miércoles, 17 de diciembre de 2014

Lo interesante




Estando yo sentado en una plaza, hace muchos años ya, cierta mujer de avanzada edad se sentó en el banco, a mi lado. Lo hizo de manera distraída, como si en realidad yo no estuviese allí. Miró en todas direcciones menos en la mía. Primeramente pensé que intentó ignorarme, que tal vez aquella señora ignoraba a los más cercanos, pero inmediatamente me percaté de algo extraño en su modo de mirar, como si al achinar los ojos su visión se volviera más aguda, más horadante, como si estuviera a la pesquisa de algo o alguien sin importarle todo lo próximo.
Pasó largo rato sentada sin demostrarme siquiera su existencia. Cada tanto sacaba un diminuto pañuelo floreado de su bolso, enjugaba con delicados golpecitos el sudor de su frente y lo volvía a guardar. Era verano, cerca del mediodía, el sol ejercía con sus rayos una sensación similar a latigazos desalmados. Sin brisa, sin casi sombra, permanecíamos ambos a merced del astro rey en una especie de ritual ridículo para aquella hora.
Cada tanto le miraba de soslayo. Observaba con detenimiento sus facciones y sus gestos. Debía rondar cerca de los setenta años, aunque sus movimientos y gestos parecían de una mujer aún mayor. Por momentos me intrigaba y deseaba iniciar conversación, pero repentinamente un freno interior me hacía detener. Algo me decía que aquella mujer esperaba a alguien, o en realidad buscaba algo.
En uno de esos momentos, mientras la miraba con expresión radiante, se percató de mi presencia y se sonrojó. Sus mejillas secas y prominentes se ruborizaron rápidamente. Me lanzó una mirada profunda, pero con cierto disimulo. Movilizó sus labios, con cierto nerviosismo, como suelen hacerlo las personas que de repente acumulan cientos de palabras en su boca, pero sus labios, como crueles carceleros, les impiden expresar al menos una y se debaten así entre lo ridículo y la vergüenza.
Esa escena se mantuvo en el tiempo. Duró unos segundos. Eternos. Sí, eternos. Juro que quise hablar yo primero, ayudarla a expresarse, intentar tomar su mano y rescatarla de ese pozo oscuro y ciego donde la situación la había sumergido, pero no pude. En realidad supongo que di paso al rescate, a que ella en un santiamén pudiera hacer el corte justo y necesario para escapar del aprisionamiento verbal. Me habló entonces:
—¿Mi rostro le ha llamado la atención, joven? —dijo ella.
Aquella pregunta me sobresaltó. En realidad debía yo afirmar, aseverar que así había sido, pero la respuesta ahora debería ser un poco más compleja pues ya no solo era su rostro lo que me parecía interesante y había acaparado mi atención, sino que su sola presencia y su comportamiento singular horadaban mi curiosidad.
—A decir verdad no tanto, pero sí reconozco, y por ello le pido disculpas, que su modo de mirar ha llamado mucho más mi atención.
—Parece curioso pero todos tenemos cierto misterio en nuestras maneras de mirar, ¿no le parece? Es como si allí, escondido entre velos misteriosos, residiera gran parte de nuestro ser y sólo algunos pudieran verlo…
—Es una bonita forma de pensar —acoté.
—¿Sabe? Hace unos años, bah, en realidad muchos años atrás, en mi juventud, mi mirada se perdía en la mirada de un hombre. Podría decirle que la mirada de él había secuestrado la mía. Yo era su prisionera, hasta en los modos de mirar. Él tenía esa mirada enigmática y sincera que sólo aquellos hombres con esencia y masculinidad suelen tener. Yo estaba enamorada, era joven, y observaba los matices de la vida desde todos los ángulos posibles. Siempre he pensado que esa curiosidad muy mía por observar el mundo circundante ha sido un gran don de vida. Y en aquellos tiempos mis ojos sólo enfocaban en ese hombre, en ese gran amor que tuve.
—Debió de ser algo muy intenso entonces…
—Lo fue… sí…
Callamos. Sólo por unos instantes. El sol apretaba demasiado sobre nuestras sienes. Se acercaba la hora del almuerzo y yo debía juntarme con mi esposa en un restorán cercano. En cambio la mujer parecía que podía pasar todo el día sentada allí. No había prisa en sus gestos. Cada tanto acomodaba el bolso sobre su falda y no más que eso.
—Debo marcharme —dije—, ha sido un placer haber podido charlar con usted.
—Lástima —respondió ella—, pues su compañía me gusta, me cae bien.
—Seguramente habrá otra ocasión donde volvamos a encontrarnos, aquí o en otro sitio —respondí.
—Sí, así es… en realidad de eso trata esta vida, ¿no? Las casualidades y causalidades… esas palabras tan desgastadas a las que hacen referencia los jóvenes de hoy.
—Yo creo en ellas —dije—, es más, soy un ferviente defensor de esas palabras. Creo en las casualidades y también en que todo tiene una causa. No creo en el azar. O en realidad mi porcentaje de creencia en ello es bien bajo.
Volví a posar mi mirada en la anciana y la observé con ahínco. Ella parecía desmenuzar lentamente mi razonamiento para así emitir una respuesta y continuar esa charla. Yo debía marcharme ya, pero algo me sujetaba. Me levanté, alisé los pantalones, di un par de golpecitos al sombrero sobre mi mano y esperé que la anciana se expresara por última vez. Fue entonces, al apartar los ojos de ella, que observé lo límpido del cielo y caí en lo impuntual que sería con mi esposa.
—Señora, mía —dije—, ya debo marcharme.
—Está bien, jovencito. Vaya tranquilo. Eso sí, recuerde mi rostro, al menos por el transcurso del día de hoy, pues no siempre uno se cruza con desconocidos e intercambia palabras y de allí surge una charla amena. Recuerde a esta vieja, a mi rostro, y a nuestra charla.
—Lo haré…
—Después de todo mi rostro le dejará de ser interesante con el paso de los días y las noches. Se irá desvaneciendo de su memoria y otros rostros ingresarán en ella. Pero no me preocupa. En realidad eso es algo inteligente que logra la vida, ¿no cree? Ella es tan hábil, tan ágil para poner y quitar rostros de nuestra memoria que la hace única y nos permite seguir viviendo, avanzar, y no detenernos…

