martes, 31 de marzo de 2009

más allá de mi mundo

Mientras Duke y yo solíamos jugar en el patio de mi casa natal, las horas pasaban sin que me diera cuenta. Duke no sabe de horas, pues era un perro, mi perro, el único perro que me acompañó durante toda mi infancia. Mientras jugábamos parecía que construyésemos una burbuja gigantesca a la cual nadie podía atravesarla, y en cuyo interior todo lo que nos gustaba hacer y ver se encontraba al alcance de nuestras manos. Duke era obediente. Era un gran danés, un perro de buena raza. Erguido y con sus orejas paradas me sacaba casi una cabeza de altura, y eso no me daba miedo, al contrario, sentía que Duke era mi guardaespaldas, el perro que ante cualquier aparición de fantasmas o niños que quisieran pegarme o asustarme me defendería. Claro, eso nunca pasó, pero siempre tuve la seguridad que aquel gran perro era parte de mi seguridad personal, y por añadidura parte de mi vida.

Uno de esos tantos días mientras jugábamos con Duke arrojé su pelota lejos, tan lejos que cayó a la orilla del alambrado que separaba nuestra casa de la calle. La pelota se había perdido entre el ligustrino que crecía al borde del alambrado y Duke por más que lo intentó una y otra vez no pudo encontrarla pues su tamaño le impedía meterse entremedio de aquella maraña de hojas y ramas entrelazadas. El alambrado era para mí una línea natural, algo que desde que mis ojos vieron por primera vez estuvo allí, diferenciando mi mundo del otro, ese mundo que estaba fuera y que yo desconocía casi por completo. Aún recuerdo las voces de Padre y Madre sermoneándome sobre cuales eran mis privilegios y mis límites en aquella casa. El alambrado ocupaba un lugar importante, tanto como los enchufes de la pared o las hornallas de la cocina, todo aquello que podía causarme daño era tema para que mis padres pusieran énfasis en recordármelo cada tanto. Sin embargo, aquel día que la pelota cayó a la orilla del alambrado me escabullí entre el ligustrino en busca de ella y encontré un verdadero tesoro, tan esplendoroso a mis ojos que aún hoy cuando los cierro y lo recuerdo siento como la magia de la vida de tan visible pasa desapercibida con una invisibilidad total.

Corté unas pocas ramas y pude ponerme de rodillas debajo del ligustrino. Duke ladró un par de veces cuando me vio hacer aquello pero enseguida calló y se quedó erguido observándome. Cuando divisé la pelota y la tomé no pude de dejar de sorprenderme al ver el alambrado y detrás de él la calle. Los automóviles pasaban a toda velocidad y cómo alguna que otra persona caminaba por la vereda. Solo cuando Madre o Padre me llevaban al colegio o de compras podía palpar aquello, pero esta vez fue distinto, yo mismo podía observar aquel mundo fantástico desde mi propio mundo sin intervención de ellos. Me imaginé que la burbuja de mi mundo se había extendido hasta el alambrado y que ahora el ligustrino estaba dentro de ella, que Duke, yo y el ligustrino ahora formábamos una complicidad tácita y que todos sabíamos aquel secreto.

Me quedé absorto durante largo rato mirando a través del alambrado. Me tomé con mis manos del alambre y permaneciendo con mis rodillas hincadas en la tierra húmeda miraba como ese mundo que estaba más allá de aquel límite parecía tener un corazón y pulmones propios, y como las personas que vivían en él caminaban ensimismadas y totalmente ajenas al resto de ese mundo. Al principio visualizar aquellas imágenes me habían puesto eufórico pero con el pasar del tiempo y el contemplar de cómo la gente corría cada vez más presurosa con sus bolsas de compras o en sus automóviles sentí que algo de la magia del principio se había perdido y extrañé la tranquilidad de mi propio mundo.

En un momento sentí la curiosidad de ir más allá del alambrado. ¿Qué se sentiría estar del otro lado?, ¿encontraría nuevos amigos?, ¿habría una heladería o un kiosco cercano en donde me regalasen helados o golosinas?, ¿podría conseguir huesos enormes para Duke?, no lo sabía, pero las respuestas sonaban en mi interior con gran expectativa y una ansiedad terrible por conocerlas. Pero el alambrado era muy alto, acerado y frío. Un niño de mi edad jamás podría saltar sobre él ni mucho menos romperlo. Me deprimí, me sentí triste. Así permanecí un buen rato hasta que mis rodillas empezaron a dolerme. Duke ladró otro par de veces, tal vez mi madre me estaría llamando o tal vez Duke tuvo hambre. Así que decidí regresar y quitar el ligustrino de mi burbuja.

Al dar un paso atrás contemplé unas ramas del ligustrino que atravesaban el alambrado. Con belleza y docilidad se escabullían por entre los paneles del alambrado y cruzaban al otro mundo, a ese que yo no podía llegar pero que anhelaba hacerlo. Entonces me volví al alambrado y por entre uno de los paneles pasé mi mano y todo mi brazo imitando las ramas. Fue ahí, en ese instante que sentí estar en el otro mundo, hasta el aire que tocaba mi mano y mi brazo se sentía distinto. Un tenue rayo de sol tocó mi mano dándose paso a través de la copa de los árboles de la vereda y yo sonreí. Jugué con mi mano un buen rato imitando la posición de las hojas de las ramas que me acompañaban en aquella aventura tras el alambrado. Así me quedé experimentando aquel mundo hasta que mi madre me llamó a almorzar, escuché su llamado proveniente desde la cocina de la casa. Retrocedí dejando detrás el nuevo mundo, el alambrado y el ligustrino. Duke seguía parado en el mismo lugar que lo había visto por última vez, y al verme ladró otro par de veces. Le arrojé su pelota bien lejos y fue detrás de ella. Yo me quedé acariciándome mi mano y mi brazo, recordando como había sido aquella sensación de haberlos pasado al otro mundo, y experimentando por primera vez en mi vida aquella hermosa sensación de vivir lo que mucho tiempo después aprendí y atesoré y que se llama, libertad.

domingo, 29 de marzo de 2009

esa misma tarde

La ventisca soplaba despiadadamente esa tarde invernal. Después de recorrer más de cincuenta kilómetros decidí desviar el automóvil por la autopista que llevaba al norte, a Canadá. Los copos de nieve caían incesantemente, sin timidez alguna, como adueñándose de todo lo que había en el mundo en aquel preciso momento. Me sentía profundamente triste aquella tarde. La vieja radio del automóvil se cargaba de estática y las sintonías eran débiles y malas, así que había decidido apagarla. En su lugar tarareaba una que otra canción, no por sentirme alegre, sino para contrariar al silencio e imposibilitarle a la soledad que me siguiera engullendo en sus fauces.

