viernes, 29 de octubre de 2010

El yo envuelto en celofán



Una noche me vi envuelto en un cuerpo que no deseaba. Era yo, pero no quería ser yo. Todo cuanto rodeaba a mí cuerpo era extraño. Deseaba deshacerme de ello pero no podía. La luz de la habitación, amarilla, pálida, trepaba por todo el atuendo que me cubría. Yo no soy éste, me dije. Dios, ayúdame.

Desperté de madrugada. La luz aún permanecía prendida. Palpé mi piel, recorrí mis extremidades, busqué mi rostro. Me dije que todo estaba normal, que nada había cambiado, que la pesadilla había pasado. Era yo. Indudablemente era yo.

Conociendo el mobiliario y su disposición me dirigí al baño. Encendí la luz y he ahí la visión más horripilante que vi en mi vida. No era yo; sin embargo se sentía como si fuese yo. El primer pensamiento al ver la figura reflejada en el espejo del baño fue que era una criatura emergida de un comic o de un libro de fantasía. Algo monstruoso e irreproducible a la vez.

Estaba envuelto en celofán, como si se tratara de un regalo antiquísimo. El celofán cubría toda la piel del monstruo que se reflejaba en el espejo. Deseaba huir pero no podía. Estaba demasiado ajustado. Me pregunté si estaría despierto o soñando. No, estás despierto –me dije. No obstante deseaba haber estado soñando.

Vi como la criatura forcejeaba intentando librarse de la atadura. El ruido del papel celofán se hacía cada vez más audible entre intento e intento de escape. Finalmente la criatura cayó rendida al piso. Sus ojos denotaban angustia y entrega. Sentí una interminable lástima recorrer todo mi cuerpo. Entonces decidí abandonar a la criatura y dejarla ahí, a la buena de Dios.

Volví al dormitorio. Ya amanecía. Pálidos destellos luminosos emanaban de un sol anaranjado que lentamente emergía desde el horizonte. Me vi acostado. Parecía plácidamente dormido. Me recosté a mi lado y contemplé mi respiración. Cómo el aire lentamente ingresaba por mi nariz y se desparramaba en el interior de mi pecho. Desde la cama podía observar a la criatura envuelta en celofán tirada en el piso del baño. Me causó una profunda congoja. Intenté acariciar mi rostro dormido pero mi mano lo atravesó. Entonces caí en la cuenta que no era real, que tal vez estaría en un sueño, o tal vez muerto.

Al cabo de un rato una gran celeridad me sobrevino. Tenía la incertidumbre si yo pertenecía al cuerpo físico que dormía y me representaba como imaginaba o bien a la criatura envuelta en celofán. La duda se cernió sobre mí como una gran sombra de tormenta. Inquietado por semejante cuestión decidí averiguarlo y fue entonces que nuevamente intenté acariciar el rostro de mi cuerpo, pero nuevamente mi mano lo atravesó. Di un salto de la cama y me dirigí hacia el cuerpo inerte de la criatura. Acerqué mi mano intentando tocar su rostro y en ese preciso instante todo se volvió luminoso y de pronto de una oscuridad absoluta.

Al abrir los ojos el pánico se apoderó de mí. Me faltaba el aire. El papel celofán me impedía respirar.


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(Imagen: http://www.mayakulenovic.com/painting-faces/insomniac.htm )

lunes, 25 de octubre de 2010

La bomba loca



Una noche cualquiera, de esas que solo importan por el contenido y no por la fecha, me encontré con dos actores porno. Una chica y un chico. Estaban tomando, muy ebrios, ambos, en medio del muelle, en la costa.
La música provenía de una pequeña embarcación que estaba a unos cincuenta metros. Se escuchaba una canción de Gustavo Cordera, “La bomba loca”. Bailaban en trance. Esa escena me cautivó. Ni los incas, en sus mejores rituales, habrían danzado así.

Me senté sobre las maderas del muelle, en medio de la oscuridad, a verlos bailar.

Eran actores porno, según yo. Lo deduje de su modo de danzar. Del entrechocar de sus pelvis, de sus miradas, de cómo acariciaban sus cuerpos, de cómo se seducían, de cómo se besaban, de cómo evaporaban las emanaciones de sus libidos. Del trance en sí.

Ella, no él, acariciaba su cuerpo como una Cleopatra del siglo XXI. Era excitante, altamente cautivante. Se movía como una bomba loca. Altamente explosiva. No dejaba de excitar.
Fue entonces que notaron mi presencia y me invitaron a bailar con ellos ¿Yo?, pregunté. Sí, vos –me dijeron.

Así, una madrugada de verano en plena costa, terminé bailando con actores porno, desnudo, excitado y totalmente estallado.

