sábado, 19 de septiembre de 2015

Herencia




Mientras hablábamos, sin dejar de mirarnos y hacer ademanes, pensé que una de las cosas más extrañas de este mundo es heredar algo de otro. Fue un pensamiento fugaz, demasiado escueto tal vez para lo profundo que parece ser, no obstante, se instaló en medio de mi cabeza y ahí se acuclilló, resistiéndose a ser eliminado, evitando que cualquier otro pensamiento ocupara su lugar.

Mi interlocutora no dejaba de gesticular. La charla se había convertido con el pasar de los minutos en más que interesante. Discurríamos el tiempo por diferentes caminos temáticos. No nos estancábamos en uno, sino que abríamos un abanico amplio –tal vez demasiado- de temas, de los cuales muchos reconozco que nos herían.

Sin embargo, el pensamiento sobre lo heredado hacía mucho ruido dentro de mi cabeza. Tal vez fuera por un sueño que había tenido días atrás. Creo que eso tuvo mucho que ver. Soñé con mi álter ego. Claramente. Fue tan vívido que hasta sentí esa simbiosis inexplicable que muchas veces llega hasta traducirse como un déjà-vu.

Finalmente paré en seco la conversación, miré a mi interlocutora y sin pensarlo más largué la frase: eres igual a tu madre. Acto seguido ella quedó mirándome de modo perplejo, con cierto atisbo rayano a la ira. Un silencio lo embargó todo, y yo, sin poder soltar otra palabra, asumí la consecuencia de lo que vendría, de la mar de improperios y agravios que se producirían tan rápidamente como una tormenta veraniega.

Sin embargo, el silencio continuó. Se quedó mirándome, con los ojos cargados de lágrimas y sin pronunciar palabra. Supe que la había herido. En realidad, lo supe en el mismo instante que lancé la frase. Era una daga que viajaba con objetivo certero, y buscaba clavarse con exactitud milimétrica en ese punto justo del corazón donde se guardan los tesoros más celosos, esos que uno esconde a todos, inclusive a uno mismo.

Y aunque no se crea mi procesión iba por dentro. Viajaba a través de ese silencio que se había quedado instalado entre ambos, que yo mismo había gestado. Sentía su dolor, pero el daño ya estaba hecho. Fue una terrible ojiva nuclear detonando dentro de su ser. Sí, eso mismo, tal cual. Así, casi una implosión. Su labio inferior comenzó a temblar y supe que sobrevendría el llanto. Unas lágrimas primero, otras después, y a continuación un llanto tenue y amargo y finalmente el odio demostrado con fiereza. Ese mismo odio que desde hacía tiempo se había enquistado en nuestro interior y arremetía con fuerza para salir y dañarnos una y otra vez.

Durante todo el tiempo que duró aquella escena ambos supimos que todo había terminado, que el límite se había cruzado. Lo heredado era indiscutible, así como la teoría que lo justifica. Por eso las palabras sobraban y tan sólo las miradas se batían en contienda. Ya no había nada por hacer. Ni tregua posible. Había sido demasiado el tiempo de guerra, el tiempo del bombardeo físico y psíquico. 
Enjugó sus lágrimas con un pañuelo y repasó con delicadeza el contorno de sus ojos. El maquillaje se había movilizado como si fuera una acuarela. Sus ojos ahora se habían tornado rojizos, pero no como algo diabólico, sino más bien con un tono rojo sangre, rojo herida.

Es extraña la herencia. Heredar es tomar parte de la maleta de otro y llevarla con uno mismo durante la vida, al principio sin sentir su peso, pero luego sintiéndolo tal vez en demasía. Ella y yo arrastrábamos pesadas herencias. Demasiado para nuestras débiles personalidades. Nos dimos cuenta demasiado tarde de ello. No había marcha atrás. Habíamos transitado demasiado camino juntos y durante ese tiempo nos soltamos de la mano y nos perdimos. 

Finalmente posó la cartera sobre la mesa, guardó los anteojos, el pañuelo, el paquete de cigarrillos. El orden de guardado no importaba, tan solo se limitaba a guardar, a no dejar nada en ese otro lado del mundo al cual ya no pertenecía. Era ese lado, el cual yo aún habito, el que tanto daño le había producido... Nos había producido. Porque quiérase o no, la toxicidad de un mundo enrarecido no sólo afecta a un individuo sino a todos los que están habitándolo. Y yo no era excepción. En absoluto. También había heredado algo de ese mundo tóxico durante tantos años. Y no se trataba de ADN, sino de psiquis y costumbres. 

