domingo, 27 de diciembre de 2009

El otro


Casi sin pensarlo y ni siquiera dando lugar a la duda decidí ser otro. Nunca había estado en ese pueblo perdido en el mapa, era la primera vez que mis ojos veían sus casas recortadas sobre el horizonte y mis pies pisaban sus calles llenas de guadal y baches. En la nada, ahí donde todo parece perderse y a la vez encontrarse, estaba yo, sumergido, siendo otro. Duró pocos días lo sucedido. Menos que los dedos de una mano pero los suficientes para experimentar esa espléndida y rara sensación de convertirse en alguien que jamás pensé ser. Caminar por una calle sintiéndote un extraño es una sensación placentera y hasta intrigante que se deslizaba por mi interior como un cosquilleo al cual no podía resistirme a sentir. Nadie me conocía y a cada lugar que iba daba un nombre distinto, una profesión distinta y hasta un estado civil diferente. Si hasta yo me lo creía. Sentía, justo en el instante de la mentira, que lo que mis labios pronunciaban sobre mi persona era la pura realidad, que yo era quien decía ser, que no había ningún tipo de objeción al respecto. Yo era otro, no era el yo de siempre.

Por esos días el ser otro yo trajo algo más consigo: nuevas sensaciones. Ver todo de un modo diferente alrededor y sentir que cada cosa que uno toca o cada acto que se realiza es nuevo se vuelve una atracción casi irresistible. Aprendí a sentirme médico cirujano, a ser un limpiador de vidrios de edificios, a ser un jubilado por invalidez (algo que cuando lo mencionaba me miraban con cierta sospecha), y algún que otro oficio más. Cada día me hospedaba en distintas pensiones. Cuando me preguntaban quién era yo elegía al azar quien yo quería ser en ese preciso instante. Era como entrar dentro de un placar por la mañana apenas uno se levanta y tomar una camisa sin siquiera pensar cuál será su color o motivo. Imprevisto, espontáneo, distinto, desconocido, todo era así.

Una de las madrugadas conocí a una mujer dentro de un bar. Muy sensual, muy atractiva, de bonitos pechos. No paramos de mirarnos durante un rato largo, y con ese lenguaje de señas invisible que genera la libido terminamos finalmente acostándonos en un hotel alojamiento. El sexo anónimo suele ser liberador pero a la vez te hace presa del miedo. Una sensación de esclavitud y sumisión corre por las venas tras el coito. El sentimiento de culpa por la imposibilidad de sentimientos suele ser una daga filosa que corta, fina y delicadamente, nuestra conciencia en los momentos de quietud. El sexo fue genial. Esa mujer desconocida lo hacía de maravillas. Me brindaba la sumisión justa para florecer e intensificar mi machismo en la oscuridad. Y yo era otro, justo en ese momento era otro, y seguramente ella también era otra. Ambos parecíamos dos islas abandonadas en medio de un inmenso mar con la urgente necesidad de acercamiento y evasión de la soledad. La noche murió al amanecer y aquella mujer y yo volvimos a transformarnos nuevamente. Salí del hotel sintiéndome vacío, ese mismo vacío que hiela. Los hombres vacíos no pueden sentir, y seguramente eso ayudaba en mi metamorfosis de identidad.

La decisión de ser otro nació como una necesidad primaria, básica, invisible. No fue planeado. Mientras era otro pensé si otros habrían decidido también ser otros. Tal vez yo era el único, como si fuese un inmortal caminando de aquí para allá; pero seguramente no lo era, habría más personas conviviendo con su metamorfosis de identidad. Eso quería yo pensar, me daba pánico ser único, siempre me ha dado pánico pensar eso. Dependerá de las urgencias interiores, pensé. A veces la necesidad de ser otro es imperiosa. No recuerdo cuantas veces cambié mi identidad y cuántas veces dejé de ser yo mismo dentro mío, pero sí recuerdo vívidamente esa sensación extraordinaria de experimentar en carne propia un personaje distinto e interactuar con él y con quienes se acercaban a él durante aquellos días.

La noche del último día en aquel pueblo decidí volver a ser yo. Compré un boleto de colectivo en la terminal y me quedé esperando a que fuera la hora de regresar al mundo del cual había salido. Decenas de personas pasaron durante aquel momento a mi lado cargando sus secretos, sus miserias y tal vez su propia metamorfosis de identidad. En las sombras de la noche muchos seguramente jugaban a ser otros para así evadirse del yo del día. En cambio yo, ya cansado de aquel juego, volvía ser el mismo de siempre.

Safe Creative #0912275207704

sábado, 19 de diciembre de 2009

La noche siempre es menos cruel que el día

El día que George Harrison escribía la canción “Someplace Else” ella y yo hacíamos el amor. No sé bien en qué etapa de nuestra relación estábamos, tampoco sé si coincidía con la primera estrofa o las que continúan, pero sí sé que la tarareábamos en la oscuridad recorriéndonos los cuerpos con las manos, y besando toda aquella extensión de piel que deseásemos. Pequeños e insignificantes, así éramos en esos días, pero aunque fuésemos un punto perdido en el universo todo lo que se hallaba en él mismo convergía completamente dentro de nosotros dos.

Por las noches, en medio de la oscuridad, esa misma canción sonaba una y otra vez mientras el vinilo giraba sin agitarse en el viejo tocadiscos. Qué bonitos tiempos. Los tiempos bonitos deben atesorarse, siempre he pensado eso. Envueltos en sábanas o aún con nuestros cuerpos desnudos y empapados en sudor esa chica y yo nos atrevíamos a cantar aquella canción sin siquiera pensar si era el principio o el fin, si íbamos o veníamos, si era enamoramiento o verdadero amor. Y el miedo se hincaba en medio de la oscuridad como un alfiler profundo que se clava dentro de la carne hasta llegar a tocar el espíritu. Ese dolor fino y punzante nos daba un soplido de realidad, nos intentaba asustar y sucumbir a la idea del “dos son uno”, y aún así ninguno de los dos dejaba de cantar y abrazar y acariciar al otro.

He estado con muchas mujeres en una cama pero ninguna era igual a la anterior, ni tampoco mejor, ni mucho menos peor. En ese ring cuadrado mi cuerpo con el de ellas jugaba un frenesí único y libre. Pero todo fue hasta que George Harrison escribió aquella canción. Ese día lo cambió todo para mí y esa chica estaba junto a mí el día del cambio. Los grandes cambios se producen así, en una milésima de segundo, y por eso son grandes cambios. Pues aquel fue un gran cambio en mi vida. Dentro de aquel ring en que me sumergía por las noches con ella todo era más que armónico; y aunque ambos sin decirnos palabra alguna nos mirásemos como parados al borde de un abismo lográbamos entender e interpretar que aquel momento que vivíamos era único e irrepetible. ¿Tan difícil es entender eso?, me he preguntado muchas veces. Antes sí, me respondí, pero desde aquel día vivir el momento pasó a formar parte de los principios de mi propia vida.

No importaba si afuera había nieve, vientos huracanados o lluvia, dentro había paz. Un microclima se autogeneraba en el momento que el primer acorde de la guitarra de George Harrison sonaba en el aire transportándonos así a esa famosa nube número nueve. Y allí en la nube, la noche era menos cruel que el día y ambos podíamos amarnos, reconocernos y pensar que aunque el tiempo siguiese pasando y la nube desapareciese cada vez que escucháramos aquella hermosa canción los dos sabríamos que hay un único punto en el universo en donde el tiempo nos eligió a nosotros para formarlo.

Safe Creative #0912195155826

jueves, 10 de diciembre de 2009

La calle El Delfín









Me quedé desnudo frente a ella en medio de la habitación de un viejo hotel de la calle El Delfín. Era un barrio de mala muerte donde las putas y los proxenetas hacen patria. Sin entender el porqué intentaba taparme el pene erecto de modo tal que ella no lo viera. Tendríamos sexo, a eso habíamos ido, sin embargo yo sentía vergüenza. Jamás había tenido vergüenza delante de una mujer, sin embargo esa mujer me producía esa sensación. Se desnudó delante de mí con un mirada extremadamente sensual dejando caer su ropa a sus pies. Era perfecta. Perfectos senos, perfecto pubis, perfectas caderas, perfectas nalgas. Perfección, algo que todo hombre de manera visual y estúpida busca. No hacía más de dos horas que nos habíamos conocido en una disco a pocas cuadras. Nos vimos y de repente sucedió ese rayo de hormonas palpitantes que prontamente te asfixian. Nos buscamos y llegamos hasta la calle El Delfín. Y ahí estábamos, mirándonos, ambos desnudos, deseosos, yo con ganas de penetrarla y ella con ganas de ser penetrada.

-Te propongo un juego -me dijo antes de acostarnos.
-¿Un juego? -pregunté sorprendido. Pero no dije más que eso, pues pensé que muchas mujeres se excitan con juegos, disfraces, o cosas que dan toque distintivo al sexo.

-Sí, un juego. Quiero que me digas un nombre que te guste para vos, yo te diré otro. Pero no podrás decirme tú nombre verdadero, ni yo te diré el mío. Es una especie de máscara, o algo así.

-Pues no te entiendo bien pero hagámoslo. Esteee... me llamó, Jack.

-Hola, Jack –me dijo sonriente y extendiéndome su mano. Yo extendí mi mano y apreté la suya.

-Encantada, soy Ingrid.

Nos echamos a reír. Aquello de escuchar nuestros nombres ficticios nos dio gracia y reímos como locos estando ambos desnudos en medio de la habitación. Si una cámara hubiera grabado aquella situación seguramente calificábamos para una parodia o comedia. Realmente nos veíamos ridículos riéndonos así.

-Entonces ahora podemos acostarnos -me dijo.

-¿Ya?, ¿solo eso era el juego?, ¡qué juego más raro, Ingrid! -dije y volví a reír como un estúpido.

-Pues sí, solo eso. Suelo jugar a este juego, no creas que es tan raro.

No me gustó su respuesta. Me hizo pensar que el mismo juego lo había hecho antes con quienes se había acostado; sin embargo quité ese pensamiento de mi mente y nos acostamos. El sexo fue fabuloso, cargado de ese deseo vivo y ardiente que la piel nueva y desconocida siempre trae consigo. Quedamos exhaustos ambos boca abajo mirando el suelo. No había nada particular en aquel suelo, pero a la vez parecía que fuese un imán gigantesco que nos hipnotizara y a su vez congelara nuestra lengua para que no pudiésemos emitir palabra alguna. Así estuvimos un buen rato hasta que el teléfono de la administración del hotel llamó preguntando si deseábamos alguna bebida.

-Tráeme un whisky -dije al administrador- ¿tú quieres algo? -pregunté a Ingrid.
-Sí, otro whisky para mí -me respondió sensualmente.
-Que sean dos -dije finalmente al administrador.

