miércoles, 31 de agosto de 2011

El picaporte



Nunca tuve un reproche para Maya. Al contrario, siempre le dije que sus prendas le quedaban de maravilla y que su perfume, ese que sabía comprar en los libritos de Avon, era exquisito. Pero mentía. Sí, lo reconozco. Mentía. Ella olía a papas fritas, o a fritanga en general. Claro que ese olor característico a cocina de bar de mala muerte no opacaba su belleza. Sus rasgos casi perfectos y su hermosa gracia al sonreír hacían que el olor a fritura opacara a la fragancia de Avon y se convirtiera en un perfecto perfume de Guccio Gucci.

Compartíamos mucho tiempo, juntos. Tal vez más del que dos buenos amigos pueden compartir sin ser pensados en alguna relación extra amistad por las mentes pecaminosas. Sin embargo, y más allá de lo que pudiera pensar algún aturdido, a Maya y a mí no nos interesaba el “qué dirán…” En absoluto. En eso coincidíamos plenamente. Al resto de nuestros compañeros de trabajo le parecía extraña nuestra relación. Nos trataban de fenómenos, o bien nos hacían chistes que en algún punto herían nuestros sentimientos. Supongo que llegué a odiar a varios de ellos por ese motivo. Ninguno podría decirse que sobresalía por ser excelente persona, pero tampoco me enroscaba demasiado en pensamientos belicosos o negativos hacia ellos puesto que de algún modo había aprendido a perdonarlos.

Una tarde de noviembre nos tocó el turno, juntos, a Maya y a mí. Rara vez nos tocaba trabajar juntos, pero cuando sucedía nos encantaba. Con solo mirar la planilla de horarios y ver que ambos estaríamos juntos escribíamos mensajes de texto en nuestros celulares y nos enviábamos la buena nueva. A veces ocurría que los mensajes se cruzaban casi instantáneamente y eso sí que era gracioso. Como decía, esa tarde de noviembre me tocó trabajar en el mismo turno junto a ella. Hacía un par de días que no nos veíamos y resultaba sumamente tentador el reencontrarnos ocho horas en el trabajo para ponernos al corriente de nuestras vidas. Sin embargo aquel día de noviembre por siempre quedaría retenido entre mis redes neuronales. Atrapado, tal como si jamás quisiese irse, y perpetuar por siempre dentro de mi cabeza hasta el último de mis días.

Todo comenzó al abrir el puesto. Hicimos lo normal y rutinario: primero sacamos el cartel con las ofertas del día, luego lavamos el piso, acomodamos las mesas, contamos la plata de la caja registradora, incorporamos los menús a la computadora, llenamos los servilleteros, pusimos flores en los floreros individuales de cada mesa y finalmente encendimos la máquina de hacer café y rociamos el local con desodorante de ambiente. Nada me pareció extraño hasta ese punto; aunque después pensándolo bien sí había algo extraño y era que ella estaba más callada que de costumbre. Si algo tenía Maya era su encantador sentido del humor y su personalidad parlanchina junto a un timbre de voz que tras unos cuantos minutos podía hacerte estallar los tímpanos, o peor, volarte la tapa de los sesos. El silencio prologando, sí, ese era el punto en cuestión que yo noté de raro aquel día…

Tras la primera media hora de estar abierto el local y aún sin clientela a la vista ella se puso a jugar con las teclas de la caja registradora. Nunca lo hacía. A decir verdad jamás mientras habíamos trabajado en conjunto. Sin embargo aquella mañana ella solo parecía tener los sentidos y su atención para la caja registradora, ignorándome totalmente a mí. De buenas a primeras yo había pasado a ser un objeto más del local, tal como los floreros de las mesas, las lamparitas de los plafones o mejor aún, como la caja registradora en sí.

- ¿Te sucede algo, amiga? –pregunté como para romper el hielo.
- ¿A mí? –respondió Maya llevándose la mano al pecho y poniendo cara de incrédula.
- Sí, a vos… ¿o quién más hay en este enooorme local?
- Pues… no… no me pasa nada, ¿Por qué habría de pasarme algo?
- Porque no eres así. Nunca has sido así. Y hoy estás así…
- ¡¿Así cómo?! –exclamó con voz fuerte.
- Así de rara –dije sin inmutarme- Rara en tú quietud, rara en tú silencio, y rara en ese nuevo jueguito que tienes con la máquina registradora, ¿o me vas a decir que siempre juegas con las teclas de la máquina registradora?
- Bueno… sí… tal vez…
- Tal vez… -dije yo.