Una vez todo estuvo dentro de su cartera se levantó y me quedó mirando, con esos ojos color tierra joven –ahora un tanto rojizos-, que tantas veces había contemplado en mi vida. Compararla con su madre fue un acto terrorista de mi parte. Un perfecto disparo de francotirador. No había forma de evadir el impacto. Ella lo había asumido por completo. El final, la raya que lo delimita todo, yo mismo la había trazado. Dio media vuelta y sin decir palabra alguna caminó hacia la puerta y la cruzó, adentrándose a la vida, dejando detrás el mundo lúgubre y oscuro que ambos habitábamos.




viernes, 18 de septiembre de 2015

El manuscrito





Entre el olor a café recién hecho y el sonido aislado de las gotas de lluvia al chocar contra los ventanales se pasaba la tarde. Decenas de personas entraban y salían del Café. Casi todos estudiantes universitarios, veinteañeros, cargados de optimismo y presagios de horizontes de vida colmados de felicidad. Entre el murmullo incesante alguna que otra voz resaltaba, hiriéndolo todo, como también lo hacían las carcajadas en grupo, o el sonido de la máquina de café. Esa vida, tan distendida, tan deseada por muchos jóvenes era la que estábamos transitando Brenda y yo.

Ella era del sur, de un pueblito perdido a orillas de la cordillera andina. Muchos supondrían que traería consigo la timidez pueblerina agazapada entre sus trastos y que la vida en la gran ciudad la enceguecería, pero no, nada de ello jamás había ocurrido. Brenda era imponente. Poseía una cabeza soñadora en la cual flotaban cosas hermosas, de esas que a quienes nos gusta soñar despiertos o dormidos nos atraen. Tenía múltiples cualidades, y casi todas eran invisibles a la mayoría de los ojos. Por ejemplo, podía leer múltiples libros a la vez, y contarte cada historia por separado con brillantísimos detalles y una luminosidad única en sus ojos al momento de hacerlo. Yo en cambio sólo podía limitarme a uno, y con demasiado trabajo. También poseía esa magia innata en aquellos que escriben. Le gustaba escribir, sí, y mucho. Lo hacía en cada momento libre, sin importar el sitio donde se hallase. Me gustaba verla escribir. Era una imagen simple, pero a la vez fascinante. Desde la postura que tomaba su cuerpo hasta el movimiento suave y acompasado de su mano al dibujar las letras en el papel. Todo resultaba en una única escena con tintes propios, incomparable con cualquier otra que pudieses ver por allí.

Nos habíamos conocido en el primer año mientras cursábamos la carrera de Letras. De entre cientos de personas que asistíamos a los cursos tuvimos la feliz coincidencia. Desde allí nos volvimos inseparables, casi simbióticos.

Aquel día en el café mientras esperábamos a que nos sirvieran hablábamos de libros y estilos literarios. Cada tanto volteábamos hacia la ventana y veíamos caer la lluvia, mojándolo todo. Recuerdo verla sonreír más que de costumbre, cada tanto acomodándose un mechón de pelo tras su oreja y posando la punta de la birome sobre su labio inferior. Imágenes únicas. Casi indescriptibles.
Así podría definir aquellos momentos. Entre las miradas y el ambiente juvenil la vida parecía sonreírnos. Brenda me mostraba su mundo cargado de mágica luz en el cual le gustaba adormecerse, y me arrastraba siempre con ella, como invitándome a la quietud de una isla cargada de un manto de niebla en donde todo parecía tenebroso, pero debajo de esa capa reinaba mucha paz y una belleza única.

Sacó de su morral un borrador, era su última novela. Lo giró y lo acercó hacia mí. 

―Léelo ―me dijo.

Asentí y sonreí a la vez. Pude notar en su rostro el regocijo de mi respuesta. Ella quería saber mi parecer y eso para mí era algo más que importante, pues depositaba una enorme responsabilidad y a su vez un gran compromiso. 

―Es tal vez una historia trillada. Un tanto romántica y rosa. No sé si te gustará… pero haz el esfuerzo. 