Al llegar a una parte de la carretera toda la superficie parecía una sola, sin línea asfáltica, tan solo se mostraba un manto de un blanco radiante que daba una sensación gélida a la vista. Era Enero de 1963. Estacioné el automóvil en la banquina, o lo que supuse era la banquina, y dejando la puerta abierta me eché a caminar sin rumbo. La ventisca seguía soplando sin tregua, el clima se hacía más y más insoportable, pero yo no sentía nada, seguía entumecido. Recordé las palabras de la única mujer que tuvo compasión de mí, la señorita Flynn, ‹Quieras entenderlo o no siempre ten presente que la única mujer que te ha amado he sido yo›; aún hoy esas palabras recorren la caverna de mi memoria como si hiciera minutos me las habría dicho. Sin embargo a pasado tanto tiempo de ello, tantas cosas pasaron luego, tanto cambió mi vida, tanto la eché de menos el día que murió que en más de un momento pensé en suicidarme pero nunca tuve el coraje suficiente para dar fin a mi vida.

Hasta esa tarde.

viernes, 27 de marzo de 2009

1957

Un minúsculo sol, una hora lánguida, el mar. Ivonne y Greta. Solas, tan solo en compañía del mar. Así las imagino hoy, en el silencio de esta habitación. Sin miedos, libres, disfrutando de la vida y dejándose llevar por la seductora brisa que desprende el mar estival. Así las siento hoy, en el abismo de esta habitación, sin saber donde ellas ahora están.

Hoy me pregunté cuántas historias de amor habrá presenciado el mar. ¿Habrán alcanzado todos los papeles de la Tierra para escribirlas?, lo dudé siempre y lo sigo dudando aún. En silencio, con su rumor latente, el mar desde siempre ha observado como nos amamos millones de veces, como los cuerpos a sus pies se liberaban de cualquier presión y de cualquier tabú para arrojarse a las fauces del amor. Ivonne y Greta lo hicieron así, aquel día se amaron. Tan solo el mar presenciaba siempre sus escenas de amor. Los besos suaves, sus pieles ardientes al sol, y resecas por la arena, emanando feromonas por doquier. Todo, absolutamente todo, teniendo solamente al mar como testigo. El inquieto mar, el desapercibido mar.

No todos los amores se pueden explicar. Ivonne y Greta no podían explicar el suyo, pero lo vivían, sin importarles el que dirán, o el porqué de aquello, nada importaba, tan solo vivirlo a pleno antes que el sol dejase de entibiar sus corazones. Me gustaba verlas pasar camino a la playa, enamoradas, a veces exhaustas después de salir de la fábrica donde se habían conocido, era 1957 y sus cuerpos eran jóvenes, voluptuosos y enigmáticamente atractivos. Siempre al pasar me saludaban. Ambas sonreían. Creo que ellas sabían que yo sabía, y de alguna manera lo compartieron conmigo, compartieron su amor, su secreto, todo bajo el mismo sol y frente al mismo mar, en 1957.

martes, 24 de marzo de 2009

renaciendo en otoño

Un lugar cualquiera, un día cualquiera de un año cualquiera pero de una estación específica.


Primavera.


- ¿Me amarás algún día? –pregunté con el corazón bulléndome.
- Sí, en otoño.
- ¿Porqué esperar al otoño si puedes hacerlo en esta misma primavera? –fue lo que me salió preguntarle, moribunda y dolida.
- Porque tal vez en otoño tome fuerzas, porque tal vez en otoño sea el único árbol que no muere, el que cuya savia fluye por dentro irradiando energía y ganas de vida. Seguramente por eso será en otoño.
- Entonces mi amor deberá esperar también. Espero no caiga como una hoja seca en otoño.
- No, no lo hará… beberás de mi savia, sentirás el calor que te daré con mi propia sangre y juntos contemplaremos los atardeceres rojizos como nunca nadie lo ha hecho. Paciencia. Todo será en otoño.
- Me has hecho soñar. Creo que esperaré el otoño con todo mi corazón. (lágrimas caían de mis ojos)



Otoño.



- Aquí estoy. ¿Me has extrañado? –me dijo con una sonrisa hermosa.
- Mucho, ¿y tú a mí? –pregunté con cierta pena en mi voz.
- Tanto como tú a mí, con la misma intensidad, la misma incertidumbre, el mismo miedo corriéndome por mi sistema nervioso, la misma ansiedad por el reencuentro.
- Eso parece una buena señal, ¿no?
- Claro. Además, ya es otoño. En otoño te amaría. ¿Lo recuerdas?
- Sí, lo recuerdo. Pero yo he florecido ya, en primavera me deshojé, en verano casi muero, y ahora mis primeras hojas están saliendo junto a hermosas flores.
- ¡Al igual que yo!, ¡me encanta que ambos sincronicemos de esa manera!
- ¿Te parece?, pero aún hay algo que no sabes… para poder florecer en otoño alguien me ha regado con ilusiones, con su amor y con bellas palabras. Tú no eras.



Silencio.

Aviones de papel volando cierran la escena en un campo rojizo de otoño, mientras Angie duerme acariciada por los rayos del sol.


Fin de otoño.

lunes, 23 de marzo de 2009

la prueba

Una tarde de primavera me encontré a una muchacha bonita paseando por el rosedal que daba a la costa del río.
Paseaba con una sombrilla escondiéndose de los rayos del sol. Al pasar por mi lado no pude menos que sonreír y hacer una reverencia con mi sombrero.
Ella se ruborizó.
El cielo pareció más celeste, y hasta en un momento pensé que se había detenido posando como una instantánea fotográfica.

