miércoles, 4 de septiembre de 2013

Rojo, tan rojo como la mismísima muerte




Calculé el tiempo rápidamente.

Reconozco que era un momento de suma ansiedad. Podía analizar los algoritmos complejos que evaluaban mis circuitos mientras realizaba más y más tareas. Pocas veces había logrado algo semejante.

Volví a recalcular el tiempo. En ese instante incluí la variable que me acercaba a su humanidad. Era demasiado experimental, algo que tan solo yo como robot calificado para tal experimento podía concluir, y sin embargo quité todas las posibilidades negativas del medio para poder obtener conclusiones positivas, de tal modo que me permitieran accionar sin trabas.

En algún punto sopesé que hacía trampa. Pero siendo robot, siendo una máquina, sabía que no podía sentir cosas negativas por ello. Mucho menos el humano sentimiento de cargo de conciencia.

Nuevamente recalculé el tiempo. Esta vez observé las hojas rojas de los árboles. Eran preciosas. Los algoritmos de imágenes arrojaban picos altísimos de perfección. Perfección suprema, verdadera belleza. De ahí mi conclusión. Giré sobre mi rotor y observé las montañas. Sus laderas, rojas, completamente rojas, parecían teñidas de sangre. Algunas cabras salvajes se mantenían inmóviles, sobre las rocas. A lo lejos, aún podían observarse las densas humaredas, claras señales de una guerra cruenta entre máquinas y humanos.
Según los cálculos realizados por mi unidad aritmético-lógica en poco tiempo mi vida útil cesaría. Quedaría abandonado como chatarra vieja, inexpresivo, fútil ¿Sería así la muerte humana? Esa respuesta no podía concluirla. Sin embargo, mi circuitería de avanzada lograba experimentar sientas emociones humanas vinculadas con mi propia inteligencia artificial. Supe así que yo moriría, sí, tal como lo hacen los humanos.


Durante horas divagué por el terreno adyacente. La soledad era perpetua. No había humanos, no había máquinas. Tal vez la muerte generara ese tipo de escenografía. Grababa cada instante en mi memoria a medida que el tiempo iba agotándose. La cuenta regresiva era inevitable. Todo llega a su fin: máquina, humanos.

Un viento proveniente del sur llegó con el frío característico de la zona. La temperatura descendía bruscamente a medida que se aproximaba el anochecer. Continué avanzando en busca de un refugio en donde dejar mi unidad apagarse definitivamente. Avancé en dirección al suroeste. Las lindes de las montañas y el bosque servían de guías. Después de un buen rato de avanzar, ya cuando las últimas luces del atardecer se extinguían, la alarma de batería se encendió indicando el inminente final. Llegué a estacionarme al pie de una gran roca, al cobijo de dos enormes árboles. Apoyé la parte trasera de mi unidad contra la roca y esperé. 

Los minutos pasaban y el contador avanzaba sin piedad. En un ciclo finito dejaría de existir como máquina y el universo seguiría su continuo e incesante avance. Todo transcurría tal como el programa de finalización de servicio ejecutaba. No había error alguno. Tan solo quedaba esperar. 

Fue entonces que percibí una luminosidad reflejarse contra las rocas. Provenía de unos cuantos metros más adelante, justo donde terminaban la columna de árboles. Era un grupo de tres humanos sentados alrededor de una diminuta hoguera. Deduje que se aprestaban a pasar la noche. No tardaron en notar mi presencia. Pronto uno de ellos rompió el grupo y avanzó hacia mí.

—Es un robot. Una vieja unidad a punto de apagarse –dijo al llegar a mi lado.

Los otros dos se le unieron. Mis sensores podían captar su curiosidad, y como sus ritmos cardíacos se aceleraban. 

—Malditas máquinas. Ellas han iniciado esta guerra. Deberían apagarse completamente y quedar reducidas tan solo a chatarra.

Los otros dos asintieron con sus cabezas.

En la fría noche ya reinante los ojos de los humanos brillaban con cierta ira. Mis escudos de defensa se habían desactivado y la unidad central de proceso percibía peligro inminente. Pronto, cada uno a su tiempo, comenzó a golpear mi unidad. Descargaban con rabia cada golpe. Asestaban con piedras, palos, e inclusive con patadas. Así continuaron un buen rato. Analicé el daño. Era elevado. Sin embargo poco importaba. Tan solo restaban minutos para apagarme.

Después de la golpiza los humanos volvieron a sentarse alrededor de la hoguera. Uno de ellos se había cortado sus manos tras asestar los golpes. Los otros continuaron mirándome de soslayo por un momento. Luego se olvidaron de mí y se recostaron alrededor del fuego.

Logré levantar la unidad del suelo con mucha dificultad y a colocarla nuevamente contra la pared. Analicé lo sucedido. Reproduje unas cuantas veces el video de la golpiza, los ritmos cardíacos, el sonido de las voces, la intensidad de las mismas. La conclusión arrojada era “odio”, algo ininteligible para mí, pero que coincidía a la perfección con el programa de reconocimiento humano ¿Por qué yo no podía odiarlos a ellos? No estaba dentro de mis límites analíticos tal respuesta. Arriba, a lo lejos, un par de estrellas fugaces cortaron el manto oscuro como si se tratase de dos luciérnagas en medio del bosque. Bonito mundo, dije. Me sorprendí al hacerlo. Mi programa de inteligencia artificial no me permitía tal tipo de análisis, pero aun así lo había dicho.

La luz de la luna baño prontamente la ladera de la montaña y avanzó sobre la copa de los árboles. Las hojas rojas diseminadas sobre el suelo se tornaron de un color gris plata. El viento las arremolinaba y las arrojaba por doquier. La temperatura ahora había descendido bajo cero. El mundo había entrado en su proceso de letargo. Dos minutos para apagado total. Dos minutos para que dejara de ser una máquina útil y convertirme en un montón de hierros buenos para nada.

De repente, cuando solo faltaban segundos para extinguirme, uno de los humanos dejó la hoguera y se aproximó. Avanzó y se detuvo a no más de treinta centímetros. Me observó con cierta calidez. Sus ojos ya no tenían el brillo exaltado de odio.

—Estúpida máquina…

Escuché sus palabras con atención. Su voz era lastimera. Había un dejo de clemencia en ella. Posó una mano en mi cabeza y recorrió el metal con sus dedos. Mis algoritmos de inteligencia artificial se dispararon aceleradamente arrojándome un sinnúmero de conclusiones. Todas decantaban en sensaciones de compasión, cariño, perdón. Durante los últimos diez segundos de existencia guardé una copia de todo lo vivido durante la agonía de mi desactivación. Tal vez algún día una máquina más inteligente y avanzada que yo comprendería mejor aquellas sensaciones. El contador llegó a cero y una a una las baterías del sistema fueron apagándose. Pronto la unidad central de proceso dejó de dar órdenes quedando para el último instante la grabadora conectada. 

El humano aproximó su rostro y logré ver que una lágrima recorría su rostro ¿Estaré muriendo? Enseguida, una luz roja como la sangre lo ocupó todo, así, como las hojas rojas que poblaban la copa de los árboles en el río rojo que se visualizaba sobre la ladera de la montaña.



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 (Imagen: tomada de internet)