miércoles, 17 de diciembre de 2014

Lo interesante




Estando yo sentado en una plaza, hace muchos años ya, cierta mujer de avanzada edad se sentó en el banco, a mi lado. Lo hizo de manera distraída, como si en realidad yo no estuviese allí. Miró en todas direcciones menos en la mía. Primeramente pensé que intentó ignorarme, que tal vez aquella señora ignoraba a los más cercanos, pero inmediatamente me percaté de algo extraño en su modo de mirar, como si al achinar los ojos su visión se volviera más aguda, más horadante, como si estuviera a la pesquisa de algo o alguien sin importarle todo lo próximo.
Pasó largo rato sentada sin demostrarme siquiera su existencia. Cada tanto sacaba un diminuto pañuelo floreado de su bolso, enjugaba con delicados golpecitos el sudor de su frente y lo volvía a guardar. Era verano, cerca del mediodía, el sol ejercía con sus rayos una sensación similar a latigazos desalmados. Sin brisa, sin casi sombra, permanecíamos ambos a merced del astro rey en una especie de ritual ridículo para aquella hora.
Cada tanto le miraba de soslayo. Observaba con detenimiento sus facciones y sus gestos. Debía rondar cerca de los setenta años, aunque sus movimientos y gestos parecían de una mujer aún mayor. Por momentos me intrigaba y deseaba iniciar conversación, pero repentinamente un freno interior me hacía detener. Algo me decía que aquella mujer esperaba a alguien, o en realidad buscaba algo.
En uno de esos momentos, mientras la miraba con expresión radiante, se percató de mi presencia y se sonrojó. Sus mejillas secas y prominentes se ruborizaron rápidamente. Me lanzó una mirada profunda, pero con cierto disimulo. Movilizó sus labios, con cierto nerviosismo, como suelen hacerlo las personas que de repente acumulan cientos de palabras en su boca, pero sus labios, como crueles carceleros, les impiden expresar al menos una y se debaten así entre lo ridículo y la vergüenza.
Esa escena se mantuvo en el tiempo. Duró unos segundos. Eternos. Sí, eternos. Juro que quise hablar yo primero, ayudarla a expresarse, intentar tomar su mano y rescatarla de ese pozo oscuro y ciego donde la situación la había sumergido, pero no pude. En realidad supongo que di paso al rescate, a que ella en un santiamén pudiera hacer el corte justo y necesario para escapar del aprisionamiento verbal. Me habló entonces:
—¿Mi rostro le ha llamado la atención, joven? —dijo ella.
Aquella pregunta me sobresaltó. En realidad debía yo afirmar, aseverar que así había sido, pero la respuesta ahora debería ser un poco más compleja pues ya no solo era su rostro lo que me parecía interesante y había acaparado mi atención, sino que su sola presencia y su comportamiento singular horadaban mi curiosidad.
—A decir verdad no tanto, pero sí reconozco, y por ello le pido disculpas, que su modo de mirar ha llamado mucho más mi atención.
—Parece curioso pero todos tenemos cierto misterio en nuestras maneras de mirar, ¿no le parece? Es como si allí, escondido entre velos misteriosos, residiera gran parte de nuestro ser y sólo algunos pudieran verlo…
—Es una bonita forma de pensar —acoté.
—¿Sabe? Hace unos años, bah, en realidad muchos años atrás, en mi juventud, mi mirada se perdía en la mirada de un hombre. Podría decirle que la mirada de él había secuestrado la mía. Yo era su prisionera, hasta en los modos de mirar. Él tenía esa mirada enigmática y sincera que sólo aquellos hombres con esencia y masculinidad suelen tener. Yo estaba enamorada, era joven, y observaba los matices de la vida desde todos los ángulos posibles. Siempre he pensado que esa curiosidad muy mía por observar el mundo circundante ha sido un gran don de vida. Y en aquellos tiempos mis ojos sólo enfocaban en ese hombre, en ese gran amor que tuve.
—Debió de ser algo muy intenso entonces…
—Lo fue… sí…
Callamos. Sólo por unos instantes. El sol apretaba demasiado sobre nuestras sienes. Se acercaba la hora del almuerzo y yo debía juntarme con mi esposa en un restorán cercano. En cambio la mujer parecía que podía pasar todo el día sentada allí. No había prisa en sus gestos. Cada tanto acomodaba el bolso sobre su falda y no más que eso.
—Debo marcharme —dije—, ha sido un placer haber podido charlar con usted.
—Lástima —respondió ella—, pues su compañía me gusta, me cae bien.
—Seguramente habrá otra ocasión donde volvamos a encontrarnos, aquí o en otro sitio —respondí.
—Sí, así es… en realidad de eso trata esta vida, ¿no? Las casualidades y causalidades… esas palabras tan desgastadas a las que hacen referencia los jóvenes de hoy.
—Yo creo en ellas —dije—, es más, soy un ferviente defensor de esas palabras. Creo en las casualidades y también en que todo tiene una causa. No creo en el azar. O en realidad mi porcentaje de creencia en ello es bien bajo.
Volví a posar mi mirada en la anciana y la observé con ahínco. Ella parecía desmenuzar lentamente mi razonamiento para así emitir una respuesta y continuar esa charla. Yo debía marcharme ya, pero algo me sujetaba. Me levanté, alisé los pantalones, di un par de golpecitos al sombrero sobre mi mano y esperé que la anciana se expresara por última vez. Fue entonces, al apartar los ojos de ella, que observé lo límpido del cielo y caí en lo impuntual que sería con mi esposa.
—Señora, mía —dije—, ya debo marcharme.
—Está bien, jovencito. Vaya tranquilo. Eso sí, recuerde mi rostro, al menos por el transcurso del día de hoy, pues no siempre uno se cruza con desconocidos e intercambia palabras y de allí surge una charla amena. Recuerde a esta vieja, a mi rostro, y a nuestra charla.
—Lo haré…
—Después de todo mi rostro le dejará de ser interesante con el paso de los días y las noches. Se irá desvaneciendo de su memoria y otros rostros ingresarán en ella. Pero no me preocupa. En realidad eso es algo inteligente que logra la vida, ¿no cree? Ella es tan hábil, tan ágil para poner y quitar rostros de nuestra memoria que la hace única y nos permite seguir viviendo, avanzar, y no detenernos…