¿Nunca te conté?...

jueves, 21 de octubre de 2010

La chica de los ciclos

Érase una vez una chica que vivía en una ciudad de la cual su nombre no importaba. Después de todo, la mayoría de las ciudades se le parecían –eso pensaba. Era linda, un tanto burguesa, y a su modo feliz. Sin embargo, y esto pasó sin ella darse cuenta, abandonó a su esposo y comenzó a ganar amantes. Tomaba su vida como un juego desafiante. Amaba, la amaron y no la amaron. Quería, deseaba, y a veces, solamente a veces, era correspondida. Y su historia, corta y tal vez muy contemporánea, finalizó en una completa espiral que tan solo la llevaba una y otra vez a reiniciar el mismo ciclo: amor y desamor, compañía y soledad, sexo y nada.

Érase una vez también un joven llamado L, al cual la chica, poco a poco, lo insertó en uno de sus ciclos. El joven solo tenía ojos para la chica. Nadie más habitaba su mundo. Ella lo era todo para él. Almorzaban y cenaban a la luz de las velas, mantenían largas caminatas a lo largo del rosedal de la ciudad sin nombre, tomaban café en los Cafés de moda, y L vestía de pies a cabeza a la chica con finos vestidos y bonitas joyas. Sin embargo la armonía, y el amor efímero, se diluyeron. Ella se encarceló en silencios y en ausencias y él no soportó el castigo y la distancia. Pero la chica no estaba triste. Había conocido a otro caballero que, a su modo, le había prometido resurgir el amor eterno. Ella, feliz e ilusionada, inició un nuevo ciclo con el caballero en cuestión olvidándose por completo de L y lo vivido juntos.

L sufrió. L curó sus heridas. Y L, de algún modo misterioso, logró olvidar. Pero fue un día de otoño que la chica volvió a encontrar a L. Ella vestía de gris, como si se tratase de un luto lánguido.

- ¿Qué te ha ocurrido? –preguntó L.
- Otra vez he vuelto a fallar –respondió ella.
- ¿Fallar?
- Sí, fallar. Cuando te he dejado he iniciado un nuevo ciclo amoroso junto a otro caballero, pero eso ha terminado recientemente y mi corazón está destrozado.
- Juegas a un juego muy nocivo –respondió L seriamente.
- ¿Juego?, ¿tú crees que estoy jugando?, ¡no!, ¡yo siempre amo!
- Entonces ¿sabrías definir lo que es amar?

Y un profundo silencio reinó entre ambos. La respuesta jamás se escuchó.

Ahora la chica vive en una lejana ciudad, cercada de las sombras de sus amoríos y del dolor de las derrotas. De L nunca más se supo nada, sin embargo alguien alguna vez contó en un viejo bar que ellos frecuentaban, que había vuelto a ser feliz, que irradiaba tranquilidad y que por sobre todo había desterrado de su corazón a la chica de los ciclos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

«Sigue, sigue, tú puedes escribir una novela...»



He tenido el mismo sueño dos veces en mi vida. Es un sueño en el cual aparezco conduciendo un automóvil por una ruta bastante desolada. De vez en cuando algún que otro vehículo me cruza, siempre de frente, nunca de atrás, nadie me sobrepasa. Avanzo. Me concentro en la ruta y siento la sensación de tener apuro. Afuera es de tarde. Casi no hay sol, sí muchas nubes que poco a poco se tornan grises. Mirando a través de los campos hacia el horizonte el cielo me da una completa sensación de frío y soledad. Me imagino que hace frío porque me veo las manos y un grueso sobretodo. De repente el automóvil se para. Algo no anda bien. Intento adivinar que es pero no tengo los suficientes poderes mágicos. Entonces me echo a correr. Siento que el tiempo apremia. Una sensación de desesperación por llegar a un punto que desconozco poco a poco comienza a apoderarse de mí. Sigo corriendo. Lo hago con fuerza, con agilidad. Arrojo el sobretodo y me veo con ropa floja. Ha llovido, lo observo en el suelo.

Al rato llego a una bifurcación del camino. El viento se siente frío ingresando a los pulmones. Noto la respiración entrecortada y un miedo atroz que me ayuda a sentir cierta especie de asfixia. Miro hacia un lado, miro hacia el otro. No sé cuál es el camino que me lleva al lugar que deseo ir. Tampoco sé adónde deseo ir. Pero en el sueño presiento que lo sé. Cuando elijo uno de los caminos y reanudo mi carrera alguien aparece. Está montado sobre una bicicleta. Ha salido de la nada. Me dice que no, que no es el camino que debo tomar. Que es el otro el camino a la ciudad donde yo deseo ir. Sin pensarlo giro y sigo carrera por el otro camino. Volteo y observo de soslayo al ciclista. Lo saludo con mi mano. Creo que no me ha visto.

Corro. Sigo corriendo. De repente estoy con mi familia. Mi madre, mi padre, y una hermana. No sabía que tuviera hermana me digo. Intento ver su rostro pero no lo consigo, el sueño me lo muestra borroso. Pero es ella, mi hermana, lo presiento. Mi madre se alegra de verme. Sé que es mi madre pero no como mi madre real. Mi padre, el del sueño, me llena de consejos y veo en sus ojos la sombra del temor ante mi partida. Porque deseo seguir corriendo, sé que debo seguir corriendo.

