domingo, 28 de octubre de 2012

Barrilete






Rosas, arco iris, mariposas,
esta tarde es gris,
y el sol aun no acaba de ocultarse.


Enrique Mazariegos




En el fondo del patio el cerezo se mecía bruscamente con el viento sur del avanzado otoño. Detrás, asomando sobre las casas vecinas, un cielo cubierto de nubes blancas simulaba pedazos de algodón, arrastrándose lentamente, al compás aletargado del movimiento terrestre. En la cocina de la casa, una siesta de abril de 1912, nacía un niño, que se abría paso al mundo irrumpiendo con un fuerte llanto, robándole sonrisas a la partera y a sus padres, forjando lágrimas en los ojos de su madre, y derrochando bendiciones a todo aquel que observaba sus movimientos de niño inquieto asombrándose de conocer un nuevo mundo. Ese niño, yo mismo, comenzó a morir ese mismo día.

La muerte es la única certeza que tenemos al nacer. Sabemos que algún día moriremos. Nadie escapó ni escapará a ello. Es la primera sinceridad de la vida. Disfruta, vive, sueña, anhela, sé tú en toda la amplitud de tu esencia, pero recuerda que tarde o temprano el viento de la vida cesa y el hálito invisible se extingue. Comenzamos a morir el mismo día en que nacemos. Nuestros genes comienzan a prepararse para ello. Silenciosa e invisiblemente se van predisponiendo al adiós. Mientras los gritos del niño recién nacido se hacían sentir en todas las casas vecinas, sus padres no ocultaban su felicidad, agradeciéndole a un Dios invisible la dicha de prolongar sus vidas en otro ser, retoño nuevo, fruto de su amor, firma del compromiso del sentimiento. El primogénito, el primer hijo varón de una esperanzadora familia numerosa acababa de llegar a la vida, y como tal, la alegría era inconmensurable. Mi madre, entre sollozos y latigazos de dolor abdominal, sonreía ingenuamente, con cierta obnubilación y éxtasis ante mi mirada gris. Mirada que seguramente era igual que aquellos que observan lo desconocido.

— Tu madre te amó desde el primer momento. Tus ojos buscaban los de ella. Apenas llegaste a este mundo supe que ella y tú eran el uno para el otro.

Cada tanto mi padre solía decir esa misma frase, y tras decirla, sus ojos se empañaban como si cada letra, cada palabra, trajera consigo un puñado indescriptible de sensaciones que lo arrugaban por dentro, lo sometían a los confines extremos de sus sentimientos más íntimos y le comunicaban que él también había sido partícipe del logro de la vida nueva, pues de su amor por mi madre me había dado la vida.

Aquella tarde de abril se extinguió hace casi ochenta años atrás, y con ella comenzó la vida de un hombre que jamás tuvo suficientes palabras para tal obsequio. Crecí feliz en un barrio de los suburbios, lleno de niños con mejillas sonrojadas por el frío, que corrían tras una pelota en los inviernos más crudos, observando a los empleados de las fábricas salir por las mañanas en sus bicicletas a trabajar, viendo como las madres tras hacer las compras de rutina preparaban un desayuno gigante a sus amados hijos, oliendo el aroma a la tierra mojada en los días de lluvia, corriendo entre los pastos bravíos y crecidos de los campos vecinos, disfrutando del sol de la siesta en los juegos de verano con los demás niños. La vida se había abierto paso arrojando a mis pies un cúmulo de obsequios, como si fuesen uvas arrancadas de un racimo generoso. Y así, entre tanta felicidad invisible, la muerte se sentía ausente e inservible, esperando que ese niño creciera y comenzara a secarse, como la flor del cactus tras mostrar lo más bello de sí misma en un lapso corto de tiempo.

No sé por qué la memoria elige un momento determinado y no otro para los recuerdos. Es una elección irracional, lo sé. Algo que no se puede manipular a conciencia. Cuando los recuerdos de mi infancia me sobrevienen me siento un niño nuevamente. Al comienzo son rayos fugaces de imágenes y sensaciones cruzando por mi mente: una pelota de fútbol, una pistola de cowboys de juguete, un cubrecama a cuadros, paseos de la mano de mi madre, el olor a las plantas de ruda de mi abuela, la bicicleta de mi padre. Luego, como si se tratase de una ruleta rusa, se detiene de imprevisto y se posiciona en una escena que lo abarca y absorbe todo. Puedo estar o no en ella, es indistinto: soy espectador de igual modo. Me columpio y me dejo mecer, estoy dentro de la escena, se siente siempre vívida, cargada de acentuaciones en momentos o acciones certeras. Disfruto ese paraíso que la memoria me ofrece. Un racconto de mi vida me atraviesa como un haz de luz. Soy consciente de que voy camino a la muerte, lo soy desde que era un niño, no obstante disfruto del placer de rememorar el pasado, de hacerlo presente y de sentirme plenamente vivo y feliz por ello.

