viernes, 31 de enero de 2014

Viernes




Viernes. Lo sabes, lo saben. Ha llegado. El día tan ansiado, ese por el cual muchos imploran desde el lunes, desde el primero que encabeza la lista de días de la semana. Viernes, y tu ahí, de nuevo, sentado en la misma silla, de la misma oficina, del mismo edificio, desde ya hace más de cuarto de siglo. Como cada viernes cuando las agujas del reloj marcan las 17:30 PM piensas en cómo ha pasado la vida, tu vida, esa vida que cuando eras infante soñaste de un modo y poco a poco se fue deshilachando, cayendo en jirones, y convirtiéndose en algo totalmente distinto a esos sueños y anhelos que ese niño alegre y vivaz tenía para sí mismo.

Y te observas las manos, las muñecas, los brazos, el reflejo de tu rostro cansino en el monitor de la computadora, el grosor de tu barriga, de tus piernas, el largo de las uñas desprolijas, y sientes que la vida sigue pasando y te supera, sin permitirte un segundo detenerla para avisarle que estás vivo aún, que tienes mucho por delante y que a gritos pides vivirla.

¿Tienes mucho por delante? Eso crees. Al menos eso te retroalimenta y te impulsa cada lunes en búsqueda de un próximo y aventurado viernes. Un viernes como el de hoy, en donde cada uno de tus compañeros termina sus tareas y parte en busca del disfrute junto a su familia o sus seres amados. Y tu no. Tu solo sabes que es el día de corte, que debes volver el próximo lunes, que te esperan dos días en donde todo tiende a remover cosas del pasado, miedos del presente y te invita a una zozobra embriagadora llamada “futuro”.

Te preguntas —como cada viernes— si eres feliz. Te flagelas siempre con esa pregunta cuya respuesta jamás te brindas. La ves venir, la escuchas a lo lejos, sientes el eco, el temblor, la vibración, y nada, te entumeces, no atinas a nada, solo te bloqueas para que ese temblor dramático y nocivo pase lo más rápido posible, sin llevarse nada de ti, sin remover nada de tu mente, sin siquiera mover un ápice la estructura de tu vida. La pregunta queda sin respuesta. Es como un vaso vacío, el cual no calma la sed del beduino. Sigues así desde hace más de cuarto de siglo, sin inmutarte.

Como todo viernes al salir de la empresa pasas por casa de tu madre, la cual te recibe con los ojos cargados de lágrimas (como siempre) y te invita una taza de té. Eres el hijo primogénito, el primer vástago de su linaje descendiente. Tu madre te observa con esos ojos del corazón. Tu a ella con los ojos de quien observa la vejez y el derrumbe. Chocan sus miradas y se escudriñan. Sorben el té. Así pasa la tarde del viernes, como cada viernes de los últimos treinta años.

Finalmente te levantas. Casi no has pronunciado palabras. Tu madre lo sabe, sin embargo se ha acostumbrado a conformarse con las migajas que el eco de tu voz deja entre las paredes de su casa. Las atesora en su memoria, las rememora en cada instante de sus días de soledad. Te despides de ella con un beso sobre su mejilla flácida de epidermis amarillenta. Besas como un hombre desinteresado. Hasta en eso la vida te ha cambiado. Tu madre palmea tu rostro, sin vigor, con golpecitos suaves, como si volvieras a ser ese bebé que amamantó y besó un millón de noches atrás. Tú sin embargo piensas en irte, pues ya has cumplido tu siguiente tarea de un viernes más.

Le ordenas a tu cuerpo moverse. Emprendes el camino hacia tu morada. Caminas por las calles del barrio y observas las construcciones que lo conforman. Te preguntas qué harán todas esas almas el venidero fin de semana ¿Qué harán después del viernes? Las respuestas llegan como una bandada de murciélagos a tu mente. Se superponen, se mezclan, dicen de todo pero a la vez no dicen nada. Sin embargo concluyes que todos harán algo. Menos tú. En eso obtienes seguridad. Sabes cuál es tu objetivo final y cómo será cada hora venidera. Por momentos, cuando sabes esa respuesta tan de antemano, sientes ese ahogo que te inmoviliza, y quieres gritar, salir corriendo, huir, llorar, desesperarte en señas y gestos para que alguien se apiade de tu vida desdichada. Pero nadie te ve, nadie te oye, nadie ya te recuerda.

