Capítulo 19
Estaba apoyado en el borde de la ventana que había presenciado una de mis últimas charlas con mi ex novia. Estaba solo, la mariposa había desaparecido. Tras el vidrio se veía el campus plagado de alumnos, el césped de un verdor maravilloso, una columna de pinos como fondo y un sol tímido asomándose detrás de un par de nubes. La primavera de a poco fue matizando aquellos días. Por un instante pensé que por vez primera me sentía tan bien después de mucho tiempo. Los recuerdos ya no me asaltaban y mi interior estaba organizado, estable y atento a nuevas emociones. Pasé la palma de mi mano por el borde de la ventana y el frío mármol me tomó de la mano y me sumergió rápidamente en recuerdos. Tuve ganas de tocar el violín, pero no lo tenía conmigo. Entonces cerré el puño, atrapé los recuerdos y de a poco los comprimí mandándolos por los vasos sanguíneos hasta mis venas, para así alojarlos en mi cerebro y ubicarlos en un lugar donde pudiesen habitar tranquilos. Tomé mi mochila, mis libros y me marché de la universidad en mi bicicleta. La larga hilera de pinos que delimitaba el campus parecía seguirme. Se mecían tan lentamente como los quebrachales de las sierras. Me sonreí mientras pedaleaba, por un instante pensé estar allí, enclavado entre las montañas volviendo a respirar ese aire extraño y puro. Mientras seguía pedaleando cerré por unos segundos los ojos y me transporté. Los rostros conocidos se dibujaron en mi mente. Isabel, Daniela y mi ex. ¿El viento de las Bahamas sería como el que en ese momento percibía?, eso me pregunté. Los vientos parecen distintos pero son todos el mismo viento. Nosotros somos los que cambiamos y percibimos al viento como vientos distintos. Al abrir los ojos el sol estaba altivo y brillaba, las nubes se habían disipado y un olor profundo a flores inundaba el camino. Pedaleé con más fuerza, me sentía feliz. Quería volar.
Supongo que a los veintidós años ya había aprendido que enamorarse y amar son cosas distintas, y que cualquiera de las dos trae oculta consigo una daga que se clava inevitablemente en medio del corazón cuando el hechizo desaparece. Ese dolor, fino y perfecto, seguramente es necesario para ir subiendo peldaños en nuestra vida. De las ruinas renació el fénix, el ave pudo volver a reconstruirse para volver a intentarlo, así se siente el volver a comenzar después de haber amado. Al llegar al departamento dejé mi bicicleta apoyada en las rejas del jardín y la encadené a ellas. Tuve ganas de tocar el violín así que me senté sobre una vieja silla destartalada en el patio y comencé a tocar. Mis oídos acusaban que mis notas estaban cargadas de tristeza, cosa que seguramente era así. Tocar el violín me sume siempre en una profunda tristeza seguida de una grávida melancolía. Mientras tocaba observaba las macetas cargadas de flores nuevas que se mecían por la brisa suave. Dócilmente inclinaban sus pétalos y parecían acompañar mi música. Una mujer anciana y en silla de ruedas me observaba detenidamente desde el edificio vecino. Parecía agradarle mi música. Seguramente mis manos transmitían al violín todo lo que sentía por aquel entonces en mi vida. La mujer apoyó sus dos manos sobre la baranda del balcón y sobre ellas su mentón y quedose observándome durante largo rato. Mientras más tocaba el violín más pleno me sentía. Después de tanto tiempo, después de recorrer tantas vueltas dentro de mi mundo espiralado, había vuelto a tocar el violín en soledad. Esa acción me transmitía una paz interior sublime, me conectaba con mi profundo yo interior y me permitía detenerme por un instante a observarme, a mirarme concienzudamente milímetro a milímetro el corazón y analizar las heridas y sus respectivas cicatrices. Había sanado, había vuelto a ser yo mismo. Una oleada de viento fresco corrió a la brisa y movió bruscamente las flores de la maceta y las hojas de la enredadera que flameaba sobre mi cabeza. La mujer de la silla de ruedas lentamente ingresó al departamento y tras cerrar la puerta de vidrio del balcón se quedó mirándome. Mi público se había retirado, era hora de dejar de tocar. Probablemente una tormenta llegaría pronto así que decidí entrar al departamento, tomarme unos mates y empezar a leer un nuevo libro. Eso hice y tras leer un par de capítulos me quedé dormido desparramado sobre el sofá.
