viernes, 10 de mayo de 2013

Que los cumplas... Feliz...






Eran las doce de la noche cuando todos comenzaron a cantar Feliz Cumpleaños. Te lo cantaban a vos, pero no te dabas por aludido. Todos sonreían, aplaudían, cantaban fuerte hasta casi dolerle sus gargantas e irritarse sus manos. Y vos… vos nada. Solo pensabas en ella. En que la habías visto llegar acompañada por el hombre con el cual salía de vez en cuando, por el hombre que algunas noches la hacía suya; ese mismo con el cual te preguntabas ¿Por qué lo hace?, y jamás encontrabas una respuesta que llenara de completitud tú machismo.

Sin embargo, ella ahí estaba. Con un vestido negro al cuerpo, breteles finos, aros pequeños, un escote amplio que resaltaba su buen busto, ese mismo busto que tanto deseabas y que en realidad no te atrevías a confesar ¿Por qué? Solo tú sabes el porqué de tal represión.

Tras aminorarse la algarabía del cántico del Feliz Cumpleaños todos volvieron a beber y a comer. El alcohol corría libremente. Las miradas comenzaban a mezclarse con lascivia. Vos estabas ausente de ello, nada te tocaba, en realidad no te interesaba. Fue de repente que ella le habló al oído a su acompañante. Él, respondió con caballerosidad, y vos sentiste fuego en tus sienes. Ese mismo fuego que sienten los machistas, el fuego que carcome el cerebro desde dentro hacia afuera y te doblega haciéndote un hombre pequeñito, miserable, insignificante.

Entonces recordaste. Sí, recordaste. Un día frío, de comienzos de invierno, en la casa de veraneo, alejada de la ciudad. Tras llegar estacionaste el automóvil al costado de la casa y apenas bajaste te dirigiste al banco situado debajo de los álamos. Corriste las hojas amarillas y muertas con tu mano y te sentaste a contemplar la serranía. Era una tarde inmaculada. Sin embargo tu mente estaba inquieta: pensabas en ella.

Sí, en ella. La chica que escribe poemas y habla de Neruda, de Benedetti, de Girondo, inclusive de su fervoroso fanatismo por Wislawa Szymborska. Ella, la chica de contextura diminuta, que sonríe como una diosa intocable, la cual tiene labios finos y dulces como la miel, y esa mirada fría y penetrante, que siempre, desde el momento que la has conocido, ha horadado tu corazón. Esa misma mujer estaba en tus pensamientos, allí, justamente a tu lado, en aquella tarde invernal, en medio de la nada, haciéndote compañía, enamorando tus sentidos, exaltando todo aquello que siempre sostuviste como supremo y magnánimo, y a su vez clavándote puñales en las bases de tus principios: fidelidad, amor, respeto.

Esa misma mujer, estaba allí, en tu cumpleaños cuarenta y uno. Se paseaba entre los invitados, con su pelo recogido, su perfume característico, su nuca al descubierto. La veías pasar como un fantasma que por más materializado que estuviera era imposible que te comunicaras con él. Estallaste en mil pedazos cuando su acompañante volvió a hablarle al oído, a gesticular con gracia, a sonreírle, y ella… ella le respondía con una sonrisa, de esas, que tanto amabas, y que hacía tiempo ya no veías.

Subiste por las escaleras y te paraste en el segundo piso. Hiciste las señas correspondientes y paraste la música. El DJ frenó en seco atento a tu orden. Los invitados te observaban con una sonrisa a flor de labios, con sus copas en mano, con alcohol en su sangre, sin importarles sinceramente nada de ti, ni de tu actuación estelar. Fue entonces que levantaste tu copa y todos lo hicieron al unísono. Sonreían. Sonreías. Ella te observaba, con una sonrisa en sus labios y con sus ojos fríos cargados de recuerdos. Sí, sus ojos te recordaban y aunque no lo creas aún sentían dolor por ti.

