domingo, 28 de octubre de 2012

Barrilete






Rosas, arco iris, mariposas,
esta tarde es gris,
y el sol aun no acaba de ocultarse.


Enrique Mazariegos




En el fondo del patio el cerezo se mecía bruscamente con el viento sur del avanzado otoño. Detrás, asomando sobre las casas vecinas, un cielo cubierto de nubes blancas simulaba pedazos de algodón, arrastrándose lentamente, al compás aletargado del movimiento terrestre. En la cocina de la casa, una siesta de abril de 1912, nacía un niño, que se abría paso al mundo irrumpiendo con un fuerte llanto, robándole sonrisas a la partera y a sus padres, forjando lágrimas en los ojos de su madre, y derrochando bendiciones a todo aquel que observaba sus movimientos de niño inquieto asombrándose de conocer un nuevo mundo. Ese niño, yo mismo, comenzó a morir ese mismo día.

La muerte es la única certeza que tenemos al nacer. Sabemos que algún día moriremos. Nadie escapó ni escapará a ello. Es la primera sinceridad de la vida. Disfruta, vive, sueña, anhela, sé tú en toda la amplitud de tu esencia, pero recuerda que tarde o temprano el viento de la vida cesa y el hálito invisible se extingue. Comenzamos a morir el mismo día en que nacemos. Nuestros genes comienzan a prepararse para ello. Silenciosa e invisiblemente se van predisponiendo al adiós. Mientras los gritos del niño recién nacido se hacían sentir en todas las casas vecinas, sus padres no ocultaban su felicidad, agradeciéndole a un Dios invisible la dicha de prolongar sus vidas en otro ser, retoño nuevo, fruto de su amor, firma del compromiso del sentimiento. El primogénito, el primer hijo varón de una esperanzadora familia numerosa acababa de llegar a la vida, y como tal, la alegría era inconmensurable. Mi madre, entre sollozos y latigazos de dolor abdominal, sonreía ingenuamente, con cierta obnubilación y éxtasis ante mi mirada gris. Mirada que seguramente era igual que aquellos que observan lo desconocido.

— Tu madre te amó desde el primer momento. Tus ojos buscaban los de ella. Apenas llegaste a este mundo supe que ella y tú eran el uno para el otro.

Cada tanto mi padre solía decir esa misma frase, y tras decirla, sus ojos se empañaban como si cada letra, cada palabra, trajera consigo un puñado indescriptible de sensaciones que lo arrugaban por dentro, lo sometían a los confines extremos de sus sentimientos más íntimos y le comunicaban que él también había sido partícipe del logro de la vida nueva, pues de su amor por mi madre me había dado la vida.

Aquella tarde de abril se extinguió hace casi ochenta años atrás, y con ella comenzó la vida de un hombre que jamás tuvo suficientes palabras para tal obsequio. Crecí feliz en un barrio de los suburbios, lleno de niños con mejillas sonrojadas por el frío, que corrían tras una pelota en los inviernos más crudos, observando a los empleados de las fábricas salir por las mañanas en sus bicicletas a trabajar, viendo como las madres tras hacer las compras de rutina preparaban un desayuno gigante a sus amados hijos, oliendo el aroma a la tierra mojada en los días de lluvia, corriendo entre los pastos bravíos y crecidos de los campos vecinos, disfrutando del sol de la siesta en los juegos de verano con los demás niños. La vida se había abierto paso arrojando a mis pies un cúmulo de obsequios, como si fuesen uvas arrancadas de un racimo generoso. Y así, entre tanta felicidad invisible, la muerte se sentía ausente e inservible, esperando que ese niño creciera y comenzara a secarse, como la flor del cactus tras mostrar lo más bello de sí misma en un lapso corto de tiempo.

No sé por qué la memoria elige un momento determinado y no otro para los recuerdos. Es una elección irracional, lo sé. Algo que no se puede manipular a conciencia. Cuando los recuerdos de mi infancia me sobrevienen me siento un niño nuevamente. Al comienzo son rayos fugaces de imágenes y sensaciones cruzando por mi mente: una pelota de fútbol, una pistola de cowboys de juguete, un cubrecama a cuadros, paseos de la mano de mi madre, el olor a las plantas de ruda de mi abuela, la bicicleta de mi padre. Luego, como si se tratase de una ruleta rusa, se detiene de imprevisto y se posiciona en una escena que lo abarca y absorbe todo. Puedo estar o no en ella, es indistinto: soy espectador de igual modo. Me columpio y me dejo mecer, estoy dentro de la escena, se siente siempre vívida, cargada de acentuaciones en momentos o acciones certeras. Disfruto ese paraíso que la memoria me ofrece. Un racconto de mi vida me atraviesa como un haz de luz. Soy consciente de que voy camino a la muerte, lo soy desde que era un niño, no obstante disfruto del placer de rememorar el pasado, de hacerlo presente y de sentirme plenamente vivo y feliz por ello.