Llegas al edificio donde moras. Insertas la llave en la puerta principal y de repente te preguntas cuantas personas insertaron una llave de ese modo, cuantas habrán muerto, cuantas habrán estado paradas en ese umbral, cuantas fueron y son felices. Es tal tu infelicidad que cada viernes te cuestionas lo mismo y te preguntas lo mismo. Piensas en demasía. Te atreves a preguntarte por los demás cuando no avanzas un milímetro en el camino de tu propia vida.

Mientras subes las escaleras observas carteles de departamentos en alquiler. Son departamentos vacíos, sin habitantes, que permanecen adormilados, quietos, sin vida. No distan mucho del tuyo. Sientes eso… ¿sientes eso? Departamentos vacíos, con delgadas películas de polvo de olvido, sin electricidad, sin sonidos, sin almas. Son una verdadera representación de la soledad. Cajas vacías a la espera de humanos que las habiten, que brinden un rédito económico a los locadores. Lugares sombríos, impersonales, que solo se brindan como esclavos para quienes los explotan. Odias ver departamentos vacíos. Odias la gente que un día llega y un buen día se va. Pero es un odio infundado, extraño, de chiquilín. En realidad el odio radica en la libertad de aquellos que van y vienen haciendo sus vidas, pues tu permaneces estático, olvidado en los rincones, como los carteles de inmobiliaria que solo se cuelgan al momento de buscar una nueva presa que habite las cajas vacías.

Entras a tu departamento y todo está igual que el lunes, que el lunes del mes pasado, del año anterior, del lunes de hace doce años. Buscas un lugar estratégico para ver la puesta de sol. Ahí te permites elegir: el balcón, el dormitorio, la ventana del comedor. Gozas ese momento pues rompe un poco la linealidad de tus viernes. Has decidido este viernes que sea el balcón. Te aferras a la baranda y te mantienes allí tenso y expectante mirando el ocultamiento solar. También observas al mundo regresar a sus hogares, volver todo a esa quietud que tanto odias. Abajo, la calle. Automóviles, transeúntes, personas que jamás sabrás de ellas ni verás. Como si se tratase de un hormiguero en plena expansión se mueven con un frenesí constante. Ese movimiento se repite viernes tras viernes. Si no lo ves lo escuchas. Sabes que es así. En realidad lo envidias. Quisieras ser parte de él.

Piensas en tu madre, en tus hermanos, en lo del viernes pasado,  en el viernes de hace seis meses atrás y en los viernes que ya no tienes memoria. En ese racconto mueres de insignificancia. No eres nada. Sientes el peso de no haber existido y eso te aniquila. Entonces resuelves soltarte de la baranda y abres los brazos como un pájaro. Tomas aire, lo exhalas. Tus pulmones se comportan como un fuelle. Inhalas, exhalas. Lo haces unas cuantas veces, cada vez más rápido, con un nerviosismo in crescendo. No piensas. Solo intentas distenderte concentrándote en la respiración, en el movimiento arrítmico de tu pecho. Colocas primero un pie en la baranda, luego el otro y saltas.

Caes con ligereza. No hay tiempo de pensamientos. Solo se puede observar fugazmente lo que la caída permite. El corazón bombea deprisa, con terrible presión. El cuerpo sabe el final. Tu mente lo sabe. Solo tú no te enteras. Intentas girarte, volver, pero es tarde. No se puede. Un rayo de pensamiento irrumpe en tu mente: moriré un viernes. No hay tiempo para más. Ya tu cuerpo se ha frenado en el pavimento. No escuchas nada. El hormiguero se ha detenido a observar tu estado. Tienes la atención de todos por primera vez en tu vida y no puedes disfrutarlo. Así de injusta es la vida. El mundo no tiene justicia.




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miércoles, 29 de enero de 2014

Relatos extraños



Hay lugares, como éste, donde vive N, en donde las noches son demasiado largas, tanto que parece que nunca terminan. Comienzas viendo el atardecer a orillas del lago y el tiempo comienza a estirarse, como chicle, como si deseara aferrarse a toda la superficie de la tierra, para pernoctar aquí, junto a N, junto a mí. De tan largas que se tornan las noches los pensamientos se vuelven irremediablemente sombríos. Pocos soportan los gélidos inviernos con una sonrisa a flor de labios de manera constante en estos lugares. El mismo invierno hace de las suyas. Se alía perfectamente con las noches y entreteje miles de hipótesis para que nuestra mente analice y trabaje duro en ello. Aunque intentes evitarlo, piensas en cosas del pasado, en proyectos truncados, en cosas tristes. Solemos pasar noches enteras frente a la chimenea leyendo y dejándonos absorber por pensamientos que nos engullen sin piedad.