Tras bebernos los whiskies apagamos la luz de la habitación y nos dispusimos a dormir. Pasados unos quince minutos Ingrid habló.

-¿Sueñas con espíritus?
-No -le respondí- ¿a qué se debe que me preguntas eso?
-Porque yo sí sueño. A veces sueño que yo misma me elevo y vuelo, recorro cielos que nunca he visto, ciudades importantes que solo conozco en fotografías y veo gente que jamás he conocido. Es raro, y da miedo. Tal vez por esos sueños le temo a la oscuridad. La oscuridad me da miedo, Jack.

Entonces la abracé fuertemente contra mi pecho. Sus senos se sentían tibios y el olor de su cabello era suave y dulzón.

-No pienses en espíritus o malos sueños. Si piensas demasiado en ese tipo de cosas entonces soñarás y tendrás pesadillas. Digamos que si haces eso es como si estuvieras invocando a que las pesadillas lleguen a vos, ¿entendés? -dije intentándo disuadirla.
-Pues lo intentaré. Aunque la oscuridad me da miedo igual.
-¿Quieres que deje la luz encendida?
-No, está bien. Abrazada a vos no tengo ese miedo, Jack.

Las palabras se silenciaron y la oscuridad pareció espesarse aún más dentro de aquella habitación. Me pareció increíble estar acostado con una mujer que solo hacía un par de horas había conocido y de pronto me confesase su miedo a la oscuridad. Esa mujer sensual y muy sexual había mostrado un lado débil, y justamente me lo había mostrado a mí, a Jack, un desconocido.

Me dormí un rato y me desperté abruptamente al amanecer. Por la ventana de la habitación entraba un pequeño haz de luz de los primeros rayos del sol. Ingrid estaba ahí, dormida, a mi lado. Miré las paredes como buscando espíritus o alguna señal, pero claro, nada anormal sucedía. Volví a mirarla y la vi tan indefensa y atractiva. Posé mi mano en su cintura y tras esa acción despertó asustada. La calmé, nos acariciamos y nos besamos.

-Ya es tarde -me dijo- está amaneciendo. Debemos irnos, o al menos yo debo irme.
-Esta bien. Vámonos.

Nos vestimos un tanto presurosos, busqué dinero en mi billetera y tras pagarle al administrador salimos a la calle. Parados en la vereda de la calle El Delfín el amanecer ya daba paso a las primeras luces del día y nos sorprendía. Nos miramos y gesticulamos una mueca de sonrisa. Su cabello lucía fabuloso y su piel dorada a los rayos del sol. Las palabras estaban de más. Nos dimos un beso en silencio y cada uno tomó para su lado. Crucé la calle y tras pisar la vereda de en frente sentí curiosidad.

-¡Ey, Ingrid! -grité. Ella se dio vuelta y quedándose quieta me hizo un gesto con su mano indicándome qué quería yo.
-Dime, ¿ya terminó el juego?, ¿ahora podrás decirme tú verdadero nombre?
-Sí, ya terminó. Pero no puedo decirte mi verdadero nombre, Jack.
-¡¿Porqué?! -pregunté confundido y con tono de enojo- ¿de qué sirve un juego que oculta los nombres verdaderos por unos ficticios?
-Es simple, Jack -me constestó- porque tras despertar y despedirnos, los de anoche no hemos sido nosotros.

Entonces volteó y comenzó a caminar. Vi como la calle El Delfín la engullía lentamente hasta hacerla desaparecer. Nunca supe su nombre, nunca volví a jugar a ese juego de pesadillas.

Safe Creative #0912105092012

viernes, 4 de diciembre de 2009

paréntesis


Una vez imaginé vivir dentro de un par de paréntesis. Eran altos, creo que estaban en negrita, se veían bien plantados en la tierra y se mantenían imponentes haciendo que los admirase. Mi mundo, el mundo que me acogía, estaba contenido dentro de ellos. Todo lo que hacía a mi vida se movilizaba dentro de los paréntesis. Mis vivencias estaban allí, atrapadas en una burbuja invisible, detrás de delimitadores que ejercian seriedad y robustez a la hora de permitirme, o no, ir más allá, o de poder realmente intentar algo nuevo.

Fue un día de esos, mientras habitaba en mi mundo acotado, que tomamos un café con ella en un bar al aire libre. No nos conocíamos, nunca nos habíamos visto ni sospechábamos quién era quién. Esas cosas suelen parecer fantásticas, pero de eso no tienen nada, al contrario, contraen los nervios, generan ansiedad y por sobre todo no traen un antídoto para la desilusión. Sin embargo nada de eso pasó aquel día. Se sentó delante de mí, se presentó extendiéndome la mano y me sonrió. Por un instante sentí que el paréntesis que cubría mi retaguardia había desaparecido. Esa sensación me intranquilizó pero a su vez me dio confianza en mí mismo. Era una de las mujeres más bellas que había visto en mi vida. Es que la belleza no solo es estética sino una gran magnitud de otras cualidades que las féminas suelen derrochar por doquier.

Hablamos poco, nos miramos mucho, nos sonreímos con complicidad durante todo el rato, y al momento de despedirnos besó mi mejilla y susurró a mi oído palabras que nunca olvidaré, no por lo que ellas significan, sino por cómo me las dijo y por cómo todas mis hormonas se alistaron en fila preparadas para la guerra tras escucharlas.

La vi perderse en la multitud y darse vuelta para sonreírme y saludarme. Entonces trepé hasta la cima de uno de los paréntesis, justo el que estaba a mis espaldas. Ahora estaba en la cima de mi mundo. Desde allí contemplé todo lo que había en los otros mundos contiguos y pude ver como ella se alejaba hasta hacerse diminuta, invisible. Algunos de esos mundos se veían acotados por corchetes, otros por ideas, otros por paredes invisibles. En cada uno se erigía un mundo distinto al mío, pero mundo al fin. En algunos se amaba, en otros se odiaba, y en otros la soledad los hacía ver como una cárcel de máxima seguridad. Abracé al paréntesis y me deslicé caída libre hacia el suelo, así, como un bombero en una emergencia de incendio.

Volví a mi vida cotidiana. Volví al trajinar diario que poco a poco me fue consumiendo sin darme un extra por todo lo que día a día he dejado. De ella me quedó el recuerdo del contacto de su piel y del tono de su voz. Por esos días pensé en los tesoros invisibles que aparecen en la vida sin aviso. Tal como si fuese un juego de computadoras, que te da vidas y premios, esos tesoros invisibles cumplen la función de hacerte ver la vida misma con otros ojos, tal vez como si fuese una especie de binoculares especiales. Así veía mi vida dentro de mis paréntesis cuando pensaba en aquella mujer.

Fue uno de esos días que me emborraché. Tomé más de la cuenta y caminé sin rumbo en medio de la madrugada. Oscuridad espesa y dolor de cabeza. Todo se movía, inclusive el mismo mundo se movía a mis pies. Me senté en el suelo apoyando mi espalda contra un paréntesis y con mi mano intenté acariciar su superficie. Me sorprendí y me horroricé a la vez. Mi mano pasó de largo, no había tal superficie, y mi espalda tan solo apoyaba en un viejo árbol de una vereda. El paréntesis no existía. Solo yo podía construirlos, pensé. Al pensar aquello tomé mi cabeza entre ambas manos y lloré. Lloré mucho. Mi mundo ya no era mi mundo y tal vez aquella mujer ya no sería la misma mujer. Seguramente todo era obra de mi imaginación. Me había encapsulado en un mundo propio, sin ver la delgada línea que me separaba de la simple realidad.

Volví a mi casa haciendo zig-zag por la calle. El alcohol ya había hecho extragos en mi estómago y el amanecer aún dormía. Me pareció presentir que las cosas a mi paso habían cambiado. Las plantas parecían más vivas, el olor que arrastraba el aire distinto y hasta las casas más decoradas o bonitas. Algún que otro perro se cruzó en mi camino esquivándome como si un ser despreciable quisiera comérselo. Tras llegar me acosté. Cerré los ojos y todo me daba vueltas. En aquella oscuridad una puerta se abrió y aquella bella mujer caminando de manera sensual y provocativa se acercó a mí. Me desnudó completamente y sin decir palabra alguna me practicó sexo oral. No podía salir de mi asombro, tampoco quería hacerlo. Ella había vuelto y ahora estaba dándome placer. Tras acabar me miró con una bella sonrisa y volvió caminando hacia la puerta y antes de cerrarla noté una lágrima en su mejilla deslizándose lentamente. No entendí lo que la lágrima significaba. Cerró la puerta y la oscuridad volvió a apoderarse de mí.

Desperté por el calor de los rayos del sol en mis mejillas. La cortina se ondeaba plácidamente por el aire fresco de la hora de la siesta que entraba por la ventana. Estaba desnudo, completamente desnudo, en mi cama. No entendía nada. Me dirigí a la ventana con un gran dolor en mi cuerpo y miré las casas del barrio. A una cuadra de distancia estaba ella, la mujer del bar. Caminaba de la mano de su esposo muy felizmente. Al final de la calle, donde el mundo parece terminar, estaba un paréntesis, orgullosamente plantado indicándome donde todo debía terminar. Los deseos, me dije, pueden convertirse en bellos sueños, y con un poco de suerte en realidad.

Safe Creative #0912045063813

lunes, 23 de noviembre de 2009

Doce corbatas




A decir verdad me gusta que Silvia sea risueña. Es contagioso, y contagiarme de esa sana enfermedad me agradaría. El martes pasado estuve a punto de decirle lo bien que me caía pero no me animé, caí en esos pozos profundos de los que no se puede huir fácilmente, me arrastraba y no pude salir hasta el otro día. Cuando estuve en la superficie Silvia se había marchado. Y una vez más la historia se repite: Silvia, yo, su carácter risueño, el tiempo que se me va como si no existiese a su lado, los momentos que atesoro cuando estoy junto a ella, su belleza, mi vergüenza, y supongo que mi amor por ella. Creo que después de todo se trata de amor, sí.
Lo que más me gusta de ella es el momento que pronuncia mi nombre, lo hace con gracia y una sonrisa más que contagiosa. A veces pienso que se transfigura en un ángel, entonces cuando estoy pensando eso y ella me observa con sus bonitos ojos yo tan solo miro fijamente el piso o cualquier punto fijo, me hago chiquito, corro, salto y finalmente huyo, lejos, tan lejos como mi vergüenza me impulsa.

