viernes, 5 de diciembre de 2014

Mapas de lugares que no existen



No pasaron muchos minutos, creo que fueron menos de veinte. La espera suele hacérseme imposible pero en este caso intenté que no fuera así,  dejé que todo fluyera de un modo más natural, como si las manecillas del reloj fueran verdaderas aliadas, que junto al tiempo, susurraban a mis oídos que la vida en absoluto se estaba escurriendo como granos de arena. Admito que solo observé un par de veces el reloj. El resto del tiempo lo dediqué a posar mis ojos en el mobiliario del Café, en los transeúntes que caminaban presurosos por la vereda, o bien en los mozos y en su afán por mantener la limpieza y un servicio cordial. Esa forma de matar el tiempo, mejor dicho de “amigarme con él”, hizo posible que aquella reunión no fuera una batalla campal.
Esperaba a mi ex pareja, sentado en un bar céntrico, a escasas cuadras del bulevar principal. Era un atardecer de verano, diciembre más precisamente. Demasiada gente caminaba por las calles, con el ritmo frenético y alocado de los que empiezan  a desvivirse  por las compras navideñas.
Cuando ella entró al local se detuvo unas milésimas de segundo bajo la arcada de la puerta. Supongo que fue algo instintivo, algo que desde hacía mucho tiempo antes de nuestra separación había comenzado a hacer. Enfocó mis ojos y durante ese tiempo acotado se cercioró de mi humor. Tal vez yo emití alguna respuesta que aún sigo desconociendo. Entonces ella esbozó una pequeña mueca de sonrisa, una especie de aceptación, de salvoconducto que indicaba que todo estaba en orden y mi fiera interior no andaba suelta rompiendo mesas dentro del Café.
Su nombre es Emilia. Un nombre dulce para una mujer que hace gala de ello. Nos conocimos en la universidad una tarde de otoño mientras ambos esperábamos turno en una fotocopiadora. Las cosas buenas siempre inician de un modo casi distraído. Al menos siempre he pensado eso. Le pregunté qué estudiaba, de dónde era, y terminamos hablando de la vida misma, de política e inclusive hasta de fútbol. Como todo flechazo  aquello tenía bandera verde, era una largada solo para dos corredores: ella y yo. Al principio trotamos, luego corrimos y finalmente lo hacíamos tan aprisa que comenzamos a perdernos de vista, por momentos nos divisábamos y por momentos no, todo empezó a convertirse en una soledad opresora, en una carrera de posta.
Esos días de universidad fueron lo mejor de nuestra relación. En ese punto coincidíamos ambos. El enamoramiento nos había envuelto en un capullo similar a las mariposas de seda, y nos mantuvo aprisionados, gestándonos, durante un par de años. Hacíamos el amor con todo el ímpetu y el deseo de la propia edad, pero le añadíamos el extra de las charlas pos coito, en las cuales nuestros intelectos hacían gala y también buscaban aparearse. Hablábamos de libros, de política, de descubrimientos científicos, filosofábamos lo suficiente como para que el tiempo se esfumara de manera alarmante. Es que Emilia tiene cierto poder sobre el tiempo. Hace que en su compañía todo se mueva mucho más lento, increíblemente más lento.

Colgó su bolso en el respaldar de la silla y me saludó con un “Hola” tibio y demasiado escueto. Le devolví el saludo, pero esbocé una sonrisa amplia, franca, intentando hacerle sentir que no estaba enojado por su tardanza, que me había tomado la espera con calma, que el mundo podía seguir girando sin que yo quisiera destrozarlo con mis propias manos. Pedimos un par de cafés. Hablamos de cosas superfluas, de trabajo, de la vida misma. Los minutos pasaron e increíblemente los dos nos encontramos charlando amenamente, sin discutir.
—¿Qué llevas en el portafolios? —preguntó Emilia.
— ¡Ah!, ¡sí!, te refieres a estos papeles que sobresalen… Son mapas —respondí.
—¿Mapas?...
—Sí, mapas, son unos tontos mapas que solo me llamaron la atención y decidí fotocopiarlos…
—¿Y de qué lugares son?... si puede saberse, claro está…
—Son mapas de lugares que no existen.
Emilia me miró con cierto asombro. Sonrió, libremente, con una estela luminosa sobre sus blancos dientes.
—¿Lugares que no existen?
—Así es…, no existen.
—¿Y por qué alguien querría un mapa de lugares que no existen?
—No lo sé aún —dije—, es que son curiosos, raros, y atraparon desde hace tiempo mi atención.
Se hizo un silencio incómodo por un instante.
—Podríamos ir —dijo ella mientras emitía una risita débil.
—Sí… —respondí secamente y avergonzado.