N suele buscar libros alegres, libros que realcen el espíritu en esas noches invernales. Los lee de cabo a rabo mientras los leños crepitan y fuera la nieve cae con más lentitud que la llegada de la oscuridad. Pasan horas sin que hablemos una sola palabra. Ambos nos concentramos y dejamos tomar de la mano por las historias. En ese aspecto N es como un niño dócil, al cual las historias lo atrapan a tal punto que pierde la noción del tiempo, inclusive de la estación donde se encuentra.
Los días de lluvia son más tristes aún. El mundo que habita fuera de la cabaña parece querer desprenderse de toda esa masa gelatinosa e invisible que lo envuelve para poder amanecer el próximo día más reluciente, más radiante. Sin embargo, desde el más recóndito de los rincones del bosque, pasando por la superficie del lago y llegando hasta la copa de los árboles, nada se desprende de ese manto pesado que lo cobija todo.

¿Qué leerás hoy? pregunté a N.

Él se acomodó en el sillón de orejas, acarició la tapa de un libro que yo nunca antes había visto en la biblioteca, y con una sonrisa dijo:

Relatos extraños.

Eso fue todo. Abrió el libro y comenzó su lectura.

Contemplé a N por un rato mientras leía. Poco a poco iba perdiéndose en los relatos. Sus pupilas se contraían y expandían al antojo de las letras. Sus labios cada tanto expresaban un pequeño titubeo, como el de esas personas que saborean las palabras que conforman un párrafo exquisitamente escrito. Había algo en N que ningún otro lector tenía. Seguramente no sería yo quien lo descubriría, pues nuestra amistad tenía un umbral limitado. Sin embargo, cuando en las noches solía mirar cómo se abstraía en sus lecturas, me sentía satisfecho, de un modo poco usual para un amigo, más bien diría que me sentía como un cómplice o hermano. N despertaba esas cosas en mí. Sin quererlo, seguramente sin desearlo, lograba hacer que gran parte de mí lo apreciase como a un ser único e irrepetible.

N continuó sumido en sus relatos mientras las horas avanzaban. El tiempo fuera de la cabaña se había vuelto inestable. Densos nubarrones gris oscuro anunciaron una pronta tormenta y el avenimiento de una noche temprana y larga. Tal vez más larga que otras. Tuve el impulso de decirle algunas palabras a N, expresarle lo que sentía por él, por nuestra amistad, por ese tiempo maravilloso que pasábamos juntos y la vida nos regalaba. Sin embargo, no pude. Las palabras estaban adheridas a mi garganta, aprisionadas por mis cuerdas vocales. Solo me limité a seguir contemplando a mi amigo al resplandor de las llamas. Cada tanto un leño crepitaba y estallaban decenas de chispas a nuestro alrededor, entonces N se sobresaltaba, observaba la estufa y se quedaba con la mirada perdida en ella.

¿Qué pensarás, mi buen amigo?, ¿a qué mundos te transportarán los relatos extraños? Así permanecía unos instantes, oyendo el crepitar de los leños, observando el danzar de las llamas, y jugueteando con sus manos sobre las ruedas de la silla.

¿Necesitas algo?
No, estoy bien. Solo que me he ido. Tú sabes. Como siempre me pasa.
Yo asentía con la cabeza. Claro que entendía lo que intentaba decirme. Lo entendí desde el primer día que vi a N sentado en aquella silla de ruedas, en aquella cabaña a orillas del lago, bajo ese manto enigmático del tiempo. Querido amigo, claro que lo entiendo, quise decirle, pero solo había asentido con mi cabeza.
¿Sabes? En uno de los relatos se habla de dos amigos. Dos amigos unidos fuertemente por la vida. Ambos muy golpeados por la vida, pero aun así, amigos inseparables. Me ha gustado ese relato. Lo he comparado en cierto punto con nuestra amistad. Creo que somos amigos así, ¿no crees?

