Hay lugares, como éste, donde vive N, en donde las noches son
demasiado largas, tanto que parece que nunca terminan. Comienzas viendo el
atardecer a orillas del lago y el tiempo comienza a estirarse, como chicle,
como si deseara aferrarse a toda la superficie de la tierra, para pernoctar
aquí, junto a N, junto a mí. De tan largas que se tornan las noches los
pensamientos se vuelven irremediablemente sombríos. Pocos soportan los gélidos
inviernos con una sonrisa a flor de labios de manera constante en estos lugares.
El mismo invierno hace de las suyas. Se alía perfectamente con las noches y
entreteje miles de hipótesis para que nuestra mente analice y trabaje duro en
ello. Aunque intentes evitarlo, piensas en cosas del pasado, en proyectos
truncados, en cosas tristes. Solemos pasar noches enteras frente a la chimenea
leyendo y dejándonos absorber por pensamientos que nos engullen sin piedad.
N suele buscar libros alegres, libros que realcen el espíritu en
esas noches invernales. Los lee de cabo a rabo mientras los leños crepitan y
fuera la nieve cae con más lentitud que la llegada de la oscuridad. Pasan horas
sin que hablemos una sola palabra. Ambos nos concentramos y dejamos tomar de la
mano por las historias. En ese aspecto N es como un niño dócil, al cual las
historias lo atrapan a tal punto que pierde la noción del tiempo, inclusive de
la estación donde se encuentra.
Los días de lluvia son más tristes aún. El mundo que habita fuera
de la cabaña parece querer desprenderse de toda esa masa gelatinosa e invisible
que lo envuelve para poder amanecer el próximo día más reluciente, más radiante.
Sin embargo, desde el más recóndito de los rincones del bosque, pasando por la
superficie del lago y llegando hasta la copa de los árboles, nada se desprende
de ese manto pesado que lo cobija todo.
―¿Qué leerás hoy? ―pregunté a N.
Él se acomodó en el sillón de orejas, acarició la tapa de un libro
que yo nunca antes había visto en la biblioteca, y con una sonrisa dijo:
―Relatos extraños.
Eso fue todo. Abrió el libro y comenzó su lectura.
Contemplé a N por un rato mientras leía. Poco a poco iba
perdiéndose en los relatos. Sus pupilas se contraían y expandían al antojo de
las letras. Sus labios cada tanto expresaban un pequeño titubeo, como el de
esas personas que saborean las palabras que conforman un párrafo exquisitamente
escrito. Había algo en N que ningún otro lector tenía. Seguramente no sería yo
quien lo descubriría, pues nuestra amistad tenía un umbral limitado. Sin
embargo, cuando en las noches solía mirar cómo se abstraía en sus lecturas, me
sentía satisfecho, de un modo poco usual para un amigo, más bien diría que me
sentía como un cómplice o hermano. N despertaba esas cosas en mí. Sin quererlo,
seguramente sin desearlo, lograba hacer que gran parte de mí lo apreciase como
a un ser único e irrepetible.
N continuó sumido en sus relatos mientras las horas avanzaban. El
tiempo fuera de la cabaña se había vuelto inestable. Densos nubarrones gris
oscuro anunciaron una pronta tormenta y el avenimiento de una noche temprana y
larga. Tal vez más larga que otras. Tuve el impulso de decirle algunas palabras
a N, expresarle lo que sentía por él, por nuestra amistad, por ese tiempo
maravilloso que pasábamos juntos y la vida nos regalaba. Sin embargo, no pude.
Las palabras estaban adheridas a mi garganta, aprisionadas por mis cuerdas
vocales. Solo me limité a seguir contemplando a mi amigo al resplandor de las
llamas. Cada tanto un leño crepitaba y estallaban decenas de chispas a nuestro
alrededor, entonces N se sobresaltaba, observaba la estufa y se quedaba con la
mirada perdida en ella.
¿Qué pensarás,
mi buen amigo?, ¿a qué mundos te transportarán los relatos extraños? Así
permanecía unos instantes, oyendo el crepitar de los leños, observando el
danzar de las llamas, y jugueteando con sus manos sobre las ruedas de la silla.
―¿Necesitas algo?
―No, estoy bien. Solo que me he ido. Tú
sabes. Como siempre me pasa.
Yo asentía con la cabeza. Claro que entendía lo que intentaba
decirme. Lo entendí desde el primer día que vi a N sentado en aquella silla de
ruedas, en aquella cabaña a orillas del lago, bajo ese manto enigmático del
tiempo. Querido amigo, claro que lo entiendo, quise decirle, pero solo había
asentido con mi cabeza.
―¿Sabes? En uno de los relatos se habla
de dos amigos. Dos amigos unidos fuertemente por la vida. Ambos muy golpeados
por la vida, pero aun así, amigos inseparables. Me ha gustado ese relato. Lo he
comparado en cierto punto con nuestra amistad. Creo que somos amigos así, ¿no
crees?
Volví a asentir con mi cabeza.
En realidad sí, nuestra amistad nos tildaba de amigos con un fuerte
vínculo.
Esa noche N leyó hasta de madrugada, supongo que casi hasta el
amanecer. Tras despertarme lo tapé con una manta, hice café y salí a caminar ―taza en mano― por la orilla del lago. A lo lejos
las aves levantaban vuelo para luego volver a posarse sobre la superficie calma
del agua. Los pinos y abedules oscilaban sus copas al ritmo del viento matinal.
El sol mantenía un halo de humedad alrededor de su circunferencia. A lo lejos
la cabaña parecía un objeto más del paraje. Dentro, N, dormía, tal vez
aprisionado en uno de esos mundos creados por aquellos relatos extraños. Pensé
en ese instante sobre lo asombroso de la vida, sobre las cosas que quedan atrás
y ya nunca regresarán. Seguramente aquel instante sería así. La noche anterior
ya lo era. Ya no se oía el crepitar de los leños, ni la lumbre de la estufa
hogar, ni el sonido del humo escapando por la chimenea, ni tampoco la mirada de
N absorta y perdida en la nada. Todo había quedado escrito en el tiempo y
grabado en mi memoria, en su memoria. El tiempo parece engullirlo todo, sin
piedad.
Volví al interior de la cabaña y encontré a N profundamente
dormido, en la misma posición, solo que su libro de relatos en el piso,
abierto. Lo tomé y leí un corto párrafo de su contenido.
“En la
profundidad del bosque la vida es de lo más variopinta. Hadas, duendes, ogros,
figuras fantasmagóricas, todos conviven con cierta armonía. Los cazadores se
habían internado en él en búsqueda de aquellos seres; sin embargo, el bosque
solo les ofrecía una vista sombría y vacía. La decepción se había apoderado de
ellos. Todo a su alrededor hablaba de muerte más que vida ¡¿Qué ser querría
vivir en un sitio así?!”
Tras la lectura cerré el libro y miré hacia el bosque a través de
la ventana. Estaba allí, sereno y brillante. De repente comprendí que el bosque
era para N y para mí como un ser vivo que compartía el mismo tiempo en el mismo
plano que nosotros. Por algún motivo el universo había confabulado en ello.
Creo que N lo sabía. Volví a poner el libro sobre el regazo de él. “Relatos
Extraños” decía el título con letras doradas. Seguramente no eran más extraños
que N y yo, o que el bosque y nosotros.
―Te quiero, amigo… ―susurré.
N no se inmutó. Siguió habitando esos mundos fantásticos que se
crean en sueños.
(Imagen: http://goo.gl/yLl9TC)
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