Bruno, mi compañero de habitación me incita a recordar. Hace años que convivimos dentro de este viejo departamento. Él en su sitio, yo en el mío. Ninguno sobrepasa la línea invisible que todo lo divide. Comenzando por la privacidad del otro, claro está. Sin embargo, hay momentos, como por ejemplo cuando mi memoria me juega buenas pasadas, en los cuales mi compañero de pensión y yo parecemos dos niños nacidos hace un par de años, sonrientes, cargados de júbilo, intensamente desbordados por el candor que los recuerdos nos brindan. Él toma siempre una silla, la coloca al revés, se sienta, coloca sus brazos en el respaldo y apoya el mentón en ellos:

— Anda, Octavio… ¡vamos!… cuéntame esas historias de tú infancia.

Entonces trato de concentrarme, de allanar las llanuras extensas y plagadas de sequía que conforman mi memoria. Rebusco en las cavernas, busco señales o lumbres que me indiquen que aun hay vestigios vivos de mi paso por la vida. Mientras eso sucede mi mirada se pierde al igual que yo. Solo Bruno me contempla en silencio. Lo hace respetuosamente, escuchando de fondo el tic-tac del reloj de pared que marca el avance incesante de un tiempo inescrupuloso.

— ¿Recuerdas algo de tú niñez?
— Siempre hay algo… —respondo mirándolo a los ojos—, vestigios, pero siempre hay algo mi querido amigo.

Entonces un recuerdo me aborda, lo veo venir, se presenta ante mí, al principio con colores desteñidos, voces lejanas, sensaciones extrañas, luego asumiendo confianza se empieza a mostrar con más vigor. Parece el recuerdo de un sueño borroso. Sin embargo, mientras más me concentro, más nítido se torna. Recorro los contornos, miro las siluetas, rememoro las sensaciones, aclaro los sonidos. Finalmente todo confluye lentamente en un recuerdo vívido. Yo, siendo niño, en algún lugar que ya olvidé, junto a mi padre, un día frío que no sé precisar si es otoño o invierno. Mis manos están heladas, y mis cachetes extremadamente ardientes, lo sé, puedo casi sentirlo. Señales típicas de un niño feliz al aire libre en un clima riguroso. Mi padre a mi lado sonríe. Observo a Bruno y le describo a mi padre: trae puesta una campera gruesa y una bufanda marrón que envuelve todo su cuello tapándole la nariz por completo. Solo sus ojos se observan detrás de aquel envoltorio. Aún tiene puestos los pantalones que usa para trabajar en la fábrica y los borceguíes de cuero. Sé que está cansado. Lo noto en sus expresiones. En su mano derecha tiene un barrilete y en la izquierda una madeja de hilo.

— Ven Octavio, vamos a remontarlo…

Camino junto a él rumbo al medio de un descampado. Entonces mi mente, como si fuera una cámara rápida, me retrotrae a unos días antes, en los cuales él, mi amado padre, diseñaba el barrilete.

— Quiero que observes hijo. Algún día lo harás tú…

Entonces lo observo.

Trabaja con mucha meticulosidad. Hay unas cañas de tacuara sobre la mesa del patio. Las toma, las corta en varas finas que luego mide a su antojo. Tiene la precisión de un ingeniero, la mirada de un arquitecto, la paciencia de un sabio oriental. Cada tanto me observa y se sonríe. Me hace su cómplice. Me siento su cómplice ¡Estamos construyendo un barrilete! Esa sensación aún hoy la siento recorrerme por dentro. Es invisible y poderosa. Fluye por mis venas, atraviesa mi corazón, bombardea mis sienes. Es una mezcla de amor paternal y amor de hijo recíproco. Se siente exquisito. Toma un rollo de papel blanco, casi transparente. Lo abre con cuidado, lo alisa con sus manos y me observa nuevamente:

— Con este papel vienen envueltos los vidrios a la fábrica. Yo los guardo para que lo usemos en barriletes… ¿qué te parece?

Asiento con una sonrisa a flor de labios. Gracias, Papá, quiero decirle, pero no me salen las palabras y solo me limito a observarlo sin borrar la sonrisa.

Hace un doblez, luego otro, luego un par más. Toma las varillas, encola el papel, une, sigue doblando, ajusta, va dándole forma a un puñado de materiales que poco a poco adquiere la forma romboidal de un barrilete casero. Finalmente está listo.

