miércoles, 28 de abril de 2010

Íntimo



Encontré una carta que ella escribió a un hombre desconocido por mí.
Estaba en el cajón de su escritorio, justo ahí donde comienzan los secretos de su vida.
Tras leerla decidí robarle las palabras que terminaban diciendo:

No sé si me echas de menos… pero yo sí…


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(Imagen: http://www.flickr.com/photos/blueshade/4560168773/in/pool-35468132865@N01)

miércoles, 21 de abril de 2010

Divergentes


Divergentes



Cada vez que miramos al infinito pensamos que somos distintos.

Ella, yo. Yo, ella.

Entonces nos miramos, nos contemplamos largo rato, dejamos que el aire liviano y fresco del mar nos envuelva y nos invite a soñar. Rápidamente nos entristecemos, una lágrima recorre nuestras mejillas y cada uno con su mano derecha seca la lágrima viajera antes que toque la comisura de los labios del otro. Nos acariciamos. Volvemos a mirar el infinito. Somos distintos, le digo. Sí, me responde. Entonces nos erguimos, respiramos una bocanada de aire puro y mientras algunas nubes blancas comienzan a polucionar el límpido cielo enfocamos nuestros rostros hacia la gran urbe, nuestra morada.

Hace mucho tiempo que nos buscábamos hasta que finalmente nos encontramos. Aceptamos ser distintos y aun así decidimos reconocernos y encontrarnos. Creo que invisiblemente ambos sabíamos que sería así. Es inevitable ir contra el destino. Entonces bajamos a la urbe. Seguimos a las nubes. Nos mimetizamos con el gentío. Volvemos a ser divergentes.


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(Imagen: "Unicornios" de Charles Addams, The New Yorker 1956)

sábado, 17 de abril de 2010

El túnel


 El túnel


Soñé que muchas manos me acariciaban. Eran invisibles pero lograba sentirlas. En realidad las percibía por su tibieza, por lo que transmitían a mis terminales nerviosos. En el sueño yo no tenía masa, ni volumen, y estaba desprovisto de cosas terrenales. Solo tenía un punto rojo en el pecho, una especie de agujero por el cual fluía sangre.

Me desperté asustado en medio de la madrugada. Detrás del vidrio de la ventana las luces de la ciudad iluminaban la oscura y profunda noche. Toqué mi pecho, lo palpé minuciosamente. No había nada allí, solo unos latidos débiles de mi corazón, así que volví a dormirme.

Las manos nuevamente se abalanzaron sobre mí. Volví a sentir su tibieza, mis terminales nerviosos captaban la acción. Sin embargo el agujero en mi pecho ya no drenaba sangre, estaba vacío. Me asomo y observo dentro de él. Un túnel largo y estrecho se pierde en una oscuridad lejana. La curiosidad me puede y emprendo el viaje a través del túnel. Las paredes se sienten húmedas y huelen a sangre. Sigo caminando. No llevo fósforos, casi no puedo ver nada. Al final veo una luz, entonces avanzo hasta llegar a ella.

Ahora me encuentro en una amplia sala de color rojo cuyas paredes están bañadas en sangre. Miles de agujeros de tamaños irregulares las traspasan. Un viento glacial se cola por ellos. Detrás, un cielo celeste puro muestra unas pequeñas nubes blancas. Parece invierno, pero tal vez no, ¿tal vez otoño? Me siento. Me encuentro solo. ¿Qué será aquel lugar?, me pregunto. Sigo observando el cielo y después de un rato me duermo.

Por la mañana me despierto plácidamente. Tras abrir los ojos contemplo el cielo a través de la ventana de la habitación. El mismo cielo del sueño, las mismas nubes. Toco mi pecho y encuentro el sitio al final del túnel.


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(Imagen: http://www.flickr.com/photos/riki_mus/4340524228/in/pool-illustrationfriday )

jueves, 15 de abril de 2010

La decisión


La decisión



¿Qué haré este otoño? Pregunta recurrente que siempre toma por asalto mi mente y la hace prisionera privándola de la luz mientras distorsiona a su antojo el tiempo. Me quedaré con la frente apoyada en el vidrio de la ventana, mirando el césped tapado por la hojarasca y viendo a los niños jugar, a lo lejos, en el parque.