Aunque muchas veces caemos… —dijo con cierta pesadumbre.
—¿A qué se refiere con “caemos”?
—A que quedamos atrapados muchas veces en un bucle de tiempo, atesorando rostros que han pasado por nuestra vida, manteniéndolos con brillo y vitalidad en nuestra memoria, y ejerciendo una presión altamente psicológica a nuestra mente. Fíjese, joven, que yo he sido una mujer así. El rostro de aquel hombre que amé aún permanece grabado a fuego en mi memoria, y lo busco, tal como era, a diario, entre la multitud, en los pasillos de los colectivos, en las largas colas de los Bancos, en acto multitudinario al que vaya. Lo busco como si deseara encontrarlo tal cual era, con esas facciones tan delicadas que sólo el amor de aquellos tiempos me permitía ver. Lo busco sin remordimientos por mi pérdida de tiempo, ¿Porque sabe una cosa?, buscar así como yo busco ese rostro lleva tiempo, se lleva gran parte de la vida misma...
Sus palabras sonaban fuerte. Aquella mujer no miraba distraídamente, todo lo contrario, observaba con minuciosidad cada rostro que la vida le ponía por delante, cada facción, cada destello y brillo de pupilas, cada mueca de sonrisa, cada expresividad, y todo en busca de un hombre que ya no sería aquel que conoció, que tal vez en ese instante estaría muerto, o no…, pero no reparaba en ello sino que ajustaba su convicción de encontrarlo con mucha más tenacidad. Me pregunté por un instante si mi esposa haría lo mismo por mí si la vida nos separara, si nos llevará por caminos distintos y nuestras vidas se bifurcaran, ¿acaso ella me buscaría así, con esa mirada, entre la multitud? No sabía qué responderme. En realidad podía ir hondamente hacia mis adentros, bajar al abismo más profundo de mis entrañas, y jamás encontraría tal respuesta. Me sentí perturbado. O tal vez enojado conmigo mismo por plantarme aquella duda y regarla para que germinara en mi interior.
La anciana se levantó del banco, acomodó su bolso en el hombro y besó mi mejilla. Me observó con muchísima dulzura. Con su mano pequeña y seca acarició mi mejilla. Sentí lástima de mí mismo. Sentí una profunda tristeza abordarme. En realidad la vida misma tenía ese tipo de juegos agridulces, un tanto amargos. El futuro siempre sería algo incierto y ni yo ni nadie podía saber qué le esperaría. Me vi repentinamente en mi vejez, tal vez en una plaza como aquella, sentado en un banco solitario, observando rostros, intentando ver lo interesante de ellos y buscando al gran amor de mi vida, ese rostro único que cambia según nuestro corazón se enamore, ese rostro indescriptible que es vacío o tiene mil formas, ese rostro que se atesora según el momento y puede perpetuarse o no en nuestra memoria según la intensidad con la cual hayamos amado.

Vi alejarse lentamente a la anciana. Observé la hora en mi reloj, ya era tarde. Seguramente mi esposa, furiosa por mi tardanza, habría elaborado una larga lista de reproches para lanzarme en la cara apenas me viera. No importaba. No me importaba en absoluto. Acomodé el sombrero sobre mi cabeza, metí las manos en los bolsillos del pantalón y caminé hacia el restorán con tranquilidad, observándolo todo, mirando cada rostro que pasaba a mi lado, y preguntándome si esas personas desconocidas buscaban también otros rostros, esos que se atesoran y uno se esclaviza por ellos para toda la vida. 









(Imagen obtenida de internet)

viernes, 5 de diciembre de 2014

Mapas de lugares que no existen



No pasaron muchos minutos, creo que fueron menos de veinte. La espera suele hacérseme imposible pero en este caso intenté que no fuera así,  dejé que todo fluyera de un modo más natural, como si las manecillas del reloj fueran verdaderas aliadas, que junto al tiempo, susurraban a mis oídos que la vida en absoluto se estaba escurriendo como granos de arena. Admito que solo observé un par de veces el reloj. El resto del tiempo lo dediqué a posar mis ojos en el mobiliario del Café, en los transeúntes que caminaban presurosos por la vereda, o bien en los mozos y en su afán por mantener la limpieza y un servicio cordial. Esa forma de matar el tiempo, mejor dicho de “amigarme con él”, hizo posible que aquella reunión no fuera una batalla campal.
Esperaba a mi ex pareja, sentado en un bar céntrico, a escasas cuadras del bulevar principal. Era un atardecer de verano, diciembre más precisamente. Demasiada gente caminaba por las calles, con el ritmo frenético y alocado de los que empiezan  a desvivirse  por las compras navideñas.
Cuando ella entró al local se detuvo unas milésimas de segundo bajo la arcada de la puerta. Supongo que fue algo instintivo, algo que desde hacía mucho tiempo antes de nuestra separación había comenzado a hacer. Enfocó mis ojos y durante ese tiempo acotado se cercioró de mi humor. Tal vez yo emití alguna respuesta que aún sigo desconociendo. Entonces ella esbozó una pequeña mueca de sonrisa, una especie de aceptación, de salvoconducto que indicaba que todo estaba en orden y mi fiera interior no andaba suelta rompiendo mesas dentro del Café.
Su nombre es Emilia. Un nombre dulce para una mujer que hace gala de ello. Nos conocimos en la universidad una tarde de otoño mientras ambos esperábamos turno en una fotocopiadora. Las cosas buenas siempre inician de un modo casi distraído. Al menos siempre he pensado eso. Le pregunté qué estudiaba, de dónde era, y terminamos hablando de la vida misma, de política e inclusive hasta de fútbol. Como todo flechazo  aquello tenía bandera verde, era una largada solo para dos corredores: ella y yo. Al principio trotamos, luego corrimos y finalmente lo hacíamos tan aprisa que comenzamos a perdernos de vista, por momentos nos divisábamos y por momentos no, todo empezó a convertirse en una soledad opresora, en una carrera de posta.
Esos días de universidad fueron lo mejor de nuestra relación. En ese punto coincidíamos ambos. El enamoramiento nos había envuelto en un capullo similar a las mariposas de seda, y nos mantuvo aprisionados, gestándonos, durante un par de años. Hacíamos el amor con todo el ímpetu y el deseo de la propia edad, pero le añadíamos el extra de las charlas pos coito, en las cuales nuestros intelectos hacían gala y también buscaban aparearse. Hablábamos de libros, de política, de descubrimientos científicos, filosofábamos lo suficiente como para que el tiempo se esfumara de manera alarmante. Es que Emilia tiene cierto poder sobre el tiempo. Hace que en su compañía todo se mueva mucho más lento, increíblemente más lento.

Colgó su bolso en el respaldar de la silla y me saludó con un “Hola” tibio y demasiado escueto. Le devolví el saludo, pero esbocé una sonrisa amplia, franca, intentando hacerle sentir que no estaba enojado por su tardanza, que me había tomado la espera con calma, que el mundo podía seguir girando sin que yo quisiera destrozarlo con mis propias manos. Pedimos un par de cafés. Hablamos de cosas superfluas, de trabajo, de la vida misma. Los minutos pasaron e increíblemente los dos nos encontramos charlando amenamente, sin discutir.
—¿Qué llevas en el portafolios? —preguntó Emilia.
— ¡Ah!, ¡sí!, te refieres a estos papeles que sobresalen… Son mapas —respondí.
—¿Mapas?...
—Sí, mapas, son unos tontos mapas que solo me llamaron la atención y decidí fotocopiarlos…
—¿Y de qué lugares son?... si puede saberse, claro está…
—Son mapas de lugares que no existen.
Emilia me miró con cierto asombro. Sonrió, libremente, con una estela luminosa sobre sus blancos dientes.
—¿Lugares que no existen?
—Así es…, no existen.
—¿Y por qué alguien querría un mapa de lugares que no existen?
—No lo sé aún —dije—, es que son curiosos, raros, y atraparon desde hace tiempo mi atención.
Se hizo un silencio incómodo por un instante.
—Podríamos ir —dijo ella mientras emitía una risita débil.
—Sí… —respondí secamente y avergonzado.