- ¿Podría acompañarla en su paseo, hermosa dama? –dije con una sonrisa en mis labios.
- No veo porqué habría de acompañarme caballero, ¿acaso usted es algún duque o conde?, ¿ha viajado a Oriente y ha regresado con exquisitos tesoros y perfumes?, ¿Usted ha podido echar raíces en su vida como un árbol que se aferra en la arena?
- No, no soy nada de eso, ni he hecho nada de eso, -respondí atónito.
- Entonces ¿usted quiere decirme que intenta acompañarme y en algún instante abordar mi belleza tan solo siendo un simple y vulgar hombre?
- Sí, al menos eso creo en este momento –dije confundido, y colocándome el sombrero me acerqué a ella.

Colocó la sombrilla sobre ambos y con una mueca casi imperceptible en sus labios adiviné que quiso sonreír. Detrás el mar. El Sol. El calor que empezaba a agobiar.

- Entonces soy toda suya, señor. Hoy no volveré sola a casa.

domingo, 22 de marzo de 2009

intermitencias nocturnas de una vida cualquiera (3.)

Por la mañana el sonido del ascensor me despertó. Eran las diez. Había dormido bastante pero mi cabeza no decía lo mismo y mi humor mucho menos. Poco recordaba de la noche anterior, pero lo suficiente para percibir el olor de perfume de mujer en mi brazo y recordar lo soñado. Claro que era un sueño, más que un sueño una verdadera pesadilla. Sin embargo había cosas que no podía explicar, tal como el aroma exquisito al perfume de mujer en mi piel. Aquella chica del sueño, bonita y sensual, había sido mi novia del secundario que tras un estúpido accidente había muerto. No entiendo porqué la vida a veces se empecina en revolver papeles amarillentos de nuestra memoria, ¿acaso no basta con el dolor del momento que es necesario seguir clavando la daga en el tiempo? Parece que no, después de todo el tiempo es caprichoso, la memoria precisa y letal cuando lo quiere, y nuestros sentimientos pasan a ser esclavos vulnerables y sumisos.

Me vestí, me abrigué bastante, pues afuera era invierno y aunque el sol estaba altivo y el cielo límpido, el frío se hacía notar. Crucé una bufanda de lana en mi cuello y bajé a la cafetería de la esquina. Pedí un cortado para llevar y me senté en la plaza a beberlo. Hacía mucho tiempo que no realizaba aquel ritual tan clásico en mis días de estudiante universitario. Con mis dos manos sostenía el vaso de telgopor y sentía como la tibieza del líquido empezaba a penetrar por mis vasos sanguíneos avisándole a mi sistema nervioso que mi cuerpo no había sido abandonado, que el frío por más que acechase no podría conmigo.

En frente mío unos niños correteaban unas palomas y un par de ancianos los contemplaban mientras se mantenían abrazados dándose amor y calor. La vida surge por doquier, las historias están en cualquier sitio, donde uno menos se lo imagine. Todo el mundo vive su vida y con ello genera una historia, una más que aporta una minúscula gota al inmenso mar de seis billones de historias de este mundo. La mía tan solo es una más.

Terminé el café y caminé sin rumbo. Tenía ganas de hacerlo, de dejarme llevar sin ocupar mi mente en objetivos fijos. Algunas personas me saludaban al pasar, otras solo me seguían con la mirada, y algunas estaban tan absortas en sus propios mundos que ni siquiera se percataban que yo les pasaba por su lado. Esa soledad que tanto avanza cuando se está solo en momentos de silencios y quietud del espíritu suele volverse malévola y corrupta. Eso pensé mientras caminaba y recordaba la noche anterior. Mi vida, si bien no era una fiesta, tampoco era una vida miserable, tenía los altibajos comunes que tienen las vidas de todos, ni más ni menos, sin embargo solo bastó un momento de descuido para que la soledad con su mano gigantesca e invisible me capturara y me enviase a las fauces más aborrecibles de mi subconsciencia.

Regresé al departamento después de vagar un par de horas. Ya era pasado el mediodía y tenía hambre. Ingresé la llave en la cerradura de la puerta y la giré. Al tomar el picaporte y abrir la puerta sentí la misma sensación que cuando paso una hoja de un libro que estoy leyendo y me mantiene en vilo, atrapado y ansioso. Esas sensaciones no eran nuevas para mí, más de una vez he sentido esas especies de déjà vu en mi vida. Ingresé al departamento, me quité la bufanda, el abrigo, y puse a calentar agua pues quería hacerme un té. El aire del interior se sentía apacible y no había sonido alguno que molestase. Todo estaba sujeto a una serenidad envidiable y podía sentir esa sensación en mí. Me sonreí solitariamente y me dejé llevar por aquel sentir. Parecía que todo se había congelado a mi alrededor y flotaba en el aire. Algo así como un pacto con el tiempo, como un verdadero paréntesis para que yo pudiera percibirlo y disfrutar. Era la primera vez en días que volvía a sonreír con aquella convicción. Algo en la vida estaba haciendo las pases conmigo, no percibía las intermitencias de las noches anteriores, esta vez sentía una verdadera calma como si todo el universo armonizara con mi vida. Me dejé llevar, claro, ¿porqué no dejar hacerlo?, después de todo mi vida, una tan común y corriente como las de millones, también merecía sentir.

sábado, 21 de marzo de 2009

intermitencias nocturnas de una vida cualquiera (2.)


No sé en que preciso instante me dormí pero caí rendido y no opuse resistencia. Tengo la lejana sensación que me acurruqué en el sofá y me tapé con la campera. La oscuridad se sentía fría y la madrugada acechante.

Una vez en el limbo de los sueños me encontré sentado en un bar. De fondo se escuchaba buena música, me sentía cómodo y estaba muy a gusto en aquel lugar aunque nunca supe que estaba soñando, todo parecía tan real, tan a mi gusto que más de una vez entré al baño, me lavé la cara, y mirándome al espejo escudriñaba palmo a palmo mi rostro intentando encontrar algo que me delatara si pertenecía al mundo de los vivos o al de los muertos. Ni a uno ni a otro, sin saberlo pertenecía al mundo de los sueños, estaba atrapado en él.

Me senté en una esquina y pedí al barman un whisky doble. Observé cada persona que entraba al bar y sin darme cuenta al rato caí en la cuenta que una mujer joven y bonita me observaba desde la otra punta de la barra. Su pelo era lacio y caía sobre su espalda, sus facciones eran bellas y tenía elegancia para sorber de su copa y mirarme de soslayo. Por un instante creí reconocer su rostro, pero no estaba seguro. Si era quien yo pensaba, hacía muchos años que no la veía, ni había sabido tampoco nada de su paradero, pero podía ser, no hay cosas imposibles para el destino. Me mantuve en la barra durante un buen rato, sin moverme, mirándome de soslayo con ella.
En un momento dado se deslizó del taburete y se acercó a mi lado apoyando su copa al lado de mi vaso. Se sentó y recorriendo con su dedo índice el borde de su copa esbozó una pequeña sonrisa.