Tengo doce corbatas. Todas son muy variadas, algunas con colores vivos, otras a lunares, a rayas, con

viernes, 20 de noviembre de 2009

El ser entre la espesura


Un día desaparecí en el bosque. Mejor dicho, una parte de mí desapareció en el bosque. Fue apenas me adentré. El ruido de las hojas secas que conformaban la hojarasca bajo mis pies me alertó de pasos que se alejaban. Asustado miré en todas las direcciones. A mi altura, hacia el suelo, hacia la copa de los árboles. Nada. Nada humano o reconocible se veía entre la espesura. Sin embargo fue justo en ese instante que tras sentir mi interior caí en la cuenta que parte de mí había desaparecido. Con mi mano derecha apreté fuertemente mi pecho y con la izquierda tapé la expresión de pavura que mi boca gesticuló. Empecé a correr, sin rumbo, abriendo la maleza que se presentaba delante y embistiendo los hijos nuevos de los árboles del bosque. Corrí y corrí hasta que mis pulmones me hicieron detener. Sentado en el suelo con mis brazos abrazando mis piernas cerré los ojos y busqué dentro mío aquello que yo sentía me faltaba. Ese ser que habitaba mi cuerpo había huido. Tan solo quedaba la carne y un hálito de vida para movilizarla ¿Porqué habría huido mi ser interior? La respuesta a esa pregunta me atormentaba terriblemente.

Así, en esa posición casi fetal me quedé un rato largo. Tenía frío y miedo. No sentía la calidez y la valentía que sí me daba mi ser interior. Jamás había desaparecido en el bosque. Muchas veces mi interior quiso desaparecer en momentos críticos de mi vida pero no pudo hacerlo. Pensé que tal vez el bosque fue el lugar idóneo para que mi ser se sintiese pleno y libre. Sí, seguramente fue eso. Me eché a caminar sin rumbo, la tarde iba cayendo y algunos claroscuros se comenzaron a formar en la espesura. Solo las aves revoloteaban las copas de los árboles. Ninguna señal de mi interior se veía.

Esa noche decidí acampar en el bosque, pues no quería retornar al pueblo partido en dos, vacío, carente totalmente de mí. Encendí fuego al lado de una cueva poco profunda situada en el costado de una montaña.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

mundos espiralados (Fin)




23 (FIN)

Caminaba haciendo equilibrio sobre la espiral. Tenía miedo de caerme. Cada tanto miraba hacia abajo y veía como la forma de espiral se perdía en un abismo profundo. Pensaba que ese abismo eran mis días, todos lo días que me faltaban por vivir. La espiral no tenía fin, no había una punta que indicase su culminación. Es el destino, me dije. El abismo representa al destino. Seguí haciendo equilibrio y caminando en puntas de pie sobre la espiral hasta sentirme agotado y detenerme. Entonces me detuve a observar el cielo. Había muchos cielos, unos más coloridos que otros. Algunos representaban el día, otros a la noche. Recordé haber vivido distintos tipos de situaciones bajo aquellos cielos. Como un techo todopoderoso el cielo siempre me había cobijado en las distintas situaciones de mi vida. Me senté sobre la espiral y me puse a contemplarlos. Cada cielo me transportaba a esos momentos vividos bajo él. Abajo el abismo seguía igual, oscuro y sumergido en la nada. Sobre la espiral no había viento, ni lluvia, ni nada que pudiera modificar mi estado placentero. Solo podía percibir distintos aromas que según el cielo que mirase cambiaban a modo de trasladarme a ese escenario. Los olores más suaves y florales correspondían a aquellos momentos que pasé con gran satisfacción y beneplácito, los olores profundos y fuertes a los momentos que mi vida tuvo un vuelco o me lamenté de ciertas decisiones. Como espectador dentro de un gran teatro podía observar momentos de mi vida bajo aquellos cielos. Tras estar un largo rato sentado decidí emprender mi caminata por la espiral. Caminé y caminé durante horas hasta que de a poco la espiral comenzó a difuminarse delante de mis ojos. Como si una niebla imperceptible la hiciera borrosa y no me dejara divisarla. Temí caer en el abismo. Quise aferrarme a algo pero no podía. Me encontraba solo y alarmado por la situación. Nadie podía tenderme una mano y de nada podía aferrarme. Tan solo unos pasos me quedaban para pisar seguro, los demás serían al azar, con el miedo de saber que si mi paso no era firme podía caer irremediablemente al abismo.

Avancé un par de pasos hasta que la espiral desapareció completamente bajo mis pies. Hacia adelante ya no podía ver nada. Solo podía mirar hacia arriba y observar cómo los caminos de la espiral se mantenían brillantes y relucientes. Los cielos seguían allí, en cada curva de la espiral. Se mantenían inamovibles, mostrando sus característicos colores y sensaciones. Tras volver a mirar hacia el frente me topé nuevamente con el abismo insondable. Una sensación de pavura y miedo incontrolable oprimían mi pecho. ¿Avanzar?, me pregunté, ¿hacia dónde?, pues no había un indicio siquiera para poder asentar un pie. Reflexioné un instante sobre la situación. Debía tomar decisiones, tal vez eso mismo deseaba la espiral que hiciera. Ella siempre me había marcado el camino. Como un fiel soldado había seguido la línea que diligentemente ella había marcado y jamás me había movido de ella o siquiera salido de curso. Pero ahora eso había cambiado. El miedo y la desesperación habían pasado a acompañarme y lo peor, la toma de decisión, era a priori, la necesidad número uno.

Volví a sentarme y dejé caer mis pies en la oscuridad vacía. Sentía cómo mis piernas podían columpiarse en la nada oscura. Era liviano, casi imperceptible. En un momento pensé en arrojarme a la espesura y dejarme llevar a cualquier punto, a donde el destino quisiera que yo cayese, pero inmediatamente desistí de esa idea. Ahora estaba yo mismo enfrentando a mis miedos y tratando de aquietarlos, de frenar los pensamientos que apabullaban mis sienes. Siempre he sido un hombre de pensar en demasía. Esa parte de mi personalidad era contraproducente estando sobre la espiral, allí lo que menos debía de hacer era apabullar mi cabeza con pensamientos estúpidos. Al contrario, debía tener mi mente abierta y clara, totalmente receptiva a una solución posible que me permitiera seguir avanzando sin caer al abismo.

Fue de repente que pensé en cerrar los ojos y pensar que no tenía miedo. Pensé en que debía caminar sin miedo dejándome llevar por mi instinto y por un pensamiento claro y limpio que no alimentase a mis miedos. Apreté fuertemente los párpados concentrándome en ese pensamiento. Deseé con todas mis fuerzas que el camino solo flotara delante de mí y mi mente dejara de polucionarse. Seguramente un nuevo cielo en ese momento estaría encima de mí y un olor, a futuro, representaría ese momento de mi vida. Abrí lentamente los ojos y como por arte de magia la espiral estaba nuevamente delante de mí. Podía observar otra vez cómo ella se perdía abajo en el abismo. Me paré y comencé a caminar sonrientemente. Un cielo celeste cargado de esponjosas nubes blancas rodeaba toda la espiral. Mientras yo caminaba podía palpar las nubes con mi mano como si fuesen copos de algodón flotando a mí alrededor. Un profundo olor a maderas inundó la escena que yo mismo estaba viviendo.


Un fuerte ruido de la celosía de la ventana golpeando contra la pared me despertó. Sobresaltado me incorporé en la cama y observé la habitación en penumbras. El sueño vívido de la espiral parecía aún estar latente en mi cabeza. Tal vez no había sido un sueño y de ahí caía yo en mi cama. Tal vez de un gran salto me había arrojado en medio de la noche sobre mi cama. La celosía seguía golpeándose. Crucé la habitación en dirección a la ventana y sentí el piso frío bajo mis pies. Recordé que era Navidad y que mis padres dormían en la habitación contigua. Enganché las celosías y recogí las cortinas. Una tormenta muy eléctrica se avecinaba desde el sur. Olor a tierra mojada se colaba en la habitación, era claro indicio de lluvia cercana. El sueño parecía haberme abierto los ojos y sentía que podía comprender mi limitado mundo de mejor manera. En cada tropiezo siempre había intentado detenerme y alarmarme. Tal vez todo aquello había comenzado con la ruptura con mi novia, aquella chica que se enamoró de un hombre mayor en sus vacaciones por las Bahamas. Supuse siempre que ese había sido el puntapié inicial. Justo en ese preciso momento me había montado a la espiral y había comenzado a recorrerla obteniendo distintas vivencias bajo distintos cielos. Dentro de mí aún extrañaba a Isabel. El saber que nunca más volvería a observar su bello rostro producía un profundo dolor en mi pecho. La vida tiene ese tipo de cosas inexplicables que es en vano intentar entenderlas al menos. Seguramente Isabel había encontrado el fin de su espiral. Ella había llegado al final de la espiral para salirse, para poder bajarse y ya no tener miedos. Envidiaba eso. Según mi sueño aún quedaba un abismo debajo de mí y la espiral se enroscaba en él de manera estrepitosa. Mi vida aquí, en la Tierra de los vivos, debía de seguir. Seguramente muchas vueltas más con nuevos desafíos y nuevas sensaciones me esperarían, eso era algo que yo podía sospechar pero jamás afirmar. Tarde o temprano terminaría de escribir mi novela “Mundos Espiralados”, o tal vez nunca, después de todo en la espiral nunca se sabe, siempre hay que estar atentos porque la vida cambia de buenas a primeras, te monta, te hace flotar y te arroja por la pendiente, tal como si descendieras directamente y en caída libre dentro de una gigantesca espiral sin fin.


Safe Creative #0911184900348

jueves, 5 de noviembre de 2009

mundos espiralados (22)




Capítulo 22



Mientras el colectivo viajaba sobre la ruta apoyé mi cabeza contra el vidrio. Después de mucho tiempo contemplé, en el reflejo del vidrio de la ventana, mi rostro triste, cansado, abandonado por mí mismo. La noticia de la muerte de Isabel fue muy dura, me había desvastado. Uno nunca se espera ese tipo de shocks en la vida y al recibirlos parece que el mundo está dado vuelta y tú lo observas desde un sitio muy lejano, abstraído de todo cuanto te rodea. Acaricié el lomo del estuche de mi violín como buscando consuelo en mi fiel amigo, pero no lo conseguía, el dolor agudo de saber una muerte tan joven me había calado hondo. Kilómetros y kilómetros de campos y soledad se dibujaban por doquier. Todos dormían dentro del colectivo. Recordé el día que volví de las sierras y Daniela me había sorprendido. Me pregunté dónde estaría ella. ¿Aún existiría aquella mujer inteligente? Como nunca deseé oír su voz, esa misma voz de la orilla del río, la misma voz que como por arte de magia se dejaba oír sin saber su ubicación. Necesitaba de algo o alguien que pudiera tenderme una mano y no dejarme caer otra vez en ese abismo infinito que me enclaustraba y me ausentaba del mundo real.