Saqué los mapas del bolso y se los mostré uno a uno. Estaban hechos en aguada sobre papel, algunos casi ilegibles, pero en realidad mostraban bastante bien los contornos y los detalles. Eran espacios geográficos imaginados. No había nada de real en ellos. Sin embargo sus formas curiosas y el solo hecho de imaginar que no existen seducían por completo mi imaginación.
—¿Crees que en alguno de estos lugares lo nuestro hubiera funcionado? –preguntó Emilia.
Me sorprendió su pregunta. No hubiera esperado nunca una pregunta así de ella tras una ruptura tan abrupta y difícil como la que tuvimos. Fue tal el aturdimiento que mi garganta se resecó de golpe. Sorbí café, observé a los mozos ir y venir con las bandejas, escuché bocinazos de automovilistas histéricos en la calle, el sonido del reservorio de agua de un inodoro recargándose. Todo aquello parecían agujas insertándose una a una en mis sentidos. Titubeé, pero finalmente respondí, y lo hice asintiendo, de un modo aniñado, estúpido, pero aseverando al fin que sí, que tal vez en alguno de esos sitios formados por el ensueño y la imaginación nuestra historia de amor hubiera sobrevivido. Apenas respondí ella sonrió, miró los mapas y se quedó con la mirada perdida en ellos. Supe que en ese preciso instante habíamos llegado a un punto de inflexión. Fue un momento extraño. Guardé lentamente los mapas en el portafolio sin decir palabra alguna.
—¿Estará allí el mapa del Paraíso? —preguntó de repente Emilia.
Esa pregunta fue impactante. El mapa del Paraíso…
—Tal vez. En realidad, ¿el Paraíso tendrá mapa? —respondí.
—¡Claro!, ¡¿por qué no ha de tenerlo?!
—No lo sé –dije—, es que siempre lo he imaginado con confines difusos. Sin límites.

Del otro lado del ventanal unos niños se detuvieron a cantar villancicos. Lo hacían a viva voz. Sonreían, se los veía muy felices. Los transeúntes les regalaban monedas, y algunos hasta se animaban a cantar con ellos. Emilia los observó con detenimiento, pero seguía ensimismada, tal vez pensando en el mapa del Paraíso.
Terminé de sorber mi café. Tomé una mano de Emilia, la aprisioné entre las mías, y dije: “Debo irme ya”. Ella asintió con una sonrisa triste.

Al salir del bar me topé con los niños. Apenas me vieron comenzaron a cantar más fuerte. Saqué unas monedas y se las fui entregando a cada uno en sus manos. De soslayo observé hacia el ventanal y allí, entrecortada por la luz del sol y las sombras, podía adivinar la silueta de Emilia observándome. Confieso que sentí un estremecimiento de tristeza en ese instante. Ella me observaba desde la punta de un continente imaginado, lejano, perdido en un universo que una vez nos había cobijado pero que ahora ya nos había botado a ambos. Yo, desde la vereda, enfocaba su silueta desde mi propio continente, en mi propio mapa, uno al cual ella no podía ni sabía cómo abordar.
Me alejé lentamente calles abajo. Ya anochecía. Pensé por un instante si en el Paraíso también estaría anocheciendo…, tal vez —me dije—, tal vez…



sábado, 8 de noviembre de 2014

Se van a gustar, se van a querer, se van a detestar



“Se van a gustar, se van a querer, se van a detestar” Esa fue la frase de mi madre el día que partió de este mundo. Se refería a mi vida amorosa, sin importar quien fuera la mujer que pudiera tener al lado. Lo dijo con tranquilidad, palabra a palabra, poniendo la pausa de cada coma y el tajante punto final en su sitio. Luego de decírmelo se quedó mirándome con sus ojos pardos cristalinos, rebuscando algún tipo de expresión que saliera de mi boca, cosa que no ocurrió, claro está. Al rato ella cerró los ojos para siempre. Aquellas fueron sus últimas palabras. Yo sostenía su mano entre las mías, y sentí el abandono de la carne pasando de la tibieza a la frialdad, tal como su última frase también lo expresara.
Ese tipo de mensajes, en momentos apropiados, suelen marcar vidas enteras. En mi caso lo hizo. Seguramente ése era el momento apropiado para emitirla, justo segundos antes de la muerte no tan advenediza. Ella debió saberlo, o al menos percibirlo. Dejó con ello una mochila de gran peso para toda mi vida. Vaticinó lo glorioso de un imperio, su caída,  y también el olvido. Seguro que lo sabía. Ella lo había vivido. Construyó un par de imperios gloriosos al lado de hombres que la idolatraron como a una reina. Luego los incendió, mató a sus súbditos, envenenó a sus perros más fieles, y asesinó al dios amatorio. Finalmente huyó quemando todo tras de sí. Vi derrumbarse esos imperios. Hui como pude de entre los escombros y las ruinas. Ella solo corría delante, con ojos llorosos, sin volver la mirada atrás, sin tomar mi mano, tan solo corría desesperadamente como si buscara una puerta que no podía encontrar.
 Después de las colosales caídas de los imperios jamás se detuvo a preguntarme si estaba bien. Solo se limitaba a mirarme a los ojos, sonreír con frialdad, y decir: “¡Vamos, que no es el fin del mundo!, ¡son los daños colaterales del amor!” Y tras decirlo, se sentaba sobre el sofá a esculpirse y pintarse las uñas de los pies. Siempre de un color rojo apagado, totalmente distinto a las llamas que dantescamente incendiaran los imperios.
—¡Mírame! —supo decirme cierta vez—, ¿qué es lo que ves?
Ese día ella se sentía plenamente feliz. Había comenzado a erigirse un nuevo imperio, justo junto a su segundo nuevo rey.
—Te veo feliz, madre —respondí con tono temeroso.
—¡Pues claro que lo estoy! —dijo—, ¡estoy nuevamente enamorada!
Y esa era la piedra filosofal, ya plantada justo delante del gran palacio, que recibía a cualquier desconocido y hacía conocer el estado de la nueva conquista. Entonces los quería. Iniciaba un poético e idílico mundo en el cual todos girábamos con cierta gracilidad. Yo era su satélite favorito. Nos cruzábamos cada tanto pero jamás nos eclipsábamos. Ella permanecía en un estado de gracia constante mientras el imperio florecía y el amor sostenía todas las columnas. Siempre el nuevo rey era el astro mayor, al cual todos los planetas adoraban, inclusive ella.
—Verás cómo lo querrás… es un gran hombre.
Yo sabía que las estrellas mueren, se enfrían, con suma lentitud. Todos morimos… ellas también lo hacen.
Y así, los años siempre pasaron, algunas veces de manera luminosa, otros demasiado opacos. Mi madre los vivía de igual modo, en realidad ambos lo hacíamos. Los reyes solían sufrirlo, pero mi madre se encargaba de que yo no, siempre lograba de un modo u otro socorrerme, aislarme, al menos hasta la caída final, en donde ella huía con terrible individualismo y de manera despavorida.
“Se van a gustar, se van a querer, se van a detestar” ha sido un gran lema en su vida. Lo respetó siempre, a rajatabla. Quien se encontrara con ella en su corazón o en su cama lo aprendía, quien pereciera con uno de sus imperios lo padecía.