Por la mañana me despertó el golpeteo de las ventanas. Un viento fresco cargado de olor a tierra mojada inundaba el departamento. Seguramente había llovido durante la noche. Sobre mi escritorio observé el viejo portarretratos que contenía una foto de mis padres. Al lado, en otro portarretrato, había una fotografía mía de hacía un par de años. La observé con detenimiento, me noté más infeliz que en ese momento, tuve la sensación que algo se me había caído en el camino sin darme cuenta. Nací en el otoño de 1972, tal vez por eso el otoño me va bien, tal vez por eso siempre he sentido que soy un tipo más bien nostálgico con pinceladas de tristeza, y eso mismo sentí al ver las fotografías, una voraz bocanada de nostalgia y tristeza juntas. Mientras cerraba los postigos un cartero bajó presurosamente de su bicicleta y echó un puñado de cartas en los buzones de la entrada al edificio. Las ventanas vecinas comenzaron a cerrarse como previendo el rápido avecinamiento de una fuerte tormenta. Desayuné con un par de mates y continué escribiendo el borrador que había titulado “mundos espiralados”. No quería escribir nada autobiográfico, sino más bien contar la historia de un muchacho de mi edad al cual le pasaban cosas como le pasaban a gente de mi edad. Cosas como el amor, los miedos, las desilusiones, los engaños, la tristeza, la necesidad de independencia, el sexo, la lucha interna con los propios tabúes y limitaciones y la traza de sus propias miserias. Nunca había escrito nada pero tenía ganas de hacerlo esa vez y la propuesta tenía peso. Transcribí lo que había escrito en papel allá en la casa de mi abuelo a la computadora portátil y me senté en el sofá a continuar la historia. La lluvia no tardó en llegar nuevamente. El aire húmedo entraba de a girones desde la puerta del balcón y el murmullo de las gotas chocando contra todo aquello que se interponía a su paso era claro y seco. Me asomé y vi las flores de las macetas recibir las gotas de lluvia como una bendición. La señora de la silla de ruedas me observaba aún desde su ventana. Increíblemente no me sentí solo, al contrario, aquella mujer prisionera de sus piernas parecía hacerme compañía. Esa compañía que muchas veces uno pide a gritos y pocas veces logra encontrarla y reconocerla. Recordé en ese momento al perro de mis padres. Un perro vagabundo que yo había encontrado tirado al otro lado del paredón de mi casa natal. El pobrecito estaba enfermo y alguien lo había dejado allí tirado aún siendo un cachorro. Tras curar al animal en el veterinario había vivido dieciocho años más acompañando de mil maneras a mis padres en los ratos que la soledad visitaba a ambos. Hay compañías invisibles que seguramente son regocijo puro y efectivo para el alma. Eso mismo sentí en aquel instante con la mujer de la silla de ruedas. Me apoyé en la baranda de mi balcón, y aunque la lluvia me mojaba dejé que todo siguiera su curso. Nos mantuvimos la mirada por un largo rato con aquella mujer y mientras el agua de lluvia recorría mi rostro el de ella parecía sonreír desde detrás del vidrio. Por un instante pensé que ella envidiaba mi libertad, el hecho de estar allí, en el balcón, mojándome el rostro y pudiendo decidir libremente hacia dónde quería ir o lo que se me venía en ganas de hacer; pero inmediatamente quise cambiar la idea y lo hice, porque aunque ella estuviese prohibida para el movimiento su mente era libre, tal vez mucho más que la mía. La libertad no solo es física, también muy superiormente es mental.
