jueves, 26 de julio de 2012

La muerte del profesor





"Yo soy la única persona en el mundo a quien desearía conocer a fondo; 
 pero no veo ninguna posibilidad de hacerlo, por ahora. "

 Oscar Wilde 






Ellos asesinaron al profesor un día de fines de invierno. Fue en 1989 si mal no recuerdo. Aunque yo estaba allí mi memoria suele traicionarme en cuestiones de fechas y números. Yo era uno de ellos. Sí. De algún modo que nunca logramos precisar el profesor se hizo odiar por ellos y por mí. Comenzó con lentitud, y prontamente fue creciendo, como si una pequeña bola de nieve se agigantase en nuestro interior agregando ira, bronca, y resentimiento en vez de nieve. Fue el invierno más largo de mi vida, y la primavera más triste.

No fui yo quien usó la pistola, el que disparó, pero sí fui quien la consiguió, en un garito de mala muerte, en los suburbios de la ciudad. “Ve tú y cómprala”, dijeron ellos. Y así lo hice. Me subí a un colectivo que atravesaba las últimas villas y descendí en una parada situada al final de una. De un lado había un descampado, enorme, infinito, como un mar, y del otro lado el villorrio: una aglomeración de construcciones apiladas y apoyadas unas contra otras, dando la temible sensación que tras el primer viento fuerte cederían todas juntas aplastando a quienes vivían en su interior. Caminé por una calle de tierra convertida en un lodazal. Unos cuantos perros flacos y sarnosos me salieron al encuentro. No puedo precisar si ladraban por mi presencia o por hambre, pero con sus ladridos me acompañaron durante todo el trayecto, haciendo que algunos habitantes de la villa se asomaran a las ventanas o se pararan en las puertas escudriñándome con sus ojos, siguiéndome con sus miradas, respirándome en la nuca.

Metí la mano al bolsillo y leí nuevamente la dirección que uno de ellos me había dado.

Había llegado.

Era una esquina, en la que curiosamente había un bar con un enorme cartel de Coca-Cola en la parte superior. Tras ingresar todo el mundo dejó de murmurar y me observó, así, como se observa a una estrella fugaz en el cielo, con muchísima atención, solo que sin pedir ningún deseo. Quien estaba detrás de la barra me hizo una seña hacia el costado y entendí que debía ir hacia el lado de los baños. Pasé entre medio de todas aquellas miradas que escrutaron cada milímetro de mi persona. Hacía frío adentro, pero no lo padecí. Solo me enfocaba en seguir caminando en la dirección señalada. Llegamos a una puerta de chapa que tenía dibujada una lengua gigante, así, como el símbolo del grupo de rock “Roling Stone”, y justo ahí nos detuvimos.

— ¿Eres quien viene por la pistola? 
— ¿Cómo lo sabe? —pregunté ingenuamente al hombre petiso de facciones norteñas que me hablaba.
— Eres tan extraño en esta villa como una mancha en un guardapolvos inmaculado.

Sentí de pronto recorrerme un calor sofocante por mi rostro.

— Toma. Son trescientos pesos. Está limado. No es de nadie. La usan y la tiran. Lejos, si es posible en el lago, o lo entierran en un campo, o en el monte ¿Entendiste? 

Asentí. Pagué los trescientos pesos al hombre y salí de allí con náuseas en mi estómago. En el colectivo de regreso abrí la ventanilla y tomaba bocanadas de aire fresco. Los demás pasajeros me observaban pensando que estaba loco para hacer eso en un atardecer tan frío. Al llegar a la universidad volví a juntarme con ellos.

— La tengo —dije mirándolos de hito en hito.
— ¿La has traído hasta aquí?
— Sí, ¿dónde la iba a dejar?… Lo tengo en la mochila.