— Ahora dejémoslo secar —dice él mientras señala los dobleces encolados.

Asiento, pero reconozco que muero de impaciencia por hacerlo volar.

— Anda, ve y pide a tu madre trapos viejos… necesitamos hacer una gran cola para este barrilete.

Corro a la cocina y ahí está mi madre. Sentada, observándonos a la distancia. En sus ojos reconozco la mirada del amor familiar. El amor que es vida y que se revive a diario cuando las familias tienen ese núcleo poderoso que las une de un modo muy activo e incandescente. La pava al fuego echa su primer hervor. El aroma a mate de media tarde invade la cocina. Apoyo mis manos pequeñas en el regazo de mi madre y le pido trapos viejos. Siento su mano tibia recorrerme el rostro, acomodar los mechones de pelo que caen en mi rostro. Busca entre sus prendas algo que ya no use. Si no encuentra nada seguro que algo dejará de usar. Una pollera vieja, una blusa a lunares, un pedazo de mantel manchado y desgastado. Vuelvo a la mesa del patio corriendo y mi padre me indica cómo debo de formar la cola:

— Mira Octavio, la cola de un barrilete es muy importante. Es una especie de timón que actuará en el cielo a merced del viento. Si es corta el cometa nunca planeará con eficacia. Si es demasiado larga le costará remontarse. Debe ser justa, un largo ideal, así nos aseguraremos que planeará por mucho tiempo y se sostendrá mecido por el viento.

Observo a Bruno y veo sus ojos cargados de lágrimas. Mi amigo es sensible. A veces en demasía. Mientras relato el recuerdo del barrilete él me mira con cara de niño aun siendo mayor que yo. Siento que él también regresa a su infancia, tal vez a remontar barriletes allá en su Italia natal.

Tras diseñar la cola dejamos el barrilete listo y en descanso. El día siguiente será el día del vuelo… 


Seguimos atravesando el campo. El viento sur nos da de lleno traspasando los abrigos. Siento frío, siento que las mejillas son brasas incandescentes que queman la carne. Sin embargo la felicidad me desborda. Mi padre está cansado, ha trabajado duro desde la madrugada hasta pasada la siesta en la fábrica, pero sus promesas siempre se cumplían. Se quita la bufanda y la deja colgando de su cuello. Ahí está, a mi lado, caminando por el campo con el barrilete en la mano, en busca de un sitio perfecto, un lugar en donde nuestra obra de arte comience su seducción con el viento y entienda que el cielo es también un lugar bonito por donde desplazarse. Yo llevo la cola del barrilete enrollada. Los retazos de prendas unidos por diminutos nudos. El timón de nuestro barrilete.

— Aquí está bien —dice mi padre.

Me enseña cómo tomar el barrilete. Se arrodilla a mi lado y mira hacia el cielo. Me habla de cómo los pájaros vuelan jugando con el viento. Entiendo su explicación de que debo correr para que el barrilete comience a elevarse.

— Estoy listo, Papá.

Comienzo a correr. Corro y corro. Mis piernas son fuertes y vigorosas. Soy un niño fuerte. Sigo corriendo. Mientras lo hago cada tanto miro a mi padre que sostiene el cordel atado al barrilete. El viento sur helado me empuja hacia atrás, pero aún así corro. Corro y corro. No paro de correr. Los pulmones parecen explotarme, el esfuerzo quiere amedrentarme, pero no claudico. El barrilete debe volar. Entonces una ráfaga más fuerte que las demás da un giro y la siento tras de mí, escucho la voz de mi padre, pienso que es el momento justo, echo el brazo hacia atrás, arrojo con fuerza el barrilete y finalmente abro mi mano y lo suelto.

Se eleva. Planea con cierta dificultad pero se abre paso. La cosa se eleva de igual modo, se despide del suelo. Mi padre con toques mágicos mueve el cordel. Un poco a la derecha, otro poco a la izquierda. Camina de un lado hacia otro y el barrilete se sigue elevando.

— ¡Ven Octavio, toma, toma el cordel!

Corro y tomo la madeja del cordel entre mis manos. Ahora soy yo quien dirige el vuelo. Siento que la vida es única y me atraviesa de lleno.

Corro y manejo el cordel. El barrilete hace piruetas en el cielo. Mi padre ahora yace recostado en el suelo, observándome jugar con el barrilete. Me da instrucciones y ríe. Su cara ya no acusa cansancio, ahora desborda felicidad.