- Lo que menos me gusta de viajar es el constante traqueteo del colectivo. Primero porque no me deja conciliar el sueño y segundo por la incomodidad de estar en estos asientos diminutos -me dijo una mujer gorda que viajaba en el asiento contiguo. La contemplé por un instante sin saber qué decirle pues me había tomado por sorpresa. Mientras permanecía dubitativo analicé que hay personas como aquella mujer, que aparecen de la nada como descolgadas e irrumpen en la vida de uno como pincelazos apurados en un lienzo en blanco. Seguí en silencio.

- Supongo que viajar no es un placer para todo el mundo -respondí al rato.

- No, claro que no, al menos para mí no lo es y con eso la regla se rompe, ¿no? -dijo la mujer gorda dejando escuchar una risa diminuta que no parecía salir de ella.

Reglas. El mundo gira en torno a reglas. Demasiadas reglas a veces. Me gustaría haber sido por aquel entonces como el cartero de Bukowski y poder tener pensamientos libres y desenfrenados con juicio justo sin peso alguno sobre mis hombros. Pero ese carácter no era el mío. Con los pocos años de vida que tenía yo era un joven mesurado y a veces demasiado callado y súmamente pacífico. Jamás un grito donde no se debía gritar, ni una opinión fuera de lugar cuando la situación no lo ameritaba.

- Alguien debería demandar a las empresas de transporte -dije a la mujer gorda. Esta me miró sorprendida.

- ¿Demandarlas?, ¿tanto así te parece? -me respondió con sus ojos muy abiertos tal como si yo acabase de decir la frase que detonara una guerra.

- Claro. Todas las unidades deberían estar equipadas cómodamente y verse limpias y nuevas y los choferes manejar el tiempo justo y poder obtener un descanso lógico tras largos períodos de viaje y tensión sobre las rutas. Pero aceptamos las reglas en silencio. Nadie grita. Nadie hace nada. Todos murmuran y terminan aceptando lo que más les conviene.

- Tienes razón muchacho. Las personas cada vez se vuelven más y más egoístas. Mira, yo podría ser casi tú abuela, y sin conocerte puedo decirte que me agradas. No lo digo por el juicio a las empresas de transporte -entonces la mujer gorda río nuevamente con su risa diminuta- sino porque al verte triste y apoyada tú cabeza contra el vidrio sentí la sensación que eras un buen muchacho. Y no me equivoqué. Sexto sentido, le dicen.

- A veces siento que no soy tan bueno señora.

- Bueno, todos pensamos eso. Humildad, así se llama pensar así. Si te jactaras de tú bondad estarías haciendo un truco. Estarías así evadiendo la humildad y pasando al egocentrismo y a la jactación con el poder total del término, muchacho.

Me sentí a gusto con la charla. La mujer gorda me caía simpática y tenía buen tino para las personalidades. No es que yo me creyera un buen tipo, pero al menos no era de los peores tampoco. Al menos de esa manera podía distraer mi cabeza de los pensamientos de la muerte de Isabel.

- Y cuéntame, ¿porqué estás tan triste? Bueno, hazlo solo si quieres. Es como para ir matizando el viaje, tú entiendes, ¿no? -dijo la mujer.

- Sí, entiendo. Hoy, antes de que el colectivo saliera de la terminal y mientras lo esperaba vi por el noticiero que una chica amiga mía se había suicidado. Eso me impactó brutalmente. ¿Sabe? no nos conocíamos demasiado, pero era una de esas personas que a pesar de haberla visto solo un par de veces sentía como si la conociese de toda la vida. Tenía un tremendo poder dentro suyo y buen corazón. ¿Porqué las personas buenas mueren antes que las malas? Siempre me pregunto eso, pero la respuesta, como tantas otras, jamás llega.

- Terrible noticia muchacho. Y es comprensible como te sientes. Yo en tú lugar estaría llorando continuamente y sumida en el dolor. Eres fuerte. Y las personas son así, algunas tienen ese poder que tú mencionas y otras todo lo contrario, por más que estén a nuestro lado años y años, tras irse, inmediatamente nos olvidamos de ellas. ¿Era tú novia?, me refiero a la chica que falleció.

- No. Nos habíamos conocido el verano pasado y nos hicimos amigos. Solo amigos. Aunque no le negaré que me gustaba y mucho -me escuché decir.

- Seguramente ella sabe en este momento que estás triste por su partida. Creo en esas cosas. Hay vida más allá, ¿sabes?, sí, hay vida. Si todo terminase aquí el mundo y la vida serían aburridos, estúpidos, y sin sentido. Tú amiga seguramente está aquí, cerca nuestro.

Entonces tras mirar los ojos de la mujer gorda aislé mi mente a la charla y contemplé el ambiente del colectivo. De repente no veía los pasajeros e imaginé que estaba solo, sentado en el mismo asiento y presintiendo la presencia de Isabel. Hasta me pareció escuchar el sonido del agua de las cascadas caer a lo lejos. Ese lugar se me había colado en mis gustos personales a causa de ella. De su magia. De su poder sobre mí. La mujer gorda se durmió a mi lado. El atardecer iba cayendo sobre los campos y el sol de repente se volvió como un pomelo gigante de color anaranjado. Acomodé mi cabeza en el asiento y poco a poco me fui quedando dormido. Mientras contemplaba los últimos rayos del sol recordé el brillo de los mismos rayos sobre la superficie del agua del río. Allí me fui en pensamientos y me quedé completamente dormido.


Mis padres siempre pasaron la Navidad fuera de la capital. Según ellos estar en contacto con la naturaleza es lo ideal para esa festividad. Nunca me opuse, a decir verdad siempre he pensado que ese tipo de fechas son especiales para cada uno, sin importar cómo lo vea o sienta el otro. Pero siempre la pasaba con mis padres y esa Navidad no sería la excepción. Cuando el sol se había puesto en el horizonte arribamos a la terminal de colectivos de una pequeña localidad serrana. Mis padres habían alquilado una cabaña allí para pasarla juntos. Pensé que era un gran idea pasar esa noche en una cabaña. No me sentía con ganas de nada, todo lo contrario, enterrar la cabeza como un avestruz en el suelo y no sacarla por un par de años hubiera sido la acción justa, pero claro, eso no podía hacerlo. Con mi mochila y el estuche del violín caminé los tres kilómetros que separaban la cabaña de la terminal. La noche se sentía increíble, era pleno verano aquí, en el hemisferio sur del planeta. Al llegar mis padres me recibieron muy felizmente. Siempre se alegraban de verme, independientemente de verme flotar en las nubes o no. Tras saludarlos me marché directamente a mi habitación. No encendí la luz, la ventana estaba abierta y la luna era enorme, anaranjada, casi como el sol del atardecer. Por un instante los confundí, el cielo oscuro me hizo develar el misterio. Unas cuantas chicharras dejaban escuchar su sonido incesante y una brisa cálida jugaba con las cortinas. Apoyé mi mentón en mi manos y mis codos en las rodillas. Así contemplé por la ventana el paisaje y la noche nueva que se estancaba. Víspera de Navidad, Noche de Paz, reuniones familiares en todo el planeta para aquellos que tuvieran la dicha de tener familia. Una fría sensación me recorrió el cuerpo. Supongo que fue tristeza, la tanta tristeza que venía soportando desde la noticia de la muerte de Isabel. No llegué a tiempo, no fui capaz de responderle a tiempo la carta, esos eran mis pensamientos. De alguna manera me sentía culpable por su muerte. Sentía que podía haber hecho más por ella pero que no fue así porque me estanqué en mi mundo, entre los libros, en mi mundo unipersonal. Y me sentía como los muchos que caminan por la vida enfrascados en sus mundos, tal como una semilla aprisionada dentro de un frasco queriendo germinar pero el frasco tiene tapa y la pobre semilla por más que se esfuerce es en vano, jamás logra tocar el mundo exterior. Así mismo me sentí aquella noche. La impotencia muchas veces es una vara que castiga duro, demasiado duro. La impotencia también se fomenta y de tanto acumularse obstruye. Me eché a llorar. Lloré amargamente. Lloré por Isabel, por mí, por Daniela, por todas aquellas personas que esa Noche Buena estarían solas, sin nadie a su lado, tal vez muriendo, o enfermas, o sin deseos de vivir, tal vez sin nadie que pueda brindarle una sonrisa desde lo más hondo de su ser. Una ráfaga de aire cálido entró a la habitación y ondeó con desmesura las cortinas. Me sonreí. Sequé mis lágrimas y toqué un rato el violín. Eso calmó mi tristeza. Le puso un tapón imaginario y dejó que fluyera mi interior. Pronto mis padres me llamaron a cenar. Guardé el violín y cuando disponía a cerrar la puerta de la habitación divisé en la penumbra una luz en el campo, a lo lejos, tal vez fuera Isabel, tal vez ella me había visto llorar. Quise pensar eso, creo que cobardemente me convenía pensar aquello para no sumirme en la pena y la culpa. Cerré la puerta de la habitación y me apresté a cenar con mis padres. A la medianoche alzamos las copas y brindamos por una feliz Navidad. Los tres sonreíamos. Un enorme silencio se generó después de chocar las copas y las sonrisas quedaron suspendidas en el aire. Hay momentos que uno debe saber vivirlos para poder saborearlos al crecer. Eso hice aquella noche. Nunca olvidaré aquella Navidad.


Safe Creative #0911064833773

miércoles, 28 de octubre de 2009

mundos espiralados (21)




21


Aquel año terminó de la mejor manera. Terminé haciendo un racconto de lo vivido en él. La semana de Navidad la utilicé para acomodar el departamento y prepararlo para su entrega, pues ya era enero y debía entregarlo en días. Cambios. Alquilar en otro sitio. Renovación. Esas cosas que siempre están en boga entre los estudiantes universitarios. Diciembre había llegado cargado de sonrisas y de un calor un tanto anormal. A veces suele suceder eso, una estación parece alocada y se sale del común denominador que traía por años y todo parece alterarse; pues bien, eso pasó aquel diciembre, el calor era más que lo normal para la época e invitaba a disfrutar. Diciembre me agarró sonriente, así podría definirlo. Durante esa semana me dediqué a pintar y arreglar todo el departamento. Los vientos de cambios me hacían sentir optimista. Mientras hacía el trabajo pensaba los momentos que había vivido en aquel sitio y todas las cosas que habían sucedido durante ese tiempo. Es increíble cómo un conjunto de paredes puede mimetizarse tanto con nosotros mismos. Pasan a formar parte de la historia personal de uno y poco a poco se convierten en verdaderas confidentes dentro de un universo donde suele reinar ampliamente la soledad y el silencio.