Rehenes



Esta mañana ha tenido la sutileza de tocar mi mano. Creo que lo hizo de modo inconsciente, pues no percibí ningún gesto que me demostrara lo contrario. Mantenía su rostro enjuto como cada mañana, y de sus labios no salió una sola palabra.
Su mano estaba tibia y suave. Me costó mucho recordar esa sensación que solía producirme en todo mí ser un terrible y delicado temblor. Sin embargo, como si fuese una especie de chispazo mágico, esa tibieza me despertó instantáneamente y me llevó, en un instante, a la vieja historia de mi vida, esa misma que he vivido más de sesenta años a su lado.
Lo más difícil ha sido percatarme que solo fue un roce involuntario. Algo no deseado. Las personas suelen hacerlo. Se tocan, pero no se sienten. Ese es un gran pecado y una verdadera ofensa para la vida. Debo aclarar que tampoco esperaba el roce. Fue algo inesperado. Grato, pero inesperado.
Después de tocarme siguió poniendo el mantel, colocó las tazas de té, las tostadas, la tetera caliente, el jarro con azúcar. Se sentó en frente y comenzó a sorber con lentitud su té, como lo hace cada mañana desde hace sesenta años, inclusive a observar por la ventana con la misma mirada de siempre, esa que está cargada de curiosidad como si se tratase de un par de ojos de niño a punto de abalanzarse sobre un nuevo mundo por descubrir.
Yo, desde mi lugar en la mesa, observaba su mano, esa misma que me había tocado hacía unos instantes. Se mantenía casi inmóvil si no fuera por el temblor de la edad. Se la veía descansar sobre el mantel floreado. Pensé que tal vez su mano sí se había percatado de mí presencia al tocarme, y seguramente lo había hecho. Soy de los que sostienen que no hay corazones fríos en el mundo, aunque muchas veces me cueste creerlo (y mucho más sostenerlo). Su mano aún debía de mantener mi esencia, por ello sonreí. Mis labios se movieron con vergüenza esbozando una diminuta, casi imperceptible sonrisa, que irradiaba una felicidad contenida por años, casi ya olvidada en el andamiaje del tiempo ¿Dónde había quedado aquella chica de sonrisa resplandeciente y manos gráciles y cariñosas? Yo no lo sabía. En un momento de descuido se esfumó de mi lado, y al percatarme de ello supe que ya no regresaría. Se trata de esas noticias que jamás esperas recibir. Son similares a la muerte, o en realidad son parte de ella. Nadie dijo que la muerte engloba solo un instante. Se muere de a poco. Con lentitud. Como cuando se apagan una a una las luces de una casa antes de ir a dormir. Del mismo modo ella se apagó a mi lado.
Ahora, mientras sorbía su té y miraba a través de la ventana, huelo el perfume de los jazmines en flor de nuestro jardín. Ese olor inunda toda la estancia. La carga de una poesía única, pero a la vez inconexa con nosotros dos. Lo que antes supo unirnos y sellar nuestro amor ahora tan solo es parte de un engranaje averiado por el tiempo.
Bajo la mirada y vuelvo a observar su mano. Sigue reposada sobre el mantel. Parece muerta, pero no lo está. La muerte ya tomó otros rehenes y su mano no está entre ellos.



miércoles, 5 de noviembre de 2014

Antropología



Algunos antropólogos hablaban sobre la desnudez y la Tierra. Cuchicheaban entre ellos. Eran susurros de los cuales alguna que otra palabra se escabullía y oídos ajenos las robaban para sí. Entre ellas algunas eran entendibles y otras realmente inconexas. La única mujer del grupo entonces expuso su teoría. De pie frente al resto, con la frente cargada de sudor por el intenso calor de la noche veraniega, miró a sus compañeros y comenzó a hablar con un tono cálido y firme. Ahora solo sus palabras lo llenaban todo.
En su teoría hablaba de los hombres primitivos contemporáneos, de sus relaciones con el sexo y de la forma en que estos entendían a la mujer desde lo sexual y a la madre Tierra. Sus colegas, absortos ante la exposición, contemplaban en la femenina antropóloga a una mujer con destellos únicos. En cambio ella solo reparaba en el eco que producían sus palabras representando su propia teoría, esa misma que le había llevado unos cuantos años desarrollar.
Decía entonces que los primitivos actuales son como los nómades de antaño, a los cuales les encantaba movilizarse por la tierra de un lugar a otro sin echar raíces que los sujetaran. El hombre actual se desnuda sin tapujos y le da lo mismo si es sobre la tierra o sobre el mar. Pero si es sobre la tierra se postran sobre ella, y hacen el amor con cuanta fémina se encuentran; en cambio sobre el mar son más temerosos por lo desconocido. Eso da una idea de tierra fecundada —expresó—, de macho que esparce su simiente por poblados y ciudades con y sin nombres.
Luego, tras terminar de exponer su teoría, la antropóloga observa la mirada de sus colegas y se percata de que su teoría es cierta. En las distintas formas de mirarla percibe la lujuria, el deseo, el frenetismo irrefrenable del deseo sexual. A ninguno de ellos le importa el sitio y el ámbito donde se encuentran. Traga saliva y sus pensamientos la aturden. En realidad quisiera que nada de eso sucediese pues ella sostiene también que aquella teoría, por más cierta que la considere, no se aplica a ella, pues es ella misma quien hace cierta salvedad a lo expuesto, al desear a las mujeres más que al mismo hombre primitivo.



martes, 4 de noviembre de 2014

Puntos suspensivos



Cierta mañana lluviosa, mientras caminaba presuroso por las calles céntricas, en una esquina con semáforo me encontré a un hombre desgarbado y melancólico. Miraba hacia las luces del semáforo de un modo extraño, casi ido. Tras ponerse la luz en verde comencé a cruzar la calle y noté, de soslayo, que aquel hombre permanecía sobre la acera sin inmutarse, como hipnotizado por las luces. Volví sobre mis pasos y le hablé. Primero fue un saludo cordial y una mueca de sonrisa. Luego la pregunta que haría de epicentro:
—¿Necesita ayuda para cruzar, señor?
El anciano solo atinó a sonreírme. Tenía una bella sonrisa, debo admitirlo, al igual que esas personas que al sonreír parecen cambiarle la perspectiva del mundo a uno.
 —Le agradezco, joven, pero aquí estoy bien… —dijo.
Sorprendido por su respuesta sentí la necesidad de seguir camino, pero antes de marcharme volví a preguntar:
—Seré curioso, ¿qué hace usted en esta esquina?
—Observo las luces —respondió.
—Sí, me he dado cuenta de eso… ¿y qué ve en ellas?
—Muchas cosas, joven. Tantas que hay momentos que me abruman.
No había duda que era un anciano bastante especial. La forma de mirarme y de responder era casi angelical. Su voz suave, pausada, y su sonrisa franca en plenitud, todo irradiaba cierta paz… ¡hasta su sinceridad lo hacía! Con un gesto de aceptación le sonreí y coloqué el sombrero sobre mi cabeza. Me despedí con un apretón de manos y avancé para cruzar la calle. Tras dar los primeros pasos escuché su voz tras mi espalda.
—Si vuelve a pasar por aquí en otro momento le diré con más exactitud lo que veo, joven. Hoy solo ha sido un poco de mi vida. Unos cuantos puntos suspensivos…
Volteé, lo miré a los ojos, y pregunté:
—¿Puntos suspensivos?
—Sí —asintió el anciano—, así son las vidas, meros puntos suspensivos. Fíjese, joven, que esa unión de caracteres de imprenta son lo mejor de la literatura que puede emparejarse con la vida misma, ¿o acaso su propia vida no está llena de puntos suspensivos?
Nos miramos en silencio unas milésimas de segundos hasta que el claxon de un automóvil me sobresaltó. Crucé rápidamente hacia la acera de enfrente y desde allí contemplé unos instantes más al anciano. Al llegar al cementerio, me arrodillé con lentitud sobre la tumba de mi hijo. Dejé el sombrero sobre la lápida, le coloqué las flores al lado de su nombre. Miré al cielo, suspiré hondo y pensé en las palabras del viejo. Mi vida, sin haberlo pensado jamás, estaba llena de puntos suspensivos…