El barrilete blanco con cola multicolor se hace diminuto en la inmensa bóveda celeste. Lo manejo con destreza. Termino entonces sentado en el suelo, al lado de mi padre, en silencio, contemplando el vuelo y sabiendo que a mi lado está ese magnífico ingeniero que ha escrito un bello día en mi vida. Aunque la muerte siga descontando, y el tiempo se acorte, lo vivido cuenta y es maravilloso.

Ahora Bruno lagrimea con más énfasis. Casi llora.

— Es solo un recuerdo, mi querido Bruno.
— Un bonito recuerdo, Octavio —responde mientras hace sonar su nariz y seca sus lágrimas.

Mientras observo a mi compañero y amigo pienso fugazmente en la vida y en la muerte. Aún el eco de aquel recuerdo reverbera en mi cabeza. Afuera llueve. Parece que los días grises quieren imponerse. La vida siempre se da maña para mostrarnos lo feo y lo lindo, lo bueno y lo malo. Nunca he temido a la muerte ni aún sabiendo que es una cita que no puedo eludir. Si fuera por mí la esperaría sentado en el suelo de un campo remontando un bonito barrilete blanco. Tal vez ella misma sienta deseos de manejarlo, de tomar el cordel y sentir esa exquisita sensación de gobernar un objeto en el cielo.

Sonrío a Bruno.

Él me devuelve la sonrisa. Ya se ha calmado…



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(Imagen: http://goo.gl/0nfjI)

lunes, 22 de octubre de 2012

El listado




"Hay un fondo borroso de papeles
quemados, como una repentina
combustión de residuos que se han ido
esparciendo en las habitaciones.

Casa sin nadie, ¿estuve alguna vez
aquí, cuando la inercia consistía
en un vago remedo de la felicidad,
y los incinerados
restos de la memoria se aventaban
por esos intramuros donde ya hasta la música
era una estratagema del silencio?

Se me ha olvidado todo lo que no dejé escrito"

("Memoria perdida", de José Manuel Caballero Bonald)  

         






Escribí:

1. Cepillarme los dientes.
2. Escuchar el noticiero en la radio y el resultado de los partidos de fútbol del domingo.
3. Pedirle a la señora Arguello que quite la maleza de los rosales.
4. Comprar el pan.
5. Seguir la lectura de “Anna Karenina”.
6. Afeitarme.
7. Seguir pintando el cuadro a medio terminar.
8. Olvidarme del cáncer.

Todos los días escribo lo que deseo o debo hacer al día siguiente. Es un modo de ver mi vida con una perspectiva futurística y renovada. Supongo que es como yo imagino el desafío a la muerte: si ella me sorprende al menos sentirá que mucho no me interesaba, yo tenía planes, pensaba vivir un día más.

Una vez escrito el listado lo leo una y otra vez. A veces hago tachones, subrayo, incluso intento remarcar tareas que quiero hacer con más énfasis. Planifico mi vida diaria con esmero. Como si el día de mañana fuese el último que viviré. Jamás imaginé que así sería mi vejez, pero la vida siempre te sorprende. Es un juego alocado, como subirte a una montaña rusa y caer en picada con la fuerza de un diminuto bólido desafiando gravedad, velocidad y tiempo. Mi tiempo está acotado. El horizonte cada vez está más y más cerca de mis pupilas. Lo noto por las mañanas, cuando el chico de la bicicleta arroja el diario en el jardín: es una tortura llegar hasta él. Los días de lluvia no hay diario. Termina empapado y arrugado en el jardín, y yo observándolo desde el ventanal de la cocina. Es en esos momentos en donde recuerdo lo que era y siento en lo que me he convertido. Me parece ser idéntico a la flor de mi cactus, la cual en pocas horas tras florecer se marchita. Yo me he marchitado a lo largo de ochenta y siete años. No es poco tiempo, ¿verdad? La mayoría de las personas anhelan llegar a mi edad. Yo les regalaría ese anhelo. Lo juro.

Paso los días leyendo bajo la galería de la casa. Se puede decir que me he vuelto un animal de costumbres. Algo así como una mascota que solo subsiste comiendo de la mano de su amo. Solo que yo no tengo amo, o en realidad sí, mi yo interior. Soy yo mismo el que acciono y corrijo. Podría decirse que soy preso y carcelero de mí mismo. Dentro de las costumbres que he adoptado el leer debajo de la galería ha sido tal vez la más acertada. Lo hago inclusive en invierno, bajo las fuertes heladas o la nevisca. No importa el clima, ni la economía, ni si se acaba de desatar una guerra nuclear. Me siento en la silla mecedora, me abrigo hasta las orejas, y me concentro en la lectura. Baudelaire, Cheever, Capote, Dumas, muchos escritores desfilan con sus estilos por delante de mis ojos y tratan de atraparme. Digo “tratan”, porque siempre que leo algo (por más que lo relea unas cuantas veces) intento poner mi mente en blanco y dejarme seducir por la historia que cuentan, o que intentan contar para atraparme. Soy la presa.  Es una especie de desafío, en el cual yo soy el inocente anciano de ochenta y siete años al cual debe sorprenderse y llevarlo a esos mundos de ensueños generados por escritores que se dedican a ello… a cazar.


