domingo, 27 de diciembre de 2009

El otro


Casi sin pensarlo y ni siquiera dando lugar a la duda decidí ser otro. Nunca había estado en ese pueblo perdido en el mapa, era la primera vez que mis ojos veían sus casas recortadas sobre el horizonte y mis pies pisaban sus calles llenas de guadal y baches. En la nada, ahí donde todo parece perderse y a la vez encontrarse, estaba yo, sumergido, siendo otro. Duró pocos días lo sucedido. Menos que los dedos de una mano pero los suficientes para experimentar esa espléndida y rara sensación de convertirse en alguien que jamás pensé ser. Caminar por una calle sintiéndote un extraño es una sensación placentera y hasta intrigante que se deslizaba por mi interior como un cosquilleo al cual no podía resistirme a sentir. Nadie me conocía y a cada lugar que iba daba un nombre distinto, una profesión distinta y hasta un estado civil diferente. Si hasta yo me lo creía. Sentía, justo en el instante de la mentira, que lo que mis labios pronunciaban sobre mi persona era la pura realidad, que yo era quien decía ser, que no había ningún tipo de objeción al respecto. Yo era otro, no era el yo de siempre.

Por esos días el ser otro yo trajo algo más consigo: nuevas sensaciones. Ver todo de un modo diferente alrededor y sentir que cada cosa que uno toca o cada acto que se realiza es nuevo se vuelve una atracción casi irresistible. Aprendí a sentirme médico cirujano, a ser un limpiador de vidrios de edificios, a ser un jubilado por invalidez (algo que cuando lo mencionaba me miraban con cierta sospecha), y algún que otro oficio más. Cada día me hospedaba en distintas pensiones. Cuando me preguntaban quién era yo elegía al azar quien yo quería ser en ese preciso instante. Era como entrar dentro de un placar por la mañana apenas uno se levanta y tomar una camisa sin siquiera pensar cuál será su color o motivo. Imprevisto, espontáneo, distinto, desconocido, todo era así.

Una de las madrugadas conocí a una mujer dentro de un bar. Muy sensual, muy atractiva, de bonitos pechos. No paramos de mirarnos durante un rato largo, y con ese lenguaje de señas invisible que genera la libido terminamos finalmente acostándonos en un hotel alojamiento. El sexo anónimo suele ser liberador pero a la vez te hace presa del miedo. Una sensación de esclavitud y sumisión corre por las venas tras el coito. El sentimiento de culpa por la imposibilidad de sentimientos suele ser una daga filosa que corta, fina y delicadamente, nuestra conciencia en los momentos de quietud. El sexo fue genial. Esa mujer desconocida lo hacía de maravillas. Me brindaba la sumisión justa para florecer e intensificar mi machismo en la oscuridad. Y yo era otro, justo en ese momento era otro, y seguramente ella también era otra. Ambos parecíamos dos islas abandonadas en medio de un inmenso mar con la urgente necesidad de acercamiento y evasión de la soledad. La noche murió al amanecer y aquella mujer y yo volvimos a transformarnos nuevamente. Salí del hotel sintiéndome vacío, ese mismo vacío que hiela. Los hombres vacíos no pueden sentir, y seguramente eso ayudaba en mi metamorfosis de identidad.

La decisión de ser otro nació como una necesidad primaria, básica, invisible. No fue planeado. Mientras era otro pensé si otros habrían decidido también ser otros. Tal vez yo era el único, como si fuese un inmortal caminando de aquí para allá; pero seguramente no lo era, habría más personas conviviendo con su metamorfosis de identidad. Eso quería yo pensar, me daba pánico ser único, siempre me ha dado pánico pensar eso. Dependerá de las urgencias interiores, pensé. A veces la necesidad de ser otro es imperiosa. No recuerdo cuantas veces cambié mi identidad y cuántas veces dejé de ser yo mismo dentro mío, pero sí recuerdo vívidamente esa sensación extraordinaria de experimentar en carne propia un personaje distinto e interactuar con él y con quienes se acercaban a él durante aquellos días.