Salgo afuera por la puerta del frente. Estoy en el jardín. Miro la fachada, observo el jardín, me familiarizo con las manchas de hongos en las paredes, con el color de las mismas, con las rejas, con el susurro de los árboles. Es mi casa –me digo. Al atravesar la puerta de reja mi padre me toma por el brazo. Pregunta en un tono cansino si estaré bien, a lo cual yo asiento, un poco con hipocresía, otro poco con abatimiento. Me echo a correr nuevamente. Queda poco tiempo.

La calle está llena de barro. Las zapatillas se me hunden. Soy presa del fango. Las piernas me pesan. Resbalo y caigo, pero no antes sin poner mi mano derecha en el piso y evitar una caída completa. Mi mente estalla y dice: «Sigue, sigue, tú puedes escribir una novela» y entonces saco fuerzas de cualquier lado (seguramente de lados que desconozco de mí mismo) y corro hacia el horizonte, hacia la ciudad que es mi meta.

Entonces despierto. Siento paz y tranquilidad. La luz del nuevo día se cola por las rendijas de la persiana del ventanal y sé que he vuelto. Me pregunto si habré llegado a la ciudad. Tal vez, me digo. Hay mucha quietud en el cuarto.

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(Imagen: http://purple-socks.webmage.com/writer.jpg )

lunes, 4 de octubre de 2010

Lágrimas encapsuladas



A
yer, una tarde de invierno, salí a tomar un café. Sin rumbo, como suelen hacer los que toman las tardes lluviosas con el solo fin de escapar del encierro y el aburrimiento avasallador. Escogí un bar céntrico. Había mesas con sombrillas y sillas a mi antojo, todas diseminadas por la vereda. Nadie se sentaba, pues llovía a cántaros. Pero no me importó. Me senté igual y me resguardé lo más que pude debajo de la sombrilla. Hojeaba un libro, “Trópico de Capricornio” de Miller. Concentrado en sus frases directas y ausentes de pudor me enfrasqué en la historia. De a ratos me sonreía, de a ratos chasqueaba mis dedos como aseverando ciertas frases «veraces» que denotaban mucho de la realidad que a mí mismo me tocaba vivir. Al cabo de un rato la lluvia amainó. No fue mucho pero sí logró serenarse bastante. Una pareja se sentó en otra mesa. La chica con un cigarrillo en su mano y el chico con una mochila que colocaba sobre la mesa. Seguí leyendo. Al menos eso intenté, pero como pasa siempre que algo irrumpe en un ámbito, la pareja comenzó a llamarme la atención.

La chica, con sus piernas subidas a la silla, su brazo derecho sosteniéndolas para que no se fueran hacia adelante, y la otra mano con el cigarrillo, exclama: «Lo conocí anoche, pero le dije que no, que era muy rápido para tener sexo ya mismo…» El chico, del otro lado de la mesa, la miraba sonriéndole. Era una de esas miradas clásicas de un hombre que está interesado en una chica y no se atreve a decírselo ¿El por qué? Nunca se sabe. Pueden ser miles las causas de dicha mudez. La visión me turbó. Por un instante me pareció una escena tan clásica, algo tan remotamente presente en tantas relaciones de amistad «¿Y qué harás?», preguntó el chico. «No sé… hacerlo sufrir… un poco nomás… porque más no me aguantaré, porque te digo la verdad: ¡está buenísimo!» Y fue en ese momento que aquella sonrisa y mirada enamorada del chico empalideció. Algo, detrás de sus pupilas, parecía haberse apagado. Cerré el libro y me concentré en mirar como seguía lloviendo. En el pasar de los automóviles, en el caer de las gotas sobre los charcos, en cualquier cosa concentré la atención. La chica seguía fumando. Un hilo de humo subía lentamente hasta la base de la sombrilla para ahí finalmente desaparecer.

No quería volver a ver la mirada del chico. Pensé en los momentos que a mí mismo, en mi propia vida, algo así me había sucedido ¿Quién no se enamora de imposibles?, ¿quién alguna vez no deseó a una amiga o amigo? Supongo que es una lección más de la vida, me dije para mis adentros. Hice señas al mozo, dejé dinero debajo del cenicero, tomé el libro y me fui del bar. Seguía lloviendo, ahora un poco más fuerte. Saltaba un charco aquí, otro más allá. Entre salto y salto recordaba la mirada del chico, el humo del cigarrillo elevándose, la chica riendo. «Lágrimas encapsuladas», dije en voz alta. Eso es. Lágrimas encapsuladas son las que uno retiene en aquellos momentos. Se mantienen allí, encerradas, presionando para salir y manifestar la pena y el dolor. Pero se les prohíbe su salida. Y entonces, se repliegan. Se ocultan en el corazón. Detrás de cada gota de lluvia, de cada nubécula gris, de cada historia que no pudo ser.


(Imagen: http://pockypuu.blogspot.com/2009/03/heres-some-work-i-just-got-done-for.html )