Saqué los mapas del bolso y se los mostré uno a uno. Estaban hechos en aguada sobre papel, algunos casi ilegibles, pero en realidad mostraban bastante bien los contornos y los detalles. Eran espacios geográficos imaginados. No había nada de real en ellos. Sin embargo sus formas curiosas y el solo hecho de imaginar que no existen seducían por completo mi imaginación.
—¿Crees que en alguno de estos lugares lo nuestro hubiera funcionado? –preguntó Emilia.
Me sorprendió su pregunta. No hubiera esperado nunca una pregunta así de ella tras una ruptura tan abrupta y difícil como la que tuvimos. Fue tal el aturdimiento que mi garganta se resecó de golpe. Sorbí café, observé a los mozos ir y venir con las bandejas, escuché bocinazos de automovilistas histéricos en la calle, el sonido del reservorio de agua de un inodoro recargándose. Todo aquello parecían agujas insertándose una a una en mis sentidos. Titubeé, pero finalmente respondí, y lo hice asintiendo, de un modo aniñado, estúpido, pero aseverando al fin que sí, que tal vez en alguno de esos sitios formados por el ensueño y la imaginación nuestra historia de amor hubiera sobrevivido. Apenas respondí ella sonrió, miró los mapas y se quedó con la mirada perdida en ellos. Supe que en ese preciso instante habíamos llegado a un punto de inflexión. Fue un momento extraño. Guardé lentamente los mapas en el portafolio sin decir palabra alguna.
—¿Estará allí el mapa del Paraíso? —preguntó de repente Emilia.
Esa pregunta fue impactante. El mapa del Paraíso…
—Tal vez. En realidad, ¿el Paraíso tendrá mapa? —respondí.
—¡Claro!, ¡¿por qué no ha de tenerlo?!
—No lo sé –dije—, es que siempre lo he imaginado con confines difusos. Sin límites.

Del otro lado del ventanal unos niños se detuvieron a cantar villancicos. Lo hacían a viva voz. Sonreían, se los veía muy felices. Los transeúntes les regalaban monedas, y algunos hasta se animaban a cantar con ellos. Emilia los observó con detenimiento, pero seguía ensimismada, tal vez pensando en el mapa del Paraíso.
Terminé de sorber mi café. Tomé una mano de Emilia, la aprisioné entre las mías, y dije: “Debo irme ya”. Ella asintió con una sonrisa triste.

Al salir del bar me topé con los niños. Apenas me vieron comenzaron a cantar más fuerte. Saqué unas monedas y se las fui entregando a cada uno en sus manos. De soslayo observé hacia el ventanal y allí, entrecortada por la luz del sol y las sombras, podía adivinar la silueta de Emilia observándome. Confieso que sentí un estremecimiento de tristeza en ese instante. Ella me observaba desde la punta de un continente imaginado, lejano, perdido en un universo que una vez nos había cobijado pero que ahora ya nos había botado a ambos. Yo, desde la vereda, enfocaba su silueta desde mi propio continente, en mi propio mapa, uno al cual ella no podía ni sabía cómo abordar.
Me alejé lentamente calles abajo. Ya anochecía. Pensé por un instante si en el Paraíso también estaría anocheciendo…, tal vez —me dije—, tal vez…



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