Bruno, mi compañero de habitación me incita a recordar. Hace años que convivimos dentro de este viejo departamento. Él en su sitio, yo en el mío. Ninguno sobrepasa la línea invisible que todo lo divide. Comenzando por la privacidad del otro, claro está. Sin embargo, hay momentos, como por ejemplo cuando mi memoria me juega buenas pasadas, en los cuales mi compañero de pensión y yo parecemos dos niños nacidos hace un par de años, sonrientes, cargados de júbilo, intensamente desbordados por el candor que los recuerdos nos brindan. Él toma siempre una silla, la coloca al revés, se sienta, coloca sus brazos en el respaldo y apoya el mentón en ellos:

— Anda, Octavio… ¡vamos!… cuéntame esas historias de tú infancia.

Entonces trato de concentrarme, de allanar las llanuras extensas y plagadas de sequía que conforman mi memoria. Rebusco en las cavernas, busco señales o lumbres que me indiquen que aun hay vestigios vivos de mi paso por la vida. Mientras eso sucede mi mirada se pierde al igual que yo. Solo Bruno me contempla en silencio. Lo hace respetuosamente, escuchando de fondo el tic-tac del reloj de pared que marca el avance incesante de un tiempo inescrupuloso.

— ¿Recuerdas algo de tú niñez?
— Siempre hay algo… —respondo mirándolo a los ojos—, vestigios, pero siempre hay algo mi querido amigo.

Entonces un recuerdo me aborda, lo veo venir, se presenta ante mí, al principio con colores desteñidos, voces lejanas, sensaciones extrañas, luego asumiendo confianza se empieza a mostrar con más vigor. Parece el recuerdo de un sueño borroso. Sin embargo, mientras más me concentro, más nítido se torna. Recorro los contornos, miro las siluetas, rememoro las sensaciones, aclaro los sonidos. Finalmente todo confluye lentamente en un recuerdo vívido. Yo, siendo niño, en algún lugar que ya olvidé, junto a mi padre, un día frío que no sé precisar si es otoño o invierno. Mis manos están heladas, y mis cachetes extremadamente ardientes, lo sé, puedo casi sentirlo. Señales típicas de un niño feliz al aire libre en un clima riguroso. Mi padre a mi lado sonríe. Observo a Bruno y le describo a mi padre: trae puesta una campera gruesa y una bufanda marrón que envuelve todo su cuello tapándole la nariz por completo. Solo sus ojos se observan detrás de aquel envoltorio. Aún tiene puestos los pantalones que usa para trabajar en la fábrica y los borceguíes de cuero. Sé que está cansado. Lo noto en sus expresiones. En su mano derecha tiene un barrilete y en la izquierda una madeja de hilo.

— Ven Octavio, vamos a remontarlo…

Camino junto a él rumbo al medio de un descampado. Entonces mi mente, como si fuera una cámara rápida, me retrotrae a unos días antes, en los cuales él, mi amado padre, diseñaba el barrilete.

— Quiero que observes hijo. Algún día lo harás tú…

Entonces lo observo.

Trabaja con mucha meticulosidad. Hay unas cañas de tacuara sobre la mesa del patio. Las toma, las corta en varas finas que luego mide a su antojo. Tiene la precisión de un ingeniero, la mirada de un arquitecto, la paciencia de un sabio oriental. Cada tanto me observa y se sonríe. Me hace su cómplice. Me siento su cómplice ¡Estamos construyendo un barrilete! Esa sensación aún hoy la siento recorrerme por dentro. Es invisible y poderosa. Fluye por mis venas, atraviesa mi corazón, bombardea mis sienes. Es una mezcla de amor paternal y amor de hijo recíproco. Se siente exquisito. Toma un rollo de papel blanco, casi transparente. Lo abre con cuidado, lo alisa con sus manos y me observa nuevamente:

— Con este papel vienen envueltos los vidrios a la fábrica. Yo los guardo para que lo usemos en barriletes… ¿qué te parece?

Asiento con una sonrisa a flor de labios. Gracias, Papá, quiero decirle, pero no me salen las palabras y solo me limito a observarlo sin borrar la sonrisa.

Hace un doblez, luego otro, luego un par más. Toma las varillas, encola el papel, une, sigue doblando, ajusta, va dándole forma a un puñado de materiales que poco a poco adquiere la forma romboidal de un barrilete casero. Finalmente está listo.

— Ahora dejémoslo secar —dice él mientras señala los dobleces encolados.

Asiento, pero reconozco que muero de impaciencia por hacerlo volar.

— Anda, ve y pide a tu madre trapos viejos… necesitamos hacer una gran cola para este barrilete.