En ese ínterin un par de clientes entraron al local y se sentaron a las mesas. Cada uno atendió una mesa y servimos a los comensales. Todo en completo silencio y en perfecta sincronización. Me sentía tan extraño junto a Maya aquella mañana. Era como que no fuese ella. Como si de repente un ovni hubiera pasado por su casa, la hubiese abducido y en su reemplazo hubiera dejado a un ser completamente frío y carente de personalidad. Pero no, eso no podría haber sido posible. Era Maya, pero a Maya algo le pasaba y estaba casi seguro que era conmigo.

Tras cobrar las consumiciones a las mesas volvimos a la quietud del principio: ella en la caja registradora y yo a su lado, parado, ahora jugando con un servilletero.

- Sí, puede ser que me pase algo… -comenzó diciendo.

Tras decir aquella frase de manera inesperada moví de arriba hacia abajo lentamente mi cabeza un par de veces. Era, y es, mi modo de asentir cuando me jacto de tener razón en mis pensamientos, o alguien me da la razón. Siempre he tenido ese tipo de reacciones, y por más que algunos que me conocen lo suficiente piensen que es un acto pedante, no, no lo es en absoluto. Es un acto de naturalidad, algo que me nace hacer sin intenciones oscuras ni mucho menos. Al cabo de unos minutos ambos nos miramos y nuestras miradas se quedaron fijas, observándonos el uno al otro, como si en ese acto todo el resto del universo flotara y se mantuviera inmóvil, expectante, al acecho de nuestra reacción.

- ¿Y qué será lo que te pasa? –pregunté con tono suave y casi distraído.
- Es que… ayer alguien me dijo algo y eso que me dijo me resultó bonito y feo a la vez.
- ¿Bonito y feo a la vez? –pregunté confundido.
- Sí, bonito y feo. Pues… me parece bonito porque el dicho en sí es bonito, pero feo porque si fuera realidad a mí no me gustaría.

Sin entender demasiado lo que Maya quería explicarme me centré en enfocar su mirada. Estaba nerviosa. Sus ojos se movían al vaivén de un rock and roll. Por fin dejó de estar frente a la caja registradora y tomándome de la mano me llevó hacia una mesa del local a la cual ambos nos sentamos.

- ¿Qué será eso que te han dicho y tan mal te tiene? –pregunté.
- Es un chico de la universidad. Me gusta. Lo confieso. Sí, me gusta y mucho. Y ayer mientras estudiábamos juntos me tomó de la mano estando dentro de la biblioteca, me miró a los ojos y me dijo: Maya, me gustaría ser el picaporte que abra tú corazón.

Al escuchar aquella frase no pude menos que envidiar a aquel chico. Pero no por habérselo dicho a mi amiga, sino por la belleza de la frase y la aplicación en tal contexto. Siendo hombre no me cabía la menor duda de que ese chico estaba tras mi amiga. Por un instante imaginé a un neardhental con una rústica lanza de madera y punta de piedra intentando dar caza a un bisonte prehistórico. Lo corría por una llanura, a toda prisa, pero el bisonte corría más rápido que él y se escapaba cada vez más, adentrándose más y más en la llanura. Tras volver en mí miré a Maya y la mimeticé con el bisonte.

- Pero es hermoso lo que te dijeron, amiga.
- Lo sé… pero ese no es el punto. El punto es…
- El punto es…
- El punto es que yo no quiero que nadie tenga el picaporte de mi corazón, ¿lo entiendes?
- ¡Pero Maya! –exclamé- ¡es solo una bonita frase cursi!, tan solo eso… Seguramente ese chico que a ti tanto te gusta también le gustas. Es una forma que tenemos los hombres para acercarnos a ustedes, las mujeres.
- A eso lo sé también… pero sentí miedo, e imaginé al chico introduciendo un picaporte en mi pecho y abriéndolo de par en par, adentrándose, mirando mis cosas, mis secretos, mis miedos, manipulando lo que a él no le gustase, intentando acomodar mi interior a su gusto y placer, y terminando por invadirme por completo, despojándome de todo ese revuelto que llevo en el pecho y que es mío, tan solo mío, y me hace única en el universo.

Entonces volví a ver al bisonte ahora más lejos en la llanura, ya casi fusionado con la línea del horizonte.

