martes, 8 de enero de 2013

Sanguíneo





Se me hace difícil no pensar en aquel día, que tras levantarme y abrir las ventanas de la casa, observé cómo aún la pintura roja chorreaba por paredes y aberturas, formando en el piso un gran charco que se asemejaba a una escena sangrienta de la época de los gánsteres norteamericanos. La abertura en forma de “O” de mi boca ganó primero al grito y al pensamiento. Todo era una mezcla de horror, falta de entendimiento y bronca ¿Acaso existían personas tan malvadas que pudieran acometer semejantes actos de vandalismo? Seguramente que sí, pues lo estaba presenciando en mi propia casa.

Tiraron la pintura a baldazos sobre ventanas, puerta principal y parte de las paredes del frente de la casa. Un rojo chillón, que a la luz del sol parecía sangre fresca, recién extraída de venas desbordantes de un flujo sanguíneo espeso y cargado de vida. Tras observar las grandes manchas me hice a la idea que había sido varios litros, que deberían haberlos transportado entre varias personas, o en algún vehículo, luego haber abierto las latas y con mucha saña haberlas arrojado contra la casa. Ahí se cierra mi pensamiento reflexivo, pues mi mente se niega a un análisis con mayor profundidad por lo acontecido ¿Acaso mi familia y yo podríamos haber sido tan malos vecinos en tan solo un par de meses viviendo en el vecindario? No lo creo. Ni siquiera conocíamos a nadie.

De haber intuido algo así jamás hubiéramos emprendido semejante odisea: vender una casa que había pertenecido por dos generaciones a mi familia, haber ubicado una pequeña ciudad para vivir más tranquilos y haber gastado cientos de pesos para lograr una exitosa mudanza, en donde los muebles no sufrieran raspaduras ni golpes, y todo llegara en tiempo y en forma al nuevo hogar. Sin lugar a dudas mi intuición no funcionaba. La de mi esposa tampoco.

Al salir fuera de la casa pude observar que la pintura estaba ya casi seca. Ni siquiera el rocío de la noche estival había logrado mantenerla húmeda, viva. El daño se había cometido con precisión y alta efectividad. Tuve la explosión nerviosa de putear y maldecir, pero la contuve. Mantuve presionada firmemente la mandíbula, cerré los puños y dejé que los ojos se me abnegaran de lágrimas, a punto tal de volver mi visión borrosa por completo. El sol esa mañana salía magníficamente sobre el horizonte. Era un día precioso a pesar de todo. A pesar de la pintura, del mamarracho que mostraba la casa en su fachada, de la furia interna que yo contenía, del acto irrespetuoso de algún loco mal nacido. Pensé. Me tomé unos segundos, minutos, y pensé. Mi esposa aún dormía y yo estaba parado como un abatido incoherente en medio de la vereda… ¿Qué hacer? No lo sabía. No quería asustarla, ni quería que al despertar y ver aquella escena tuviera un ataque de nervios o algo semejante. Sin embargo dejé de preocuparme por ello y me enfoqué en encontrar al autor del hecho ¿Quién podría odiarnos tanto en tan poco tiempo?, y por sobre todo ¿por qué?, ¿cuál era el motivo de semejante odio? Risueñamente solté una carcajada, tras pensar que el color rojo le iba bien contrastante a la fachada, que era de un color rosa pálido el cual mi esposa había elegido y a mí jamás me había gustado.