Volví a asentir con mi cabeza.

En realidad sí, nuestra amistad nos tildaba de amigos con un fuerte vínculo.

Esa noche N leyó hasta de madrugada, supongo que casi hasta el amanecer. Tras despertarme lo tapé con una manta, hice café y salí a caminar taza en mano por la orilla del lago. A lo lejos las aves levantaban vuelo para luego volver a posarse sobre la superficie calma del agua. Los pinos y abedules oscilaban sus copas al ritmo del viento matinal. El sol mantenía un halo de humedad alrededor de su circunferencia. A lo lejos la cabaña parecía un objeto más del paraje. Dentro, N, dormía, tal vez aprisionado en uno de esos mundos creados por aquellos relatos extraños. Pensé en ese instante sobre lo asombroso de la vida, sobre las cosas que quedan atrás y ya nunca regresarán. Seguramente aquel instante sería así. La noche anterior ya lo era. Ya no se oía el crepitar de los leños, ni la lumbre de la estufa hogar, ni el sonido del humo escapando por la chimenea, ni tampoco la mirada de N absorta y perdida en la nada. Todo había quedado escrito en el tiempo y grabado en mi memoria, en su memoria. El tiempo parece engullirlo todo, sin piedad.
Volví al interior de la cabaña y encontré a N profundamente dormido, en la misma posición, solo que su libro de relatos en el piso, abierto. Lo tomé y leí un corto párrafo de su contenido.

“En la profundidad del bosque la vida es de lo más variopinta. Hadas, duendes, ogros, figuras fantasmagóricas, todos conviven con cierta armonía. Los cazadores se habían internado en él en búsqueda de aquellos seres; sin embargo, el bosque solo les ofrecía una vista sombría y vacía. La decepción se había apoderado de ellos. Todo a su alrededor hablaba de muerte más que vida ¡¿Qué ser querría vivir en un sitio así?!”

Tras la lectura cerré el libro y miré hacia el bosque a través de la ventana. Estaba allí, sereno y brillante. De repente comprendí que el bosque era para N y para mí como un ser vivo que compartía el mismo tiempo en el mismo plano que nosotros. Por algún motivo el universo había confabulado en ello. Creo que N lo sabía. Volví a poner el libro sobre el regazo de él. “Relatos Extraños” decía el título con letras doradas. Seguramente no eran más extraños que N y yo, o que el bosque y nosotros.

Te quiero, amigo… susurré.

N no se inmutó. Siguió habitando esos mundos fantásticos que se crean en sueños. 




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(Imagen: http://goo.gl/yLl9TC)

martes, 28 de enero de 2014

Renacer



Nacer varias veces en una misma vida es algo que el señor N sabe cómo hacerlo. Cuando se le pregunta cómo lo hace él alude cosas puntuales en frases cortas, así suele decir «hoy he nacido de nuevo porque perdí a alguien querido», o «he vuelto a nacer después de que mi corazón se ha roto» o también «sobreviví a un gran accidente y siento que he vuelto a nacer». Las heridas mal curadas generan seres ficticios que también son productos de renacimientos. Las heridas profundas, las que llegan a abismos que van más allá de la carne generan, con el tiempo, una cicatrización dolorosa que aflora, muchas veces, en un nuevo «yo». Todo eso lo sabe a la perfección el señor N, y lo pone en práctica. Cuando le conocí y me hablaba de estos temas era uno de esos días que había renacido. Se lo notaba cordial y feliz, con la piel más que tersa y su sonrisa más que convincente. Si hasta lo envidié aquel día. Sin embargo al final, cuando pagamos la cuenta y nos retirábamos ya del bar, el señor N tomó su sombrero, me miró y dijo una frase que me marcó: «lo único malo de nacer tantas veces es que nunca terminas sabiendo quién realmente eres»