Fuimos hasta el baño y allí, haciendo entre todos un círculo, saqué el arma y la sostuve entre mis manos. El metal emitió destellos azules bajo la luz fluorescente. Todos la contemplábamos con cierto asombro, y pude observar que ellos también estaban nerviosos al observarla. Acaricié la pistola suavemente, la di vuelta de un lado, del otro.

— ¡No!, ¡no seas tarado!, ¡puede dispararse! —dijo uno de ellos. 

Entonces mostré las balas. Las tenía en el bolsillo de la campera. Todos hicieron gestos de alivio. Supe en ese preciso instante que ninguno estaba preparado para matar al profesor. Todos queríamos hacerlo, pero ninguno tomaba la posta. Ni siquiera yo con todo lo que odiaba al maestro. Salimos del baño cada uno a su clase. Yo subí con dos de ellos al aula de Política Exterior, y los demás prosiguieron por el pasillo. Presenciamos toda la clase, y al finalizar, volví a reunirme con todos en el patio. Fumábamos cigarrillos baratos. El humo se concentraba en el medio del círculo que formábamos, y ascendía lentamente hacia la copa de los árboles. En ese momento no hablamos del asesinato planeado, tampoco del arma, solo de cosas banales, casi sin sentido. A la hora de retornar a las clases decidimos reencontrarnos a última hora en el estacionamiento, justo donde el profesor guardaba su automóvil.

Habíamos planeado un asesinato rápido, sin sufrimiento. Un tiro, a lo sumo dos. El arma tenía un silenciador, eso ayudaría de sobremanera, evitando que alguien que cruzase por ahí en el momento menos indicado se percatase de lo que iba a suceder. Nos sometimos a votación para ver quién asesinaba al profesor, quien sería el autor del fatal disparo. Cada uno escribió en un papel su nombre y todos lo doblamos y arrojamos en una bolsa de nylon. Yo tuve el honor de mezclar y sacar el papel con el nombre del elegido. Fue un momento tenso. Todos se miraban entre sí, y mantenían gestos de nerviosismo. Revolví con lentitud. Me tomé todo el tiempo del mundo. Una vez que presentí que ya era el momento metí la mano y saqué un papel doblado. Lo mantuve dentro del puño y miré el rostro de todos ellos.

— Cualquiera que sea el elegido quiero que sepa que tiene todo nuestro apoyo —dije mirándolos con mucha vehemencia.

Todos asintieron. Desdoblé el papel y leí para mí el nombre. Giuseppe. Luego lo dije en voz alta. Entonces todos miramos a Giuseppe. Endeble, cabizbajo y con un cierto temor que se notaba en el temblor de sus manos, Giuseppe terminó aceptando con un gesto de su cabeza. Él había sido el elegido por la fortuna para asesinar al profesor. Tanto ellos como yo sostuvimos por unos instantes la duda en el aire sobre si Giuseppe era el indicado, es que a veces la fortuna no es buena en elecciones y si él fallaba, el profesor caería en la cuenta de que deseaban matarlo. No había posibilidades de fallar, y debía ser pronto.

Entregué la pistola a Giuseppe manteniéndola por un instante aferrada a mi mano mientras él me miraba con ojos vidriosos que en el fondo atesoraban miedo. Por primera vez veía el miedo de un ser con profunda completitud.

— No temas.
— No lo haré —dijo él con un hilo de voz temblorosa.