Mientras leo, saco el papel que llevo en el bolsillo derecho del pantalón y repaso la lista de cosas por hacer en mi día. Si se me ocurre alguna nueva, la anoto, agregándola en cualquier parte y renumerando todos los ítems otra vez. También anoto cosas para hacer al día siguiente. Luego sigo con las lecturas. Puedo pasarme así horas completas. Sin necesidad siquiera de ir al baño. En el barrio donde vivo ya todos conocen mis movimientos. Las personas me saludan a través de la cerca llamándome por mi nombre, o por mi apellido, o tan solo por mi apodo, León. Ese apodo me fue dado de niño. Nací y viví durante toda mi vida en el mismo barrio, la misma casa. Mis amigos de la infancia siempre que había peleas me llamaban, pues yo era el más grande físicamente, el supuestamente más fuerte. Así, tras ganar una que otra pelea de puños, se me apodó León. Hoy solo soy un pobre gato arrugado, que mantiene un veinte por ciento de su visión y le duelen todas las articulaciones de su cuerpo, algo parecido a un viejo saco de huesos desgastados. Aquel León quedó en la memoria de los que aun viven y me conocen, o de los que me conocieron en mi infancia. Supongo que es la ley de la vida. Hasta los apodos algún día morirán. Se van con uno y flotan como leyendas de boca en boca, entre los que habitan el barrio donde has nacido, el colegio donde has cursado tus estudios, o bien los lugares donde has trabajado. Seguramente habrá un día en que la leyenda se diluya en el viento y ya no exista ningún ser vivo que te recuerde. Algo así como tener una mascota y que tan solo tú veles por su memoria. Cuando dejes de existir la memoria de tú mascota se irá contigo, y el mundo y las personas ya no sabrán más de su existencia.


Después de escribir la lista esa mañana me senté en la silla mecedora a contemplar el atardecer. Era finales de diciembre, próximo a las fiestas navideñas y el esperanzador año nuevo venidero. Es curioso como a medida que creces esperas sin tantas expectativas el año nuevo. Agradeces por haber vivido y soportado sobre tu espalda un año más, pero al presentarse el nuevo año en el umbral de tu vida no le das una palmada sonriente sobre su hombro, no, tan solo te limitas a esbozarle una sonrisa y hacerlo pasar, así, como si fuese un amigo de toda la vida que se ha dignado una vez más a visitarte. Doblé la lista y la puse en el bolsillo del pantalón nuevamente. Comencé a mecerme. Adormilado, con los ojos entreabiertos, tuve una visión, que al principio creí un sueño, pero luego caí en la cuenta que había sido real: mientras el sol se ponía, como una bola anaranjada escondiéndose detrás del caserío, una mujer caminaba detrás de la cerca. Se detenía en la entrada y contemplaba la casa. Noté que no me observaba a mí, sino a la casa en su completitud. En su rostro se veía belleza y asombro. Como si aquella casa le representara un gratísimo recuerdo. Intenté hablarle pero mis labios no se separaban. “¡Estás dormido!”, me reproché, pero no lo estaba. Tan solo mis labios estaban paralizados, y mi lengua igual. Levanté mi mano derecha y saludé. La mujer entonces me observó y por un instante sus ojos escudriñaron mi rostro, para finalmente esbozar una bonita sonrisa. Fue la sonrisa más bella que vi en mi vida. Las sonrisas no pueden describirse con perfección. No hay palabras suficientes en ningún idioma del mundo que logren unirse y reflejar semejante acto natural que emana de nuestro interior. 

Le sonreí. 

Mi sonrisa no era tan bella. Entonces su mirada se volvió roma, como si mirase en ese instante a través del tiempo. Me levanté de la silla con gran dificultad. Tomé el bastón y bajé los tres escalones de la galería. Sentía aún mis labios sellados. Me detuve a un par de metros y nos contemplamos. No la conocía, jamás la había visto. Sin embargo podía sentir la sensación que aquel era un atardecer perfecto.

— Bonita casa —dijo ella— ¿Vive aquí?
— Vivo aquí, señorita. Desde hace ochenta y siete años soy habitante de esta casa.
— Todo una vida, ¿no?
— Toda una larga y anecdótica vida… —respondí.

