: colocaba sus manos en forma de cuenco debajo del grifo y luego hundía su cara en el agua. Esa acción más que despabilarlo lo hacía reaccionar, le permitía que su interior se tranquilizara y que su mente cobrara la frialdad suficiente para lo que dentro de un rato acontecería. Cerró el grifo, apoyó sus manos en el lavatorio y observó su rostro al espejo. Era un hombre de mediana edad pero su cara acusaba más edad. Las arrugas había comenzado a dejar profundas marcas en su rostro y el paso de una vida llena de presiones y contratiempos había dibujado sobre su piel una especie de mapa ininteligible. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y secó su rostro. Volvió a contemplarse en el espejo y esbozó una mueca casi imperceptible, señal que estaba listo, señal que era el momento.

Al salir del baño el guardia lo condujo nuevamente a la sala de recepción. Allí tomó una carpeta que dentro contenía un legajo. “Prisionero AU-822198” se leía en la tapa. Nada de nombres, nada de apellidos. Hojeó rápidamente el legajo como si la información que conteniese no le importara en absoluto. Al llegar a la última hoja cerró la carpeta y se la entregó nuevamente al policía. «No hay nada de mi interés aquí» -dijo fríamente- «sé lo que he venido a hacer y punto, lo demás es una historia que no me incumbe y que pronto será solo una historia más…» Los dos polícias militares lo condujeron por pasillos dentro de la prisión. Se veían oscuros y algunos demasiados iluminados. Al pasar por frente a la biblioteca observó cómo unos cuántos presos se mantenían ocupados en sus lecturas. Aquella imagen le causó curiosidad y un tanto de incredulidad. «Es curioso lo que logra el encierro», se dijo. Al final de uno de los pasillos había una puerta de metal, robusta, de gran grosor. Detrás de ella estaba el patio de la prisión. La lluvia había amainado, pero solo un poco, hasta convertirse en una llovizna delicada y suave que al caer penetraba en todo lo que encontraba a su paso.

El hombrecillo hizo señas a los guardias y caminó lentamente cruzando el patio. No parecía importarle en absoluto la llovizna. Al llegar al final del patio observó que sus zapatos ahora estaban cubiertos de barro. Sin importarle demasiado golpeó con sus nudillos otra puerta de metal. Se abrió en el acto. Un nuevo policía militar lo saludó y con su mano derecha le hizo un gesto de invitación a pasar. Ya dentro, el hombrecillo observó la magnitud del lugar. Era similar a un hangar de grandes aviones. Solo que estaba casi vacío. Solo una estructura de madera de la cual pendía una horca se encontraba en medio de aquella inmensa sala. «El prisionero quiere verlo», comentó al oído el policía al hombrecillo. Éste se sobresalto «¿Quiere verme?, ¿a mí?», fueron las preguntas que de repente asaltaron la mente del verdugo. No hubo titubeos. Tras un gesto al policía ambos se encaminaron hacia la celda del preso. Lo habían sacado de su celda habitual donde había permanecido más de treinta y cinco años. Ahora estaba en una celda aún más pequeña, justo en el corredor de la muerte. Al llegar a la celda el hombrecillo se detuvo y observó el interior. A duras penas se lograba ver el bulto diminuto en posición fetal que estaba sobre el catre. Tapado con una fina manta y tiritando como un animal a punto de morir, el preso descubrió su cabeza y observó a los ojos al hombrecillo. En el acto entendió quien era aquel hombre de baja estatura y mirada fría. Como si el ser verdugo cargara con algún tipo extra de señales corpóreas al individuo que ejerce dicha tarea. El policía abrió la puerta de la celda y tras preguntarle al verdugo si estaba todo bien se retiró. Ahora ambos hombres se encontraban en la celda. El condenado y su verdugo. Uno que moriría y otro que seguiría vivo hasta que Dios lo dispusiese. Al principio no hubo palabras, solo una mirada fuerte y sostenida entre ambos. Se sentía como la lluvia azotaba la pared exterior de la celda. El frío lentamente reptaba desde el suelo y subía por las extremidades.