Dijiste unas cuantas palabras alusivas a tu edad, a la vida, al amor, a los enamorados, al destino y al tiempo. Palabras que en algún punto ni vos te creías, pero las dijiste al fin. Entonces todos brindaron al aire, y a continuación todos aplaudieron. Menos vos. No, vos no. Solo te limitaste a poner tu mirada roma y a recordar el día que ella te beso en el parque. Ambos sentados en el suelo, hablando de las cosas bonitas que ha ambos les gustaban. Su mirada, esa que se enquistó en tu mente y se mantiene como una mina de la Segunda Guerra Mundial en tu corazón, esa misma mirada te perforaba ahora las pupilas y te tatuaba el alma. Y el beso. Encontrar sus labios finos, el sabor de su saliva, la sensación de la libido arremolinándose a lo largo de todo tu cuerpo, la explosión en tus sienes, el sudor en tus manos, la inconsciencia del momento que estabas viviendo y el reconocimiento auténtico de estar viviendo uno de los momentos más inolvidables de tu vida, esos, que serán parte del libro invisible de tu historia.

Cuando volviste, cuando fuiste de nuevo vos mismo, la fiesta continuaba y ella se marchaba con su compañero. Ahora la música era romántica y vos sentías desintegrarte. Eras un cometa chocando contra la atmósfera, destrozándote en mil pedazos, en millones de partículas. Te preguntaste: ¿cómo hiciste para meterte en mi ser?, y no podías responder, pues carecías de respuestas certeras, seguías siendo imperfecto antes una mujer tan perfecta.

La viste salir por la puerta mientras observabas la silueta de su cuerpo, ese mismo cuerpo que ella se había encargado de mostrarte en su desnudez total, una noche inesperada, en el cuarto de un hotel alojamiento. Dejaste caer la copa. Tus dedos cedieron. Tus piernas se aflojaron. Sentiste caer, pero no lo hiciste.

Varias horas después ya no quedaban invitados. Estabas solo. La casa desordenada, el aire proveniente del lago entraba a raudales por los grandes ventanales haciendo que las cortinas flotaran como muestras fantasmales. Los sirvientes te encontraron sentado en medio del salón, con tu camisa empapada en sudor, tu mirada catatónica observando hacia el lago, hacia la nada, en una mano una copa, y en la otra, un pañuelo, de esos que las mujeres usan en su cuello y perfuman con su piel como si con ello quisieran dejar su propia huella.


Así fue tu cumpleaños número cuarenta y uno.





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(Imagen http://goo.gl/WsOla)

lunes, 6 de mayo de 2013

Superhéroes





Reviso otra vez la pila de revistas y vuelvo a ordenarlas, con cierto aire nervioso, pues no puedo controlar mi fanatismo y mi torpeza en la acción. Las pares, las impares. Los números consecutivos. Las nuevas, las más viejas. Tengo muchos modos de acomodarlas, ordenarlas y desordenarlas al punto tal que yo me entiendo y reniego de mis modos, un tanto rebuscados, de ordenamiento. Mientras sigo en la tarea, en esa rutina diaria a la cual le dedico un tiempo cada día de mi vida, escucho el sonido del timbre: una pulsación, dos, tres. Imagino a una persona impaciente parada frente a la puerta de calle. Tal vez un anciano, o un cobrador de impuestos. Medito y sopeso las posibilidades que mi mente dispara como dardos: a un lado la estiba de revistas, al otro lado la puerta de calle, y tal vez alguien desconocido que pretende, sin saberlo, quitarme el tiempo que dedico a mi afición. Espero. Sigo esperando.