Había un dejo de tristeza en el final de sus palabras. Como si cuando las oraciones llegaran al final su voz se cargara de una tonalidad melodramática que hacía que hasta su rostro se compungiera levemente. Tal vez melancolía aprisionada, pensé.

— Siempre he querido vivir en una casa así. —dijo ella.

Miré por sobre mi hombro y contemplé la casa de mi infancia. No veía nada en particular. Estaba bastante venida a menos con el pasar de los años, inclusive el mismo jardín exponía matas de yuyos salvajes aquí y allá. Pero no dije nada. Fugazmente se me cruzó la idea que por más que a mí la casa me pareciera vulgar a otra persona podría parecerle bella. La casa también se merecía un elogio.

— ¿Podría conocerla? —preguntó la mujer.
— Claro —respondí con amabilidad—, sería un verdadero placer mostrársela.

Fue así como mostré la vieja casa a la extraña y desconocida mujer. Cada tanto al encontrar cosas fuera de lugar recordaba frases de mi madre, las cuales con un tono severo siempre me indicaban que debía de ser ordenado, limpio y mantener una línea de estilo tanto en mi vestuario como en el lugar donde habitara. Había fallado. Yo no era nada de aquello. 
Le mostré primero la cocina, luego el comedor, pasamos por los dormitorios y finalmente la galería. Allí nos detuvimos.

— Es hermosa —dijo ella. No puedo dejar de sentirme emocionada de estar en un lugar así.
— ¿Así cómo?
— Tan especial.
— Sí, es especial para mí. Aquí nací, me críe, viví mi infancia, conocí a mis mejores amigos, y por ende gran parte de mi vida fue escrita entre estas paredes, en ese jardín, en este barrio. 

Me quedé con las últimas palabras en mi mente haciéndome eco. Había vivido gran parte de mi vida en aquel sitio pero nunca lo había sentido tan cercano como hasta ese momento. Parte de mi vida estuvo escrita allí, en ese punto del universo, como si de repente la vida y el destino supieran, de un modo confabulatorio, que la casa y yo debíamos escribirnos historias mutuas y hacernos compañía. 

Invité a la mujer con un té que sorbimos sentados bajo la galería, contemplando cómo caía la tarde. En verano las tardes mueren con languidez, como si se arrastraran bajo el sol en un árido desierto. Nadie camina por las calles del barrio y tan solo algunos automóviles cruzan por las calles a una velocidad endemoniadamente aletargada. Esa tarde no era una excepción, se arrastró como todas las otras. Al terminar el té nos quedamos en silencio por un buen rato, contemplándonos tímidamente. Ella era muy jovencita. Era muy bella y mantenía esa juventud fresca y radiante en su rostro, como así también en los movimientos de su cuerpo. Cuánto deseé yo en aquel instante ser menor y tener su edad. Seguramente mi reacción hubiese sido distinta y el macho alfa habría salido de caza, poniendo a prueba las distintas tácticas de seducción, como un macho cabrío en plena montaña afilando su cornamenta para impresionar a las hembras.

— ¿Vive por aquí cerca? —pregunté rompiendo la mordaza del silencio.
— Sí, muy cerca.

Esa respuesta me descolocó. En ese momento hubiera jurado por todos mis parientes vivos y muertos que conocía a cada una de las personas del vecindario. Pero no me arriesgué a tanto. No quería ver morir a nadie y mucho menos resucitar a alguno. Rebusqué en mi memoria. Nada. No había registros de aquel rostro. Entonces supe que debía preguntar, saber más, y así lo hice.

— ¿Cuán cerca?
— Muy cerca —respondió ella. A pocas cuadras, en dirección norte, en las intersecciones de Paunero y Dorrego.

Conocía esa esquina. Era cercana. Sin embargo no me figuraba esa mujer viviendo en ese sitio.

— Cerca —dije yo. Pero usted sabe señorita que no registro su rostro. Debe ser la vejez, hace estragos en la memoria.
— No sea duro con usted —dijo sonriendo. Seguramente me ha visto antes pero no ha reparado en mí. 

Y como si quisiera salir de una conversación asfixiante ella se levantó bruscamente, dejando caer la taza de porcelana al suelo. El objeto se partió en cientos de pedazos que se desperdigaron en todas las direcciones. Abrumada, sonrojada, se puso en cuclillas a recoger los restos.

— ¡Oh, no, no!, ¡no haga eso por favor! Ya busco una escoba y una pala para recoger los restos. Por favor, no los tome usted con las manos señorita no sea cosa que se corte con algún filo.