domingo, 14 de septiembre de 2014

Cielos



Especialmente en los días de primavera, cuando la cálida brisa se percibía con todos los sentidos durante los atardeceres, el joven Joaquín Espinilla caminaba rumbo a los límites de la ciudad con un único fin: recostarse sobre el pasto, en completa soledad, y observar el peculiar encanto que dejan ver la luna y el sol cuando intercambian posiciones. Llevaba haciéndolo durante años, desde su niñez. Había empezado en el patio de su casa natal cuando su abuela materna solía observar el atardecer sentada en una silla mecedora, balanceándose al compás de un tarareo lánguido de un viejo tango de Gardel. Fue ella quien con sus miradas perdidas en los matices celestiales contagió lentamente los sentidos de su nieto y plantó en él la semilla de la admiración por tan bellos momentos. Con el paso de los años su mismo nieto recordaría esos atardeceres con un enorme beneplácito, sintiéndose contenido por una atmósfera única que su propio cerebro y mente producían tras avivar esos recuerdos.
La vieja, con sus manos temblorosas y surcadas por arrugas que hablaban de otros tiempos, solía sobresaltarse cuando su nieto la observaba en silencio.
—Joaquín, ¿qué haces allí?...
Y el niño sólo se limitaba a mover su cabeza en signo de asentimiento, sin pronunciar palabra alguna, sorprendido, y con mucha vergüenza, con la culpa a flor de piel por haber invadido de algún modo la comunión ininteligible entre el cielo y su propia abuela.
De ese aprendizaje silencioso y duradero fue que Joaquín Espinilla comenzó a amar el cielo. No había nada comparable con aquello para él. Sus amistades, su propia familia, inclusive su esposa, no podían entender qué era lo que llevaba a Joaquín a tener esa gran devoción. Sin embargo todos mantenían un respeto tácito al respecto y jamás nadie preguntó o increpó al joven por ello.

En la primavera de 1994, tras varios días de copiosas lluvias, una buena tarde el agua cesó de caer de repente; un gran hueco se había abierto en medio de la bóveda celeste y por allí podía observarse un cielo prístino que enviaba tibios rayos de sol a la superficie de la tierra. Ese atardecer apareció resplandeciente de la nada misma. Joaquín Espinilla no lo dudó un segundo y se dirigió a los descampados aledaños a la ciudad. Se había subido alegremente a un viejo ciclomotor y esquivando charcos enfilaba hacia la avenida principal, esa misma que corta a la ciudad en dos mitades, casi simétricas. Anduvo largo rato hasta ubicar un descampado solitario, sin nadie a la vista. El viento corría con fuertes ráfagas que se llevaban consigo los nubarrones grises y dejaban el celeste más puro en su lugar. Por donde se mirase había barro y yuyos mojados. No había un sector donde poder recostarse y observar el atardecer, pero aun así no dejó pasar la oportunidad y se recostó igual sobre el suelo barroso. Terminó de observar cómo desaparecían las últimas nubes y se regocijó ante el olor a vergel puro que el viento arrastraba. Olores a flores que habían sido acariciadas por la lluvia y bendecidas por el mismo cielo. Recordó a su abuela en tardes similares, en las cuales después que las lluvias amainaban, un tremendo arco iris se presentaba en el cielo como un enorme y desfachatado pincelazo de pintor bohemio. A lo lejos, un par de perros ladraban con insistencia, jugaban y se corrían. Pájaros de varias especies surcaban el cielo con vuelos errantes, algunos con trinos y otros en silencio. Pero en los olores florales residía lo que más le atrapaba los sentidos: rosas, jazmines, malvones... Joaquín amaba aquella escena sin entender tampoco el porqué.
Esa misma tarde, cuando el barro ya había helado su espalda, de repente los perros se callaron y los pájaros dejaron de trinar. El cielo se limpió y el viento cesó. A lo lejos pudo divisar una silueta que se recortaba entre el cielo y la tierra, que se movía, avanzando, y se dirigía en su dirección. Sobresaltado se incorporó y observó el acercamiento. En un instante la silueta tomó forma humana, más precisamente de mujer. El nerviosismo se apoderó completamente de Joaquín Espinilla. Sus manos sudaban, como así también su cuello y su torso. La mujer que ahora se encontraba frente a él era de una belleza natural esplendorosa, cautivante. Se miraron en silencio un instante que pareció eterno.
—¿Qué observabas? —preguntó la mujer.
—El cielo...
—¿Qué hay en el cielo?
—Supongo que todo lo que me gusta —respondió Joaquín a media sonrisa.
La mujer parecía haber caminado durante mucho tiempo, en sus ojos se adivinaba el cansancio, pero era su manera de mirar lo que atrapaba y hacía olvidar el resto.
—¿Puedo? —dijo a Joaquín indicándole el suelo.
Él asintió, así como lo hacen los hombres asediados por Cupido y que finalmente terminan siendo frenéticos trofeos.
Ambos se acostaron en el suelo, de espaldas, casi tocándose, y observaron en silencio el cielo durante un buen rato. Esa tarde de 1994 pasó rápidamente, así de rápido como se despejó el cielo tras la tormenta. La mujer luego de un larguísimo rato en silencio se volteó de lado, y ya casi con la oscuridad de la noche sobre sus cuerpos, se quedó observando fijamente a Joaquín.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente el joven.
Pero ella esa vez no respondió. Se limitó a seguir observando el rostro de Joaquín con más firmeza que antes.
—En realidad supe al momento de hacerte la pregunta que no me contestarías. Es más, dudaba en preguntártelo. Pero sé que no eres de esta ciudad. Tal vez de la ciudad vecina, o de los pueblos de más al sur. No conozco a todos, pero sé que no eres de aquí.
—No, no lo soy... —dijo ella.
La mujer mantenía una sonrisa triste. Parecía costarle demasiado trabajo sostenerla. Irradiaba cierta frialdad cargada de una tristeza demasiado lánguida, que traspasaba las pupilas de Joaquín Espinilla llegándole directo a su corazón. Ambos se incorporaron y se contemplaron en silencio las siluetas que apenas se distinguían bajo el nocturno.
—Debo irme –dijo finalmente ella. Se paró, acomodó su ropaje y sin despedirse comenzó a caminar en la misma dirección desde donde había venido.
El joven solo se limitó a observarla. Ninguna palabra pudo salir de su boca, ni de sus labios sellados por el desconcierto que aquella mujer le producía. Esa noche al volver a su hogar su esposa cenaba, angustiada como cada vez que él desaparecía en busca de sus imágenes celestiales. Miró a Joaquín a los ojos intentando descubrir algo que ya no conociera de esos días en los cuales su esposo observaba el cielo, pero no encontró nada, solamente la misma mirada y el mismo comportamiento que él tenía al volver de observar sus cielos. Joaquín avanzó hasta su habitación, se quitó la ropa embarrada y tras meterse a la ducha, abrió el grifo de agua caliente y se acuclilló en el esquinero, pensativo, con la mirada roma, perdida en el camino de aquella mujer enigmática que había conocido y preguntándose de dónde habría salido y hacia dónde había partido.
Semanas después, ya en su quehacer diario y enfocado completamente en su trabajo, la imagen de la mujer enigmática había desaparecido por completo de su mente. No la recordaba en absoluto. Aquel acontecimiento había quedado sepultado en la inconsciencia; sin embargo el tiempo se encargaría de que eso no fuera tan así.