- ¿Aún no me has reconocido?... me imagino que no, es que ha pasado tanto tiempo –me dijo sin siquiera mirarme.
- No, no sé quien eres. Sí puedo decirte que desde que te he visto algo en ti me ha llamado la atención pero no puedo descifrar qué en realidad.
- No te apabulles, pon tú mente en blanco y solo rescata un único recuerdo.
- ¿Cuál?,-le pregunté.
- Una tarde soleada frente a la vera de un río, justo en un campo de amapolas. Una mujer y un hombre haciendo el amor. Una mujer y un hombre deseándose hasta el hartazgo. Tú y yo en nuestra adolescencia… ¿lo recuerdas ahora? –dijo mirándome profundamente a los ojos.
- ¡Claro!, ¡sí!, ¡ahora lo recuerdo!, ¡eres tú!, ¡qué tonto he sido! No supe que más decirle, me quedé estupefacto mirándola.

Habían pasado tantos años y jamás la había vuelto a ver. Nos quedamos contemplándonos un buen rato, sin decirnos nada, solamente escudriñándonos lentamente y en silencio. De a poco aquel bar fue despoblándose, a la medianoche ya no quedaba casi nadie, tan solo el barman y un par de mozos somnolientos.

- Me tengo que ir -me dijo mientras guardaba su boquilla y su encendedor en la cartera-, ya es tarde y ya es hora que regreses.
- ¿Tarde?, ¿regresar?, ¿adónde?... además hace años que no te veo y quisiera saber más de ti, de tú vida, de tus cosas, quisiera que no te fueras.
- Lo sé, pero en la vida muchas veces no se hace lo que se quiere, lo sabes.

Sin más tomó su cartera, bajó del taburete y tras atravesar la puerta de salida del bar me dirigió una media sonrisa y una mirada tan penetrante que aún me produce una sensación gélida en mi piel. No volví a verla. Me tomé un par de whiskys más y escuché como la lluvia comenzaba a caer. Salí del bar y me encontré frente a una noche cerrada en la cual llovía copiosamente, una ancha avenida dejaba ver un par de viejos automóviles de los años 40 por sus carriles y un par de transeúntes corrían a guarecerse. No entendía nada. La época, yo, el sueño, lo real, ella, la lluvia, nada parecía tener cordura, nada.

Me paré un instante debajo del farol de mercurio que iluminaba el frente del bar y observé las gotas de lluvia descender desde el oscuro cielo. Caían golpeando mi rostro, la sensación era vívida, se sentía real, yo estaba allí, vivo, sintiendo aquello. Cerré mis ojos y abrí mis oídos. Las gotas caían por doquier produciendo efectos sonoros increíbles, mi olfato inmediatamente se activó y el olor a humedad del aire embriagó mis pulmones. Sonreí. Acaricié lentamente mi pecho y me supe vivo.

Al abrir los ojos estaba sumido en una gran oscuridad. Tan solo pude observar como las luces de los departamentos de los edificios vecinos continuaban encendiéndose y apagándose. Era de madrugada, yo estaba en mi departamento. Mi mano tenía un perfume de mujer exquisito, mi piel estaba erizada, mis sentidos confundidos. En una noche cualquiera, una vida cualquiera como la mía había vivido algo increíble que parecía tan real como mi existencia misma. Volví a acurrucarme en el sofá. Me dolía la cabeza y estaba empapado en sudor. Suspiré. Me quedé observando la ventana y como las vidas seguían viviendo sin saberse unas de otras en aquellas luces que se encendían y apagaban a lo lejos. Recordé a la mujer del sueño, o de lo que no había sido un sueño, y no me sentí solo. Abracé el brazo del sofá y casi sin quererlo volví a dormirme. Ahora ya las mesas estaban apiladas, el barman se había ido, los mozos reían en la cocina y yo estaba agazapado en un rincón a plena medianoche.

viernes, 20 de marzo de 2009

intermitencias nocturnas de una vida cualquiera (1.)



Tal vez esa noche entendí que sentía Thom Yorke cuando compuso Lurgee, y digo entendí porque fue el tema que seleccioné en mi equipo de audio apenas ingresé a mi departamento mientras estaba envuelto en la más densa oscuridad. Había sido un día terriblemente agobiante, uno de esos en lo que te das cuenta que nada sale como quieres que salga. No encendí la luz. Tan solo se veían las luces de los edificios vecinos titilando como estrellas en la noche cerrada y el vúmetro del equipo de audio midiendo la señal.

A tientas me serví un whisky y me senté sobre el brazo del sofá. Entre sorbo y sorbo veía como las luces de los departamentos de los edificios se apagaban como lucecitas de un árbol de Navidad. Vidas, historias, momentos, cada luz que se apagaba o se prendía significaba eso. Me pregunté cuantos habría como yo en aquel instante, en el oscuro de su departamento, con un vaso de whisky en la mano, escuchando a Radiohead y sintiendo que la vida lo asfixiaba más que de costumbre. Tal vez varios, tal vez nadie.

Me acerqué a la ventana y observé el viejo puente que unía la zona céntrica con los suburbios. Automóviles moviéndose como hormigas silenciosas se desplazaban en la noche fría. Mi respiración empañó el vidrio y jugando con mi dedo y mi momento escribí “help”. Fue lo primero que pensé, lo que me salió escribir, lo que mi mano automáticamente esbozó. Me quedé mirando aquella palabra mientras seguía sorbiendo whisky. Aún sonaba Radiohead, aún la oscuridad se sentía densa.

Entonces volví a dibujar sobre el vidrio empañado. Dibujé un círculo. Dentro de él me dibujé a mí mismo y a un puñado de amistades (los dedos de una mano me sobraban para contar el número de ellas) y me detuve un instante a ver el dibujo. El círculo representaba a mi mundo, al que yo había diseñado, ese mismo que me estaba conteniendo en aquel momento y las amistades eran aquellas que tenían la llave para poder entrar a él. Eran pocas, no todas podían ver mi mundo… o tal vez las demás no querían verlo.