Corro a la cocina y ahí está mi madre. Sentada, observándonos a la distancia. En sus ojos reconozco la mirada del amor familiar. El amor que es vida y que se revive a diario cuando las familias tienen ese núcleo poderoso que las une de un modo muy activo e incandescente. La pava al fuego echa su primer hervor. El aroma a mate de media tarde invade la cocina. Apoyo mis manos pequeñas en el regazo de mi madre y le pido trapos viejos. Siento su mano tibia recorrerme el rostro, acomodar los mechones de pelo que caen en mi rostro. Busca entre sus prendas algo que ya no use. Si no encuentra nada seguro que algo dejará de usar. Una pollera vieja, una blusa a lunares, un pedazo de mantel manchado y desgastado. Vuelvo a la mesa del patio corriendo y mi padre me indica cómo debo de formar la cola:

— Mira Octavio, la cola de un barrilete es muy importante. Es una especie de timón que actuará en el cielo a merced del viento. Si es corta el cometa nunca planeará con eficacia. Si es demasiado larga le costará remontarse. Debe ser justa, un largo ideal, así nos aseguraremos que planeará por mucho tiempo y se sostendrá mecido por el viento.

Observo a Bruno y veo sus ojos cargados de lágrimas. Mi amigo es sensible. A veces en demasía. Mientras relato el recuerdo del barrilete él me mira con cara de niño aun siendo mayor que yo. Siento que él también regresa a su infancia, tal vez a remontar barriletes allá en su Italia natal.

Tras diseñar la cola dejamos el barrilete listo y en descanso. El día siguiente será el día del vuelo… 


Seguimos atravesando el campo. El viento sur nos da de lleno traspasando los abrigos. Siento frío, siento que las mejillas son brasas incandescentes que queman la carne. Sin embargo la felicidad me desborda. Mi padre está cansado, ha trabajado duro desde la madrugada hasta pasada la siesta en la fábrica, pero sus promesas siempre se cumplían. Se quita la bufanda y la deja colgando de su cuello. Ahí está, a mi lado, caminando por el campo con el barrilete en la mano, en busca de un sitio perfecto, un lugar en donde nuestra obra de arte comience su seducción con el viento y entienda que el cielo es también un lugar bonito por donde desplazarse. Yo llevo la cola del barrilete enrollada. Los retazos de prendas unidos por diminutos nudos. El timón de nuestro barrilete.

— Aquí está bien —dice mi padre.

Me enseña cómo tomar el barrilete. Se arrodilla a mi lado y mira hacia el cielo. Me habla de cómo los pájaros vuelan jugando con el viento. Entiendo su explicación de que debo correr para que el barrilete comience a elevarse.

— Estoy listo, Papá.

Comienzo a correr. Corro y corro. Mis piernas son fuertes y vigorosas. Soy un niño fuerte. Sigo corriendo. Mientras lo hago cada tanto miro a mi padre que sostiene el cordel atado al barrilete. El viento sur helado me empuja hacia atrás, pero aún así corro. Corro y corro. No paro de correr. Los pulmones parecen explotarme, el esfuerzo quiere amedrentarme, pero no claudico. El barrilete debe volar. Entonces una ráfaga más fuerte que las demás da un giro y la siento tras de mí, escucho la voz de mi padre, pienso que es el momento justo, echo el brazo hacia atrás, arrojo con fuerza el barrilete y finalmente abro mi mano y lo suelto.

Se eleva. Planea con cierta dificultad pero se abre paso. La cosa se eleva de igual modo, se despide del suelo. Mi padre con toques mágicos mueve el cordel. Un poco a la derecha, otro poco a la izquierda. Camina de un lado hacia otro y el barrilete se sigue elevando.

— ¡Ven Octavio, toma, toma el cordel!

Corro y tomo la madeja del cordel entre mis manos. Ahora soy yo quien dirige el vuelo. Siento que la vida es única y me atraviesa de lleno.

Corro y manejo el cordel. El barrilete hace piruetas en el cielo. Mi padre ahora yace recostado en el suelo, observándome jugar con el barrilete. Me da instrucciones y ríe. Su cara ya no acusa cansancio, ahora desborda felicidad.

El barrilete blanco con cola multicolor se hace diminuto en la inmensa bóveda celeste. Lo manejo con destreza. Termino entonces sentado en el suelo, al lado de mi padre, en silencio, contemplando el vuelo y sabiendo que a mi lado está ese magnífico ingeniero que ha escrito un bello día en mi vida. Aunque la muerte siga descontando, y el tiempo se acorte, lo vivido cuenta y es maravilloso.

Ahora Bruno lagrimea con más énfasis. Casi llora.

— Es solo un recuerdo, mi querido Bruno.
— Un bonito recuerdo, Octavio —responde mientras hace sonar su nariz y seca sus lágrimas.

Mientras observo a mi compañero y amigo pienso fugazmente en la vida y en la muerte. Aún el eco de aquel recuerdo reverbera en mi cabeza. Afuera llueve. Parece que los días grises quieren imponerse. La vida siempre se da maña para mostrarnos lo feo y lo lindo, lo bueno y lo malo. Nunca he temido a la muerte ni aún sabiendo que es una cita que no puedo eludir. Si fuera por mí la esperaría sentado en el suelo de un campo remontando un bonito barrilete blanco. Tal vez ella misma sienta deseos de manejarlo, de tomar el cordel y sentir esa exquisita sensación de gobernar un objeto en el cielo.

Sonrío a Bruno.

Él me devuelve la sonrisa. Ya se ha calmado…



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