Yo había transitado un sinnúmero de momentos que habían logrado tocar mis fibras más íntimas, y ese departamento, esas paredes, habían sido testigo de muchos de ellos. Ese mismo año me había iniciado conmigo completamente enamorado. Pero ese mismo año esa mujer al poco tiempo me dejaba por un hombre bastante mayor que ella, del cual decía estar enamorada. Nuestro amor se había esfumado y nada quedaba. Yo había aprendido la lección, o al menos así intentaba sentirlo. Las lecciones del desamor se aprenden con el tiempo, esa regla sí se había colado en mis sienes. Pertenece a ese tipo de lecciones que se aprenden tras vivirlas y que dejan profundas cicatrices bajo la piel nueva. Las vueltas del destino me habían permitido conocer también a un par de mujeres bellas, femeninas y muy especiales, que de una u otra manera se habían cruzado en mi camino dentro de la espiral. Si pudiera escribir ahora una palabra con los imanes de la heladera seguramente sería, “destino”. Siempre fui un creyente de que nuestro destino ya está escrito. No soy de los que piensan que si ya está escrito para qué vivir entonces, no, al contrario, está escrito pero no se nos devela, sino que lo hace de a poco, como si viniésemos a la vida bajo un impresionante eclipse y poco a poco tras el lento pasar del tiempo el sol fuese apareciendo e iluminara nuestro caminar. Esa sensación del eclipse siempre la tuve presente en mi mente, me acompaña desde muy pequeño, me hace pensar que la sombra del eclipse está a solo un metro de mí, no mas, y que si miro al horizonte de mi vida aún queda mucho por ver y descubrir. Supongo que es un pensamiento fantástico y tal vez irreal, pero cada vez que lo elaboro interiormente me dan más ganas de vivir, todo impulsado por ese anhelo humano de la curiosidad y querer saber que hay más allá, donde no se nos permite ver.


Organizando el placar encontré la carta de Isabel. Habían transcurrido un par de meses desde que la había recibido y no le había respondido. En su momento pensé que sería lo mejor, que como yo no tenía la solución para su problema tal vez sería mejor el silencio. Pero en ese instante que tuve nuevamente la carta en mis manos me dieron ganas de volver a verla, de saber cómo le iba en la vida y de poder disfrutar nuevamente de su compañía. Decidí escribirle. Esa misma tarde salí a comprar un par de cosas que me hacían falta para seguir reacondicionando el departamento y compré un bloc de hojas y una lapicera. Al atardecer, cuando el bullicio de la ciudad cesó, me senté a escribirle un borrador de la carta en el balcón. Sin que las palabras me fluyeran me dejé hipnotizar por la caída del sol. En aquel edificio yo vivía en un quinto piso, y los atardeceres se podían ver de manera casi única, era un privilegiado en eso. Tan pocas veces lograba verlos. Es que siempre andaba enfrascado en lo cotidiano, en el trajín de la universidad o envuelto en mis problemas diarios, y nunca prestaba atención a esa maravilla de la naturaleza y el poder saborear la vida desde lo simple, con ese sabor que muchas veces se siente extraño al paladar de los sentidos. Ni una palabra había escrito, pero sin querer había dibujado una espiral, a modo de esos rayones que hace uno cuando divaga y el sistema nervioso hace lo que se le da la gana sobre un pedazo de papel. Miré la espiral y recordé el texto que venía escribiendo. Los mundos espiralados parecían intersecar demasiado con mi propia vida y hasta pensé en un momento que yo mismo pertenecía a ese tipo de mundos, que alguna porción de mi ser se acomodaba a la perfección en ellos. O tal vez todos en alguna medida pertenecíamos a ese tipos de mundos, así, como si fuesen galaxias emparentadas que flotan como vecindades en el espacio y donde por más que los habitantes de unas les griten a los de otras galaxias vecinas estos no pueden escucharlos. No pueden ayudarlos, en definitiva no pueden interferir con las curvas que las espirales y el destino les tienen preparado.

“Isabel…” así empezó mi respuesta. Luego siguieron un montón de deseos y anhelos para rematar finalmente el texto con el deseo de poder volver a vernos. Tras colocar mi nombre al pie de la carta puse entre paréntesis el número de mi teléfono celular. Tal vez de esa manera sería más fluida la conexión entre ella y yo, y más rápida también. Doblé el borrador y lo metí entre las hojas del bloc. Observé el balcón de la mujer en silla de ruedas y no estaba, curiosamente no estaba. Esbocé una sonrisa. La imaginé tomando un aperitivo con sus amigas o visitando algún familiar, divirtiéndose, evadiendo la curva de la espiral que la había tocado en su vida un tanto cargada de soledad. Así me quedé sintiendo el anochecer caer poco a poco sobre mis hombros. Deseé ser feliz. Por primera vez en mi vida había levantado mi mirada hacia el cielo y como buscando un punto fijo deseé ser feliz. Como todo el mundo deseé ser feliz.

Esa noche soñé. Lo hice con escenas bonitas y momentos felices de mi vida. Sueños de ese tipo que siempre quieres soñar y jamás despertar. Sueños que te gustaría guardar dentro de una caja, colocarle un membrete con el nombre de una persona que quieres como destinatario y enviárselo por correo ultra rápido, sin demoras, lo más veloz posible con el solo fin de darle rápidamente ese puñado de felicidad. Al otro día despaché la carta en la sucursal del Correo Argentino de mi barrio. Le había pegado una estampilla alusiva a la esperanza, una de esas que tras pegarla en el sobre piensas que ayudas aunque sea en algo al mundo, tal como si fuese una pequeña gota en un vasto e inconmensurable océano. Pedaleé en mi bicicleta hasta la universidad. Le puse una cadena con candado y me senté en un banco al lado del estacionamiento. Allí hice tiempo hasta la hora de mi primer cátedra. Observaba el lento pasar de las nubes y recordé los dibujos de la habitación de mi ex novia. Esa vieja psicodelia que tanto me atraía de ella. Busqué mi teléfono celular dentro de mi mochila y escribí un breve mensaje de texto a quien había sido mi novia. “Gracias. Ya es hora de dejarte ir para siempre.”, escribí, luego presioné el botón de ENVIAR. No hubo mensaje de respuesta, supongo que hay respuestas que son predecibles y por ende se dan por asentadas.


La mañana de navidad di dos vueltas de llave a la puerta y cerré el departamento. Iría a casa de mis padres y pasaría la navidad y el año nuevo junto a ellos. En uno de mis hombros colgué la mochila y en el otro el estuche de mi violín. Caminé varias cuadras para llegar a la terminal de colectivos. Me gustaba siempre caminar, era una manera única de apreciar la ciudad y las personas que la habitan. Siempre fui de la idea que mimetizándote con la gente la conoces mejor, te empapas de ellas y puedes absorber su esencia para después resumírsela en cuenta gotas a tú personalidad. Al llegar a la terminal saqué el pasaje y me senté a esperar el colectivo. Estaba lleno de gente caminando apresuradamente, algo que supongo siempre pasa en una terminal de colectivos y más aún en las vísperas de navidad. Una señora de unos setenta y tantos años estaba sentada a mi lado. Miraba fijamente un punto perdido en la nada. No dejó de hacerlo casi todo el rato que estuve allí. Esa atención constante corroía mi sistema nervioso. Algo dentro mío entraba en furia por un hecho externo a mí. Increíblemente me descubrí alterado después de mucho tiempo y por una verdadera estupidez. Entonces orienté mi vista hacia el lugar donde la anciana observaba y topé mi mirada con una gran pantalla LCD. Era hora de noticieros. Noticias de último momento. Una joven de un pueblo de traslasierras había fallecido. Se suponía suicidio. Un hecho lamentable y triste. No es bueno para ninguna sociedad que su juventud tenga acciones suicidas. No tenía familiares, tan solo los empleados de su tienda. Me sentí caer. No podía hablar, ni siquiera emitir un sonido. Mis ojos se brotaron enseguida de lágrimas. El nombre de Isabel se leía claramente en las letras del televisor. Su nombre parecía desteñido y ajado desde la distancia y en mi mente el eco de sus palabras escritas aún podía palparlas. De repente todo se había tornado gris a mi lado, tal como si una tormenta de arena me hubiera sorprendido en medio del desierto. No había podido hacer nada, no había sabido cómo hacerlo. Pensé en la carta dentro del correo. ¿La habrían despachado?, ¿estaría justo en ese momento un cartero llevando la carta a Isabel? Preguntas sin respuestas. Respuestas que ya no tenían sentido. Isabel había muerto y esa era la triste realidad.

Safe Creative #0910284774767

lunes, 19 de octubre de 2009

mundos espiralados (20)




20


Esa misma noche tras regresar al departamento saqué la carta de Isabel del bolsillo de mi jeans y me puse a leerla sentado a la mesa.

“Alan…

Seguramente te estarás preguntando el porqué de una carta mía en tus manos y cómo fue que averigüé tú dirección; pues bien, no te embrolles mucho en pensamientos porque ha sido la mar de simple. Tú dirección la conseguí buscando en la guía de teléfonos. Encontré el número de tus padres y ellos me dieron la dirección de tú departamento, y el porqué de una carta mía no tiene más explicación que el simple hecho de necesitar contarte qué me pasa y qué siento. ¿Alguna vez has sentido una terrible necesidad de contarle algo a alguien y por más que mires en todas las direcciones no encuentras a nadie en quien confiar?, bueno, eso mismo me pasa hoy, así transito mis días. Fue entonces que pensé en ti. Sí. A pesar del corto tiempo que nos conocemos y lo poco que nos conocemos siento dentro de mí que te conozco desde hace mucho, mucho tiempo. Tampoco creas que es como esa cursilería de enamorados que creen conocerse de toda una vida mientras les dura el estado hipnótico y después ni se reconocen, no, descarta esa idea si la estás pensando. Yo siento que te conozco desde hace tiempo porque una vocecita interna me lo dice. Ya sé que suena un tanto loco de entender, supongo que a veces obro como una chica alocada, pero es la única manera de poder expresarte lo que siento diciéndote eso mismo que siento con las palabras que me nacen y como me salen. Creo que el día que estuvimos en las cascadas fue el momento donde me di cuenta que yo tenía conexión contigo. Hablo de profunda conexión, de ese tipo de conexión que no se ve, ¿me entiendes? Desde que te fuiste te he echado de menos. Entiendo perfectamente que viniste a este pueblo a exorcizarte de viejos fantasmas, pero durante tú estadía aquí he sentido que me he compenetrado contigo. Me gusta usar esa palabra, “compenetrado”, me da la idea de fusión, ¿a ti no?