En el invierno de 2014, ya muchos años después de aquel acontecimiento, Joaquín Espinilla tenía a su cargo una familia bastante numerosa: su esposa de toda la vida, y tres pequeños y traviesos niños que hacían el deleite de su vida. La familia se había afianzado fuertemente a lo largo de los años, sin fisuras y con una solidez que era envidia de todos. La esposa de Joaquín Espinilla ya no se preocupaba por las salidas de su esposo en los atardeceres, como así tampoco en las noches demasiado estrelladas (algo que también a él le gustaba observar). Con el paso de los años esa manía de observar los cielos fue desapareciendo lentamente de él, inclusive hasta el punto casi de extinguirse. No había nada en particular que hubiera sucedido para ello, aunque tal vez para Joaquín Espinilla ya no había cielos por ver ni descubrir.
Un día de ese invierno una gran nevada cubrió toda la ciudad. Por donde se mirara todo permanecía cubierto por un blanco inmaculado. Los copos de nieve se asentaron con docilidad sobre cada objeto que encontraron a su paso y fueron construyendo gruesas capas hasta cubrirlo todo. Hacía años que la ciudad no se veía de ese modo. El frío se hacía presente y los hogares a leña dejaban escapar una densa humareda para poder calefaccionar el interior de las viviendas. Los vecinos a media mañana salieron a despejar la nieve de las veredas de sus casas y de los garajes. Usaban palas especiales para la tarea. Joaquín Espinilla también había salido a despejar la nieve, y mientras lo hacía sucedió algo incomprensible: a unas dos cuadras de su casa, en medio de la calle, mientras la nieve aún caía esporádicamente, una silueta caminaba en dirección a él. Al principio pensó en algún vecino, pero le llamó la atención que caminara por el medio de la calle y con suma lentitud. Posó la pala y observó con más detenimiento. Su mente se llenó de estupor cuando cayó en la cuenta que era aquella misma muchacha que había visto hacía casi veinte años atrás en el descampado tras la lluvia. No había envejecido, y se mantenía vestida con la misma ropa. Cuando la mujer estaba ya próxima a él lo observó con detenimiento durante un instante. De repente la calle pareció enmudecer. No pasaban automóviles ni había vecinos quitando la nieve. Solo el ulular del viento que cada tanto traía consigo puñados de nieve en jirones. La mujer llegó hasta Joaquín Espinilla y se detuvo en frente suyo.
—¿Cómo has estado? –preguntó ella.
Joaquín Espinilla tragó saliva. Su estupor seguía siendo gigantesco. No podía concebir lo que sus ojos observaban ¿Acaso aquella mujer no había envejecido ni un año?
—Mmm… mmm… muy bien… —respondió Joaquín.
Ella le sonrió. Lo hizo con el mismo dejo lánguido que lo había hecho la vez anterior, como si una enorme tristeza aun fuera parte de ella y reptara a través de su sonrisa. Se contemplaron en silencio durante un instante y luego ella lo tomó de las manos.
—Me temes… no tienes por qué… ¿acaso te he hecho algo?
Joaquín negó con la cabeza.
—Entonces no me temas.
—¿Quién eres?, ¿al menos dime eso? –preguntó nervioso Joaquín.
—¿Acaso importa quién soy? –respondió la mujer—, ¿es tan importante para ti saber quién soy?
—Sí, lo es…
—Pues bien, te diré quién soy… o mejor dicho quién fui, porque lo que ahora ves y tocas ya no es, sino que fue. Y aunque parezca extraño fue hace mucho tiempo, tanto que hasta yo misma me sorprendo.
—¿Estás muerta? –preguntó Joaquín—, ¿eso quieres decirme?
—En teoría sí, pero yo suelo decir que he quedado atrapada en un hermoso pasaje entre la vida y la muerte. Es un corredor infinito y hermoso que me permite día y noche observarlo todo. Hay dos puertas: una por la cual ingresé al corredor, y otra a la que sé que debo llegar pero no he logrado alcanzar. Mientras tanto sigo caminando, en un tiempo infinito, observándolo todo.
—¿Y qué observas?
—Todo… principalmente la belleza. Así, como lo haces tú.
—Me gusta observar –acotó Joaquín.
—Lo sé, y me agrada. Te he visto  observar los cielos desde niño. Los observaste siempre con gran entusiasmo como si quisieras descifrar algún enigma atrapado en ellos. Y tienes razón si eso buscas, pues los cielos están repletos de enigmas, tantos que son infinitos. He visto tu belleza al mirar Joaquín, y por eso abandoné por un instante el corredor para visitarte, para observar desde tu perspectiva la belleza que observas. Tus ojos se cargan de esa luminiscencia que solo los que escudriñan con detenimiento los misterios de la vida poseen. Tienes el don de observar la belleza de la vida.
Joaquín permaneció aturdido por aquellas palabras.  Ella en cambio se le acercó y lo besó en la mejilla. Fue un beso frío, de unos labios cargados de muerte.
—Volveremos a vernos –dijo ella, y dándose media vuelta retomó su cansino caminar por la misma calle por donde había venido.
Pronto desapareció. Los automóviles comenzaron a aparecer de la nada, los vecinos comenzaron a palear nieve, el bullicio del barrio se dejó oir nuevamente, inclusive la nieve cayó más copiosamente.
Esa misma noche Joaquín Espinilla al acostarse evocó lo sucedido. Cuando ya el sueño lo tenía entre sus fauces pareció ver el rostro de la mujer en las sombras que proyectaban las luces de mercurio de la calle en las paredes de su habitación. Se sobresaltó, pero asumió que solo lo imaginaba, o al menos quiso entenderlo así. Cerró los ojos y al instante los abrió en un pasillo luminoso. Detrás de sí había una puerta blanca, grande, completamente cerrada. El pasillo se perdía en el horizonte y a los costados, lo que serían las paredes, eran transparentes y por ellas se podía observar todo, absolutamente todo. Comenzó a caminar y veía la vida de sus amigos, de sus hijos, de su esposa, la vida de personas desconocidas, lugares que jamás había visitado, y también cielos magníficos que jamás había pensado que existieran. Caminó y caminó sin detenerse, sin sentirse cansado, observándolo todo y embriagándose de belleza. Vio a su esposa llorar, cargada de angustia, y no entendió el porqué. Sus hijos también lloraban y abrazaban a su madre. Los vio crecidos, inclusive con nietos suyos en los brazos, meciéndolos con amor. Aquello producía mucho desconsuelo y congoja en Joaquín Espinilla. Tras ver esas imágenes se detuvo y quiso volver, pero la puerta que tenía en un principio a sus espaldas había desaparecido por completo. Ya no había retorno. Decidió seguir avanzando, y entonces se echó a correr. Lo hizo con mucha velocidad, con toda la fuerza que podía sentir en su musculatura, sin embargo no sintió jamás el cansancio. Su cuerpo corría, las imágenes se sucedían en las paredes, pero no se cansaba, ni siquiera jadeaba. De repente se detuvo y se preguntó si habría enloquecido. Entonces la respuesta apareció ante sus ojos. La misteriosa mujer caminaba lentamente hacia él. Esta vez no había sonrisa en su rostro, sino una parca seriedad. Ya delante de él la mujer lo tomó de los hombros y lo abrazó con fuerza.
—Bienvenido –dijo ella.
Joaquín cerró los ojos tras escuchar aquella frase y al volver a abrirlos observó un cielo majestuoso, de un celeste puro, con nubes gigantescas que se elevaban como enormes murallones de un color blanco inmaculado. Rayos de sol las atravesaban y brillaban con una claridad inaudita. La imagen era de una belleza descomunal. Se sintió solo, con tristeza, atrapado en los brazos fríos de una mujer desconocida. Sintió la ausencia de los seres amados y quiso estar muerto.