La noche del último día en aquel pueblo decidí volver a ser yo. Compré un boleto de colectivo en la terminal y me quedé esperando a que fuera la hora de regresar al mundo del cual había salido. Decenas de personas pasaron durante aquel momento a mi lado cargando sus secretos, sus miserias y tal vez su propia metamorfosis de identidad. En las sombras de la noche muchos seguramente jugaban a ser otros para así evadirse del yo del día. En cambio yo, ya cansado de aquel juego, volvía ser el mismo de siempre.

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sábado, 19 de diciembre de 2009

La noche siempre es menos cruel que el día

El día que George Harrison escribía la canción “Someplace Else” ella y yo hacíamos el amor. No sé bien en qué etapa de nuestra relación estábamos, tampoco sé si coincidía con la primera estrofa o las que continúan, pero sí sé que la tarareábamos en la oscuridad recorriéndonos los cuerpos con las manos, y besando toda aquella extensión de piel que deseásemos. Pequeños e insignificantes, así éramos en esos días, pero aunque fuésemos un punto perdido en el universo todo lo que se hallaba en él mismo convergía completamente dentro de nosotros dos.

Por las noches, en medio de la oscuridad, esa misma canción sonaba una y otra vez mientras el vinilo giraba sin agitarse en el viejo tocadiscos. Qué bonitos tiempos. Los tiempos bonitos deben atesorarse, siempre he pensado eso. Envueltos en sábanas o aún con nuestros cuerpos desnudos y empapados en sudor esa chica y yo nos atrevíamos a cantar aquella canción sin siquiera pensar si era el principio o el fin, si íbamos o veníamos, si era enamoramiento o verdadero amor. Y el miedo se hincaba en medio de la oscuridad como un alfiler profundo que se clava dentro de la carne hasta llegar a tocar el espíritu. Ese dolor fino y punzante nos daba un soplido de realidad, nos intentaba asustar y sucumbir a la idea del “dos son uno”, y aún así ninguno de los dos dejaba de cantar y abrazar y acariciar al otro.

He estado con muchas mujeres en una cama pero ninguna era igual a la anterior, ni tampoco mejor, ni mucho menos peor. En ese ring cuadrado mi cuerpo con el de ellas jugaba un frenesí único y libre. Pero todo fue hasta que George Harrison escribió aquella canción. Ese día lo cambió todo para mí y esa chica estaba junto a mí el día del cambio. Los grandes cambios se producen así, en una milésima de segundo, y por eso son grandes cambios. Pues aquel fue un gran cambio en mi vida. Dentro de aquel ring en que me sumergía por las noches con ella todo era más que armónico; y aunque ambos sin decirnos palabra alguna nos mirásemos como parados al borde de un abismo lográbamos entender e interpretar que aquel momento que vivíamos era único e irrepetible. ¿Tan difícil es entender eso?, me he preguntado muchas veces. Antes sí, me respondí, pero desde aquel día vivir el momento pasó a formar parte de los principios de mi propia vida.

No importaba si afuera había nieve, vientos huracanados o lluvia, dentro había paz. Un microclima se autogeneraba en el momento que el primer acorde de la guitarra de George Harrison sonaba en el aire transportándonos así a esa famosa nube número nueve. Y allí en la nube, la noche era menos cruel que el día y ambos podíamos amarnos, reconocernos y pensar que aunque el tiempo siguiese pasando y la nube desapareciese cada vez que escucháramos aquella hermosa canción los dos sabríamos que hay un único punto en el universo en donde el tiempo nos eligió a nosotros para formarlo.