Ingresé a la casa, pasé por la cocina, subí a las habitaciones y me cercioré si mi familia dormía. Lo hacían serenamente. Eran las 8:30 hs de la mañana de un día domingo cualquiera. Nadie en la calle, nadie en los alrededores de las casas vecinas, nadie despierto dentro de mi casa, solo yo conteniendo aquella escena. Lentamente la bronca fue exudándose de mi cuerpo para dar paso a una sensación de herida. Jamás había tenido enemigos en mi vida. Había sido el hombre más pacífico en toda reunión social, conjunto laboral o grupo de estudio. Pero ahora estaba claro que alguien quería herirme y lo había logrado. Alguien se había propuesto ser mi enemigo, urdiendo un plan simple con un amplio y doloroso alcance. Me senté en un taburete en la cocina y observaba desde allí como el sol de la mañana se colaba por las ventanas del frente de la casa. La luz solar proyectada sobre la pintura roja reflejaba en las paredes blancas del interior dando una sensación de color rosa virtual que lentamente iba ganando las paredes internas. El color parecía seguir creciendo y engulléndose la casa. Era horrible.

Alguien había hecho una buena inversión para dañarnos. Parecía pintura de buena calidad, un esmalte sintético caro, comprado con mucho dinero. Nuestro enemigo no se las andaba con chiquitas. Me asaltó de repente la idea que podían ser niños, o adolescentes que estando borrachos tras salir del boliche bailable habían detenido una camioneta, intentaron hacer alguna especie de grafiti y ante sus inexpresivas manos temblorosas por el alcohol terminaron arrojando los baldes de pintura contra nuestra casa, invadidos por la ira de no poder desarrollar su arte… ¿Arte?... ¡Salvajismo!, ¡Vandalismo! Sí, esas serían las palabras correctas. Me sorprendí a mí mismo teniendo la lengua aprisionada contra el paladar, manteniendo la respiración corta, con los ojos fijos aún en el brillo de los rayos de sol reflejándose en la pintura. No estaba abstraído, no… solo estaba intentando no llorar.

Analicé el hecho desde varias perspectivas, pero siempre terminaba en una palabra que era sinónimo de violencia o enemigo. Por instantes me venían oleadas de deseo de volverme a la gran ciudad, al departamento de donde habíamos salido, y comportarnos nuevamente como cucarachas deseosas de sol, mimetizadas con el vaivén armónico y ensordecedor del tránsito de las grandes urbes, en donde el tiempo pasa sin que te des cuenta y las vidas se consumen como si fueran aros de humo salidos de una pipa. Mientras me mantenía sumergido en estos pensamientos sentí ruido en las habitaciones. Alguien se levantaba. Debía de pensar rápido, de preparar unas palabras certeras y rápidas para prevenir un mal peor ¿Pero qué palabras serían esas que aplacarían un momento de sugestión y angustia aplastante en el corazón y sistema nervioso de mis seres queridos? Por más que las pensé no las pude hallar. Mi mente estaba tan abotargada como mi lengua y mi razonamiento. Finalmente sentí los pasos de mi esposa descendiendo por la escalera, sus pantuflas asomando, su pijama, sus piernas, su cuerpo entero, y finalmente su rostro sonriente como en cada mañana de domingo al levantarse.

— ¿Qué pasa, cariño? —preguntó mi esposa.

Intenté sonreír pero lo debo haber hecho horriblemente mal. En sus ojos noté su análisis metódico, sigiloso, del cual rara vez he escapado. No podía mentirle. Debía decirle la verdad ante un hecho que apenas ella abriera la puerta de calle encontraría frente a sus narices. Sin embargo, tuve unos segundos para generar millones de frases en mi cabeza. La gran mayoría sin coherencia, sin tacto, cargadas de verbos duros como se los escuchase.

—Tenemos enemigos —dije.

— ¿Qué dices? — Digo, cariño, que tenemos enemigos…

— ¿De qué hablas?, ¿acaso has tenido una mala noche o pesadillas?

—No amor, digo que tenemos enemigos en el vecindario. Alguien no nos quiere. Alguien pretende amedrentarnos o hacernos sentir temor.

— ¡Mira! —Dijo ella levantándome la voz— si no hablas con coherencia y te enfocas terminaré pensando que esta mañana de domingo te has levantado un poco loco o que has bebido de madrugada. 

—Ven —dije, y la tomé de la mano. 