Pronto llegaron más clientes y ya no fue posible volver a hablar. El día laboral se pasó volando y tan solo nos cruzábamos con Maya de vez en cuando en la caja registradora o en la cocina. Pero ninguno de los dos volvió a tocar el tema.

Al cambiar el turno nos despedimos con un beso y noté en ella cierto mensaje esquivo a volver a hablar del picaporte de su pecho. Me quedé parado en la vereda viendo como ella se dirigía a la parada del colectivo. Como siempre había metido la cabeza entre sus hombros y caminaba mirando el piso, tal como hacen aquellos que viven en sus propios mundos y mantienen ese ecosistema pulido y activo. Comencé a caminar en la misma dirección pero a paso lento. Un colectivo de la línea 8 pasó como un rayo por mi lado y frenó bruscamente en la parada. Maya subió, pagó y se hundió en uno de los asientos libres. Me detuve y vi cómo el colectivo se perdía calles arriba. Inconscientemente me llevé la mano a mi pecho y lo palpé por unos instantes. Busqué algún orificio en él, algo que indicara que podía introducirse en él un picaporte. Pero nada. En mi pecho no había orificios visibles. Supongo que en el pecho de las demás personas tampoco, ¿o sí? Y con un acto inconsciente sonreí, y sonreí más, y comencé a reír como si fuera un poseso. Sí, era risa de felicidad. De una felicidad extraña y que hasta ese momento jamás había contemplado. Una felicidad que nacía del hecho de saber que en mi pecho no tenía un orificio para introducir un picaporte, una felicidad que indicaba que mi interior y mis mundos interiores estaban a resguardo.

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(Imagen: obtenida del buscador de imagenes de Google)

viernes, 12 de agosto de 2011

¿Vos sos...?

Terminaste siendo tan predecible, finalicé diciéndole en voz baja a través del auricular del teléfono justo un viernes por la noche, el día que a esa persona tanto le gustaba conectarse y mantenerse online en internet horas y horas. Aunque las palabras que había terminado de pronunciar me habían salido de un modo seco y espontáneo, su eco en mis oídos me sonaba un tanto extraño, como si no fuese mi propia voz la que las repetía una y otra vez aquellas palabras. Seguramente fue debido a que jamás pensé decírselas a esa persona ¡No!, ¡nunca a ella! Tras decirle la mortal frase colgué el teléfono y me tiré en el sofá. Sentía una especie de abatimiento recorrerme todo el cuerpo, más mi cabeza. Afuera las estrellas se habían ocultado detrás de un manto de nubes grises y densas. Seguramente cambiaría el clima, tal como había cambiado mi estado de ánimo.

Tras un rato de meditación en el silencio del living irrumpe en escena mi esposa, Malena. Pasa a mi lado sin percibir siquiera si algo me pasa, si algo me adolece. Acomoda un par de adornos a la pasada –siempre la casa en orden para el “qué dirán”- y revuelve dentro de una caja llena de papeles de la oficina.

- ¿Puedo preguntarte algo, o te saco de tú concentración?
- Ya me estás preguntando algo, Malena –respondo sin mirarla.

Ella se sonríe sin mirarme también. Noto que ha caído en la cuenta de su redundancia y aun así sigue concentrada en lo suyo.

- ¿Has visto la carpeta de los impuestos de la oficina?, es que no la encuentro y juraría por Dios y todos los santos que la puse acá, en esta caja ¡Odio cuando las cosas se me pierden!
- No, no la he visto –respondí a secas.
- ¡Qué raro!... vos siempre lo ves todo…
- Bueno, a veces las cosas se me escapan…

Esa fue la frase que encendió la mecha de la curiosidad en Malena.

- A vos te pasa algo… a mí no me engañás.
- No… no me pasa nada.
- Bueno, contáselo a tú cara, porque ella dice que sí.
- ¡Ya te dije!, no me pasa nada.

Tras un portazo mi esposa se perdió rumbo al dormitorio. Volví a quedarme solo en la soledad del living. Ahora una nube gris parecía estar a punto de ingresar por la ventana del departamento, cruzarlo todo y salir por la otra ventana, la de la cocina, que daba a la calle lateral. Me sentía triste, debo reconocerlo. Y estafado, sí, eso, estafado. La imaginaba conectada a internet y a las redes sociales desplegando su carisma y su fachada con precisión extrema. Endiosada, llena de glamour virtual. Imaginaba su pelo rubio cayéndole sobre los hombros, su postura erguida detrás del teclado y su tipear sereno y certero, ejecutando a la perfección cada accionar de tecla que su máquina cerebral le dictaba. Sí, eso era, una especie de máquina cerebral. Una máquina que había logrado engañarme con tal perfección y tal astucia que yo había creído que era la mujer perfecta, esa tan utópica que los hombres buscan y jamás encuentran.