Aunque muchas veces caemos… —dijo con cierta pesadumbre.
—¿A qué se refiere con “caemos”?
—A que quedamos atrapados muchas veces en un bucle de tiempo, atesorando rostros que han pasado por nuestra vida, manteniéndolos con brillo y vitalidad en nuestra memoria, y ejerciendo una presión altamente psicológica a nuestra mente. Fíjese, joven, que yo he sido una mujer así. El rostro de aquel hombre que amé aún permanece grabado a fuego en mi memoria, y lo busco, tal como era, a diario, entre la multitud, en los pasillos de los colectivos, en las largas colas de los Bancos, en acto multitudinario al que vaya. Lo busco como si deseara encontrarlo tal cual era, con esas facciones tan delicadas que sólo el amor de aquellos tiempos me permitía ver. Lo busco sin remordimientos por mi pérdida de tiempo, ¿Porque sabe una cosa?, buscar así como yo busco ese rostro lleva tiempo, se lleva gran parte de la vida misma...
Sus palabras sonaban fuerte. Aquella mujer no miraba distraídamente, todo lo contrario, observaba con minuciosidad cada rostro que la vida le ponía por delante, cada facción, cada destello y brillo de pupilas, cada mueca de sonrisa, cada expresividad, y todo en busca de un hombre que ya no sería aquel que conoció, que tal vez en ese instante estaría muerto, o no…, pero no reparaba en ello sino que ajustaba su convicción de encontrarlo con mucha más tenacidad. Me pregunté por un instante si mi esposa haría lo mismo por mí si la vida nos separara, si nos llevará por caminos distintos y nuestras vidas se bifurcaran, ¿acaso ella me buscaría así, con esa mirada, entre la multitud? No sabía qué responderme. En realidad podía ir hondamente hacia mis adentros, bajar al abismo más profundo de mis entrañas, y jamás encontraría tal respuesta. Me sentí perturbado. O tal vez enojado conmigo mismo por plantarme aquella duda y regarla para que germinara en mi interior.
La anciana se levantó del banco, acomodó su bolso en el hombro y besó mi mejilla. Me observó con muchísima dulzura. Con su mano pequeña y seca acarició mi mejilla. Sentí lástima de mí mismo. Sentí una profunda tristeza abordarme. En realidad la vida misma tenía ese tipo de juegos agridulces, un tanto amargos. El futuro siempre sería algo incierto y ni yo ni nadie podía saber qué le esperaría. Me vi repentinamente en mi vejez, tal vez en una plaza como aquella, sentado en un banco solitario, observando rostros, intentando ver lo interesante de ellos y buscando al gran amor de mi vida, ese rostro único que cambia según nuestro corazón se enamore, ese rostro indescriptible que es vacío o tiene mil formas, ese rostro que se atesora según el momento y puede perpetuarse o no en nuestra memoria según la intensidad con la cual hayamos amado.