Crucé toda la cocina y el living con mi esposa tomado de la mano. Ella no pronunció ninguna palabra ni quiso soltarse. Tan solo se dejaba llevar. Mientras caminaba pensé que me dirigía al epicentro de un terrible holocausto, en el cual una víctima más estaba a punto de sucumbir ante la visión espantosa del mismo. Sentí como mis manos sudaban. El nerviosismo me traspasaba de lado a lado. Al llegar a la puerta tomé firmemente el picaporte, lo giré y abrí la puerta. La luz solar nos dio de golpe en las retinas encegueciéndonos por un instante. Di un paso largo y ayudé a mi esposa a dar el suyo. Ya estando en la vereda la miré y le dije: “Mira”. Entonces sus ojos se clavaron en la pintura, en las manchas, en aquel trabajo chapucero, pero ahí quedó todo. Instantáneamente su rostro esbozó una sonrisa que aún hoy me descoloca cada vez que recuerdo como las comisuras de sus labios se arquearon.

—Cariño, lo has descubierto… —dijo ella con tono de voz suave y relajada.

Mi asombro era mayúsculo.

—¡Claro!, ¡¿a ti no te sorprende y horroriza esto?!, ¡mira nuestra casa como ha quedado!, ¡mira el acto de salvajismo de nuestros vecinos!

Sentía como las venas fluían sangre caliente por dentro de mi cuerpo. Sin embargo no podía entender cómo mi esposa podía sonreír, ni mucho menos comprender el porqué de su no asombro.

—Han sido nuestros hijos… anoche… tras volver de su despedida de año… —dijo ella lo más campante.

No podía creer lo que estaba escuchando. Mis propios hijos, los mismos que dormían en las habitaciones de arriba tan plácidamente, había arrojado litros y litros de pintura sobre el frente de nuestra casa ¿Acaso estaba viviendo una terrible pesadilla?, ¿cuándo se había vuelto tan loco el mundo que yo mismo estaba habitando?

—Dime que no es cierto —dije encolerizado.

—Lo es cariño —respondió mi esposa con su cara sonrojada y muy nerviosa. —Verás, anoche escuché que llegaron en sus automóviles con sus amigos y novias y todos reían y gritaban. Tú dormías. No quise despertarte pues había reconocido la voz de nuestros hijos. Asomada a la ventana quise callarlos, pero no lo logré. Entonces sus novias bajaron tachos de pintura, los destaparon, y corrían a nuestros hijos con ellos, intentando echárselos encima. Probaron varias veces, pero ninguna acertó. Sí a las aberturas y a las paredes.

En ese momento ya no pensaba en claro. Observaba a mi esposa con sus pantuflas y pijama hablarme semejante cosa y me negaba a comprenderla. Volví a sentir la necesidad de evadirme y de pensar en que nuevamente quería ser una cucaracha de ciudad. Cualquier psiquiatra o psicólogo diría que aquella escena era algo completamente inaudito, o tal vez algo para un caso digno de estudio, principalmente el modo en que mi esposa me comunicaba semejante locura. Ahora quería llorar. Llorar con ganas. Me sentí por un momento completamente infeliz. Contemplé la fachada de la casa, el brillo de la pintura roja, los efectos que la misma había dejado sobre paredes y aberturas, y me alivié de no tener enemigos. Sí, eso. Al menos sentí que eso era un alivio. Nadie quiere tener enemigos en su vida, ¿cierto? Esa fue la primera vez en mi vida que me sentí completamente abatido. Nunca había sentido una sensación tal. Mi esposa palmeó mis hombros un par de veces y se dirigió a la cocina, en busca de su desayuno de domingo. Yo, me senté en la vereda, apoyando la espalda contra la ahora roja pared aun levemente humedecida, manchando mi pijama, sintiendo cómo también aquella mancha se empezaba a compenetrar conmigo, reptando a través de la espalda, intentando mimetizarse con mi piel, hasta, si lo lograba, ingresar por completo a mi flujo sanguíneo y tomarme por completo, hacerme su prisionero, para después esperar el momento oportuno y terminar eficazmente de darme el golpe de gracia final.