Levanté el volumen del equipo de audio, Thom Yorke ponía más énfasis al estribillo de la canción. Dibujé una puerta sobre el círculo de mi mundo sobre el vidrio, y una flecha con doble sentido indicando un feedback constante de entrada y salida. Las luces en los edificios vecinos seguían encendiéndose y apagándose, como las vidas mismas, y yo apoyado con mis manos sobre el vidrio helado observé como el puente quedaba vacío y ya nadie transitaba por las calles. Imaginé un corazón seco, un río sin agua, un hombre vacío.

Borré la palabra “help”. Borré el círculo y a los garabatos que representaban a mis amistades y a mí. Volví a escuchar la misma canción de Radiohead. El día no iba a poder conmigo, la noche tampoco, la vida menos. Me recosté sobre el sofá y cerré mis ojos, al igual que las luces en los edificios, y supe que había dejado ir la opresión.

jueves, 19 de marzo de 2009

ojos azules


Después de hacer el amor con ella pensé que se había enamorado de mis ojos azules. Tengo ojos azules desde que tuve mi primer trabajo, sí, no son naturales pero me quedan como si lo fuesen. Algunos de mis amigos me dicen que eso de los ojos azules es un hueco en mi personalidad pero yo les refuto que no, que es una táctica como tantas para enamorar mujeres. Mientras ella se duchaba yo permanecía tendido en la cama, desnudo, y mirando fijamente como el vapor del baño salía por la puerta entreabierta simulando un sauna. Mientras se vestía me dijo que eran ciento veinte pesos, que la había pasado genial conmigo y que le gustaba mucho. Eché mano a mi billetera, saqué un billete de cien, uno de veinte, los doblé delicadamente y con una sonrisa los encajé en el elástico de su tanga. Ella sonrió. Conocía aquella sonrisa, conocía aquel procedimiento. Me pareció familiar y cálida. Entonces se acercó a mí, me besó en los párpados y se fue. Al verla irse supe que mis ojos azules no la habían enamorado.

Esas tácticas de enamorar mujeres las heredé de mi padre. Si bien él era una persona un tanto cerrada cuando teníamos diálogo, nuestro único tema siempre giraba en torno al sexo, mujeres y el odio que le tenía a mi madre. Yo descartaba las últimas conversaciones, pues amaba a mi madre, y me concentraba en cada una de las tácticas que mi padre me enseñaba para conquistar. Debo admitir que era un hombre de una mente estratega y amplia, con poco pudor y por sobre todo, frío.

Una de las cosas que recuerdo de él son las tardes que solíamos ir a la plaza a sentarnos a esperar que las alumnas del colegio de monjas salieran de clases. Sentados en un banco esperábamos pacientemente. Cuando las alumnas pasaban por delante nuestro mi padre me señalaba una por una y me decía qué táctica yo debía usar para abordarla exitosamente. Un piropo, una mirada, un color de camisa, un perfume, un poema, o bien un bello ramo de rosas. Cada cosa tenía una correlación con la fisonomía de la mujer objetivo. Aunque suene frío así las llamaba mi padre, mujeres “objetivo”. Esas enseñanzas me quedaron muy marcadas, tanto que desde siempre las pongo en práctica.

Durante años acaparé información sobre mujeres, toda proveniente de mi padre. Me preguntaba de donde aquel hombre tenía tanta experiencia con el sexo opuesto y cómo había logrado conquistar a mi madre. Esas preguntas rondaban mi mente de manera incesante y más de una vez no me dejaban dormir. Es que mi padre no fallaba. Cuando yo ponía en práctica la táctica en la mujer apropiada daba en el blanco, era certero, y la presa caía en mis brazos. Era tal el éxito que yo lograba sobre las mujeres que empecé a dudar si mi padre le había sido verdaderamente fiel a mi madre. Cierto día estando en la plaza, mientras mi padre me daba las instrucciones del día, le pregunté si había sido fiel a mi madre. Muy enojado por mi pregunta me dijo que sí, que jamás la había engañado. Yo me ruboricé y me quedé en silencio. Sin embargo algo me decía que aquel odio que mi padre sentía por mi madre provenía de algo muy profundo y que había arrojado a mi padre al fondo de un pozo del cual nunca había podido salir.

Su doctrina era que una mujer nunca debía escaparse si yo la quería para mí. Esa moraleja me quedó tan grabada que más de una vez me ha servido como una daga filosa que se clava en mis sentimientos, pues nunca me he enamorado, no tengo ni idea de lo que es amar. Mi padre se olvidó de enseñarme aquello. A veces pienso que se salteó esa enseñanza porque él nunca supo explicarlo o bien jamás lo había sentido y ahí radicaba el odio a mi madre.

El día que compré los lentes de contacto de color azul me puse muy feliz. Me decía a cada instante que si mi padre aún viviera se pondría contento de ver como me lucían. Esas cosas ponían feliz a mi padre. Cuando pasé los cincuenta años de vida y me vi soltero y solitario entendí que algo había hecho mal, no por el hecho de mi soltería, sino porque ansié siempre haberme enamorado aunque sea una vez y nunca lo había logrado. Un día en uno de mis años cincuenta y tantos recordé una cita de Maquiavelo que mi padre tenía grabada en la caja donde guardaba el tabaco para su pipa, “pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos” y en ese instante comprendí que mis ojos azules eran superficiales, que las tácticas que mi padre me había enseñado eran como una nube mágica para atraer hadas y que nunca nadie había visto mi interior como yo tanto hubiese querido.

martes, 17 de marzo de 2009

la palabra sin magia

De vez en cuando conocía a algún chico en alguna fiesta o en la disco y después de hablar un buen rato venía la palabra mágica a mis oídos. Al principio, tan solo al oírla, me sentía especial. Pensaba que todo lo que la palabra princesa englobaba me correspondía a mí y que me la dijeran me hacía sentir verdaderamente una mujer especial, con dones inusuales y un glamur fuera de serie.