En la mañana de 12 de julio de 2014 los diarios locales hablaban de una horrible muerte. Un hombre de unos cuarenta años se había suicidado arrojándose desde el balcón de su departamento. Su esposa –decían las noticias— había intentado detenerlo, pero él tras levantarse de la cama caminó sin detenerse hacia el balcón, como si una fuerza extraordinaria lo atrajera y lo condujera involuntariamente. Al llegar al balcón se paró sobre la barandilla y simplemente se dejó caer. Esa noche el cielo se vestía de un modo especial, pues era noche de luna llena, una luna enorme, anaranjada, que lo iluminaba todo, inclusive hasta la propia muerte.


viernes, 15 de agosto de 2014

Quien habita en mí



Lo que toco se deshace. Es algo inevitable. Sucede desde que tengo memoria. Y no me estoy refiriendo a cosas materiales, no, sino a esas cosas invisibles que todo humano lleva dentro y ninguno sabe explicar bien que son. He llegado a maldecirme. En silencio oro con los ojos cerrados invocando a un único Dios, o también a varios —muchas veces me es indistinto—, sin llegar jamás a obtener respuesta alguna.

Mi modo de tocar es sutil. Llega al punto de no darme cuenta que lo estoy haciendo. Pero es el tiempo y la vida misma quienes con su dedo hostigador me señalan acusatoriamente haciéndome caer en la depresión y la culpa. He roto corazones, mentes, almas, sentimientos, inclusive hasta espíritus. Se han deshecho delante de mí, pulverizado, evaporado…

¡Bravo! grita esa parte endemoniada que me habita. Se sonríe desde los rincones de mi profundo yo. Sus ojos, luminosos e incandescentes, brillan fantasmagóricamente cada vez que tiene éxito. Y yo sucumbo. Caigo en picada libre a un abismo cuyas fauces me devoran con serenidad, paladeando a gusto mis penas y dolores.

No hay nadie que ya quiera acercarse a mí. En el pueblo la noticia corre como reguero de pólvora y los pueblerinos me rehúyen, evitándome en todo aspecto, incluso lo hacen hasta los animales. Mi punto de hartazgo se ha superado hace ya mucho tiempo, tanto que casi he perdido la cuenta. Era un adolescente cuando me percaté de la bestia que habita en mis cavernas interiores, y con la cual comencé a llevar terribles batallas en noches de sueños e insomnio. Pero jamás desistió. En realidad le encanta habitar en mí.

domingo, 6 de julio de 2014

La gente conectada



Entre la multitud avanzo con paso apretado casi sin que nada me importe. Hay cientos de personas, miles, muchos miles. Todos caminan ensimismados, repletos de sí mismos. Las miradas se entrecruzan, otras no, siguen perdidas y abstraídas en pensamientos lejanos, en comunicaciones por smartphones, o simplemente bajo el hipnotismo seductor de un par de auriculares conectados a un dispositivo digital que reproduce música. Camino entre la gente con señal, entre la gente conectada. Me siento extraño al no estarlo, pues yo en ese momento no tengo señal alguna a la que aferrarme, solo me tengo a mí, a mi propio interior, a mis pensamientos libres y alocados, a mi prisa y a mi genio.

La multitud me deja avanzar sin inconveniente. Me esquivan y los esquivo. No hay roces, ni choques, ni siquiera un mínimo malentendido. Todos se mueven –incluido yo- con el más perfecto y sigiloso paso cansino y urbano. En realidad todos nos dirigimos a un punto de llegada en donde algo o alguien nos esperan. Enfocados en ello se avanza sin percatarse que alrededor hay vida, personas, historias.

Me cruzo a un niño sobre una patineta, con casco, rodilleras y la mirada perdida en el cordón de la vereda. Pasa a mi lado sin siquiera percatarse de mí. Lo observo, sus oídos llevan embutidos un par de auriculares que seguro desparraman por su cerebro la música que le gusta. Se aleja. Jamás estuve a su lado, o al menos jamás se percató de ello.

Avanzo calle arriba y ya la gente va raleando. Ya no son miles, ahora son unos pocos cientos. Miro hacia el cielo y veo como una bandada de pájaros revolotea entre los edificios vecinos. Entonces percibo que soy el único que está mirando hacia arriba, al cielo, al infinito. Todos miran hacia delante. Esos pájaros siguen revoloteando hasta que encuentran un nido hecho justo en un esquinero de un gran cartel de una empresa financiera. Debajo del signo “$” sobresalen las ramitas del nido. Me pregunto si habrá pichones, si habrá vida ahí. Es imposible saberlo, así, como muchas cosas que nos preguntamos y de las cuales no podemos obtener una respuesta certera.

Falta poco para llegar a mi departamento, la noche está cayendo y el gentío ahora cambia de rostros, como si fueran máscaras que llevaban debajo del brazo y ahora han sido colocadas por orden de alguna alarma invisible que les hubiera indicado el momento exacto para ello. Sus ojos se vuelven fríos, histéricos, cargados de ese emanar nervioso que se apodera de la gran mayoría al momento de retornar a sus hogares. Por la calle el tránsito se congestiona, el humo sale de los escapes, el ozono sigue abriendo su pecho en el cielo, las luces de los faros ya detectan el anochecer instalado.

Una mujer camina delante de mí con libros debajo del brazo. Los lleva correctamente ordenados, con cierta prolijidad que huele a histeria. Intento ver los lomos; solo percibo leer un par: “Ulises / James Joyce”, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo / Haruki Murakami” Intentaría concluir algo pero no lo hago, muchas veces esas conclusiones son erradas, tildan de manera equívoca y galardonan a snobs como intelectuales. La mujer se aleja, en realidad la dejo ir, desacelero mi paso, intento en realidad alejarme yo mismo de ella, como si algo me invitara a hacerlo, a distanciarme de lo nocivo.