Vi alejarse lentamente a la anciana. Observé la hora en mi reloj, ya era tarde. Seguramente mi esposa, furiosa por mi tardanza, habría elaborado una larga lista de reproches para lanzarme en la cara apenas me viera. No importaba. No me importaba en absoluto. Acomodé el sombrero sobre mi cabeza, metí las manos en los bolsillos del pantalón y caminé hacia el restorán con tranquilidad, observándolo todo, mirando cada rostro que pasaba a mi lado, y preguntándome si esas personas desconocidas buscaban también otros rostros, esos que se atesoran y uno se esclaviza por ellos para toda la vida. 









(Imagen obtenida de internet)

viernes, 5 de diciembre de 2014

Mapas de lugares que no existen



No pasaron muchos minutos, creo que fueron menos de veinte. La espera suele hacérseme imposible pero en este caso intenté que no fuera así,  dejé que todo fluyera de un modo más natural, como si las manecillas del reloj fueran verdaderas aliadas, que junto al tiempo, susurraban a mis oídos que la vida en absoluto se estaba escurriendo como granos de arena. Admito que solo observé un par de veces el reloj. El resto del tiempo lo dediqué a posar mis ojos en el mobiliario del Café, en los transeúntes que caminaban presurosos por la vereda, o bien en los mozos y en su afán por mantener la limpieza y un servicio cordial. Esa forma de matar el tiempo, mejor dicho de “amigarme con él”, hizo posible que aquella reunión no fuera una batalla campal.
Esperaba a mi ex pareja, sentado en un bar céntrico, a escasas cuadras del bulevar principal. Era un atardecer de verano, diciembre más precisamente. Demasiada gente caminaba por las calles, con el ritmo frenético y alocado de los que empiezan  a desvivirse  por las compras navideñas.
Cuando ella entró al local se detuvo unas milésimas de segundo bajo la arcada de la puerta. Supongo que fue algo instintivo, algo que desde hacía mucho tiempo antes de nuestra separación había comenzado a hacer. Enfocó mis ojos y durante ese tiempo acotado se cercioró de mi humor. Tal vez yo emití alguna respuesta que aún sigo desconociendo. Entonces ella esbozó una pequeña mueca de sonrisa, una especie de aceptación, de salvoconducto que indicaba que todo estaba en orden y mi fiera interior no andaba suelta rompiendo mesas dentro del Café.
Su nombre es Emilia. Un nombre dulce para una mujer que hace gala de ello. Nos conocimos en la universidad una tarde de otoño mientras ambos esperábamos turno en una fotocopiadora. Las cosas buenas siempre inician de un modo casi distraído. Al menos siempre he pensado eso. Le pregunté qué estudiaba, de dónde era, y terminamos hablando de la vida misma, de política e inclusive hasta de fútbol. Como todo flechazo  aquello tenía bandera verde, era una largada solo para dos corredores: ella y yo. Al principio trotamos, luego corrimos y finalmente lo hacíamos tan aprisa que comenzamos a perdernos de vista, por momentos nos divisábamos y por momentos no, todo empezó a convertirse en una soledad opresora, en una carrera de posta.
Esos días de universidad fueron lo mejor de nuestra relación. En ese punto coincidíamos ambos. El enamoramiento nos había envuelto en un capullo similar a las mariposas de seda, y nos mantuvo aprisionados, gestándonos, durante un par de años. Hacíamos el amor con todo el ímpetu y el deseo de la propia edad, pero le añadíamos el extra de las charlas pos coito, en las cuales nuestros intelectos hacían gala y también buscaban aparearse. Hablábamos de libros, de política, de descubrimientos científicos, filosofábamos lo suficiente como para que el tiempo se esfumara de manera alarmante. Es que Emilia tiene cierto poder sobre el tiempo. Hace que en su compañía todo se mueva mucho más lento, increíblemente más lento.