Caminé a la cocina y traje escoba y pala. Limpié los restos de la taza rápidamente y ágilmente los arrojé al cesto de basura. Todo bajo la mirada de aquella encantadora joven, que ya había vuelto a su tono de piel normal y que ahora se limitaba a esbozar una débil y franca sonrisa.

— Debo irme —dijo ella—. Sepa usted disculparme…
— Por supuesto. Déjeme decirle que ha sido un placer compartir estas horas con usted. Ha hecho que este viejo tenga un día distinto en el racimo de días repetidos de su vida. Gracias por ello.

Ella solo se limitó a sonreírme. La acompañé hasta la cerca y allí nos detuvimos por última vez.

— ¿Sabe?, aún no me ha dicho su nombre, señorita.
— Raquel. Mi nombre es Raquel.

Raquel… me sonaba el nombre, juro por Dios que en el momento de escucharlo sentí que la piel se me erizaba. Sin embargo no sabía por qué.

— Raquel que vive en la esquina de Paunero y Dorrego —dije yo.

Ella alzó su mirada, la posó en mis ojos y me sonrió ampliamente.

— La misma Raquel de siempre —dijo, y se perdió calle arriba.

Esa fue la última vez que vi a Raquel.


Ese anochecer, mientras tapaba las jaulas del canario y de la reina mora, pensé en las tareas pendientes que me habían quedado postergadas por la visita de Raquel. Metí la mano en los bolsillos del pantalón pero la lista no estaba allí. Rebusqué en los sitios posibles, pero nada. Seguramente la había perdido, y por ende habría tareas planificadas que no completaría. Ese tipo de recriminaciones son los efectos colaterales de las vidas encasilladas y estructuradas. Es como el castigo invisible de haberte salido de la senda. Mi vida, aún yo consciente o inconsciente, se había amoldado a esa estructura y cada tanto me mostraba sus defectos, tal como esa noche, al no encontrar el listado.

Ya abatido y aceptando la pérdida cerré las puertas de la casa disponiéndome a preparar la cena. Abrí una bolsa de arroz, eché agua en una cacerola, encendí la hornalla de la cocina, rebané unas cuántas rodajas de pan fresco. Mientras el agua comienza a calentarse observaba cómo diminutas burbujas afloraban en la superficie del agua. Volví a meter las manos en los bolsillos del pantalón y a revisarlos, pero nada, la nota no había aparecido allí. Entonces pensé que tal vez se me habría caído al momento de barrer los restos de la taza de té. Salí a la galería y encendí la luz. Observé el piso con atención. Busqué detrás de los sillones, detrás de las pajareras, tras las macetas, y finalmente lo encontré, estaba allí, detrás de la mesa ratona en la que suelo apilar los libros. Contento entré a la casa. Abrí el papel y repasé los ítems:


1. Cepillarme los dientes.
2. Escuchar el noticiero en la radio y el resultado de los partidos de fútbol del domingo.
3. Pedirle a la señora Arguello que quite la maleza de los rosales.
4. Comprar el pan.
5. Seguir la lectura de “Anna Karenina”.
6. Afeitarme.
7. Seguir pintando el cuadro a medio terminar.
8. Olvidarme del cáncer.

Pero había un noveno ítem y no era escrito por mí. Era una letra desconocida. Me sorprendí.

9. No olvidarse de amar a Raquel.

Me temblaban las manos y por un instante la vista se me nubló. Ese ítem no había sido escrito por mí. La caligrafía era distinta, el ítem en sí no tenía sentido para mí. Si aquella mujer había escrito ese ítem era una broma de mal gusto. Además, ¿cómo amar a alguien desconocido? Doblé la nota y la eché al bolsillo. No me cerraba la idea de que ella lo hubiese escrito, pero tampoco tenía otra pista. Esa noche al acostarme y apagar la luz caí en la cuenta que no había escrito el listado para el día siguiente. Encendí la luz del velador, tomé una hoja, una birome y escribí:

1. Desayunar con frutas.
2. Escuchar algún tango de Troilo.
3. Amar a Raquel…

En ese punto, tras escribir los puntos suspensivos, sentí un gran susto. Entonces, como si fuera el efecto de un terrible golpe al mentón, recordé. Ahora estaba esa niña adolescente caminando a la salida del colegio por frente a la cerca, con su hermosa y reluciente sonrisa, con el pelo recogido en un rodete, y sus libros bajo el brazo. Caminaba con displicencia pero con una gracia terriblemente femenina. Cada tarde ella siempre observaba hacia la casa, y si nuestras miradas se cruzaban entonces su sonrisa se ampliaba, emitiendo tanta luminosidad y calor como la conjunción de mil soles. No me era esquiva. Cada tarde yo quería que ella pasara y me viera. Necesitaba de su proximidad, de su juventud, de lo que emanaba ella al verla. De entre tantas tardes fue en una de ellas que se detuvo y me saludó levantándome su mano. Me acerqué. Hablamos. Reímos. Nos sonrojamos. Supe en ese momento que aunque yo le llevaba muchos años me había enamorado. Y podía presentir que ella también estaba enamorada, como esas colegialas que disfrutan de los primeros albores del amor sin condicionamientos, tan solo dejándose llevar por sus instintos e impulsos ¿Cómo te llamas?, le había preguntado. Raquel, había respondido. Y mientras observaba el listado manteniéndose tembloroso en mis manos sentía que el corazón se me anudaba en una expresión de languidez dolorosa reviviendo aquel instante del pasado. Pero toda aquella historia de amores imposibles quedo sepultada una mañana, cuando en el barrio se escucharon las sirenas, y la noticia corrió por las calles como el viento lo hace en Agosto. Un grave accidente automovilístico había tomado la vida de una joven mujercita en una esquina próxima. Supe al instante que era ella. No sé por qué, pero lo supe. Salté la reja casi sin tocarla, sin importarme los años. Corrí, corrí, corrí más rápido. Al llegar el tumulto de gente y las vallas de la policía imposibilitaban la visión. Sin embargo, me abrí paso, debía ver quién era. Pero a su vez como si una mano poderosa tirara de mis brazos hacia atrás sentía que no quería saberlo. El miedo y el pánico, ambos asociados, me abordaron por completo. Tomé fuerzas, crucé por debajo del vallado, avancé entre los vecinos curiosos, y la vi, dormida en medio de un charco de sangre, con su pelo lacio recostado de lado, y sus ojos observando al cielo. Esos mismos ojos que había visto por la tarde en esa mujer que ahora no resultaba tan misteriosa.  


Hoy amaneció lloviendo. He pasado toda la noche despierto, mirando viejas fotografías, observando las luces de la calle y del pasado. Estoy viejo, en eso pienso esta mañana. Abro el grifo y lleno la pava con agua, la pongo al fuego, observo cómo el muchacho que arroja los diarios cada día está más ágil en su tarea. Recojo el diario mojado y arrugado en el jardín, y por un instante, me quedo parado observando todo a mi alrededor. Me veo un niño, un adolescente, un hombre adulto, un anciano. La casa me ha visto así también. Observo las briznas de hierba jóvenes romperse paso a la vida, intentando sorprender a los demás seres vivos, buscando las caricias de los rayos solares ocultos tras las nubes. Escucho el silencio de la calle, el sonido de la lluvia contra el pavimento y los techos. El murmullo lejano de los primeros trabajadores dirigiéndose a sus respectivos trabajos. Vidas que comienzan a vivir un nuevo día. Me pregunto si en alguna de esas vidas habrá alguien con cierto paralelismo con la mía. Como un rayo fugaz me llega una respuesta positiva. En realidad creo que soy yo mismo auto engañándome, diciéndome a mí mismo que quiero que esa sea la respuesta correcta, y así sentirme un poco más comprendido, menos vacío. Me acerco a la cerca y acaricio la madera. Recorro las puntas, siento la textura, veo los ojos de la joven Raquel en un día de verano observarme. La vida me parece una vieja película. Lloro. Intento secar las lágrimas con las palmas de mis manos y me pregunto si de verdad la joven y hermosa Raquel ayer estuvo en mi casa. Entonces hurgo en mis bolsillos y encuentro el listado de ayer, lo despliego y solo cuento ocho ítems. No hay un noveno. Te estás poniendo demasiado viejo, me digo en voz baja. 

Preparo el desayuno escuetamente. No tengo hambre. Me siento húmedo por dentro y por fuera. No tengo ganas de cambiarme de ropa. Observo mi rostro en el vidrio de la ventana y tengo una expresión de expectación e incredulidad. También un poco de tristeza. Sin embargo sé que una llama aún habita en una de las cavernas más recónditas de mi corazón. Es diminuta, débil, e irradia una lumbre exánime que tan solo mantiene el vestigio de haber amado una vez en mi vida. Está allí, aferrada, subsistiendo, suplicándole a la memoria que no olvide lo que se siente, lo que irradia. Creo que Raquel se encarga de mantenerla allí. Lo ha hecho durante más de cincuenta años. Y aún hoy, en días lluviosos como éste, cuando el viento sacude los árboles y las gotas de lluvia tamborilean contra el tejado y las ventanas, persiste, inmutable, guareciéndose dentro de la caverna, aferrándose a la vida, como un parásito, como la joven brizna del jardín, buscando la luz del sol de un nuevo día.






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