No era la primera vez que la escuchaba de la boca de los hombres en mis salidas. Mi padre, cuando era pequeña, solía decírmela en reiteradas ocasiones. Mi abuela me lo decía cuando me veía aburrida o haciendo alguna travesura; anteponía la palabra princesa al reto clásico o bien al sermón por mi dispersión. En cambio mi madre nunca me llamó princesa, yo para ella solo era, hija. De a poco fui asimilando el significado de aquella palabra, pero nunca la sentí tan mía como cuando mi primer enamorado me la dijo. Estábamos en las escaleras del colegio secundario cuando me dijo, “eres bella, princesa”, y dándose la vuelta le guiñó el ojo a mis otros compañeros de clase y todos rieron a carcajadas. En aquel instante me sentí flotar, aunque no entendía bien el porqué de las risas (algo que descubrí más adelante, al crecer… y entender).

En definitiva la palabra princesa ha estado rondándome toda mi vida. La he escuchado de gente que me ama, como así también de gente que tiene la boca llena de hipocresía. Sin embargo hoy, ahora, después de mis treinta y largos, cuando un hombre se me acerca y me la pronuncia tardo en creerle, es más, no le creo. De a poco los castillos donde la princesa vivía se fueron desvaneciendo y el eco que esa palabra producía dentro de mí se fue transformando en un significado mucho menos valioso y profundo. Cuando un hombre se me arrima y me dice esa palabra siento que solo lo hace para halagarme, para hacerme sentir especial en ese momento, y no me produce ni remotamente aquello que solía sentir cuando mi padre, mi abuela o las demás personas que me amaron me hacían sentir.


El otro día estuve meditando mientras llovía. Estaba desnuda en mi habitación con la ventana del balcón abierta recibiendo el aire fresco que se colaba. Solo se escuchaba el caer de las gotas desde los dinteles y entre ellos un pensamiento me avasalló. ¿Porqué la palabra princesa había perdido su magia en mí?, ¿acaso ningún hombre podría utilizarla de corazón viéndome como una princesa realmente? No supe que contestarme a mí misma, tan solo me limité a sentir lo que un hombre que me amase de verdad sentiría si yo no tomase con todo el peso el valor de aquella palabra si me lo dijera de corazón. Escarbé en mis adentros y vi a mi padre llamarme así, a mi abuela sonreír mientras pronunciaba aquella palabra, a mi madre ficticiamente balbucear a regañadientes la misma palabra y a un hombre imaginario, y enamorado de mí, llamarme así también. Me estremecí. La palabra sin magia ahora había vuelto a recuperar cierto poder. Sentí que no todos los gatos debían estar dentro de la misma bolsa, algunos podían quedarse fuera, aún mientras lloviese.

viernes, 13 de marzo de 2009

¿qué piensa la gente que no piensa como yo?


Seguramente esa noche no fue mi noche. Es que a veces peco por pensar que todo el mundo piensa como yo. ¿Qué piensa la gente que no piensa como yo?, no lo sé, y menos lo supe esa noche. Después de tanto tiempo de soledad decidí dedicarme una noche para mí, tomé una botella de buen vino y una silla y me dirigí al patio de la residencia. Todos los inquilinos dormían, solo algún que otro perro se escuchaba ladrar a lo lejos, la noche era para mí.

Destapé la botella con mucha paciencia y disfrutando el momento. Estaba fría, transpiraba. La luna se encontraba altiva y el aire muy agradable, me encantaba sentir esa sensación casi lejana para mí por aquel entonces. En un momento pensé que no estaba en la residencia, me imaginé en medio de un campo, con la misma luna, con el mismo aire, anochecía, y el olor a naturaleza me impregnaba por completo. Estando en ese campo un pájaro negro se posaba sobre mi silla, bebía de mi copa, y con sus ojos negros y profundos nerviosamente me escrutaba. En el reflejo de su mirada me pareció ver momentos de mi vida, pero desistí de pensar eso. ¿Acaso aquel animal sabría algo de mi vida?, lo dudaba. Con mi mano espanté al pájaro, y este asustado se echó a volar, lejos, perdiéndose tras el reflejo de los primeros destellos de la luna. Bebí de la botella, sin vaso, y disfruté del sabor del buen vino. Durante un buen rato me quedé en silencio, solo bebiendo, respirando, sintiendo, pensando. Nada parecía incomodarme, solo algún que otro pensamiento, pero apenas se presentaba en mi mente lo destruía como si una gran bomba cayera sobre él y lo disolviera en millones de partículas.

Un gato negro cruzó por sobre una de las paredes y se agazapó a observarme. Nos miramos un rato largo. Él con sus ojos de hielo y yo con mi iris dilatado por el vino. Ninguno de los dos avanzó al submundo del otro, ambos permanecimos estáticos observándonos en silencio, respirando el aire a sorbos, y escudriñándonos como dos objetos desconocidos bajo el manto de una noche cálida y extraña. Volví a pensar, ¿qué piensa la gente que no piensa como yo?, y ninguna respuesta se acercó a mi mente. Mi pensamiento estaba vacío. Al cabo de una hora la luna se puso altiva, un par de nubes la encerraron como jugando a la mancha y le atraparon, y como una esclava sumisa se dejó agarrar y manchar. En toda la noche solo intenté decirme a mí mismo que a veces, por más que mi lógica me diga que las cosas deben ser de un modo, cada persona tiene su propia lógica y eso hace que piensen diferente a mí. Me dormí, sentado, solitario, bajo la luna, anestesiado, emborrachado, ausente.

Desperté al amanecer. Los gallos de la villa vecina cantaron al alba. El gato seguía rondando por la pared y me echaba de vez en cuando una mirada para cerciorarse que yo era el mismo de la otra noche. Me dolía la cabeza. La noche casi había desaparecido, mis ideas estaban dormidas, mis pensamientos también, pero aquella pregunta seguía flotando alrededor de mí… ¿qué piensa la gente que no piensa como yo?

jueves, 12 de marzo de 2009

psicológicamente muerto


Mientras el barco carguero levanta espuma sobre el río y las gaviotas placenteramente sobrevuelan la bahía, en el despacho del psicólogo, Camilo Fuentes cuenta sus penas de desamor. Los relatos son breves e inteligentes, su propia mente le otorga el don de poder armonizar ideas y llevar a cabo las puestas en escena más llamativas teniéndose él mismo como actor principal. Pero claro, todo es una gran actuación, porque él realmente estalla en soledad en cada minuto de su mísera vida.