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jueves, 10 de diciembre de 2009

La calle El Delfín









Me quedé desnudo frente a ella en medio de la habitación de un viejo hotel de la calle El Delfín. Era un barrio de mala muerte donde las putas y los proxenetas hacen patria. Sin entender el porqué intentaba taparme el pene erecto de modo tal que ella no lo viera. Tendríamos sexo, a eso habíamos ido, sin embargo yo sentía vergüenza. Jamás había tenido vergüenza delante de una mujer, sin embargo esa mujer me producía esa sensación. Se desnudó delante de mí con un mirada extremadamente sensual dejando caer su ropa a sus pies. Era perfecta. Perfectos senos, perfecto pubis, perfectas caderas, perfectas nalgas. Perfección, algo que todo hombre de manera visual y estúpida busca. No hacía más de dos horas que nos habíamos conocido en una disco a pocas cuadras. Nos vimos y de repente sucedió ese rayo de hormonas palpitantes que prontamente te asfixian. Nos buscamos y llegamos hasta la calle El Delfín. Y ahí estábamos, mirándonos, ambos desnudos, deseosos, yo con ganas de penetrarla y ella con ganas de ser penetrada.

-Te propongo un juego -me dijo antes de acostarnos.
-¿Un juego? -pregunté sorprendido. Pero no dije más que eso, pues pensé que muchas mujeres se excitan con juegos, disfraces, o cosas que dan toque distintivo al sexo.

-Sí, un juego. Quiero que me digas un nombre que te guste para vos, yo te diré otro. Pero no podrás decirme tú nombre verdadero, ni yo te diré el mío. Es una especie de máscara, o algo así.

-Pues no te entiendo bien pero hagámoslo. Esteee... me llamó, Jack.

-Hola, Jack –me dijo sonriente y extendiéndome su mano. Yo extendí mi mano y apreté la suya.

-Encantada, soy Ingrid.

Nos echamos a reír. Aquello de escuchar nuestros nombres ficticios nos dio gracia y reímos como locos estando ambos desnudos en medio de la habitación. Si una cámara hubiera grabado aquella situación seguramente calificábamos para una parodia o comedia. Realmente nos veíamos ridículos riéndonos así.

-Entonces ahora podemos acostarnos -me dijo.

-¿Ya?, ¿solo eso era el juego?, ¡qué juego más raro, Ingrid! -dije y volví a reír como un estúpido.

-Pues sí, solo eso. Suelo jugar a este juego, no creas que es tan raro.

No me gustó su respuesta. Me hizo pensar que el mismo juego lo había hecho antes con quienes se había acostado; sin embargo quité ese pensamiento de mi mente y nos acostamos. El sexo fue fabuloso, cargado de ese deseo vivo y ardiente que la piel nueva y desconocida siempre trae consigo. Quedamos exhaustos ambos boca abajo mirando el suelo. No había nada particular en aquel suelo, pero a la vez parecía que fuese un imán gigantesco que nos hipnotizara y a su vez congelara nuestra lengua para que no pudiésemos emitir palabra alguna. Así estuvimos un buen rato hasta que el teléfono de la administración del hotel llamó preguntando si deseábamos alguna bebida.

-Tráeme un whisky -dije al administrador- ¿tú quieres algo? -pregunté a Ingrid.
-Sí, otro whisky para mí -me respondió sensualmente.
-Que sean dos -dije finalmente al administrador.

Tras bebernos los whiskies apagamos la luz de la habitación y nos dispusimos a dormir. Pasados unos quince minutos Ingrid habló.

-¿Sueñas con espíritus?
-No -le respondí- ¿a qué se debe que me preguntas eso?
-Porque yo sí sueño. A veces sueño que yo misma me elevo y vuelo, recorro cielos que nunca he visto, ciudades importantes que solo conozco en fotografías y veo gente que jamás he conocido. Es raro, y da miedo. Tal vez por esos sueños le temo a la oscuridad. La oscuridad me da miedo, Jack.

Entonces la abracé fuertemente contra mi pecho. Sus senos se sentían tibios y el olor de su cabello era suave y dulzón.

-No pienses en espíritus o malos sueños. Si piensas demasiado en ese tipo de cosas entonces soñarás y tendrás pesadillas. Digamos que si haces eso es como si estuvieras invocando a que las pesadillas lleguen a vos, ¿entendés? -dije intentándo disuadirla.
-Pues lo intentaré. Aunque la oscuridad me da miedo igual.
-¿Quieres que deje la luz encendida?
-No, está bien. Abrazada a vos no tengo ese miedo, Jack.