Volviendo al grano quiero contarte lo que me ha llevado a escribir la carta. No es nada de otro mundo pero estoy segura que tal vez tú puedas ayudarme. Creo que eres la única persona que puede hacerlo y tal vez sea porque no me conoces demasiado. Desde que mi madre falleció me he sentido muy sola. A pesar de distraer por momentos mi cabeza con los números de la tienda, o atendiendo a clientes detrás de mostrador, o bien frecuentando amistades, la soledad por momentos me toma por sorpresa y me presiona tanto, tanto, que termino sintiéndome asfixiada. Cuando esa asfixia me doblega tengo ideas de suicidio y es ahí donde entro en pánico y quiero evitar ese tipo de pensamientos, pero no puedo, son fuertes, fortísimos, y avanzan minuto a minuto una vez que se instalan en mi mente. La otra noche casi me he cortado las venas de mis muñecas. Es lamentable, lo sé, no creas que ahora que te escribo esto no lo pienso, pero en ese momento no pienso en más nada que buscar la salida más rápida, la vía de escape que me permita terminar con la conexión a este mundo y evaporarme a otro, si es que existe otro. Nunca le he contado a nadie esto. Inclusive mientras salía con algún hombre tampoco le contaba este tipo de intimidades. Supongo que es un cerrojo que tiene mi boca que solo tiene un par de llaves, una la tengo yo y ahora otra la tienes tú. Escribirte esto me desahoga. Me permite no sentir tanta presión en mis sienes. Me descomprime el espíritu. Durante mucho tiempo pensé que podía sola con todo, que la tienda me daría bocanadas de aire puro y vivir entre las sierras en un pueblo pequeño me haría bien. Pero me equivoqué. La soledad es muy traicionera y así, de a poco, ella me va quitando la alegría de vivir. ¿Tú eres feliz, Alan?, nunca te lo he preguntado. A veces te he mirado a los ojos y creí presentir que sí, pero jamás quise preguntártelo. Supongo que ha sido por vergüenza, no me preguntes a qué pero supongo que ha sido por eso.

Ahora que ya casi termino de escribirte esta carta me estoy comenzando a preguntar ¿qué estarás pensando de mí en este preciso instante? Seguramente pensarás que soy un bicho raro caído de algún planeta lejano, o más bien una suicida que necesita ayuda urgente, y supongo que puedo ser ambas cosas y muchas mas también. Sí, la vida no se me da fácil y hay días que quiero volar, quiero dejar de estar aquí siempre en el mismo carretel, siempre bajo el mismo sol y el mismo cielo. ¿Nunca tuviste ganas de saber que se sentirá al morir?, yo muchas veces me lo pregunto, y mientras lo estoy haciendo siento una sensación de alivio en mi cuerpo. Pero no me suicidaré Alan, no, amo demasiado mi vida. Ya lo hubiera hecho. Tampoco tengo el valor para hacerlo, no obstante quisiera salir de esta locura que se apodera por momentos de mí ultrajando los pensamientos dentro de mi cabeza. ¿Se te ocurre algo para ayudarme?, ¡qué tonta soy!, ¿ves?, apenas nos conocemos y ya te estoy pidiendo ayuda en estas locuras mías. Tú seguramente estarás ya de novio, o concentrado en tus estudios de la universidad o simplemente saliendo con tus amigos pasándola bien y yo con mis peticiones absurdas. Bueno, no importa. Cuando leas la carta dale la importancia que quieras darle, pero lo único que te pediré será que sepas que te quiero, que en tan poco tiempo te he llegado a querer muy especialmente.

Isabel.”


Tras terminar de leer la carta la volví a doblar en cuatro partes y la dejé sobre la mesa. Arrimé la silla a la ventana y contemplé el anochecer. ¿Cuántas personas querrían suicidarse en ese momento en el mundo?, ¿cuántas no estarían viendo un anochecer bonito como el que veía yo y solo una decisión de quitarse la vida ocuparía sus mentes?, supongo que varias. Me sentí terriblemente impotente. En ese momento me pregunté porqué no existía aún la tele trasportación, o un elevador imaginario que me llevara hasta el lado de Isabel. La respuesta fue, porque simplemente no existe, no se puede, las cosas se dan como se dan y muchas veces por más que uno quiera no pueden torcerse así porque sí. En el edificio vecino la anciana de silla de ruedas estaba en el balcón observando las primeras estrellas. Ella también parecía vivir en un mundo propio, como el mío, como el de cada uno de los que habitan este mundo de mundos.


Cuando mi padre comenzó a buscar una casa para mudarnos yo tenía doce años. Iba después del trabajo a las inmobiliarias y junto a un empleado visitaban las casas que estaban disponibles. Mi padre sacaba polaroids a las casa en alquiler y por la noche al volver a nuestra casa se las mostraba a mi madre. Juntos pasaban un par de horas decidiendo cual sería nuestro nuevo hogar. Pero yo nunca participé en la toma de decisiones. Así, un buen día, mi padre subió a mi habitación a darme la noticia.

- Hijo, necesitamos hablar –dijo mi padre.

Yo lo miré sin decir palabra alguna.

- Nos mudaremos de casa y con tú madre ya hemos elegido que casa será nuestro nuevo hogar. Te gustará, tiene un gran patio, un par de árboles en él y una hamaca. Además puedo ayudarte a hacer un arco para que juegues al fútbol con los nuevos amigos que tendrás en el nuevo vecindario.

Mientras mi padre me decía todo aquello yo me sentía completamente elevado y fuera de mí. Sentía una sensación de no querer estar allí, de no abandonar nunca la habitación que conocía desde que había nacido y flotar en ella eternamente. Pero no podía. Mis padres tenían el máximo poder sobre mí.

- ¿Qué piensas? –me preguntó mi padre.
- Lo que tú digas estará bien, Papá. –respondí sin sentimiento alguno.

Mi padre me contemplo serio por un instante y luego esbozo una leve y casi imperceptible sonrisa. Supuse que había entendido que yo estaba feliz de dejar toda mi vida de una día para otro así como así. Ese día por primera vez no tuve ganas de vivir más. Tan solo deseaba vivir allí, en mi casa, y no en otro lugar. No deseaba hacer amigos en otro vecindario, no deseaba mudarme ni ir a otra escuela, ni conocer nuevos maestros, ni transitar otras calles que no fueran la del vecindario que me veía crecer. Estaba enojado y la impotencia me doblegaba. Ese día me quedé en la cama toda la mañana, no tenía ganas de levantarme, tan solo quería mirar la nada a través de la ventana de mi habitación. Creo que fue lo más parecido a sentirme como Isabel. Esa sensación irremediable de decir basta y bajar los brazos. Pero siempre hay una luz que al final del famoso túnel te impulsa y te convence de que no desistas, que el túnel es muy largo aún y no debes dejar de caminar, al contrario, si puedes correr, corre.

Esa noche escribí un par de páginas más en mi historia “mundos espiralados”. La inspiración me venía como borbotones. Mientras escribía recordé el día que me marché de mi casa natal a mi nueva casa. Mis padres habían despachado el camión de mudanza y habían subido ya los últimos trastos al automóvil. Ambos estaban sentados y el motor en marcha. Yo venía caminando lentamente, con mi portafolio de la escuela a rastras, casi no queriendo dejar aquella hermosa y maravillosa casa. Tras cerrar la puerta de la reja apoyé mi cara en los fríos barrotes y contemplé por última vez la casa. Mi padre tocaba bocina desde el automóvil para que me apurase, estaba histérico. Un par de lágrimas cayeron por mis mejillas y una presión horrible me subió por mi pequeño pecho. Entonces volteé y decidí no mirar más hacia atrás, crucé el límite entre lo que decidí sería el pasado y un nuevo presente, y automáticamente sentí que algo de mí había muerto. Algo de mi propia esencia había quedado en aquella casa y jamás volvería a recuperarlo. Tras darme sueño terminé de escribir y me acosté. Por un rato solo contemplé el techo de la habitación. Feliz. ¿Qué es ser feliz?, me pregunté. No tenía la respuesta para Isabel porque realmente no sabía si en ese preciso momento estaba siendo feliz. Es que la felicidad es como bocanadas de brisa veraniega. Se da como esa sensación bella de la brisa de verano golpeándote de lleno en el rostro. No sabría que responderle a Isabel. Tal vez no estaba siendo feliz del todo, no sentía la brisa golpearme directamente a la mandíbula.


Safe Creative #0910204707066

sábado, 17 de octubre de 2009

mundos espiralados (19)




Capítulo 19


Estaba apoyado en el borde de la ventana que había presenciado una de mis últimas charlas con mi ex novia. Estaba solo, la mariposa había desaparecido. Tras el vidrio se veía el campus plagado de alumnos, el césped de un verdor maravilloso, una columna de pinos como fondo y un sol tímido asomándose detrás de un par de nubes. La primavera de a poco fue matizando aquellos días. Por un instante pensé que por vez primera me sentía tan bien después de mucho tiempo. Los recuerdos ya no me asaltaban y mi interior estaba organizado, estable y atento a nuevas emociones. Pasé la palma de mi mano por el borde de la ventana y el frío mármol me tomó de la mano y me sumergió rápidamente en recuerdos. Tuve ganas de tocar el violín, pero no lo tenía conmigo. Entonces cerré el puño, atrapé los recuerdos y de a poco los comprimí mandándolos por los vasos sanguíneos hasta mis venas, para así alojarlos en mi cerebro y ubicarlos en un lugar donde pudiesen habitar tranquilos. Tomé mi mochila, mis libros y me marché de la universidad en mi bicicleta. La larga hilera de pinos que delimitaba el campus parecía seguirme. Se mecían tan lentamente como los quebrachales de las sierras. Me sonreí mientras pedaleaba, por un instante pensé estar allí, enclavado entre las montañas volviendo a respirar ese aire extraño y puro. Mientras seguía pedaleando cerré por unos segundos los ojos y me transporté. Los rostros conocidos se dibujaron en mi mente. Isabel, Daniela y mi ex. ¿El viento de las Bahamas sería como el que en ese momento percibía?, eso me pregunté. Los vientos parecen distintos pero son todos el mismo viento. Nosotros somos los que cambiamos y percibimos al viento como vientos distintos. Al abrir los ojos el sol estaba altivo y brillaba, las nubes se habían disipado y un olor profundo a flores inundaba el camino. Pedaleé con más fuerza, me sentía feliz. Quería volar.