Salimos del baño y cada uno se dirigió a su clase. Quedaba poco para terminar la jornada y un par de horas más para que el profesor se dirigiera al estacionamiento en busca de su automóvil. El lento transcurrir de los minutos movilizaba mi impaciencia. Asistí a la clase de Historia Medieval durante casi noventa minutos sin siquiera percatarme de lo que el profesor decía o hacía. Tras el último timbrazo me dirigí hacia el estacionamiento. Debía de cerciorarme con mis propios ojos que Giuseppe cumpliría a la perfección su objetivo. Descendí corriendo las escaleras del ala este y crucé por delante de los baños de mujeres. Unas pocas chicas entraban y salían del baño. Ninguna posó sus ojos en mí. En ese instante comprendí que estaba cometiendo un error. Iba camino al estacionamiento y alguien podía reconocerme si algo salía mal. De ahí en más tuve más sigilo. Atravesé la primera unidad de departamentos para alumnos residentes y acorté camino cruzando una de las plazoletas enclavadas dentro de uno de los pulmones verdes del campus. Finalmente llegué al estacionamiento. Aún permanecía abierto. No había rastros de Giuseppe ni del profesor. Di un paneo completo a todo el lugar y conté cuatro vehículos: un Ford Sierra, una cupé Chevrolet, una utilitario Renault Traffic y el Peugeot 504 del profesor. Aún estaba allí ¡¿Dónde estaba Giuseppe?! Con sumo cuidado y apoyando suavemente los pies al pisar comencé a inspeccionar el sitio en búsqueda de mi amigo. Pensé por un instante que ya habría asesinado al profesor y que tal vez lo estuviera metiendo en una bolsa o bien ya lo habría metido en el baúl de su automóvil. Pero era más un pensamiento lejano que una verdadera corazonada. Presentía a flor de piel que algo no andaba bien.

Tras unos minutos ya había inspeccionado todo el lugar. No quedaba rincón sin observar, ¡o tal vez sí!: el baño. Subí al tercer piso del estacionamiento y ubiqué la puerta del baño. Estaba cerrada. Me acerqué con cuidado y coloqué mi oído derecho sobre la puerta de metal. Escuché la voz de Giuseppe. Estaba allí, y seguramente con el profesor. Abrí la puerta y mi sorpresa fue terrorífica. Giuseppe estaba en el piso, tomándose con una mano el pecho, totalmente ensangrentado y hablando casi en susurros. Parado, frente a él, con la pistola que había yo conseguido estaba el profesor. Su mano temblaba mientras empuñaba el arma. Sus ojos nerviosos y perdidos estaban clavados en los labios de Giuseppe. Por un instante no se percató de mi presencia. Entonces Giuseppe volteó y me miró con sus ojos moribundos.

— Perdóname.

Esa fue la última frase que escuché de sus labios. A continuación inclinó suavemente la cabeza y murió. La muerte en personas que uno aprecia tiene un matiz demasiado trágico e inaceptable. Quise avanzar e ir en su ayuda, pero el revolver que el profesor blandía en su mano ahora apuntaba derecho a mi pecho. Me detuve en el acto. Ambos nos miramos y de mi parte pude observar en sus ojos el rastro de la incomprensión y la ira. Tuve miedo. Tal vez no tanto por mi vida sino por no saber cómo salir de aquel lío si el profesor no jalaba del gatillo.

— Te conozco —dijo el profesor mientras me seguía señalando con el arma y la movía de arriba hacia abajo. Te he tenido en mi clase ¿Estás también con él?, ¡mira como le ha ido! 

Asentí un par de veces con mi cabeza y me quedé en completo silencio.

— Anda, habla, ¿acaso ahora me dirás que tienes miedo?… ¡No tuvieron miedo para intentar asesinarme, ¿y ahora tienes miedo porque te apunto con una pistola?!

En el tono de su voz podía percibirse tensión y goce a la vez. Creo que disfrutaba del momento. Que la víctima se transforme en victimario es algo que seguramente genera mucha adrenalina. Eso me pareció percibir en los gestos y la mirada del profesor. Con la pistola señaló la escalera de servicio, pretendía que bajáramos por allí. Me incorporé en un instante y bajé por delante de él, con mis manos detrás de la nuca, en plena pose de rehén. En eso me había convertido en un instante. De haber planificado su ejecución a ser un vulgar rehén, miedoso, expectante a una detonación que volara mis sesos y esfumara mi corta vida para siempre. Giuseppe había fallado y lo pagó con su vida. No debía ser así. Deberíamos haber estado con él festejando, tomándonos una cerveza en alguno de los bares de enfrente de la universidad, riendo y comentando cómo había realizado el acto, de qué modo había perpetrado el asesinato. Sin embargo basta una milésima de segundo para que en el universo algo se trastoque y cambie vertiginosamente su rumbo, su destino. Fue justamente eso lo que había sucedido.