Al llegar a la puerta del edificio intento abrir la puerta y la vecina del noveno piso me gana, abre ella primero y deja pasar a su perro, una suerte de animal con forma de adorno imbuido en costumbres de fino caminar y ropa canina. Me mira, me observa de pies a cabezas, mete su otra mano a la cartera que cuelga de su hombro y tomando un smartphone de alta gama responde con un “hola” y una falsa sonrisa una llamada. Agarro la puerta antes que se cierre y me adentro en el edificio. Apenas paso el umbral apoyo la espalda contra la pared y me dejo caer al piso. Sentado, observo a través del vidrio de la puerta al movimiento urbano seguir su maquinaria asesina. Siento pánico en ese instante. Quisiera gritar pero no puedo. Quisiera abrir esa misma puerta y pasar a otra dimensión, a otro mundo, pero sé que me es imposible. Entonces cierro los ojos, me termino de desconectar y alejar, al menos un instante, de la gente conectada.


sábado, 31 de mayo de 2014

El poeta

"Apoyado sobre el manillar de la bicicleta el joven poeta descendió camino al río. Solo desviaba su vista del camino cuando alguna nube, perfecta y de colores pastel, parecía moverse en el cielo como siguiendo su silueta. ¡Oh, Nube! -decía para sus adentros. Siempre encontraba un motivo poético en todo el universo circundante, pensando que el Creador había diseñado cada cosa material y viva de éste mundo como resultado de versos, de ensoñaciones, de idílica pureza.

Al llegar al río, arrojó la bicicleta a orilla del sendero. Corrió hasta un claro que se dibujaba debajo de un viejo sauce, y allí, poniéndose en cuclillas, se dispuso a contemplar la corriente, permitiéndose extasiarse con el reflejo del sol sobre la superficie, el murmullo de la correntada, el trinar de los pájaros libres sobre las ramas dormidas del cansino árbol.

En ese ensueño, con su mente divagando y su corazón lleno de poesía, sacó el ajado cuaderno y escribió versos como un poseso, hipnotizado por la escena vívida de la naturaleza y el bombeo incesante de un corazón que bullía, ignorándolo todo, y deseoso de plasmar en el papel un sentir, un momento de vida, arrancado a la propia naturaleza del mundo, para que alguien, un desconocido, algún día posara sus ojos sobre esos versos y amase entonces la poesía y al poeta."

© Miguel Luis Aguilera

sábado, 3 de mayo de 2014

El principio de todo lo demás





Una de las cosas que tanto me gustaban de Irma era su modo peculiar de ver la vida. No todas las personas tienen una mirada con detenimiento hacia ella, por lo general es muy vacua y sin sentido. Sin embargo Irma era todo al revés. Ella era una obsesionada por las conductas humanas y el eco de las mismas en la vida del prójimo y el medioambiente circundante. Me gustaba eso. La hacía, a mi modo de ver, una “chica sofisticada”

Cierto día nos encontrábamos tomando un café en la esquina de Constitución y San Martin. Sorbíamos despacio y mirando ambos hacia la ventana que teníamos al lado. De repente una mosca se posó sobre el vidrio, camino un pequeño trayecto y alzó vuelo. Esa misma acción el insecto lo repitió un par de veces más. A Irma le llamó la atención, a tal punto que en el último vuelo de la mosca estiró su mano para cazarla en el aire. Falló, pero lo hizo con elegancia. Sonrió, y bajó las pestañas con suavidad como dejando entrever que había cierta picardía en el acto fallido. Esa agitación de la mano en el aire, a conciencia, el movimiento de sus pestañas, la mueca de sonrisa en sus labios, con el fin de dar caza a la mosca, me hizo recordar a las clases de arte dramático a las cuales ella asistía. Apostaba todo lo que tenía en mis bolsillos a que el movimiento grácil que le había visto hacer correspondía a un movimiento de manos actoral aprendido en alguna de esas clases. Es que Irma era así. Ella solía decir que todo tenía que ver con todo, y que nada escapaba, pues vivíamos en un castillo de naipes y cualquier carta podía ser culpable de nuestra catastrófica caída.

Terminamos el café en pocos minutos y pasamos a hablar de esas cosas que hablan los amigos después de algún tiempo que no se ven. En realidad apuntamos siempre los mismos temas: ¿estás con alguien?, ¿has tenido sexo últimamente?, ¿seguís trabajando en el mismo lugar?, ¿tu familia sigue siendo siempre la misma?, ¿qué tal tu perro? En realidad a ambos nos daba mucha curiosidad la vida de los demás. En eso éramos muy parecidos. A veces me he preguntado si lo hacíamos porque en realidad nos importaba o porque no podíamos con nuestro espíritu de chusmas. Me arriesgo a un empate. 

-Te contaré una cosa –dijo Irma. Hace unos días estuve en el funeral de una amiga de mi madre. Fue en el cementerio parque de aquí. Había mucha gente, tanta que era asfixiante. Viendo a tantos reunidos y sollozando pensé que había sido una mujer muy querida, pero no era así, era la empleadora del casi noventa por ciento de los presentes. Como no soporté tanta hipocresía besé a mi madre en la mejilla, me aparté de la multitud, y me puse a caminar por el parque. Entre tumba y tumba (todas son iguales), una me llamó la atención, en realidad su epitafio. Era muy curioso y gracioso a la vez. Decía: “Si él me hubiera amado yo hubiera muerto de felicidad.” A renglón seguido continuaba: “No, no morí de felicidad.” Al principio me sonreí, pero después me invadió mucha tristeza ¿Acaso habrá personas que vivan sus vidas pendientes del amor de otros?

Irma lo contó muy compungida. Lo que había empezado como un relato coloquial estaba terminando en casi llanto. La tomé de las manos, la miré a los ojos y comprendí que aquella mujer que tanto creía conocer sufría de desamor. En un punto pensé hasta que la vida misma se le estaba haciendo insostenible.

-Pero no creas que yo moriré infeliz –dijo reincorporándose. ¡No! Yo voy a morir de otra manera, tal vez de la manera que menos yo misma espere o vos mismo ni te imagines. Después de todo se trata de eso la vida, ¿no?: ¡es una viva sorpresa!
Sonreí. Ahí estaba de nuevo, armada y fuerte, lista para la batalla.
-Impactaré fuerte –dijo.
- ¿A qué te refieres? –pregunté con gran confusión, pues no entendía a qué se estaba refiriendo.
-Apuntaré directo al corazón y no dejaré que se levante ni una vez. Así me aseguraré que moriré de felicidad y amor y no sola. Te lo prometo, cuando impacte, cuando mi presa caiga, ya no se parará, no, quedará ahí, tendido, resignado al amor entre mis brazos y así yo me aseguraré que yo misma moriré en paz y llena de felicidad.

Nos quedamos en silencio. Ambos volvíamos a mirar hacia la ventana mientras nuestras manos se tocaban en la mesa. Después de un rato así, en completo silencio, nos comenzamos a despedir. Ya en la vereda del Café hablamos rápidamente de otras cosas, pero ya no más de amor y muerte. Irma calzó su bolso en el brazo derecho, ajustó el cinturón de su sacón y partió en dirección contraria a la mía. Caminé unos pasos reflexionando sobre sus palabras, sobre el vuelo de la mosca, sobre el epitafio, y volteé para verla por una vez más. Iba ensimismada, con su cabellera abundante libre al viento de otoño, perdiéndose en la lejanía de la calle. La ciudad se la iba tragando. Se iba perdiendo su silueta cada vez más hasta que finalmente desapareció. Ya no estaba. Se había ido, y con ella su esencia, su gracia, su encanto, sus buenos sentimientos, inclusive la soledad de su corazón. Sentí el viento fresco darme en la cara y sonreí. Estaba vivo. Después de todo no estaba viviendo un drama sino una deliciosa comedia. El final de esa comedia no se vestía de drama, al contrario, era un canto, una invitación a vivir siempre un principio, que antecede a un fin que será el principio de todo lo demás.


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