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(Imagen: Allan Kausch)

lunes, 27 de enero de 2014

El cazador



—¡Ríe, niña!, ¡ríe reina!
Y la niña reía, pero de modo poco feliz, como cuando la felicidad se ha esfumado con lentitud por alguna fisura que humanamente no hemos sido capaz de descubrir.
—¡Vamos!, ¡mira que hermoso cervatillo!... ¡¿acaso no ves que lo he cazado para tí?!... ¡no seas así!, ¡no desprecies mis regalos, niña, reina!
Por la cornamenta del animal caía un delgado hilo de sangre rojo oscuro. Los ojos de la muerte enfocaban hacia la niña con un destello luminoso que hacía recordar ese momento de desdicha, en el cual el pobre animal se paseaba por la linde del bosque buscando comida y la bala asesina ingresaba por su costado, hacía estallar su corazón y volvía a salir del cuerpo, para caer metros más adelante, completamente inservible.
—¿Tienes miedo? —preguntó el cazador tras apoyar una rodilla en el suelo y sostener el fusil con su mano derecha.
A la niña los ojos se le florecieron en lágrimas. El miedo la había petrificado. Observaba, de manera totalmente hipnótica, los ojos del animal.
—Tienes miedo… sí que lo tienes…
—Eres un cazador desalmado —dijo la niña de repente— ¿acaso no has pensado en su madre, o en sus hermanos, o siquiera en él mismo?
—No niña, no lo he hecho —dijo el cazador con una sonrisa irónica a flor de labios. Cuando se caza no se piensa en esas cosas. Se mata, niña… se mata y listo.
La niña echó a correr. Saltó por encima del cervatillo y tras caer unos de sus pies pisó la sangre, ahora pegajosa y fría, que había formado ya un gran charco.
—Corre… ¡sí!, ¡corre!... huye… haz lo que siempre haces… ¡No cazaré más nada para ti!, ¡eres tan floja como tu madre y como todo su linaje!
El cazador apartó el rifle, y se sentó al lado del cadáver del animal. Pasó un rato allí, en silencio, observando los ojos enormes y brillantes que declaraban una muerte. En su corazón no había nada. En realidad hacía años que ya en su pecho no había corazón. “Eres un cazador desalmado…” titubeó en un hilo de voz…
Tras la huida la niña había dejado la puerta abierta y lo observaba desde el patio. Escuchó el disparo y se sobresaltó. Observó la sangre salpicar las paredes y el humo de la pólvora elevarse hasta media altura en la habitación.
—Eras un cazador desalmado… Papá… —dijo en voz baja—, ahora sí reiré…



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miércoles, 15 de enero de 2014

La puerta




a D...




Tal vez, en la lejanía, cuando ya los años suavicen y el tiempo haga una costura perfecta de la herida, D podrá volver a sonreír. No se habla de una sonrisa cualquiera, no, se habla de esa sonrisa perdida en esos días en los que el sol parecía brillar más que de costumbre, el cielo tener más colorido y los objetos mundanos parecerse a bellas obras de orfebrería fina. Esa lejanía algún día será un presente, un momento palpable, único, bien recibido, que hará volver todo a esa normalidad anhelada y urgida. Ahí, en ese instante único en el universo, seguramente D volverá a sonreír con plenitud.

D recuerda y sufre. A veces los recuerdos tienen ese tipo de estela que tras pasar por nuestra memoria hunde un filo invisible y tajea interiormente con saña. Sin embargo, en los recuerdos de D no hay dolor sino sonrisas, sonidos, y palabras de amor. El sufrimiento que lo corroe es por lo que pudo ser y no fue. Es por el análisis hipotético de lo no vivido y planeado. D sufre y por consiguiente quienes lo quieren sufren. Es una ley transitiva de la cual nadie en este mundo puede escaparse.

El día que D cerró la puerta fue un día cualquiera para el mundo en sí. Un avión hacía su vuelo rutinario a la India, un jardinero cortaba el césped en una casa de veraneo, un anciano moría en una cama de hospital, y un niño lloraba su primer diente caído. Ese día, intenso y único para él, no lo era para el resto. La puerta cerrada por D no poseía picaporte ni llave. Era inviolable. Detrás quedaba todo aprisionado, apretado, imposible de volver a tocar y percibir.

La lejanía anhelada hoy parece imposible de pensarla en su gran magnitud. Solo es un esbozo de deseo urgente cargado de bocanadas de aire. D lo sabe. En realidad él siempre supo que sería así. Se dice que el amor es efímero pero en realidad es un viejo cliché que contemporáneamente está demasiado desgastado. Es un vintage de uso fácil y superfluo. El amor no es efímero, el amor es único, irrepetible, y también irreparable. D lo sabe. En realidad lo siente siempre así: cada vez que un amor muere el duelo inicia tras cerrarse la puerta.



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