Al llegar a la planta baja solo quedaba el automóvil del profesor estacionado. El sol ya casi se ponía por completo y no se veía a nadie. Pensé rápidamente que había llegado el fin, que aquel hombre nervioso y movilizado jalaría el gatillo en cualquier instante, sin pensar, tan solo terminando todo de una buena vez. Pero no fue eso lo que pasó.

— Date la vuelta —ordenó el profesor con voz grave. Quiero que te arrodilles y me confieses todo ¿Acaso se han vuelto locos?, ¿por qué matarme a mí?, ¿qué les he hecho yo pobres infelices para que juzguen que mi vida no vale la pena seguir siendo vivida?

Mientras hablaba blandía la pistola al aire.

Mantuve mi silencio. No sabía qué decir, por dónde encarar la situación. Él se comportaba aún más furioso ante mi silencio. Gotas de sangre en su rostro y en su saco brillaban con los últimos rayos de sol que se colaban por los ventanales del estacionamiento. Sangre de Giuseppe, pensé. Sangre de un inocente.

— Cierto odio hacia su persona se ha cultivado con el paso del tiempo dentro de nosotros. No es por algo puntual, sino por un cúmulo de cosas. Cierto dejo de racismo en sus opiniones, el tono jocoso en sus respuestas, el modo de observar a nuestras compañeras de clases, la omnipotencia al momento de evaluar los exámenes y decidir con una mueca de sonrisa quién sigue y quien se queda. Difícilmente entienda ese odio, profesor. Pero nace, se acrecienta, y toma control de los seres humanos que formamos parte de su alumnado. Nos ha pasado con usted. A nosotros

— ¿Nosotros?, ¿quiénes son “nosotros”?…
— Los que hemos planeado su asesinato —respondí. Entonces se echó a reír. Guardó el arma en su cinturón y limpió las gotas de sangre de su rostro.
— ¡Pobre loco! 

 Loco. Sí, así me había llamado. Mis ojos se tornaron nubosos de las lágrimas que me brotaban por la rabia. Mis puños se cerraron con una fuerza descomunal. Mis dientes rechinaban de ira. Quería asesinarlo con mis propias manos. 

 — Mírate ¿Puedes verte? No eres más que un adolescente desquiciado. No tienes ni idea de quién soy, ni de mis ideales, ni de mis anhelos y deseos. Solo has confabulado una idea tenebrosa y macabra para asesinarme sin siquiera saber quién verdaderamente soy ¡Mírate!, ¡das lástima!

Quería saltar sobre él, quitarle la pistola y descargar todas las balas contra su rostro, contra su lengua, extirpando su cerebro y su corazón en unos pocos milisegundos. Pero un dolor inmenso, parecido a una quemadura de mil soles, invadió completamente mi hombro izquierdo. Era penetrante. El dolor me doblegó. Tomé mi hombro y me horroricé al ver sangre fluir de él. Estaba herido ¡¿Pero cómo?! Intenté reincorporarme pero no pude, caí nuevamente de rodillas al piso. El profesor sonreía burlonamente. Me miraba con desprecio, como si estuviese observando a una sucia larva arrastrarse por el piso del estacionamiento. No decía ni una palabra, pero sus ojos eran sumamente expresivos, y sus gestos aún más. Rogaba que ellos llegaran desde algún sitio y tomaran por sorpresa al profesor, que lo asesinaran delante de mí y lo dejaran desangrarse para así pagar por cada una de sus acciones, por la vida de Giuseppe. Sin embargo no aparecieron y una profunda desolación comenzó a recorrerme por todo el cuerpo. Sentí que cada vez tenía menos fuerza, una debilidad inexplicable comenzaba a poseerme por completo. La sangre seguía emanando de mi hombro en un hilo fino y persistente que dejaba caer grandes gotas en el suelo.