Asentí nuevamente con nerviosismo, pero siempre sosteniéndole su mirada penetrante y dulce.

―Claro, descuida. 

Ese día tuve entre mis manos un manuscrito que años después leerían millones de personas en el mundo, y miles de vidas terminarían identificándose con él. No pude sentir ese potencial escondido entre las páginas de papel, tampoco los ojos avizores de los futuros lectores que recorrerían palmo a palmo las páginas del libro. Simplemente sentía que tomaba entre mis manos algo especial de una amiga, en un momento especial de su vida.

Tomamos un par de cafés y tras una larga charla nos despedimos. La vi colocarse su impermeable, su gorro de lana color rosa, y sonreírme con esa magia de siempre. Aún hoy me parece verla sonreír… Un beso selló la despedida. Una larga y eterna despedida. Tan sólo unos segundos después tras caminar unos pocos pasos escuché el chirrido de una frenada de automóvil, un grito, bullicio y llantos. Volteé con rapidez, y corrí a toda prisa. Tras llegar pude contemplar que Brenda ya no estaba, había decidido irse a escribir a otro sitio.
En mi mochila el manuscrito era su última conexión con mi persona. Siempre pensé que había sido así. Que la vida misma se había encargado que así fuera. No obstante, lucho contra aquella forma de pensar y sostengo que Brenda flota por doquier, inclusive entre cada página de su libro.


Años después, ya siendo yo un escritor que se rebuscaba la vida entre pequeñas intervenciones en diarios locales y revistas de cultura, tomé el manuscrito y lo releí por completo. Lo hice varias veces. Lo corregí y apunté varias notas sobre él. Pensé que aquello era inmenso. En ese momento tras leerlo sostuve que ya no era aquella historia escrita en papel que había puesto en mis manos una jovencita universitaria en un Café. No. El tiempo se había encargado de hacerlo madurar y la historia emanaba riqueza y poder por sí sola desde dentro de las páginas y lo cubría todo. 

Decidí entonces que aquella magia debía ser conocida, debía encontrar ojos lectores. Intenté una y otra vez que alguna editorial se hiciera con el manuscrito, pero no resultó fácil. Me movía como un rayo, pero tras las negativas caía en un mundo de luces tenues, casi adormilado. Pasaron los días, los meses y los años. Más años. Y el manuscrito siguió en mis manos, sin que nadie se interesase por él. Finalmente lo envié a una nueva editorial cazatalentos que acaba de abrir en Buenos Aires. Se notaron interesados a primeras. Se contactaron y dijeron que sí, que aquella historia tenía fuerza y que pensaban que encajaría en el mundo contemporáneo, en la sociedad actual, tan fluctuante y extrovertida.

Fueron días de alegría. El manuscrito pasó por un minucioso estudio y trabajo de parte del staff de la editorial y se hizo la primera tirada de ejemplares, la cual se agotó con increíble rapidez. Todos estábamos felices. Brenda inclusive.

Con el pasar de los años la novela tuvo varias reediciones. Se tradujo a varias lenguas y se convirtió en best-seller mundial. Una mañana lluviosa de principios de otoño una carta de la editorial fue depositada en mi buzón de correo. Mientras la lluvia caía sin cesar me acurruqué en un sillón y la leí. Hablaba de éxitos de ventas, de agradecimientos a mi persona por el vínculo, y de lo maravilloso de la trama de la novela. El corazón se anudó en mi pecho. Se compungió con fuerza. Esa alegría transmitida por aquella carta se disipaba en la niebla del recuerdo y aparecía la sonrisa mágica de Brenda aquel día en el Café. Lloré amargamente. Había un libro contando una historia romántica que daba vueltas al mundo, entraba a hogares y se colaba en distintas horas del día en la mente de millones de lectores. Un libro que transmitía la magia que una hermosa mujer había depositado en él. Sin embargo, su ausencia dejaba la felicidad trunca. Un profundo agujero oscuro y húmedo parecía devorarlo todo, opacando la felicidad y arrojando cada palabra de aquella carta a un abismo infinito. 
Me mantuve un rato más sentado en el sillón observando llover. Las gotas impactaban en el suelo tras el ventanal. Mi memoria masajeaba mi corazón, y el sonido del viento, con mucha fuerza, arrastraba las imágenes de Brenda cada vez más al interior de mi corazón…