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(Imagen: http://goo.gl/W3mwi)

viernes, 4 de enero de 2013

La hora de la siesta





Sonó el timbre. Dejé que sonara. En realidad no tenía ánimo para levantarme de la cama y ver quién era. Fue uno de esos momentos en los cuales se desea ser invisible, o simplemente no existir. Volvió a sonar unas cuantas veces más. Finalmente, haciendo uso de las últimas fuerzas que la tarde agobiante me había dejado, decidí ver quién era. Con cuidado de no tocar la puerta y hacer ruido, sosegando la respiración, conteniendo cualquier movimiento desencajado de mi cuerpo con tal de que el visitante no se percatara de vida en el interior del departamento, observé por la mirilla…

Reconocí su silueta al instante. Pálida y borrosa. Características inequívocas de ella por más que la viera bajo un sol resplandeciente. Dudé. Dudé de nuevo ¡Se sentía tan bien la soledad a aquella hora de la siesta! Sin embargo un impulso sin sentido me hizo tomar el picaporte, girar dos vueltas la llave y abrir la puerta, exponiéndome a la mirada sorprendida de la mujer que había lacerado, con saña, un tiempo atrás, mi débil y abatido corazón.

— Pasa -dije con desgano.

Entonces entró.

— ¿Estabas durmiendo?
— No. Bah, en realidad intentaba hacerlo. Pero no. No dormía. Tal vez dormitaba… no lo sé…

Me miró confundida. Supongo que mi ambivalencia la descolocó. No me importaba. Tampoco quería darle más explicaciones. El calor seguía sofocante.

— ¿Puedo quedarme?
— No creo que sea buena idea -respondí sin mirarla.
— ¿Sigues dolido?

No respondí.

Caminé unos pasos y me arrojé nuevamente al placer de la cama. No me interesaba qué haría ella. Por mí podía tomar la llave, abrir la puerta, y largarse. Después que a un hombre el corazón se le rompe ya no hay retorno posible. Es como una tundra helada, en donde la vastedad y la desolación rápidamente llevan a pensar la no existencia de vida alguna. La devastación era total y compleja. Si se buscaba minuciosamente dentro de mi corazón tal vez se pudieran encontrar vestigios de vida, pero no era algo seguro. Podía suceder que hubiera más vida en la Luna.

Sentí que caminaba por la habitación. Conocía ese modo de caminar. Lo había padecido muchas veces después de discusiones o momentos de ansiedad. El sonido de los pasos suele hablar. Es un modo que el cuerpo humano tiene de emitir señales, vibraciones, sobre su estado de ánimo. Seguí con los ojos cerrados. Sin tiempo, sin mundos.

Se recostó a mi lado. Se había quitado el pantalón de jeans, los zapatos rojos de tacones altos, dejándose puesto tan solo una remera corta y la lencería. El calor seguía agobiante, asfixiante. Las paletas del ventilador giraban sin descanso, a mucha velocidad, sin cumplir su función en absoluto. Sentir su cuerpo a mi lado me dio un fugaz escalofrío. Sin embargo no la miré en ese momento. No deseaba por nada del mundo que ella observara que aún podía despertar algo en mí.

— ¿Escuchas la música? —dijo ella.

Sí. Sonaba una música no muy lejana. Seguramente proveniente de algún departamento de estudiantes, o del dormitorio de unos jóvenes amantes. En aquel viejo edificio proliferaba la gente joven, los estudiantes, y los vendedores ambulantes, que se agrupaban entre varios para alquilar departamento. Tal vez yo era uno de los pocos adultos que lo habitaban. Traté de identificar la música, pero había imperfecciones en la interpretación.

— ¿Reconoces quién es? —dije.
— Sí, creo que sí…

Pero solo se limitó a decir eso.