— ¿Estoy herido? — pregunté con el tono idiota de un ser que no podía explicarse lo que estaba viviendo.ç
— ¡Eres un completo idiota!, ¡un loco! 

Las palabras del profesor eran duras a mis oídos. Tomé mis últimas fuerzas y tras levantarme me eché a correr, sin rumbo, solo alejándome de allí. Choqué contra algunas paredes, tastabillé en los escalones de salida del estacionaminento. A mi paso iba dejando un reguero rojo oscuro, viscoso, de sangre inútil. Una vez fuera divisé la calle lindera al estacionamiento y detrás la universidad, con sus altos edificios, y la plazoleta con su arboleda. Tomé la dirección contraria. La fuerza de mi cuerpo estaba a punto de extinguirse. Finalmente, tras correr unos veinte o treinta metros en dirección a la calle trasera del estacionamiento, caí de bruces, lastimándome el rostro, sintiendo que ahora mi nariz también emanaba sangre y que ya no tenía ganas de más.

No sé cuánto tiempo estuve tirado ahí, tal vez minutos, tal vez horas, tal vez días. Me sobresalté cuando una mano se posó sobre mi cabeza y me asió por los pelos.

— Has fallado.
— ¡No, no he sido yo quién ha fallado! —balbuceé sin fuerzas.
— ¿Quién sino? —decía la voz— ¿Acaso hay otro más idiota que tú?, ¿alguien incapaz de matar a un profesor universitario? ¡No!, ¡no lo creemos!

Entonces me percaté que eran ellos quienes me hablaban, los que estaban a mi lado viendo cómo me desangraba y moría en agonía.

— ¿Me ayudarán? —supliqué.
— ¿Para qué?, ¿qué lograremos si te ayudamos? Ahora todos corremos peligro. El profesor está vivo, sabe de Giuseppe, sabe de ti, y probablemente sabrá de nosotros. Lo has echado todo a perder. No has sido capaz de disparar, ¡de mandar a la otra vida a ese mal nacido!
— No ha sido así… 

Y esas fueron las últimas palabras que mis oídos escucharon. 


 En septiembre de 1989, en el diario de una localidad del sur argentino, una noticia macabra se dejaba leer en un gran titular en primera plana. Un alumno de dicha universidad, de los últimos años, había intentado asesinar a su profesor. La noticia había conmocionado a todo el alumnado y al cuerpo de profesores, como así también a la población entera. No obstante no era ese el suceso principal sino el modo en que los hechos se desarrollaron. Tras la declaración testimonial del profesor se supo que el alumno hablaba con alguien y a su vez respondía como si ese “alguien” dialogara con él. El profesor comenta en su declaración que mientras el alumno lo apuntaba con un revólver gritaba y discutía, como si estuviera en un trance o momento de locura. En un momento dado el alumno se auto dispara, infligiéndose una herida profunda en su hombro izquierdo. Así mismo, la escena continúa con un diálogo que el profesor transcribe en su declaración, y posteriormente se da a la fuga cayendo mortalmente fulminado a pocos metros de donde sucedió el hecho. Las autoridades policiales, en pleno diálogo con médicos psiquiatras, han dado a conocer en un comunicado de prensa que el alumno padecía esquizofrenia indiferencial, y que dicha enfermedad lo había llevado a cometer el ilícito. Sus restos fueron enterrados en el cementerio local, sin familiares y sin amistades presentes. 


 — ¿Estás ahí? —dijo la voz.
— ¿Quién es?, ¿Quién me habla? 
— Somos nosotros… ¿o acaso pensabas que te dejaríamos solo?





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(Imagen obtenida de internet, desconozco autor)