domingo, 6 de julio de 2014

La gente conectada



Entre la multitud avanzo con paso apretado casi sin que nada me importe. Hay cientos de personas, miles, muchos miles. Todos caminan ensimismados, repletos de sí mismos. Las miradas se entrecruzan, otras no, siguen perdidas y abstraídas en pensamientos lejanos, en comunicaciones por smartphones, o simplemente bajo el hipnotismo seductor de un par de auriculares conectados a un dispositivo digital que reproduce música. Camino entre la gente con señal, entre la gente conectada. Me siento extraño al no estarlo, pues yo en ese momento no tengo señal alguna a la que aferrarme, solo me tengo a mí, a mi propio interior, a mis pensamientos libres y alocados, a mi prisa y a mi genio.

La multitud me deja avanzar sin inconveniente. Me esquivan y los esquivo. No hay roces, ni choques, ni siquiera un mínimo malentendido. Todos se mueven –incluido yo- con el más perfecto y sigiloso paso cansino y urbano. En realidad todos nos dirigimos a un punto de llegada en donde algo o alguien nos esperan. Enfocados en ello se avanza sin percatarse que alrededor hay vida, personas, historias.

Me cruzo a un niño sobre una patineta, con casco, rodilleras y la mirada perdida en el cordón de la vereda. Pasa a mi lado sin siquiera percatarse de mí. Lo observo, sus oídos llevan embutidos un par de auriculares que seguro desparraman por su cerebro la música que le gusta. Se aleja. Jamás estuve a su lado, o al menos jamás se percató de ello.

Avanzo calle arriba y ya la gente va raleando. Ya no son miles, ahora son unos pocos cientos. Miro hacia el cielo y veo como una bandada de pájaros revolotea entre los edificios vecinos. Entonces percibo que soy el único que está mirando hacia arriba, al cielo, al infinito. Todos miran hacia delante. Esos pájaros siguen revoloteando hasta que encuentran un nido hecho justo en un esquinero de un gran cartel de una empresa financiera. Debajo del signo “$” sobresalen las ramitas del nido. Me pregunto si habrá pichones, si habrá vida ahí. Es imposible saberlo, así, como muchas cosas que nos preguntamos y de las cuales no podemos obtener una respuesta certera.

Falta poco para llegar a mi departamento, la noche está cayendo y el gentío ahora cambia de rostros, como si fueran máscaras que llevaban debajo del brazo y ahora han sido colocadas por orden de alguna alarma invisible que les hubiera indicado el momento exacto para ello. Sus ojos se vuelven fríos, histéricos, cargados de ese emanar nervioso que se apodera de la gran mayoría al momento de retornar a sus hogares. Por la calle el tránsito se congestiona, el humo sale de los escapes, el ozono sigue abriendo su pecho en el cielo, las luces de los faros ya detectan el anochecer instalado.

Una mujer camina delante de mí con libros debajo del brazo. Los lleva correctamente ordenados, con cierta prolijidad que huele a histeria. Intento ver los lomos; solo percibo leer un par: “Ulises / James Joyce”, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo / Haruki Murakami” Intentaría concluir algo pero no lo hago, muchas veces esas conclusiones son erradas, tildan de manera equívoca y galardonan a snobs como intelectuales. La mujer se aleja, en realidad la dejo ir, desacelero mi paso, intento en realidad alejarme yo mismo de ella, como si algo me invitara a hacerlo, a distanciarme de lo nocivo.

Al llegar a la puerta del edificio intento abrir la puerta y la vecina del noveno piso me gana, abre ella primero y deja pasar a su perro, una suerte de animal con forma de adorno imbuido en costumbres de fino caminar y ropa canina. Me mira, me observa de pies a cabezas, mete su otra mano a la cartera que cuelga de su hombro y tomando un smartphone de alta gama responde con un “hola” y una falsa sonrisa una llamada. Agarro la puerta antes que se cierre y me adentro en el edificio. Apenas paso el umbral apoyo la espalda contra la pared y me dejo caer al piso. Sentado, observo a través del vidrio de la puerta al movimiento urbano seguir su maquinaria asesina. Siento pánico en ese instante. Quisiera gritar pero no puedo. Quisiera abrir esa misma puerta y pasar a otra dimensión, a otro mundo, pero sé que me es imposible. Entonces cierro los ojos, me termino de desconectar y alejar, al menos un instante, de la gente conectada.


2 comentarios:

  1. No sos el único.

    Hay mucho cielo allá arriba, demasiadas estrellas, tanto revolotear de pájaros, y mucha vida acá abajo, para que nos pase a todos desapercibido.

    Tu personaje me recordó a Leopold Bloom- y que conste que en aquel Dublin aún no había constelaciones de gente conectada...-


    Besos.

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  2. eso siento cada día, en la calle, en el colectivo, en los negocios, en un restaurante, aún en mi casa
    y siento que no pertenezco a esta época, sobre todo al mirar de reojo (para ver la hora con números enormes...mi problema de vista) mi pequeñito nokia gris, sin color, sin cámara de fotos, sin nada de nada, que me regalaron hace exactamente 9 años...
    y también quisiera dejarme caer al piso, y esperar que el destino me conecte nuevamente a mi misma

    un abrazo

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