— Parece un cover. No es original.
— Sí, es un cover. Un bonito cover. —acoté.

Había algo en esa canción que me relajó por completo. Como si su melodía lograra lentamente traspasar mi piel y relajar la tensión de toda mi musculatura. Nos quedamos en silencio escuchándola. Inmediatamente me vino a la mente el recuerdo vívido de una tarde en Alexanderplatz, en la cual ella y yo caminábamos con displicencia, mirándonos de reojo, charlando sobre cosas vulgares y permitiéndonos esos instantes fugaces de coqueteo apresurado que no son más que señales fugaces de un sentimiento reprimido que está a punto de estallar. Me vi joven, presuroso, desbordado por la sensación que esa chica de baja estatura y pelo rizado causaba en todo mi ser. El recuerdo se sentía bien. La música le iba bien.

De repente la canción terminó y ya no se oyó sonido alguno. Fue como si de repente todos los sonidos del universo se silenciaran al unísono. Solo podía oírse la respiración acompasada de ambos, el sonido de los automóviles transitando por la calle, y cada tanto el ulular de un automóvil de policía o una ambulancia. La ciudad seguía su ritmo. El mundo seguía girando. Sin embargo ella y yo nos manteníamos estancados, con los ojos fijos en el cielorraso, sin decirnos una palabra, sin emitir un sonido, sin siquiera mover un músculo, tan solo nos manteníamos expectantes, a la caza de algún error del otro que diera el puntapié inicial para un motivo de charla, o al menos de un intercambio de palabras vacías.

Volví al recuerdo de la tarde en Alexanderplatz. Me mantuve en él otro rato. Lo saboreaba lentamente. Tenía la sensación que de ese modo, aunque pareciera todo lo contrario, mi decepción por esa mujer que ahora se recostaba a mi lado se terminaría diluyendo de un modo menos dramático. Al cabo de unos instantes creía estar en lo cierto. El calor del día aún seguía agobiante y el ventilador no dejaba de girar, oscilando de vez en cuando y emitiendo su característico sonido ya casi imperceptible a mis oídos. Deseé nuevamente estar solo. Pero no podía. Ella seguía allí, a mi lado, estática. Sin poder sostener la situación me volteé de lado y la contemplé. Se veía magnífica. La recorrí lentamente con la mirada observando su silueta, cada punto que yo mismo había explorado durante varios años. Sentí, instantáneamente, que observaba un cuerpo que ya me era ajeno. Las separaciones tienen esos resabios amargos de los cuales es imposible escapar. El tiempo continuaba con su paso lánguido. Observé de reojo las manecillas del reloj pared que estaba detrás de su silueta: el tic-tac se había vuelto ensordecedor.

Me quedé inmóvil largo rato. Seguía recostado de lado, observándola, sin mover un músculo, sino tan solo mis ojos. Su respiración se había relajado, la comisura de los labios cada tanto reflejaba el movimiento de un nervio o diminuto músculo. Me pregunté, ¿dónde divagará tu mente? No es que quisiera saberlo, solo era una curiosidad que había aflorado de repente, y que en un instante se había acrecentado como una gigantesca bola de nieve.

Pensé: estoy atrapado en el fondo del mar.

— Si supiera que existe un modo, aunque sea doloroso para mí, que te ayude a olvidarme te juro que haría todo por buscarlo y ponerlo en práctica. Pero no lo sé. Y no creas que no me duele verte así.
— No es tu culpa —dije yo.
— Lo es.
— Nadie es culpable de dejar de amar. Sí de no ser sincero y decirlo.
— Es que esa es la parte difícil, ¿no crees? —respondió abriendo los ojos y esbozando una sonrisa nerviosa.

Pensé: sigo atrapado en el fondo del mar.