Las palabras se silenciaron y la oscuridad pareció espesarse aún más dentro de aquella habitación. Me pareció increíble estar acostado con una mujer que solo hacía un par de horas había conocido y de pronto me confesase su miedo a la oscuridad. Esa mujer sensual y muy sexual había mostrado un lado débil, y justamente me lo había mostrado a mí, a Jack, un desconocido.

Me dormí un rato y me desperté abruptamente al amanecer. Por la ventana de la habitación entraba un pequeño haz de luz de los primeros rayos del sol. Ingrid estaba ahí, dormida, a mi lado. Miré las paredes como buscando espíritus o alguna señal, pero claro, nada anormal sucedía. Volví a mirarla y la vi tan indefensa y atractiva. Posé mi mano en su cintura y tras esa acción despertó asustada. La calmé, nos acariciamos y nos besamos.

-Ya es tarde -me dijo- está amaneciendo. Debemos irnos, o al menos yo debo irme.
-Esta bien. Vámonos.

Nos vestimos un tanto presurosos, busqué dinero en mi billetera y tras pagarle al administrador salimos a la calle. Parados en la vereda de la calle El Delfín el amanecer ya daba paso a las primeras luces del día y nos sorprendía. Nos miramos y gesticulamos una mueca de sonrisa. Su cabello lucía fabuloso y su piel dorada a los rayos del sol. Las palabras estaban de más. Nos dimos un beso en silencio y cada uno tomó para su lado. Crucé la calle y tras pisar la vereda de en frente sentí curiosidad.

-¡Ey, Ingrid! -grité. Ella se dio vuelta y quedándose quieta me hizo un gesto con su mano indicándome qué quería yo.
-Dime, ¿ya terminó el juego?, ¿ahora podrás decirme tú verdadero nombre?
-Sí, ya terminó. Pero no puedo decirte mi verdadero nombre, Jack.
-¡¿Porqué?! -pregunté confundido y con tono de enojo- ¿de qué sirve un juego que oculta los nombres verdaderos por unos ficticios?
-Es simple, Jack -me constestó- porque tras despertar y despedirnos, los de anoche no hemos sido nosotros.

Entonces volteó y comenzó a caminar. Vi como la calle El Delfín la engullía lentamente hasta hacerla desaparecer. Nunca supe su nombre, nunca volví a jugar a ese juego de pesadillas.

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viernes, 4 de diciembre de 2009

paréntesis


Una vez imaginé vivir dentro de un par de paréntesis. Eran altos, creo que estaban en negrita, se veían bien plantados en la tierra y se mantenían imponentes haciendo que los admirase. Mi mundo, el mundo que me acogía, estaba contenido dentro de ellos. Todo lo que hacía a mi vida se movilizaba dentro de los paréntesis. Mis vivencias estaban allí, atrapadas en una burbuja invisible, detrás de delimitadores que ejercian seriedad y robustez a la hora de permitirme, o no, ir más allá, o de poder realmente intentar algo nuevo.

Fue un día de esos, mientras habitaba en mi mundo acotado, que tomamos un café con ella en un bar al aire libre. No nos conocíamos, nunca nos habíamos visto ni sospechábamos quién era quién. Esas cosas suelen parecer fantásticas, pero de eso no tienen nada, al contrario, contraen los nervios, generan ansiedad y por sobre todo no traen un antídoto para la desilusión. Sin embargo nada de eso pasó aquel día. Se sentó delante de mí, se presentó extendiéndome la mano y me sonrió. Por un instante sentí que el paréntesis que cubría mi retaguardia había desaparecido. Esa sensación me intranquilizó pero a su vez me dio confianza en mí mismo. Era una de las mujeres más bellas que había visto en mi vida. Es que la belleza no solo es estética sino una gran magnitud de otras cualidades que las féminas suelen derrochar por doquier.

Hablamos poco, nos miramos mucho, nos sonreímos con complicidad durante todo el rato, y al momento de despedirnos besó mi mejilla y susurró a mi oído palabras que nunca olvidaré, no por lo que ellas significan, sino por cómo me las dijo y por cómo todas mis hormonas se alistaron en fila preparadas para la guerra tras escucharlas.