Este otoño posaré mis ojos en mi vecina, la chica pelirroja de la casa de al lado. Intentaré darle calidez en las mañanas frescas y tibieza en los atardeceres húmedos. Inquietaré a las palomas cuando bajen a la hora de la siesta a comer gusanos del jardín. Observaré las miradas melancólicas de los transeúntes. Sentiré el abrazo compartido de los enamorados.

Este otoño me buscaré. Escudriñaré mi interior. Contemplaré lo que en otras estaciones no logro hacer.

Seré yo.

lunes, 12 de abril de 2010

El fin del día


El fin del día



Cuando el sol golpea sobre el final del armario y refleja sus últimos destellos sé que es hora de cerrar mi negocio. Es el fin del día. Uno más, uno menos. Es el instante en que dejo de ser el comerciante y paso a ser el ciudadano. Me quito el delantal, guardo los anteojos en su estuche, apago la radio. Finalmente doy vuelta el cartel que pegado al vidrio de la puerta indica que el negocio está cerrado. Y ahora sí, ya empiezo a quedarme solo.

Antes de girar la llave miro por última vez el interior del negocio. Todo está en orden, nada fuera de lugar, mañana, un nuevo día, todo estará en su correspondiente lugar. Camino por las calles del trayecto más corto. Unos niños me cruzan corriendo, otros patean un fútbol que pasa cerca de mí. Risas, alboroto, destellos de vida junto a los últimos destellos del sol.

El camino de regreso a mi casa no es largo, más bien diría que es demasiado corto. Tras atravesar la entrada del edificio siento el frío glacial de la soledad. Entonces sé que estoy llegando. Una pareja de enamorados se está besando en un pasillo. Ellos no están solos. Subo las escaleras y hablo conmigo.

Mientras subo escaleras arriba acomodo mi respiración, recuerdo las charlas que mantuve en el día, retrotraigo las imágenes de los niños que crucé en la calle, el bullicio de la avenida, la música de la radio, el sonido de los besos que acabo de escuchar. Sigo subiendo, ya falta poco. Siento el frío recorrerme la espalda, el mismo frío de todos los días, esa misma sensación que jamás me abandonó y me marcó desde muy pequeño. Soy comerciante, debo ser feliz por ello, me digo. Pero claro, no es así. Al llegar a mi departamento tomo el picaporte con la mano y respiro hondo. Miro la puerta, contemplo las vetas en la madera, veo el color caoba de la misma y entonces intento dibujar una bonita sonrisa.

- Hola, buenas noches –digo sonriendo.

Entonces las paredes me responden con silencio.

Safe Creative #1004095943005


(Imagen: http://www.flickr.com/photos/chicken008/4398861567/in/pool-illustrationfriday )

miércoles, 7 de abril de 2010

¿Me recuerdas?

¿Me recuerdas?


Si me encuentro a un viejo amor en la calle tal vez titubee un instante sobre qué decirle.

Se me ocurre una cosa: “¿recuerdas quién soy?” A lo que ella, dependiendo de su actitud, puede responder en silencio para no comprometerse con palabras.
Difícilmente acierte en totalidad sobre su respuesta. Siempre algún desliz habrá por donde se fugará la respuesta completa, y yo, con un alto porcentaje de su gesto haré en mi mente una respuesta un tanto aproximada. He de observar sus labios, la mirada de sus ojos, la gesticulación de sus manos, y un puñado de músculos faciales. La respuesta está ahí, atrapada, en todo ese cúmulo que conforma una expresión femenina.

Tal vez si esboza una sonrisa pensaré que me recuerda en los bonitos otoños, en las noches de sexo profundo, en las sonrisas inesperadas, o en las largas horas de charla entre sábanas. Si sus labios se muestran horizontales me haré a la idea que he sido en su vida como una flor de estación que logró admirarse para luego olvidarse tras ser arrancada por un fuerte soplo de viento. Y si no repara en mí entonces pensaré que me amó de verdad, que escribí algo en su corazón y que aunque intente hacer el esfuerzo de olvidarme no puede, pues batalla con su indiferencia para lograr erradicar una verdad que tiene metida en su corazón.

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(Imagen: La casa a pois)