Como el timbre no vuelve a sonar vuelvo a la tarea de reordenamiento de mis revistas. Son todas de cómics. A muchas las conservo desde niño. Algunas están autografiadas por dibujantes excelsos. Otras por mi padre, o mi tío, cuando me las regalaban para ocasiones especiales, como mi cumpleaños o eventos importantes como al pasar de curso, o ayudar en alguna tarea de la casa. Esos regalos solían ser especiales. Siempre los esperaba. Sabía que mi padre o mi tío se aparecerían con algún número difícil de conseguir y me jactaría de tenerlo entre mis manos. He completado colecciones enteras gracias a ellos. Me es difícil, imposible diría, olvidar el esfuerzo puesto por ambos en la ubicación y adquisición de dichos ejemplares. Recuerdo a mi tío recorriendo casi medio país en busca del local comercial de un loco coleccionista que ofrecía por internet los primeros ejemplares de Nippur o D’artagnan.

— ¿Sabes?, hay un hombre, allá, en Santiago del Estero, que vende los primeros números de Nippur. Iré a ver si puedo conseguirlos, ¿quieres?…

Y mi cara desbordaba de felicidad y estallaba en una sonrisa plena y radiante.

Mi padre no se quedaba atrás. Solía viajar a Buenos Aires y se recorría todo San Telmo en busca de recovecos que pudieran alojar algún que otro ejemplar extraño que a mí podría interesarme, algo que él sabía yo no tenía en mis colecciones, o mejor aún, algún ejemplar autografiado por algún dibujante o guionista famoso de cómics. Tras su regreso dejaba sobre mi silla de ruedas un paquete forrado con papel madera, atado con hilo lonero, con una tarjeta que siempre rezaba lo mismo: Para mi amado hijo y su maravilloso mundo… Era lo más. Mi padre era lo más.

Tocan el timbre de nuevo y ahora me asomo a la ventana. Miro, y tras correr levemente la cortina observo al hombre parado frente a la puerta. Es el viejo Rufino Marcos. Siento un torrente de alegría que me recorre de la cintura hacia arriba. Me apresuro y voy a abrirle la puerta. En ese ínterin por mi cabeza corren muchos pensamientos: Querido Rufino Marcos ¡que excelente amigo eres!, ¡todos en algún punto de nuestra vida deseamos conocer y atrapar para sí un amigo como eres tú en la vida! Entonces abro, y ahí está Rufino Marcos, parado frente a mí, agachándose un poco, dándome un fuerte abrazo, preguntándome cómo me va, y diciéndome lo mucho que me ha extrañado desde el otro día que ha sido la última vez que nos hemos visto. Hay cierto aire de superhéroe en él, lo reconozco siempre; no obstante mis pensamientos se relajan y calman, mi lengua no articula, y una vez más solo digo: Hola, Don Marcos, y siento la presión del vacío a mi alrededor mostrarme sus fauces como si se tratase de un monstruo acechante en las sombras, mis sombras, capaz de intimidarme lo suficiente al momento de mi flojera expresiva, de mi falta de afecto espontáneo.

Rufino Marcos vuelve a pararse delante de mí, ahora me observa como esos amigos que hace años no se ven: con amplia sonrisa, ojos cargados de brillo, gesticulaciones rápidas y expresivas. Me siento la víctima rescatada justo a tiempo por el superhéroe. Lo hago pasar.

— Necesitaba hablar contigo —me dice— Es algo que he venido callando, sin poder hablar con nadie, pero necesitaba hablarlo con alguien y dejar de contenerlo y gritarlo en silencio. Te he elegido. Sabes que eres mi pequeño gran amigo…

Lo observo y no me lo creo. Rufino Marcos, el viejo que siempre está dándome consejos sobre la vida o de cómo tengo que manejarme en ella ahora está en el comedor de mi casa paterna, dialogando conmigo y comunicándome que necesita expresarse, y que para tal expresividad quiere que yo sea objeto receptivo. Siento cierto halago hacia mi persona por tal motivo.

Nos miramos, lo invito a tomar asiento en frente de mí.

— ¿De qué se trata?

— Se trata de la niña Hernández —dice el viejo.

La sorpresa casi me tira de la silla de ruedas. Observo como el viejo está nervioso, y enjuga el sudor de su frente en un pañuelo que ha sacado del saco.

— ¿Y qué hay con la niña Hernández? —pregunto con demasiada ingenuidad.

— Pasa… pasa que me he enamorado de ella.