Tras quitarme los zapatos pisé el suelo de parquet y presioné bien la planta de los pies sobre la madera. Sentía la solidez y la calidez del noble objeto. De un pequeño salto me levanté del sofá, me serví una copa de whisky, y comencé a caminar de aquí para allá, sin rumbo, sin sentido, dando diminutos sorbos. Un sonido altera mi caminar, era el de un mensaje al teléfono móvil. Antes de ver el mensaje clavo los ojos en el reloj pared: las dos de la mañana. Seguramente Malena ya dormía como un tronco. Abro el teléfono, ubico el mensaje, leo: No, no fui tan predecible… solo he roto el molde de tú idealización de mi persona, y eso es algo muy distinto, mi amor… . “La idealización de tú persona…”, susurré con una risa de fastidio. Idealización, ¿por qué idealización?, ¿acaso yo no fui construyendo su personalidad en mi cabeza tras nuestros encuentros virtuales en el chat, en los mensajes en Twitter, en sus estados de ánimo en Facebook, viendo sus fotografías, leyendo sus comentarios? Sí, así lo había hecho; no obstante hubo un punto de fuga. Existió una diminuta fisura que hizo que se perdiera presión y que el dirigible no volara y se estrellara dramáticamente sobre el poblado más cercano causando daños y perjuicios por doquier. En ese poblado estaba yo, seguramente solo, y era el epicentro de todos los daños.

Escribí: No, vos me estafaste. Hiciste que yo perdiera minutos, horas y días de mi vida pensando que eras de tal modo y solo fue una trampa, mortal, o como quieras llamarle. Yo estaba seguro de vos…

Respondió: Vos diseñaste una castillo de naipes y me ubicaste sobre él, en la torre, donde más te gustaba, en donde tú esposa no podía llegar, en donde tus deseos se libraban al libre albedrío y en donde nadie podía percatarse de mi existencia. Subías y bajabas del castillo en los horarios que deseabas. Guardabas celosamente la llave detrás de una contraseña, y te reprimías el deseo sexual al acostarte al lado de tú mujer…

Escribí: Es una visión muy obtusa la que te lleva a decirme eso. Ahora caigo en la cuenta que no me has conocido en absoluto y que solo hemos sido dos perfiles, un montón de palabras y sí… tal vez…

Respondió: ¿Tal vez…?

Metí el teléfono en el bolsillo y salí al balcón. Ahora una densa llovizna comenzaba a caer empapándolo todo a su paso. A lo lejos se veían algunas luces de automóviles cruzar rápidamente la avenida. No había nadie caminando por la calle. La soledad era opresora. El silencio ensordecedor. Las sienes parecían que me estallarían. Quería cerrar los ojos y despertar en otro sitio, más cálido, de otro año, con otras personas rodeándome. Pero no era posible. Esas cosas solo pasan en las historias de ficción, no en la vida real. Sentí los pies húmedos. La llovizna había mojado las medias. Tenía frío. El celular volvió a sonar y con cierto fastidio lo abrí nuevamente para ver el mensaje entrante.

Escribió: Después de los puntos suspensivos de mi último mensaje sigue la respuesta que tanto buscás. No te victimices. Pensá. Vos tenés más respuestas que las que yo puedo darte…

Decidí apagar el teléfono. Ya no me interesaba más leer ni saber nada de aquel asunto. Me negué por completo a todo. De un trago terminé el vaso de whisky. Pasé por el baño y dejé las medias mojadas, luego ya en la habitación me desnudé y me acosté al lado de Malena. Ella dormía plácidamente, tal vez soñando en qué sitio estaría la carpeta de los impuestos de la oficina. Esa idea de sueño me parecía ridícula, pero mirándola bien, contenía mucha más serenidad y simpleza que mi propia vida. Tal vez sí te idealicé, susurré. Malena escuchó mi susurro y preguntó qué decía. Nada -respondí- volvé a dormir. Giré la cabeza y observé por la ventana cómo ahora la llovizna era más densa y fuerte. Sentí un escalofrío recorrerme el alma, sentí el frío de una lágrima recorrerme la mejilla, sentí el calor del fuego del dirigible ardiendo dentro de mi interior.


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