La vi perderse en la multitud y darse vuelta para sonreírme y saludarme. Entonces trepé hasta la cima de uno de los paréntesis, justo el que estaba a mis espaldas. Ahora estaba en la cima de mi mundo. Desde allí contemplé todo lo que había en los otros mundos contiguos y pude ver como ella se alejaba hasta hacerse diminuta, invisible. Algunos de esos mundos se veían acotados por corchetes, otros por ideas, otros por paredes invisibles. En cada uno se erigía un mundo distinto al mío, pero mundo al fin. En algunos se amaba, en otros se odiaba, y en otros la soledad los hacía ver como una cárcel de máxima seguridad. Abracé al paréntesis y me deslicé caída libre hacia el suelo, así, como un bombero en una emergencia de incendio.

Volví a mi vida cotidiana. Volví al trajinar diario que poco a poco me fue consumiendo sin darme un extra por todo lo que día a día he dejado. De ella me quedó el recuerdo del contacto de su piel y del tono de su voz. Por esos días pensé en los tesoros invisibles que aparecen en la vida sin aviso. Tal como si fuese un juego de computadoras, que te da vidas y premios, esos tesoros invisibles cumplen la función de hacerte ver la vida misma con otros ojos, tal vez como si fuese una especie de binoculares especiales. Así veía mi vida dentro de mis paréntesis cuando pensaba en aquella mujer.

Fue uno de esos días que me emborraché. Tomé más de la cuenta y caminé sin rumbo en medio de la madrugada. Oscuridad espesa y dolor de cabeza. Todo se movía, inclusive el mismo mundo se movía a mis pies. Me senté en el suelo apoyando mi espalda contra un paréntesis y con mi mano intenté acariciar su superficie. Me sorprendí y me horroricé a la vez. Mi mano pasó de largo, no había tal superficie, y mi espalda tan solo apoyaba en un viejo árbol de una vereda. El paréntesis no existía. Solo yo podía construirlos, pensé. Al pensar aquello tomé mi cabeza entre ambas manos y lloré. Lloré mucho. Mi mundo ya no era mi mundo y tal vez aquella mujer ya no sería la misma mujer. Seguramente todo era obra de mi imaginación. Me había encapsulado en un mundo propio, sin ver la delgada línea que me separaba de la simple realidad.

Volví a mi casa haciendo zig-zag por la calle. El alcohol ya había hecho extragos en mi estómago y el amanecer aún dormía. Me pareció presentir que las cosas a mi paso habían cambiado. Las plantas parecían más vivas, el olor que arrastraba el aire distinto y hasta las casas más decoradas o bonitas. Algún que otro perro se cruzó en mi camino esquivándome como si un ser despreciable quisiera comérselo. Tras llegar me acosté. Cerré los ojos y todo me daba vueltas. En aquella oscuridad una puerta se abrió y aquella bella mujer caminando de manera sensual y provocativa se acercó a mí. Me desnudó completamente y sin decir palabra alguna me practicó sexo oral. No podía salir de mi asombro, tampoco quería hacerlo. Ella había vuelto y ahora estaba dándome placer. Tras acabar me miró con una bella sonrisa y volvió caminando hacia la puerta y antes de cerrarla noté una lágrima en su mejilla deslizándose lentamente. No entendí lo que la lágrima significaba. Cerró la puerta y la oscuridad volvió a apoderarse de mí.

Desperté por el calor de los rayos del sol en mis mejillas. La cortina se ondeaba plácidamente por el aire fresco de la hora de la siesta que entraba por la ventana. Estaba desnudo, completamente desnudo, en mi cama. No entendía nada. Me dirigí a la ventana con un gran dolor en mi cuerpo y miré las casas del barrio. A una cuadra de distancia estaba ella, la mujer del bar. Caminaba de la mano de su esposo muy felizmente. Al final de la calle, donde el mundo parece terminar, estaba un paréntesis, orgullosamente plantado indicándome donde todo debía terminar. Los deseos, me dije, pueden convertirse en bellos sueños, y con un poco de suerte en realidad.

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