Y el amor es así, pienso. Ahí, en frente mío, mi superhéroe ha caído a tierra, envuelto en su capa un tanto deshilachada, y lo veo mirarme como esos animales que están listos para el desguace, pidiendo clemencia de cualquier pensamiento aniquilador, extendiéndome una mano invisible que lo ayude a erguirse y a continuar con su misión en aras de la humanidad.

— Pero la niña Hernández tiene mi edad, Don Marcos. Usted bien podría ser su abuelo —digo con cierto aire de malicia mientras observo como las facciones del rostro del viejo se van resquebrajando y perdiendo elasticidad, hasta asimilarse a rápidos trazos de lápiz de la mano de un dibujante.

— Lo sé. No creas que no lo sé. Pero a pesar de que lo pienso, no puedo hacerle nada. Me siento profundamente enamorado.

El viejo cae sentado en la silla y toma su rostro entre sus manos. Atino a posar una de mis manos sobre su hombro, pero no puedo, siento que ese gesto lo haría sentirse un poco más miserable. Luego me mira y noto en su mirada la opaques de la tristeza y desazón. Necesito sacarlo de ese trance, reanimarlo, volverlo a la vida cotidiana en donde él siempre es mi superhéroe y está al pie del cañón ayudándome, cuidándome, aconsejándome y tratando de que mis días sean lo más soportables posible. Me rebano los sesos pensando y no encuentro una sola idea. Todas las ideas tienen una consecuencia dura. Claro que es algo lógico —me digo—, ¡pues mi anciano amigo se ha enamorado de una niña de mi edad!

— No piense —me salió decirle.

— No es fácil, hijo.

— Pues es fácil, tan solo no piense…

Rufino Marcos se acomodó en la silla, apoyó los codos sobre sus rodillas y puso su rostro muy cerca del mío.

— Ya te he dicho: no es fácil —dijo mirándome fijamente a los ojos y sosteniéndome la mirada—. He pensado mucho esta situación. Tanto que hasta he llorado por las noches en soledad. Quisiera que no hubiera sucedido, pero no ha sido así, sucedió...

Entonces recordé que mi padre solía decirme que a Rufino Marcos nunca se le había conocido una novia, ni una amante, nada. Soledad, mucha soledad, sí, esa parecía ser una constante en la vida de mi amigo.

— No te pido me salves, ya estoy condenado. Tampoco te pido me ayudes, pues de este tipo de cosas se sale solo a flote o te hundes para siempre. Solo quiero expresarme, contártelo todo, y que desde allí, desde tu sillita, me escuches y yo pueda volver a verme reflejado en el brillo de tus ojos. No es mucho lo que te pido creo…

No, no era mucho. Más bien era nada.

— Claro, aquí estoy, no me escaparé a ninguna parte —dije.

Rufino Marcos sonrío por lo bajo, casi con cierto aire de alivio y agradecimiento. Comenzó a narrarme una historia que sonaba increíble a mis oídos. Era una verdadera historia de amor. Un anciano enamorado platónicamente de una niña en pubertad. Lo escuché atentamente durante más de media hora, y luego otra hora casi completa insertando bocadillos y anécdotas que enriquecían lo monótonamente contado. Tras el último punto final sus labios se sellaron y sus ojos quedaron fijos en los míos, expectantes, esperando que yo dijese alguna palabra, alguna conclusión al respecto, o bien que me quitara el abrigo y desplegara mi capa de superhéroe para ir en su ayuda.

— Caminemos –le dije—, la tarde está preciosa.

Así lo hicimos. Asió las manijas de mi silla de rueda y caminamos rumbo al parque. Recorrimos gran parte del viaje en silencio. Cada tanto él me hablaba de algo que observaba, tal como pájaros, alguna rama de árbol caída, carteles de comercios recién abiertos o cerrados, inclusive de un párrafo de un poema de Neruda. Nada de su “tema”. Tras llegar eligió un banco en pleno pulmón del parque, desde el cual podían contemplarse claramente los álamos plateados, los pinos, y los fresnos enfilados hacia la costanera que da al río.