Colgó su bolso en el respaldar de la silla y me saludó con un “Hola” tibio y demasiado escueto. Le devolví el saludo, pero esbocé una sonrisa amplia, franca, intentando hacerle sentir que no estaba enojado por su tardanza, que me había tomado la espera con calma, que el mundo podía seguir girando sin que yo quisiera destrozarlo con mis propias manos. Pedimos un par de cafés. Hablamos de cosas superfluas, de trabajo, de la vida misma. Los minutos pasaron e increíblemente los dos nos encontramos charlando amenamente, sin discutir.
—¿Qué llevas en el portafolios? —preguntó Emilia.
— ¡Ah!, ¡sí!, te refieres a estos papeles que sobresalen… Son mapas —respondí.
—¿Mapas?...
—Sí, mapas, son unos tontos mapas que solo me llamaron la atención y decidí fotocopiarlos…
—¿Y de qué lugares son?... si puede saberse, claro está…
—Son mapas de lugares que no existen.
Emilia me miró con cierto asombro. Sonrió, libremente, con una estela luminosa sobre sus blancos dientes.
—¿Lugares que no existen?
—Así es…, no existen.
—¿Y por qué alguien querría un mapa de lugares que no existen?
—No lo sé aún —dije—, es que son curiosos, raros, y atraparon desde hace tiempo mi atención.
Se hizo un silencio incómodo por un instante.
—Podríamos ir —dijo ella mientras emitía una risita débil.
—Sí… —respondí secamente y avergonzado.

Saqué los mapas del bolso y se los mostré uno a uno. Estaban hechos en aguada sobre papel, algunos casi ilegibles, pero en realidad mostraban bastante bien los contornos y los detalles. Eran espacios geográficos imaginados. No había nada de real en ellos. Sin embargo sus formas curiosas y el solo hecho de imaginar que no existen seducían por completo mi imaginación.
—¿Crees que en alguno de estos lugares lo nuestro hubiera funcionado? –preguntó Emilia.
Me sorprendió su pregunta. No hubiera esperado nunca una pregunta así de ella tras una ruptura tan abrupta y difícil como la que tuvimos. Fue tal el aturdimiento que mi garganta se resecó de golpe. Sorbí café, observé a los mozos ir y venir con las bandejas, escuché bocinazos de automovilistas histéricos en la calle, el sonido del reservorio de agua de un inodoro recargándose. Todo aquello parecían agujas insertándose una a una en mis sentidos. Titubeé, pero finalmente respondí, y lo hice asintiendo, de un modo aniñado, estúpido, pero aseverando al fin que sí, que tal vez en alguno de esos sitios formados por el ensueño y la imaginación nuestra historia de amor hubiera sobrevivido. Apenas respondí ella sonrió, miró los mapas y se quedó con la mirada perdida en ellos. Supe que en ese preciso instante habíamos llegado a un punto de inflexión. Fue un momento extraño. Guardé lentamente los mapas en el portafolio sin decir palabra alguna.
—¿Estará allí el mapa del Paraíso? —preguntó de repente Emilia.
Esa pregunta fue impactante. El mapa del Paraíso…
—Tal vez. En realidad, ¿el Paraíso tendrá mapa? —respondí.
—¡Claro!, ¡¿por qué no ha de tenerlo?!
—No lo sé –dije—, es que siempre lo he imaginado con confines difusos. Sin límites.

Del otro lado del ventanal unos niños se detuvieron a cantar villancicos. Lo hacían a viva voz. Sonreían, se los veía muy felices. Los transeúntes les regalaban monedas, y algunos hasta se animaban a cantar con ellos. Emilia los observó con detenimiento, pero seguía ensimismada, tal vez pensando en el mapa del Paraíso.
Terminé de sorber mi café. Tomé una mano de Emilia, la aprisioné entre las mías, y dije: “Debo irme ya”. Ella asintió con una sonrisa triste.

Al salir del bar me topé con los niños. Apenas me vieron comenzaron a cantar más fuerte. Saqué unas monedas y se las fui entregando a cada uno en sus manos. De soslayo observé hacia el ventanal y allí, entrecortada por la luz del sol y las sombras, podía adivinar la silueta de Emilia observándome. Confieso que sentí un estremecimiento de tristeza en ese instante. Ella me observaba desde la punta de un continente imaginado, lejano, perdido en un universo que una vez nos había cobijado pero que ahora ya nos había botado a ambos. Yo, desde la vereda, enfocaba su silueta desde mi propio continente, en mi propio mapa, uno al cual ella no podía ni sabía cómo abordar.
Me alejé lentamente calles abajo. Ya anochecía. Pensé por un instante si en el Paraíso también estaría anocheciendo…, tal vez —me dije—, tal vez…