- Usted me ha mandado a llamar... –dijo el hombrecillo.
- Sí, gracias por venir.
- ¿Qué desea? La víctima se quitó la manta y se sentó al lado del verdugo.
- ¿Podría contarme una historia?
- ¿Una historia?..., no le entiendo... ¿a qué se refiere? –preguntó perplejo el hombrecillo.
- Sí, una historia. Cualquier historia. Una historia linda, algo que no haya pasado, o tal vez sí. No me importa en realidad si sucedió o no. Puede imaginárselo si quiere. Que más da ahora si los personajes de la historia sean reales o ficticios. No, eso ya no importa. Lo que importa es que me cuente una historia.
- Perdone –dijo el verdugo con voz dura- pero usted me está pidiendo una estupidez ¿Usted sabe quién soy yo?, ¿tiene idea a qué he venido a esta prisión?
- Sí, claro que lo sé –respondió el preso poniéndose nuevamente la manta sobre los hombros- Sé perfectamente quién es usted.
- ¡Ah, lo sabe!..., ¡¿y aún así quiere que yo le cuente una historia?!, ¿usted ha pensado lo que me está pidiendo?
- Mucho –respondió en el acto el preso-. Muchas veces lo he pensado. Y siempre supe que llegado este momento yo quería que mi verdugo me contase una historia.
- La verdad que no le entiendo, señor –dijo el hombrecillo.
- ¿A leído usted a Nabokov?
- ¿Nabokov?...

 Tras un rato de titubeo el verdugo reflotó en su memoria algunos títulos de libros y sus autores.

- Puede ser, pero no estoy seguro. Pero, ¿qué tiene que ver ese escritor con la conversación que estamos teniendo?
- Pues yo sí he leído los libros de Nabokov y a uno en particular. Es que estando tantos años en prisión uno se vuelve amante de los libros. Es como hacer el amor en la mente. Es una adicción silenciosa que tan solo la celamos con la soledad. A los pocos años de estar preso comencé a ir a la biblioteca. Leí muchos libros, pero ninguno me interesaba. Algunos los dejaba al principio, otros a la mitad, y solo pude terminar uno, y justo era un libro de Nabokov. Me gustó siempre como escribía aquel escritor ruso ¿Sabe qué libro fue aquel?
- No, ni idea –dijo a secas el hombrecillo.
- “Invitación a una decapitación” –respondió el preso- sí, ese fue el libro que terminé de leer primero y créame que lo releí unas diez veces más.

El hombrecillo al escuchar el título del libro buscó en su memoria pero no pudo encontrar nada. Por un instante le pareció extraña aquella situación que estaba viviendo: él, un verdugo, sentado a solas con el hombre que en minutos debía asesinar. Se dijo que aquello no era correcto. Se sintió dando un paso en falso en su carrera. Entonces levantándose bruscamente de la cama donde se encontraba sentado miró a los ojos al preso y negó con su cabeza en un movimiento lento:

- No, no está bien esto.
- No tema , señor verdugo –dijo el preso- no le pido compasión, ni tampoco quiero que piense que estoy loco. No. Solo le pido que me cuente una historia.
- ¡Pero que ocurrencia más estúpida! –exclamó el hombrecillo.
- A usted le parecerá así, pero para mí no lo es. Si usted me cuenta una historia yo me sentiré más cercano a usted, y ya no seremos tan distantes y fríos. Piénselo. Ni usted ni yo nos conocemos. A usted lo han enviado a esta prisión a quitarme la vida y yo estoy en sus manos. Para usted es un trabajo, soy un preso más, alguien más a quien quitarle la vida, pero usted para mí no es alguien más, usted para mí es único, es la única persona en todo este mundo que veré por última vez y con la cual hablaré. Frente a la horca estaremos usted y yo solos y nadie más. Su rostro será lo último que miren mis ojos antes que la capucha me adentre a la oscuridad; por ende es que quiero que haya un vínculo entre usted y yo, y eso lo puede lograr una historia. Sí señor verdugo, una simple historia, tal como una madre o un padre se la contaría a un niño.

Por un momento el hombrecillo se sintió compungido. Pareció que había metido su cabeza en medio de sus hombros. Observaba en silencio al preso y lo escrutaba de pies a cabeza con la mirada.

- Tal vez tenga usted razón –dijo finalmente el verdugo.

 El hombrecillo tomó la única silla que había en la celda y se sentó frente al preso. Cruzó sus dedos, junto sus talones y rodillas, posó las manos sobre éstas últimas, y mirando al preso a los ojos comenzó diciendo: «Había una vez...»


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(Imagen: http://goo.gl/rYOHv )