— Magnífica elección, Don Marcos.

Él solo asintió con una sonrisa y luego se desplomó en el banco. Yo, como siempre, sentado en mi silla a su lado.

— Si pudieras volar y miraras a la gente desde arriba encontrarías a muchos como yo —dijo. Para el amor no hay edad, hijo. Si surcaras los cielos encontrarías las cosas más alocadas por doquier. La gente enamorada es algo de lo más loco que puedes encontrar. Si pasaras caminando y me vieras sentado aquí tal vez te parecería un anciano normal, de esos que vienen a matar el tiempo en sus últimos años de vida en las plazas solitarias. O tal vez pensaras que me siento demasiado solo y la soledad del departamento donde pueda residir me ha asfixiado a punto tal que he salido a caminar y he venido a parar aquí. Sin embargo, si aguzas tu vista y tu percepción del mundo circundante, verás que la gente expresa mucho más que eso, y los enamorados somos demasiado expresivos. — De ese modo sería un superhéroe único, Don Marcos ¡Nunca se me había ocurrido! — Volar es metafórico. He querido hacerlo así para que te imagines observando al mundo distinto al resto. Puedes caminar y ver al mundo con otros ojos y salirte del común denominador. Puedes ayudar, salvar, socorrer, entender, comprender, abrazar, dar una mano, sonreír, y muchas cosas más si logras comprender el mundo que te rodea y las personas que se mueven dentro de él. En parte, gran parte, esos sería un superhéroe único, jamás visto, que no se luce con musculatura fenomenal, ni capa multicolor, ni visión de rayos X. No, serías un superhéroe encubierto, capaz de aparecer de la nada como lo hace un superhéroe y minimizar a esos villanos invisibles que afligen a los seres humanos y los toman como víctimas: amor, desamor, pérdidas, lágrimas, etc, etc, etc. Créeme, el mundo necesita de superhéroes así.

Nos mantuvimos en silencio un buen rato. Hojas amarillentas de los fresnos caían cada tanto tapizando el verde del césped. A lo lejos sonaba el trinar de pájaros y el chirrido ensordecedor de loritas salvajes. Tan solo cerrando los ojos y escuchando aquel mundo que nos cobijaba parecía que la vida daba señales claras y fuertes de lo maravilloso que era transitarla. Miré a Rufino Marcos de soslayo. Estaba meditabundo, ensimismado en sus mundos interiores, tal vez pensando en la niña de la cual se había enamorado, sopesando la ridícula e inexplicable situación que a su edad le tocaba vivir. Sin embargo él no claudicaba. De algún modo le agradecía a la vida sentirse enamorado aun sabiendo que su amor era prohibido, era algo en contramano, que tan solo entendía su corazón enamorado pero no la lógica humana. El corazón no entiende de lógicas, eso me hubiera respondido de poder leerme los pensamientos. Así, en un mutismo sublime, nos mantuvimos un rato más hasta que decidimos regresar.

El camino de regreso fue más largo y silencioso que el de ida. El anciano caminaba con el mismo ensombrecimiento que había adquirido en el último momento que transcurrió en la plaza. Me di cuenta que él necesitaba de un superhéroe, y ahí estaba yo…

— ¿Puede detenerse un instante, Don Marcos?

Tras detenernos el anciano dio la vuelta, se puso en cuclillas y tomándose de las barandas de mi silla me contempló.

— Dime, ¿qué pasa?

— Yo también estoy enamorado de esa niña… —dije sin vacilar. No de ahora, sino de hace un par de años, más precisamente desde que la vi por primera vez. Sin embargo nunca supe verdaderamente lo que es el amor hasta recién, hasta verlo en sus ojos, en el tono de su voz, en el modo en que hablaba de ella ¿Será que el amor es distinto para cada persona? No lo sé, Don Marcos. Puedo decirle que yo a ella la amo a mi modo. Al modo de un niño tal vez. Pero tiene el mismo filamento duro e imposible de cortar que el amor que usted siente por ella. Lo curioso es que tal vez ella nunca se entere del amor que le profesamos. También estoy aprendiendo eso. Se puede amar en silencio y así jamás ser escuchado.