Tendido sobre el diván y con un cierto desparpajo no para ni un segundo de contar sus ficciones. A cada relato el psicólogo permanece inmutable, erguido y expectante, cualquiera diría que lo escucha atentamente, pero eso solo es un vil engaño, es que el psicólogo conoce de lleno a Camilo Fuentes y sabe de su conducta enamoradiza y enfermiza, como así también de su eterno problema, la soledad. Son años de conocerse y años de miles de relatos de amor y desamor que han salido de la boca del señor Fuentes. Pero todo llega a su fin. Aquel día el psicólogo tras escuchar un relato de Camilo Fuentes se puso extremadamente nervioso y en un acto de su subconsciente desequilibrado lo asesinó clavándole su bolígrafo en la yugular. El chorro de sangre salió despedido como un geiser manchando traje, corbata y camisa del psicólogo. Con manos temblorosas el profesional dejó caer el arma asesina al suelo y permaneció inmóvil un largo rato. Entre sollozos, saliva y demás, se recostó al lado del cadáver de su cliente con profunda culpa y un gran alivio, mientras observaba como el carguero se alejaba por el río y se perdía en el horizonte. Silencio, paz, día viernes, nadie caminando por el muelle. Sin embargo dentro de la cabeza del psicólogo aún repercutía el último relato de Camilo Fuentes. No era nada de otro mundo, tan solo era una aventura amorosa y muy fogosa, de alto contenido erótico y sexual. Pero eso no tuvo nada que ver en la muerte de Camilo, aunque sí lo tuvo el nombre de aquella mujer, que era el mismo nombre que el de la mujer del psicólogo y que a final de cuentas encajaba perfectamente en su amor de ficción.

Con su último hálito de vida Camilo Fuentes sintió dentro de sí que el amor desmedido puede causar cualquier tipo de reacción, muchas veces hasta las más inesperadas y las que carecen de una explicación convincente. Sin embargo Camilo Fuentes murió desangrado, solo y sin amor. Sin embargo su asesino confesó que el tal Camilo Fuentes presa de un terrible ataque de nervios y una paranoia avanzada lo atacó y él se defendió como pudo, dándole accidentalmente muerte, y tras ello salió absuelto ante la justicia, pero no ante su propia duda. Esa duda le rondó durante el resto de su vida, era la duda que carcomía su bienestar personal, la que manipulaba sus celos y la que le confería un eterno insomnio por las noches. Se decía a sí mismo que tal vez aquella mujer sensual, fogosa y ardiente del relato de Camilo Fuentes sí era su mujer y que tal vez el acto había sido consumado con su difunto cliente, pero no podía asegurarlo, aunque sí dramáticamente imaginarlo.

Así, Camilo Fuentes descansaba debajo de una pálida lápida gris en una esquina del cementerio de la ciudad y en el plano real su psicólogo disfrutaba de una lánguida muerte psicológica que se le hacía más y más angustiosa con el pasar de los años. A veces uno mismo es el propio asesino de su mente.

martes, 10 de marzo de 2009

al oeste del sol


Hubo un punto, uno pequeño, insignificante, casi pasando desapercibido por mi visual, que me indicó que una vez que llegase a él mi vida cambiaría. Eso pensé mientras viajaba por la carretera, concentrado y desbastado, mirando como la naturaleza echaba a dormir el día. Las nubes flotaban sobre mi cabeza pasando una tras otra como pompas de jabón con alas, el sol apenas se descubría entre ellas y el olor a tierra mojada despertaba todos mis sentidos haciéndome sentir realmente vivo.

En ese momento de mi vida yo viajaba en la caja de una camioneta, había hecho dedo unos kilómetros antes y un buen lugareño aceptó por llevarme al pueblo más lejano. Mi vida era así, un mapa sin puntos fijos, eran totalmente variables, y el destino parecía jugar al azar con ellos. Tal vez no era lo que yo quería para mí, pero así se me presentaba la vida, era todo lo que tenía y después de aquella gran perdida que sufrí me daba lo mismo vivir en un lado o en otro, debajo de un techo o a la intemperie, tener comida o desfallecer de hambre, nada suplantaría al único amor que yo tuve en mi vida. Es que la vida tiene esos mensajes escondidos que te los entrega cuando menos uno se lo imagina; a mí me lo entregó de joven, cuando el amor corría por mis venas, cuando mi juventud hervía dentro de mí ser. Mi esposa había fallecido en un accidente, un tonto e infeliz accidente, y yo me había quedado huérfano de amor. Duele, duele terriblemente porque es un mensaje instantáneo y duro que no escatima dolor en absoluto. El día que me dieron la noticia no dudé un instante en suicidarme, tomé el cuchillo de la cocina y cuando ya lo tenía casi introducido en mi corazón el oficial de policía que me había dado la noticia detuvo mi mano, me quitó el cuchillo, llamó a una ambulancia y terminé despertando en el hospital del pueblo. No había podido suicidarme, había fallado, le había fallado, no pude acompañarla.

La vida siguió. Abandoné todo. Nada quedaba, ni amigos, ni familia, ni trabajo, ni relaciones sociales, nada, todo lo que unía a ese mundo era un delgado hilo que tan solo ella generaba y del cual yo pendía; pero claro, ella ya no estaba. Me aboqué a deambular sin preocuparme por mi vida. Conocí a muchas personas, muchas vidas, muchas relaciones y disfruté de interminables vivencias. Me convertí en un nómade en mi propio país, en mi propia tierra, me construí un mundo propio cargado de infinitos recuerdos y el amargo sabor de la soledad, esa que nunca se apartaba de mí, y que siempre asistía a mi lado con una fidelidad y frialdad obstinada. Pero en aquel viaje, mientras el aire me pegaba de lleno en la cara y la camioneta comía kilómetros y kilómetros de ruta, al observar el camino comprendí que debía parar, que ya había sido suficiente y por más que deambulara hasta el día de mi muerte ella nunca volvería… y si volviese, tal vez ya no sería la misma, o yo el mismo, o ambos totalmente distintos.