Tras un rato de estar apoyado en la baranda del balcón disfrutando de la magia de lluvia serena decidí secarme e ir a buscar mis fotocopias de estudio a la universidad. Recordé que había dejado la bicicleta atada en la reja del edificio el día anterior. Bajé preocupado, tal vez me la robaran, pero no, ahí estaba, empapada pero fiel a mí. Abrí la puerta del edificio y tras poner el primer pie fuera del mismo recordé al cartero. ¿Habría carta para mí?, casi seguramente que no pues nadie me escribía. Además pocos sabían que yo vivía allí y quienes lo sabían preferían llamarme por teléfono o enviarme mensajes de texto a mi celular para saber como estaba. Abrí el buzón y ¡sorpresa!, había una carta. Sí, era para mí. Volteé y leí lo escrito sobre el lomo del sobre. Me entumecí. Quedé por un segundo petrificado. Era una carta de Isabel, sí, de aquella bonita y esplendorosa Isabel, la chica de las sierras. Abrí el sobre, tomé la carta, la doblé en cuatro y la guardé en el bolsillo de mi jeans sin leerla. Lo haría después, tranquilo. Quité el candado a la bicicleta y me eché a pedalear rumbo a la universidad. Tras tomar la avenida principal observé al final de la misma un bonito arcoíris, una clara y esplendorosa señal que un ciclo había terminado para dar paso a uno nuevo, uno cargado de olores puros y naturales.
Supongo que a los veintidós años ya había aprendido que enamorarse y amar son cosas distintas, y que cualquiera de las dos trae oculta consigo una daga que se clava inevitablemente en medio del corazón cuando el hechizo desaparece. Ese dolor, fino y perfecto, seguramente es necesario para ir subiendo peldaños en nuestra vida. De las ruinas renació el fénix, el ave pudo volver a reconstruirse para volver a intentarlo, así se siente el volver a comenzar después de haber amado. Al llegar al departamento dejé mi bicicleta apoyada en las rejas del jardín y la encadené a ellas. Tuve ganas de tocar el violín así que me senté sobre una vieja silla destartalada en el patio y comencé a tocar. Mis oídos acusaban que mis notas estaban cargadas de tristeza, cosa que seguramente era así. Tocar el violín me sume siempre en una profunda tristeza seguida de una grávida melancolía. Mientras tocaba observaba las macetas cargadas de flores nuevas que se mecían por la brisa suave. Dócilmente inclinaban sus pétalos y parecían acompañar mi música. Una mujer anciana y en silla de ruedas me observaba detenidamente desde el edificio vecino. Parecía agradarle mi música. Seguramente mis manos transmitían al violín todo lo que sentía por aquel entonces en mi vida. La mujer apoyó sus dos manos sobre la baranda del balcón y sobre ellas su mentón y quedose observándome durante largo rato. Mientras más tocaba el violín más pleno me sentía. Después de tanto tiempo, después de recorrer tantas vueltas dentro de mi mundo espiralado, había vuelto a tocar el violín en soledad. Esa acción me transmitía una paz interior sublime, me conectaba con mi profundo yo interior y me permitía detenerme por un instante a observarme, a mirarme concienzudamente milímetro a milímetro el corazón y analizar las heridas y sus respectivas cicatrices. Había sanado, había vuelto a ser yo mismo. Una oleada de viento fresco corrió a la brisa y movió bruscamente las flores de la maceta y las hojas de la enredadera que flameaba sobre mi cabeza. La mujer de la silla de ruedas lentamente ingresó al departamento y tras cerrar la puerta de vidrio del balcón se quedó mirándome. Mi público se había retirado, era hora de dejar de tocar. Probablemente una tormenta llegaría pronto así que decidí entrar al departamento, tomarme unos mates y empezar a leer un nuevo libro. Eso hice y tras leer un par de capítulos me quedé dormido desparramado sobre el sofá.