Al cabo de una hora el calor fue cediendo, el sol comenzaba a bajar y el bullicio callejero se acrecentaba: todo el mundo corría presuroso a sus hogares. Habíamos dormitado un rato, seducidos por la tarde calurosa, y la tibieza del aire que arrojaba el ventilador. Me dije que había perdido una tarde más de mi vida. Una de tantas. Ella despertó suavemente y al abrir sus ojos me miró como hacía tiempo no lo hacía. Recordé esa mirada como una señal de necesidad de mi persona. Cuando solía mirarme de ese modo casi siempre le seguía un abrazo, un beso, o un susurro al oído con bonitas palabras cargadas de sentimientos hacia mí. Esta vez no hubo nada de eso. Solo un sueño:

Acabo de soñar algo horrible —dijo. Estaba en una habitación similar a esta, a la hora de la siesta también, y de repente todo se oscureció. Era una oscuridad pegajosa, impenetrable. Yo sabía que estaba allí porque podía palparme, pero no podía ver nada. En principio pensé en que había quedado ciega. Pero no. No podía ser quedarme ciega así, de repente, mientras hacía un instante veia cómo el sol incandescente calentaba la tierra. Quise levantarme de la cama pero no pude. Quería gritar, pedir auxilio, pero tampoco podía. Me sentí aterrada, impotente. Deseé morir para no estar en aquella oscuridad. Sin embargo tuve un pensamiento. Me dije a mí misma si el desear la muerte en aquel momento no sería como invocar a una oscuridad de ese tipo pero de modo perpetuo. Comprendí que sería peor la muerte que soportar esa oscuridad. Debes estar soñando, me dije. En realidad no lo sabía. Solo quería que fuera un sueño. Huir. Salir de esa situación tan trágica y horrible. Entonces, como así, de la nada, se abrió una puerta, pude escuchar el sonido, y unos pasos acercándose, el colchón hundiéndose a mi lado, y un par de manos tomarme por los hombros de manera suave. Reconocí el tacto. Eran tus manos. Pero no solo no veía nada, sino que tampoco escuchaba tu voz. Comenzabas a zamarrearme con violencia desde mis hombros, bajando hacia los brazos. Grité. Grité fuerte. Estaba horrorizada. No podía creer que no me escucharas. Mencionaba tu nombre, pero nada. Entonces te detuviste de repente. Otra vez los pasos, y el sonido de la puerta cerrarse. Lentamente la oscuridad fue convirtiéndose como en una tiniebla, dándole paso a una tenue claridad. Finalmente la luz solar comenzó a invadirlo todo y llenó la habitación por completo. Y te vi. Estabas sentado en una silla al lado de la ventana, fumando. Mirabas hacia la plaza de Alexanderplatz, más precisamente concentrado en la fuente de Neptuno. Parecías tan calmado, tan relajado, como si todo lo que había acontecido a ti no te hubiera tocado. Entonces tampoco pude moverme. Observé el reloj, eran las cuatro de la tarde. De repente, te levantaste de la silla, arrojaste el cigarrillo y saltaste al vacío. Salté de la cama no sé cómo. Y al llegar a la ventana solo observé el fluir del agua de la fuente de la plaza y nada más.

— “Live and let die” —dije.
— ¿Qué has dicho?
— “Live and let die”, esa era la canción del cover.

En ese instante ella se vistió presurosa, tomó su cartera, las llaves, abrió la puerta y cuando se disponía a cerrarla se detuvo. Quedó por un instante parada bajo el marco, y tras darse vuelta arrojó las llaves al piso de la habitación.

— Vive tú… yo morí hace un tiempo ya...

Esas fueron las últimas palabras que escuché de su boca. Solo una vez, después de varios años volví a cruzarme con ella. No me vio. Ella tomaba un café con un hombre bien parecido en un bar de la plaza Alexanderplatz. Los observé mientras estaba yo sentado al lado de la fuente, contemplando al viejo Neptuno, una tarde de agosto, a la hora de la siesta.




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(Imagen: pintura de  Michal Lukasiewicz )