Entonces se paró, friccionó enérgicamente sus rodillas, y me esbozó una sonrisa.

— La vejez, niño…

Ya recompuesto observó hacia los cuatro puntos cardinales y tomó una honda bocanada de aire puro y fresco. Volvió a acuclillarse frente mío, y entonces me habló como lo haría un superhéroe cuando rescata a una víctima y la deja sana y salva:

— En el amor no hay héroes. En algún momento todos sucumbimos y sufrimos, todos hacemos daño de una u otra manera, es como un juego de ruleta rusa el cual se escapa a la comprensión y se basa mucho en cierto azar. Podemos tomar el rol heroico e intentar salvar un amor, pero el mismo sentimiento, tras verse sorprendido por el acto, tarde o temprano nos hará pagar. O podemos callar un amor, como lo hago yo, y en ese ahogo convertirnos en un antihéroe. Amar es cosa de valientes, niño. Los cobardes no aman. Tú eres valiente. Dile entonces a esa niña cuánto la quieres… ¡No lo calles!

— Entonces, ¿usted porque calla?

— Callo porque mi amor por ella es un amor distinto al tuyo. Mi amor por ella es un amor platónico e idílico a mi edad. Peco por soñador. En cambio tu amor, es un amor de semilla que se echa y enseguida brota, deja crecer una raíz que tomará vigor y fuerza, que permitirá hacerlo crecer bien aferrado, y si el tiempo y la vida lo permiten grabarán en los corazones de ambos parte de la historia de sus vidas ¿Ves? No se necesita volar. No se necesitan músculos. No se necesita una capa multicolor para ser un superhéroe, que luche por el bien, por la vida, y por el prójimo, y por lo que quiere. Si amas, niño, serás un superhéroe con muchos poderes, créeme.



Han pasado muchos años desde entonces. Estuve casado durante seis años, conocí a muchas mujeres, amé y me amaron. Sobre los estantes de un armario en una de las habitaciones tengo cientos de ejemplares de revistas de comics: Nippur, D’artagnan, Dago, Wolf, Súperman, El Hombre Araña, y así unas decenas de superhéroes extraordinarios que llenaron mis días de niñez y adolescencia con sueños vívidos de superación y heroísmo, con historias atrapantes cargadas de tonalidades rebosantes de experiencias de vida. Me aferré a ellos, desde muy niño. Y ahora descansan apilados entre miles de páginas que ya ni siquiera hojeo de vez en cuando. Sin embargo siempre recuerdo a Rufino Marcos y sus consejos. A Rufino Marcos y sus miradas.

El día que falleció me lo comentó mi padre. Yo estaba en mi habitación y vi entrar a mi padre con aire abatido. Se sentó al borde de la cama, colocó su mentón entre sus manos y me miró con ojos tristes y lánguidos.

— Rufino Marcos ha muerto.

Esa tarde pasé todo el tiempo acomodando mis revistas de comics en el armario y en la biblioteca de la casa. En silencio, sin hablar con nadie. Escuchaba la radio a lo lejos, veía con el rabillo del ojo a mi padre sentado en el sofá tomando mate y escuchando tangos, con la mirada perdida en la ventana, observando la nada, sopesando la pérdida. Yo pensaba en mi amigo fallecido, en el amor que jamás se había atrevido a confesar a nadie por aquella niña y en las innumerables veces que se había comportado como un superhéroe conmigo. Ese recuerdo aún hoy invade mi memoria por momentos. Me veo a mí mismo en la soledad de la habitación moviendo la silla de ruedas de acá para allá, acomodando revistas, sufriendo por uno de mis superhéroes caídos en su ardua batalla en pos de mi salvación.





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 (Imagen tomada desde la web)