Golpeé el vidrio del conductor, le hice seña que parara y me dejó en el camino al borde de la ruta. Miré a mí alrededor, aspiré hondamente aire puro, miré al cielo, miré la copa de los árboles hasta el horizonte, vi como la cinta asfáltica se perdía en la lejanía y tras mirar de derecha a izquierda y pensar cual camino seguir opté por el derecho. No sabía si ese era el indicado, si estaba correcta mi elección, pero más allá de eso yo había elegido, había optado por algo después de tantos años de estar perdido y a la deriva. Ajusté mi mochila a mi espalda y comencé mi camino hacia la derecha, al lugar donde se encontraba el punto que me permitiría nacer de nuevo y volver a ser un hombre similar al de antes. Caminé y caminé hacia ese punto, caminé hacie el oeste del sol.

lunes, 9 de marzo de 2009

el doble estigma



Desesperación creo que es la palabra que mejor se adecúa al momento en el cual mi vida pierde lastre y en vez de subir cae en picada. Esa palabra, desesperación, engloba a la perfección lo que corre por mi interior cuando nada sale como yo lo pienso, lo deseo o lo quiero. Un día de tantos en el año 2009 esa palabra se hizo presente y aunque nunca la acepté, dado que, lo que su significado engloba me hace sentir un ser humano que no cumple las expectativas, la empecé a usar en silencio para mis adentros. Tampoco era cuestión de mostrarle al mundo entero que pasaba por mi interior, mucho menos la exposición verbal o estética del significado de la palabra que englobaba todo mi momento de vida. Ese día, un día cualquiera del 2009, mientras miraba el techo de la habitación donde dormía, imaginé tener una goma de borrar gigantesca y con mis manos empezar a borrar, uno por uno, los puntos negativos de mi vida. Había muchos, se parecían a moscas en un día de verano, una por aquí, diez por allá, cientos por este lado, dos atrás. En ese momento, mientras borraba y borraba momentos, imágenes, acciones y un sinfín de recuerdos inútiles y enviciados, sentí que algo estaba mal. Tuve, en paralelo, otra visión. Era un portarretratos con mi fotografía más aceptable en donde ella empezaba a desvanecerse, pequeños huecos blancos empezaban a mostrarse por el papel y literalmente yo empezaba a no distinguirme. En mi otra visión, la goma gigante seguía borrando todo lo que era negativo y nocivo, pero a modo de cámara de televisión la imagen me mostraba el borrado de lo malo y a su vez mi desaparición del portarretratos. Por un segundo me alarmé, no comprendía que pasaba, me pregunté porqué el paralelismo de ambas visiones y qué mensaje oculto se me quería mostrar con aquellas metáforas visuales. Me enderecé en la cama y froté mis ojos con firmeza. Necesitaba que ambas visiones se fueran, y así sucedió. Sin embargo el pensamiento constante de que había sido aquello me rondó por la cabeza dos o tres días sin encontrarle ningún sentido aparente.
Una de esas tardes en donde todo parece ser aburrido y nada parece conformarnos me encontré a un compañero de trabajo. Charlamos un rato sentados en un banco de la plaza. Entre diálogo y diálogo le conté lo sucedido en aquel pensamiento, y lo que sucedió cuando las dos visiones se presentaron. Mi compañero frunció el entrecejo.

- ¿pero no te has dado cuenta?, ¿acaso no has visto cuán clara es la señal?, me extraña, tú eres muy perceptivo.
- No, no he visto nada, no logro descifrar que fueron esa sucesión de imágenes y esas dos visiones paralelas, principalmente la del portarretratos. ¿Tú la entiendes, entonces?
- Claro, a mi modo de ver significa que si tú borras las cosas de tu memoria, ya sean las lindas o las feas, estás borrando tu historia, la historia de tu vida, o sea tú mismo, por eso el portarretratos mostraba manchas blancas que crecían sobre tu fotografía… ¿entiendes?, creo que es eso… es una clara señal que lo que has vivido es lo que te ha permitido ser quien eres hoy.

Me quedé mirándolo un tanto perplejo. Acomodé aquellas palabras que mi compañero me dio como explicación y le encontré cierta lógica. En aquel momento de mi vida, en un día cualquiera del 2009, mi pensamiento quiso borrar cosas inservibles en mi memoria para liberarse, para estar con menos lastre, sin embargo eso mismo que habitaba en mi memoria era lo que me completaba como ser humano, como persona. Comprendí que uno puede librarse de muchas cosas, pero no del pasado que ha vivido, pues él, por más lindo o feo que haya sido nos ha logrado forjar y convertirnos en lo que somos. Solo algo me sigue rondando por la mente, algo que aún desconozco, y es si aquel día del 2009 ya pasó o está por pasar.

viernes, 6 de marzo de 2009

mi primer avión de papel




Era tarde, eso lo recuerdo, los dos estábamos tirados en el césped frente al puente. Cerca nuestro había otras parejas que también disfrutaban del atardecer veraniego, de la brisa leve y suave y del aroma a flores vivas que el rocío regaba en los canteros. Nunca me animé a decirle lo que sentía, pero aquella tarde tuve una idea, y fue una idea de la que nunca me he arrepentido hasta el día de hoy. Abrí mi morral, tomé mi bloc de notas, arranqué una hoja y escribí una frase. Doblé el papel varias veces y finalmente lo guardé dentro de un avión de papel que construía ella en otra hoja. Al hacerlo ella sonrió, me miró con cara de picardía y poniéndose de pie arrojó el avión hacia el cielo. El avión planeó dando surcos en forma de rulos por el aire. Detrás, el puente, hacia que el planear del avión pareciese un verdadera fotografía sin montaje, delante, nosotros, los amigos, contemplábamos como aquel avión de papel surcaba el cielo con total holgura.

Finalmente el avión cayó muy cerca de ella. Lo tomó, quiso volver a lanzarlo al aire pero se acordó del papel que yo coloqué dentro de él. Intenté detenerla, que no lo leyese, pero no pude evitarlo, al verme correrla para que no lo hiciera corrió más rápido que yo y se detuvo debajo de la primera columna del puente. Desde lejos observé que tomó el avión, lo abrió, quitó el papel y lo leyó. El sol me daba en el rostro y usando mi mano como visera la observé. Durante un largo rato quedó contemplando mi escrito. Yo estaba nervioso, como pocas veces lo había estado en mi vida. Pensé lo peor, soy de pensar así, pesimista y dramático me llaman algunos, pero yo le llamo realismo, la inseguridad del realismo. Entonces desde el mismo lugar donde estaba parada me saludó con su mano en alto, me hizo una sonrisa, sacó su bloc de notas de su mochila, escribió y al terminar levantó el bloc mostrándome un mensaje escrito en fibrón. Agucé la vista, y pude leer. Nunca me habían dicho de manera tan bonita, “yo también te amo”.