martes, 26 de enero de 2016

Sueños desoladores



Le he visto un gesto molesto. Ha tomado un mechón de sus cabellos y lo ha puesto detrás de su oreja. Lo hizo con cierta violencia, tal vez desapercibida para el resto de las personas en la sala, pero muy gráfica para mi visual. He reconocido el gesto nomás alzó su mano, que posaba plácidamente sobre el mantel cargado de dibujos de rosas variopintas. Tal vez mi sorpresa se debió al mucho tiempo que pasó de verle un gesto semejante. Años, muchos años ya.

Tras acomodarse el mechón volvió a tomar temblorosamente la hoja de papel, la cual se movía vivazmente un poco por su edad y más aún por la noticia que transmitía a todo su sistema nervioso. Leyó con prisa, como quien necesita el final antes del principio. Tras llegar al punto final repasó las rúbricas, los sellos, y dio un par de vueltas al papel.

—No creo que sea cierto —dijo con mucha tensión. Es ilógico. No conocí jamás a ese señor. Ni siquiera sé quién es, ni conozco a su familia. Nada. No entiendo… ¿podrías explicarme?

Tomé aire, organicé los pensamientos en mi mente de manera lineal, y comencé a hablarle pausadamente, explicando cada detalle de la misiva. Ella me observaba con fijación. Parecía un animalillo asustado y con profundo deseo de huir. Pero no interrumpió. Dejó que explicara todo con lujo de detalles. Finalmente, cuando callé, carraspeó nerviosamente, sorbió un poco de té, y miró hacia el ventanal de la sala.

—Aun así, por más claro que lo veas y expliques, no lo conozco. —sentenció.

Y su sentencia tenía cierta lógica. Heredar una mansión con noventa y cinco salones no es algo común y más si no tienes idea del benefactor, del ser humano que dejó testamentado que eres el objeto depositario de una suerte casi única y muy envidiada. Sin embargo, y más allá de ella no reconocer quién era aquel benefactor, él sí la reconocía, y lo hizo siempre con profundo cariño y amor. Pero el límite existía, y ante eso yo ni nadie podía hacer absolutamente nada. Debía mantener mis labios sellados.

Terminamos de tomar el té y dejamos el salón. Afuera caía una leve garúa otoñal. Una borrasca se mantenía acechante sobre los edificios de la ciudad, empalideciéndolo todo. Caminábamos despacio. No nos mirábamos. Supongo que en su interior había un diálogo tumultuoso y cargado de preguntas, las cuales yo no quería ni siquiera imaginar.

—Deberías firmar y aceptar el testamento —dije interrumpiendo frenéticamente el silencio impuesto entre ambos. Deberías hacerlo… después de todo imagínate lo que allí podrías hacer… desde montar distintas salas de arte hasta hermosas exposiciones de pinturas. Conoces a muchas personas en la ciudad que estarían encantadísimas de exhibir su arte allí. Piénsalo…

Siguió caminando ensimismada y pensativa. Mis palabras parecían haber caído en saco roto. Nos detuvimos frente a una vidriera de ropa femenina. Observó con detenimiento vestidos, sombreros, chales de vivos colores y a la moda.

—Mira —dijo señalando un bonito vestido. ¿Te percatas de su delicadeza? La tiene y mucha. Quien lo diseñó seguramente lo hizo pensando en una mujer bella, rica y de finas curvas. Siempre que pones amor en algo que haces enfocas un objetivo. Eso te moviliza. Tú me hablas de una mansión enorme, gigante, un obsequio que dejaría boquiabierto a mediomundo, y cuando lo haces pones énfasis en esa majestuosidad y todo lo que podría yo hacer con ella… pero dentro de mí hay una voz susurrante que habla de un supuesto reino que no es mío, de una supuesta fortuna que no reconozco, de un supuesto parentesco que desconozco. Créeme que en todo este rato lo he pensado y siendo sincera he de decirte que todo esto parece un sueño, un gran sueño desolador…
¿Acaso crees que quien diseñó el vestido se sentiría feliz que una mujer diametralmente distinta lo luzca? No. Seguramente eso lo pondría infelizmente triste…

—Mereces ese obsequio. Nadie mejor que tú para disfrutarlo y hacerlo brillar… —acoté.

Continuó un breve momento observando el vestido. Lo hacía sin inquietud, totalmente ausente a la acción. La tomé por los hombros y mirándola a los ojos sonreí con cierta tibieza, intentando así bajar sus murallas. No lo conseguí. Bajó su mirada, posó su cabeza en mi hombro y así se quedó cual animal indefenso.

La borrasca se precipitó con fuerza. La lluvia caía a raudales y el viento soplaba por momentos con atroz intensidad. Nos guarecimos en la entrada de un edificio. Junto a nosotros había otros que también fueron sorprendidos por la inclemencia del tiempo. Permanecimos allí un largo rato, ambos en silencio, observando cómo la naturaleza descargaba su ira en contra de todo lo que se hallaba a su paso. Cuando mermó la intensidad decidimos volver a nuestros respectivos hogares. Un tímido apretón de manos fue nuestro último contacto.

Después de aquel día no volví a verla. El testamento perdió su validez y la mansión pasó a manos del Estado. No había ningún pariente vivo del difunto. Sólo ella. Realicé todos los trámites necesarios para que el uso que se le diera a tal palacio fuera pura y exclusivamente artístico. El gobierno de la ciudad lo aprobó y destinó muchas actividades de distintas artes en cada uno de sus salones. A diario, tras salir de mi oficina, pasaba por el frente de sus jardines y contemplaba con entusiasmo la majestuosidad de aquella edificación. Por momentos pensaba si hubiera sido justo que semejante obra arquitectónica terminara en manos de una única persona, pero inmediatamente renegaba de esos pensamientos y enfocaba en el rostro de aquella mujer que lo rechazó con tanta vehemencia y testarudez. ¿Acaso la vida podía ser más injusta? Quien construyó aquella mansión lo hizo junto a ella, pero su enfermedad y la vida se encargaron que lo olvidara. Ahora para ella semejante monstruo no representaba nada. Sólo una carga que no podía aceptar. Otros entonces lo disfrutaban: expresaban su arte y lograban con ello que el lugar resplandeciese.

Tal vez, ¿por qué no?, ese fuera el verdadero final que debía tener todo. Al igual que el vestido, quien diseñó aquella mansión tuvo un objetivo y no era una única alma, sino miles de ellas…