Supongo que a los veintidós años ya había aprendido que enamorarse y amar son cosas distintas, y que cualquiera de las dos trae oculta consigo una daga que se clava inevitablemente en medio del corazón cuando el hechizo desaparece. Ese dolor, fino y perfecto, seguramente es necesario para ir subiendo peldaños en nuestra vida. De las ruinas renació el fénix, el ave pudo volver a reconstruirse para volver a intentarlo, así se siente el volver a comenzar después de haber amado. Al llegar al departamento dejé mi bicicleta apoyada en las rejas del jardín y la encadené a ellas. Tuve ganas de tocar el violín así que me senté sobre una vieja silla destartalada en el patio y comencé a tocar. Mis oídos acusaban que mis notas estaban cargadas de tristeza, cosa que seguramente era así. Tocar el violín me sume siempre en una profunda tristeza seguida de una grávida melancolía. Mientras tocaba observaba las macetas cargadas de flores nuevas que se mecían por la brisa suave. Dócilmente inclinaban sus pétalos y parecían acompañar mi música. Una mujer anciana y en silla de ruedas me observaba detenidamente desde el edificio vecino. Parecía agradarle mi música. Seguramente mis manos transmitían al violín todo lo que sentía por aquel entonces en mi vida. La mujer apoyó sus dos manos sobre la baranda del balcón y sobre ellas su mentón y quedose observándome durante largo rato. Mientras más tocaba el violín más pleno me sentía. Después de tanto tiempo, después de recorrer tantas vueltas dentro de mi mundo espiralado, había vuelto a tocar el violín en soledad. Esa acción me transmitía una paz interior sublime, me conectaba con mi profundo yo interior y me permitía detenerme por un instante a observarme, a mirarme concienzudamente milímetro a milímetro el corazón y analizar las heridas y sus respectivas cicatrices. Había sanado, había vuelto a ser yo mismo. Una oleada de viento fresco corrió a la brisa y movió bruscamente las flores de la maceta y las hojas de la enredadera que flameaba sobre mi cabeza. La mujer de la silla de ruedas lentamente ingresó al departamento y tras cerrar la puerta de vidrio del balcón se quedó mirándome. Mi público se había retirado, era hora de dejar de tocar. Probablemente una tormenta llegaría pronto así que decidí entrar al departamento, tomarme unos mates y empezar a leer un nuevo libro. Eso hice y tras leer un par de capítulos me quedé dormido desparramado sobre el sofá.

Por la mañana me despertó el golpeteo de las ventanas. Un viento fresco cargado de olor a tierra mojada inundaba el departamento. Seguramente había llovido durante la noche. Sobre mi escritorio observé el viejo portarretratos que contenía una foto de mis padres. Al lado, en otro portarretrato, había una fotografía mía de hacía un par de años. La observé con detenimiento, me noté más infeliz que en ese momento, tuve la sensación que algo se me había caído en el camino sin darme cuenta. Nací en el otoño de 1972, tal vez por eso el otoño me va bien, tal vez por eso siempre he sentido que soy un tipo más bien nostálgico con pinceladas de tristeza, y eso mismo sentí al ver las fotografías, una voraz bocanada de nostalgia y tristeza juntas. Mientras cerraba los postigos un cartero bajó presurosamente de su bicicleta y echó un puñado de cartas en los buzones de la entrada al edificio. Las ventanas vecinas comenzaron a cerrarse como previendo el rápido avecinamiento de una fuerte tormenta. Desayuné con un par de mates y continué escribiendo el borrador que había titulado “mundos espiralados”. No quería escribir nada autobiográfico, sino más bien contar la historia de un muchacho de mi edad al cual le pasaban cosas como le pasaban a gente de mi edad. Cosas como el amor, los miedos, las desilusiones, los engaños, la tristeza, la necesidad de independencia, el sexo, la lucha interna con los propios tabúes y limitaciones y la traza de sus propias miserias. Nunca había escrito nada pero tenía ganas de hacerlo esa vez y la propuesta tenía peso. Transcribí lo que había escrito en papel allá en la casa de mi abuelo a la computadora portátil y me senté en el sofá a continuar la historia. La lluvia no tardó en llegar nuevamente. El aire húmedo entraba de a girones desde la puerta del balcón y el murmullo de las gotas chocando contra todo aquello que se interponía a su paso era claro y seco. Me asomé y vi las flores de las macetas recibir las gotas de lluvia como una bendición. La señora de la silla de ruedas me observaba aún desde su ventana. Increíblemente no me sentí solo, al contrario, aquella mujer prisionera de sus piernas parecía hacerme compañía. Esa compañía que muchas veces uno pide a gritos y pocas veces logra encontrarla y reconocerla. Recordé en ese momento al perro de mis padres. Un perro vagabundo que yo había encontrado tirado al otro lado del paredón de mi casa natal. El pobrecito estaba enfermo y alguien lo había dejado allí tirado aún siendo un cachorro. Tras curar al animal en el veterinario había vivido dieciocho años más acompañando de mil maneras a mis padres en los ratos que la soledad visitaba a ambos. Hay compañías invisibles que seguramente son regocijo puro y efectivo para el alma. Eso mismo sentí en aquel instante con la mujer de la silla de ruedas. Me apoyé en la baranda de mi balcón, y aunque la lluvia me mojaba dejé que todo siguiera su curso. Nos mantuvimos la mirada por un largo rato con aquella mujer y mientras el agua de lluvia recorría mi rostro el de ella parecía sonreír desde detrás del vidrio. Por un instante pensé que ella envidiaba mi libertad, el hecho de estar allí, en el balcón, mojándome el rostro y pudiendo decidir libremente hacia dónde quería ir o lo que se me venía en ganas de hacer; pero inmediatamente quise cambiar la idea y lo hice, porque aunque ella estuviese prohibida para el movimiento su mente era libre, tal vez mucho más que la mía. La libertad no solo es física, también muy superiormente es mental.

Tras un rato de estar apoyado en la baranda del balcón disfrutando de la magia de lluvia serena decidí secarme e ir a buscar mis fotocopias de estudio a la universidad. Recordé que había dejado la bicicleta atada en la reja del edificio el día anterior. Bajé preocupado, tal vez me la robaran, pero no, ahí estaba, empapada pero fiel a mí. Abrí la puerta del edificio y tras poner el primer pie fuera del mismo recordé al cartero. ¿Habría carta para mí?, casi seguramente que no pues nadie me escribía. Además pocos sabían que yo vivía allí y quienes lo sabían preferían llamarme por teléfono o enviarme mensajes de texto a mi celular para saber como estaba. Abrí el buzón y ¡sorpresa!, había una carta. Sí, era para mí. Volteé y leí lo escrito sobre el lomo del sobre. Me entumecí. Quedé por un segundo petrificado. Era una carta de Isabel, sí, de aquella bonita y esplendorosa Isabel, la chica de las sierras. Abrí el sobre, tomé la carta, la doblé en cuatro y la guardé en el bolsillo de mi jeans sin leerla. Lo haría después, tranquilo. Quité el candado a la bicicleta y me eché a pedalear rumbo a la universidad. Tras tomar la avenida principal observé al final de la misma un bonito arcoíris, una clara y esplendorosa señal que un ciclo había terminado para dar paso a uno nuevo, uno cargado de olores puros y naturales.


Safe Creative #0910174694885

<== Ir al capítulo anterior
Capítulos: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18

lunes, 5 de octubre de 2009

mundos espiralados (18)



Capítulo 18

El vapor de la pava la hacía silbar sobre la cocina. Meticulosamente ordené todo para el desayuno, el mate, la yerba, algunos bizcochos de grasa y llené el termo con agua caliente. Desde la cocina observaba a Daniela dormir en mi cama de manera plácida y serena como si se hubiese olvidado de que la vida existe y se hubiera entregado a los brazos de un abismo que la sujetaba de sus extremidades y la balanceaba lentamente hasta caer en el mundo de los sueños. Verla en aquella posición dormida tan profundamente daba la sensación que era el único ser humano capaz de haberse podido despojar de todos sus problemas y disfrutar de un buen descanso. La envidié sanamente por un instante. Sorbí un par de mates y me quedé pensando en nada mientras el sol entraba lentamente por el ventiluz de la cocina. Una línea delgada y amarilla penetraba lentamente y recorría toda la cocina. Iba cargada de vida. A través de ella se podía observar cómo las partículas de polvo, que son invisibles a simple vista, disfrutaban regocijándose en su calidez. Ese haz de luz solar entibiaba todo a su paso así que decidí recibirlo yo también y me crucé delante suyo dejando que me recorriera el rostro y parte de mi cuerpo. Cerré los ojos y sentí como el rayo me acariciaba de a poco, la sensación era increíble, de ese modo logré percibir después de mucho tiempo cómo mi cuerpo y mi interior volvían a combinarse en una única tibieza, algo que sentía había perdido desde hacía mucho tiempo. Abrí la heladera para sacar un pote de dulce de leche y al cerrarla otra vez estaban allí las letras imantadas. Volví a recordar la palabra “atemporal” que mi ex novia había mencionado en aquellos fatídicos días y los recuerdos quisieron hacerme sucumbir, pero esta vez no tuvieron éxito. Los frené a tiempo. Deduje que todo siempre es una trampa recursiva en dónde caes y te levantas una y otra vez hasta tan solo desaparecer. Desordené las letras y seguí tomando mate apoyado sobre la mesada de la cocina. Daniela comenzaba a despertar, parecía un ser que comienza a recobrar vida después de un eterno letargo invernal. Tiré la yerba al mate y puse nueva. Volví a calentar agua en la pava y llenar el termo. El sol ya había invadido por completo la cocina y ahora su luz iluminaba todas las letras imantadas de la heladera. Parecían otras, como si hubiesen cobrado vida, como si con su brillantez bajo la luz de sol expresaran lo que en su orden se podía leer, “mundos espiralados”.

Daniela despertó con una sonrisa. Radiante y única, así la sentí. Es que esa mujer sí que sabía producir sensaciones extrañas en mí. Desayunamos mientras charlábamos de cosas vagas y sin importancia. Nos reíamos y contábamos anécdotas de nuestras vidas como si fuésemos dos grandes amigos que nos conocíamos de toda la vida. Así de bien me sentía a su lado, así de importante era aquel momento en mi vida. Lo comparé con las luciérnagas del jardín. Esas luciérnagas que cuando yo era niño revoloteaban por el jardín de mi casa natal esparciendo su luz y embelleciendo el momento. Luces tenues eran algunas, otras un poco más vivas, pero todas a su momento dejaban su haz de luz diminuto y vivo para alegrarme la vida. Danzaban sin ritmo y sin itinerario fijo, de momentos se arremolinaban a mi alrededor y yo sentía la sensación de ser el agasajado, así que me echaba a correr con ellas detrás y reía, reía y no me cansaba de reír. Esas sensaciones indescriptibles de aquellos momentos de mi vida no tienen traducción, solo son para mí parte de los pilares que sostienen lo que soy. En mi veintena, aquel día que Daniela durmió en mi cama sentí cosas parecidas a las vividas con las luciérnagas de niño. Esa chica tenía luz propia, una luz que era intermitente pero que cuando me irradiaba me hacía sentir un muchacho sumamente feliz. Algo así como un faro en medio de la niebla y yo un bote pesquero a la deriva en ultramar.

Después de desayunar Daniela tomó sus pertenencias y me dijo que debía marcharse.

- ¿Ya te vas?, ¿no querés quedarte un rato más, o almorzar o tal vez a pasar el día conmigo por ahí vagando un poco? –pregunté ansioso.
- Me gustaría mucho, Alan, pero no puedo. Aún me queda un rato largo de viaje hasta mi casa y también tengo muchas cosas que ordenar y hacer. Pero nos veremos pronto, ¿te parece? Me gusta tú compañía y me hace bien. No me preguntes porqué he dicho eso pero es lo que siento. Siento que estar con vos me hace bien.