Por la mañana me despertó el golpeteo de las ventanas. Un viento fresco cargado de olor a tierra mojada inundaba el departamento. Seguramente había llovido durante la noche. Sobre mi escritorio observé el viejo portarretratos que contenía una foto de mis padres. Al lado, en otro portarretrato, había una fotografía mía de hacía un par de años. La observé con detenimiento, me noté más infeliz que en ese momento, tuve la sensación que algo se me había caído en el camino sin darme cuenta. Nací en el otoño de 1972, tal vez por eso el otoño me va bien, tal vez por eso siempre he sentido que soy un tipo más bien nostálgico con pinceladas de tristeza, y eso mismo sentí al ver las fotografías, una voraz bocanada de nostalgia y tristeza juntas. Mientras cerraba los postigos un cartero bajó presurosamente de su bicicleta y echó un puñado de cartas en los buzones de la entrada al edificio. Las ventanas vecinas comenzaron a cerrarse como previendo el rápido avecinamiento de una fuerte tormenta. Desayuné con un par de mates y continué escribiendo el borrador que había titulado “mundos espiralados”. No quería escribir nada autobiográfico, sino más bien contar la historia de un muchacho de mi edad al cual le pasaban cosas como le pasaban a gente de mi edad. Cosas como el amor, los miedos, las desilusiones, los engaños, la tristeza, la necesidad de independencia, el sexo, la lucha interna con los propios tabúes y limitaciones y la traza de sus propias miserias. Nunca había escrito nada pero tenía ganas de hacerlo esa vez y la propuesta tenía peso. Transcribí lo que había escrito en papel allá en la casa de mi abuelo a la computadora portátil y me senté en el sofá a continuar la historia. La lluvia no tardó en llegar nuevamente. El aire húmedo entraba de a girones desde la puerta del balcón y el murmullo de las gotas chocando contra todo aquello que se interponía a su paso era claro y seco. Me asomé y vi las flores de las macetas recibir las gotas de lluvia como una bendición. La señora de la silla de ruedas me observaba aún desde su ventana. Increíblemente no me sentí solo, al contrario, aquella mujer prisionera de sus piernas parecía hacerme compañía. Esa compañía que muchas veces uno pide a gritos y pocas veces logra encontrarla y reconocerla. Recordé en ese momento al perro de mis padres. Un perro vagabundo que yo había encontrado tirado al otro lado del paredón de mi casa natal. El pobrecito estaba enfermo y alguien lo había dejado allí tirado aún siendo un cachorro. Tras curar al animal en el veterinario había vivido dieciocho años más acompañando de mil maneras a mis padres en los ratos que la soledad visitaba a ambos. Hay compañías invisibles que seguramente son regocijo puro y efectivo para el alma. Eso mismo sentí en aquel instante con la mujer de la silla de ruedas. Me apoyé en la baranda de mi balcón, y aunque la lluvia me mojaba dejé que todo siguiera su curso. Nos mantuvimos la mirada por un largo rato con aquella mujer y mientras el agua de lluvia recorría mi rostro el de ella parecía sonreír desde detrás del vidrio. Por un instante pensé que ella envidiaba mi libertad, el hecho de estar allí, en el balcón, mojándome el rostro y pudiendo decidir libremente hacia dónde quería ir o lo que se me venía en ganas de hacer; pero inmediatamente quise cambiar la idea y lo hice, porque aunque ella estuviese prohibida para el movimiento su mente era libre, tal vez mucho más que la mía. La libertad no solo es física, también muy superiormente es mental.
Tras un rato de estar apoyado en la baranda del balcón disfrutando de la magia de lluvia serena decidí secarme e ir a buscar mis fotocopias de estudio a la universidad. Recordé que había dejado la bicicleta atada en la reja del edificio el día anterior. Bajé preocupado, tal vez me la robaran, pero no, ahí estaba, empapada pero fiel a mí. Abrí la puerta del edificio y tras poner el primer pie fuera del mismo recordé al cartero. ¿Habría carta para mí?, casi seguramente que no pues nadie me escribía. Además pocos sabían que yo vivía allí y quienes lo sabían preferían llamarme por teléfono o enviarme mensajes de texto a mi celular para saber como estaba. Abrí el buzón y ¡sorpresa!, había una carta. Sí, era para mí. Volteé y leí lo escrito sobre el lomo del sobre. Me entumecí. Quedé por un segundo petrificado. Era una carta de Isabel, sí, de aquella bonita y esplendorosa Isabel, la chica de las sierras. Abrí el sobre, tomé la carta, la doblé en cuatro y la guardé en el bolsillo de mi jeans sin leerla. Lo haría después, tranquilo. Quité el candado a la bicicleta y me eché a pedalear rumbo a la universidad. Tras tomar la avenida principal observé al final de la misma un bonito arcoíris, una clara y esplendorosa señal que un ciclo había terminado para dar paso a uno nuevo, uno cargado de olores puros y naturales.
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Y sigue la espiral... si, creo que a los veinte-veintidós (acabo de cumplir veintiuno) se sabe bien la diferencia entre enamorarse y amar.
ResponderEliminarSaludos