Sonreí.

- A mí también me hace bien tú compañía, Daniela. –le dije al momento que le di un abrazo sorpresivo.

Nos quedamos en silencio por un rato largo fundidos en aquel abrazo. La libélula seguía intentando entrar a la habitación y se golpeaba contra el vidrio. Iba y venía como en una misión a la que no debía fallar.

- ¡Mira!, ¡una libélula! –exclamó Daniela.
- Sí, desde que me he despertado está ahí intentando entrar, chocándose contra el vidrio.
- ¿Y porqué no la dejaste entrar?
- No sé, supongo que es debido a que después no sabrá salir y terminará cayendo muerta mientras choca contra las paredes. No se me ocurrió dejarla entrar.

Daniela corrió a la ventana y levantó el vidrio. La libélula lentamente entró a la habitación como si estuviera en un vuelo de reconocimiento del lugar. Voló por cada una de las esquinas de la habitación a media altura y voló a nuestro alrededor con ese vuelo tan nervioso y placentero que las caracteriza. Solo me limité a observar el rostro de Daniela y su reacción ante el insecto. Sus facciones demostraban que estaba maravillada ante aquella visión. Se sentía bonito estar viviendo aquel instante. La libélula parecía reconocerla, saber que esa chica amaba a los insectos de su especie. De repente la libélula se acercó a ella y se posó en su mano. Aquello me sorprendió y me llenó de asombro. Parecía haber un lenguaje invisible entre la mirada de Daniela y los ojos de la libélula que apuntaban directamente a los de ella. Me fascinó contemplar esa escena. Observé a mí alrededor y vi la habitación totalmente inundada de sol, un aire fresco y puro se colaba por la ventana abierta y una sensación de plenitud había invadido por completo la habitación como jamás había sentido. Me costaba asegurar que en aquel instante aquella era mi habitación, la misma que muchas veces vivía sumida en la penumbra o en la soledad de mis noches. La libélula se echó a volar nuevamente y en un santiamén salió disparada por la ventana. Esta vez sin chocarse nada, tan solo voló exactamente a través del hueco de la ventana. Daniela cayó sentada sobre la cama con una sonrisa que no podía borrársele. Yo también sonreía y no sabía porqué. Tal vez era todo por aquel hecho indescifrable o por el lenguaje invisible que tienen ciertas personas para comunicarse con otros seres.

- ¿No es maravilloso, Alan?, ¿viste cómo la libélula me ha reconocido?, yo siento que ellas me reconocen. Desde niña me pasa. Estando en las sierras, en la casa quinta de mis padres, las libélulas siempre revoloteaban por doquier y se metían en mi habitación como queriendo comunicarme algo o tal vez dialogar conmigo. Jamás maté a ninguna, tampoco lo haría nunca, y siempre me quedaba quieta mientras algunas de ellas se posaban sobre mí. Esto que pasó ahora hacía mucho que no me pasaba. A veces siento que ellas tienden a decirme cosas, o en su modo a susurrarme secretos o historias futuras. Tal vez mi cabeza de atolondrada sea la que supone cosas por el estilo, pero muchas de las cosas que han pasado en mi vida están atadas a acontecimientos como éste que acabas de presenciar. Es increíble. Tan solo pasa, así, como sucedió ahora. Una libélula entra en algún sitio, lo revolotea, se posa en mí, parece como mirarme y se va, como si nada, como si tan solo viniese a traerme un paquete con un mensaje dentro, el cual yo nunca entiendo.
- Tal vez sea así –dije- tal vez las libélulas tengan algún tipo de conexión oculta con vos. Creo en esas cosas. Creo que las personas tenemos conectividad con animales, con lugares, o con sucesos de la naturaleza como rayos, viento o el propio fuego. Desde chico he creído en ese tipo de conectividad así que no me asombraría que estés ligada a las libélulas. Después de todo no tiene nada de malo –le dije sonriendo.
- Claro que no. No tiene nada de malo. Solo que no sé cual es el tipo de conexión, aún no logro descubrirlo.

De un salto se incorporó de la cama, tomó su mochila y bajamos a planta baja del edificio. Nos despedimos con un beso en los labios y un fuerte abrazo. Esa despedida fue profunda. Sentí que volvería a verla. Algo había cambiado de aquella última vez que se había despedido. Tal vez la libélula tendría que ver. Seguramente que sí.

Volví a la universidad. Eso sucedió a los pocos días de despedirme de Daniela. Volver a aquel edificio fue repetir una vez más lo de los últimos dos años, pero esa vez tenía un toque extra, volvía al mismo sitio que hacía unos meses me había contenido en una profunda y dolorosa soledad. Caer en las fauces de la soledad es similar a ser absorbido por un hoyo negro del espacio exterior donde todo lo que tienes a tú lado se arrastra contigo, así sentía que todos los lugares que hube transitado durante aquellos momentos fueron a parar junto a mí dentro de aquel agujero negro. La universidad no era una excepción, puesto que allí nos veíamos a diario con mi ex y estar nuevamente en ese sitio reflotaba sensaciones que inmediatamente me apuraba a obstruir. Sin embargo todo parecía ser igual que hacía meses atrás, como si aquella vieja edificación plagada de estudiantes que van y vienen jamás se hubiera enterado de nada de lo que a mí me había sucedido. Supuse que tampoco tenía porqué una edificación reaccionar de algún modo ante mi vida, después de todo las edificaciones son moles que observan en silencio cientos de vidas a lo largo de los años. Los primeros días se sintieron extraños, cargados de nuevas responsabilidades y de otra vez comenzar el frenesí de las relaciones humanas en el campus. Por aquel entonces mis compañeros de universidad eran grandes personas, supongo que no siempre uno puede jactarse de tamaña cosa, pero a mí me había tocado compartir mis años de estudio universitario con compañeros de gran personalidad y carisma. Algunos, aquellos que supieron acompañarme a aquel bar de mala muerte donde el hombre calvo escarbaba su oreja, con sus miradas me comunicaban que me veían un poco mejor. Yo me sentía mejor. Pronto me acomodé al ritmo de la universidad. Iba a clases y me podía concentrar a la perfección, pasaba horas en la biblioteca estudiando sin distraerme y cursaba todas las materias del cuatrimestre. Cada tanto recordaba los momentos vividos durante mis cortas vacaciones, el rostro de la bella Isabel o la personalidad atractiva y enigmática de Daniela. No había vuelto a verlas, mi vida parecía haber ingresado en una intersección que había terminado bifurcando por un camino alejado de aquellas mujeres. Al tiempo de estar asistiendo a la universidad me crucé con mi ex novia en uno de los pasillos. Al principio fueron miradas fugaces. El corazón parecía salírseme del pecho. Por un instante pensé qué le diría si ella me dirigía la palabra, aquel momento me estaba ahogando, podía sentir la presión sanguínea en la vena de mi cuello y cómo toda mi visión se acotaba alrededor del lento caminar de ella hacia mí. Fue uno de esos instantes de los cuales uno se dice, “no lo olvidaré jamás…”

Me saludó tímidamente, devolví el saludo también tímidamente y mi voz se escuchó como si estuviese dentro de un pozo profundo casi llegando al centro de la Tierra. Se detuvo un instante a mi lado. Ambos nos mirábamos como reconociéndonos, como si un par de vidas atrás hubiese sido la última vez que nos vimos. Me resultaba muy rara e incómoda aquella situación pero no podía evaporarme de la escena, mis pies parecían petrificados y mis músculos no reaccionaban a mis órdenes. Estaba caminando sobre el filo de una espiral, haciendo equilibrio, temiendo caer nuevamente a ese abismo del cual tanto me había costado salir. La espiral me conducía a un horizonte difuso, del cual solo podía ver cómo él se engullía todo a mí alrededor y el equilibrio debía de ser más y más perfecto. Miedo, eso sentí, miedo a volver a equivocarme, así, como un ciego reciente que no reconoce mentalmente su hábitat. Sin embargo no sucumbí. Supongo que seguí el camino de la espiral.

- ¿Adónde vas? –me preguntó.
- A la biblioteca –dije.
- ¿Estás bien?

Pensé la respuesta por un instante. Dudé. Pero no fue una duda de no saber la respuesta sino más bien fue una duda de elaboración de respuesta.

- Si estar bien es sentir que es grandioso respirar y que tras tener los pulmones llenos de oxígeno sientas que la vida es hermosa y una alegría te desborda desde dentro hacia afuera te diría que sí, que estoy bien, en realidad muy bien –le respondí sosteniendo su mirada. Ella exhaló.
- Me alegro por ti.
- Gracias. ¿Y vos?, ¿estás bien?
- No sé. Supongo que sí. La verdad que no lo sé, a veces dudo que así sea. Creo que me he precipitado en algunas cosas, y en otras directamente he tomado el camino incorrecto.

No quise preguntarle más nada sobre su última respuesta pues sentía que si lo hacía me metería en un berenjenal del cual sería complicado salir para mi propio interior. El sentirme bien y sentir que me había repuesto de mi separación con ella no indicaba que pudiera exponerme a sentir un dolor abrupto o punzante por preguntas o palabras equivocadas. Me quedé en silencio observándola.

- Me gustaría tomar algo con vos, no sé, una cerveza o una gaseosa, algo, así como solíamos hacerlo antes, ¿te acordás? –dijo mi ex.
- ¡Ah! -musité.
- ¿Qué significa ese “¡Ah!”? –me preguntó nerviosamente.
- Nada, solo una manera de expresarme, deberías recordarlo pues suelo hacerlo seguido.
- Lo siento, no lo recordaba, supongo que muchas cosas no tuve en cuenta a su debido tiempo.

Tras decirme aquello último sentí que esa chica que tenía frente mío era alguien extraño, alguien que jamás había conocido y que solo yo mismo había dado forma en mi mente. Ella estaba allí en frente mío y yo me sentía como frente a un cuadro insulso en una galería de arte. Nada del cuadro me atraía, nada del cuadro terminaba por acaparar mis sensaciones, más bien parecía un cuadro más, como tantos que cuelgan de las paredes en una exposición de pintores nóveles. Hice una mueca con mis labios, una mueca que denotaba lástima. Ella percibió mi gesto e instantáneamente se echó a caminar, sin saludarme, sin voltear. A veces un gesto tiene más poder que una detonación nuclear, puede arrasar miles de kilómetros y llegar a mundos paralelos haciendo que todo se trastoque. Me quedé parado en medio del pasillo, con mi mochila apoyada contra mis piernas, con mi mirada perdida en la silueta de mi ex novia marchándose por el infinito pasillo. Cuando caí en mí me di cuenta que ella ya no estaba, que había desaparecido, tal vez había caído al abismo desde el borde de la espiral.


Safe Creative #0910054631269

<== Ir al capítulo anterior
Capítulos: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17