sábado, 30 de abril de 2011

La luciérnaga



- Me gustaría saber si alguien más se ha sentado en éste banco y ha contemplado el mecerse de los árboles ante la fuerza del viento ¿Existirá alguien más? Desde hace un rato me lo pregunto, ¿tú que opinas?
- No lo sé -dije mirando el piso.

Otra respuesta no supo salirme. Tras callarme otra vez el sonido del viento arremetiendo contra los árboles se sentía a nuestro alrededor. Hojas amarillas que habían caído los días previos ahora volaban de un lado hacia el otro a merced de aquel fuerte viento otoñal. Era mayo y el sol tan solo entibiaba. Había perdido por completo su gran poder; sin embargo iluminaba todo el paisaje con una claridad justa que permitía resaltar los tonos ocres y anaranjados que la naturaleza mostraba. Pensé por un instante lo maravilloso que era poder estar aquella tarde sentado en ese sitio observando tal escena. Quise sopesar esa realidad pero me fue imposible, mi mente no encontraba palabras suficientes para acaparar tal magnitud de belleza. Ella volvió a hablarme tras el largo rato de silencio.

- ¿Sabes por qué te he preguntado eso?
- No -respondí- no puedo siquiera adivinarlo.
- Porque lo presentí apenas me senté en este banco. Sentí una especie de calor recorrerme el cuerpo, y después, mientras miraba como las hojas se levantaban del suelo y los árboles se agitaban al viento me vino a la mente el pensamiento de que alguien más vio eso mismo y sintió algo parecido a lo que yo he sentido ¿No te parece increíble?
- Es como un misterio sin resolver -concluí.
- Algo así. Siempre me pregunto si hay personas en esta vida que han sentido o hecho cosas como yo.
- Ahora que dices eso -intervine- me haces recordar a un personaje de una novela que leí. Él estando una noche sentado en un muelle vio una luciérnaga volar. Volaba de un lado hacia el otro en una noche de oscuridad espesa. Al verla volar pensó cuántos hombres habrían visto una luciérnaga volar en una noche tan cerrada y de forma tan libre. Era tal la obsesión que le sobrevino por la respuesta a aquella pregunta que sintió que su corazón se estrujaba y que sus sienes estallaban. Terminó rindiéndose y recostado en el muelle mirando hacia el cielo.
- ¿Y qué paso con el personaje? -preguntó ella.
- Dejó que la luciérnaga se posara un instante sobre él mientras permanecía tirado sobre el muelle, y así se dijo que tal vez nadie había tenido esa posibilidad, que la luciérnaga se acercara y lo tocara. Supongo que así sintió que era único.
- Claro -dijo ella- él se preguntó algo similar a lo que yo me he preguntado mientras veía mecerse los árboles.
- Supongo... -terminé diciendo.

El sol comenzó a esconderse poco a poco detrás de los cerros. Su paso era lento y aún así su luz, tibia y anaranjada, no cesaba de irradiarse, como si dentro de él vivieran un puñado de seres que segundo a segundo se encargaban de mantener viva esa energía sabiendo que es fruto de vida. Comenzamos a caminar muy despacio rumbo a la camioneta. Ella me adelantó unos cuantos pasos y mientras lo hizo no dejó ni un instante de observar los árboles. Tras sentarme al volante di media vuelta a la llave de contacto y encendí el motor, y fue su mano la que me obligó a apagarlo nuevamente.

- Espera un momento -dijo, y bajó del vehículo.
- ¿Adónde vas? -pregunté confundido.

Solo se hechó a caminar en dirección a los árboles sin responder mi pregunta.

El viento ahora parecía más bravo que antes y la temperatura había descendido. Se adentró unos pasos entre la arboleda y se detuvo. Alzó su mirada a la copa de los árboles, y como si escuchara el diálogo que éstos tenían con el viento se quedó inmóvil y expectante durante un buen rato. Apoyé el mentón y mis manos en el manubrio y quedé observándola. Parecía que ella ya no estaba allí. Los vientos en aquella zona siempre eran bravíos y parecidos a los de alta montaña. El anochecer ya empezaba a posarse y el sol lentamente huía detrás de las montañas. De repente, desde en medio de la arboleda, una luciérnaga apareció y comenzó a revolotear en torno a ella. Aquella imagen me sobresaltó. Recordé de inmediato al personaje de la novela recostado en el muelle y su idea de unicidad. Bajé de la camioneta y comencé a caminar en dirección a ella. Sin embargo, a pocos metros, me detuve. La luciérnaga ahora brillaba con más fuerza entre las últimas luces del atardecer y se había posado sobre su mano. Ella miraba al insecto como extasiada y éste no cesaba de emitir su luz. Pensé inmediatamente en una bellísima escena atrapada en un burbuja dentro del universo. Seguí la marcha y cuando estuve cerca la luciérnaga se echó a volar perdiéndose entre la copa de los árboles.

-Ahora ya no soy única -dijo ella. Ahora coexisto en un submundo junto al personaje de tú novela. Me gusta más así. Odiaría ser única.

Asentí. Ni una palabra podía emitir mi boca. Sentía la lengua atada y mis pensamientos vacíos. La tomé de la mano y caminamos despacio hasta la camioneta. Tras encender el motor ella me tomó el rostro y me besó suavemente. Sus labios estaban fríos, así, como la muerte.

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martes, 26 de abril de 2011

Cicatrices




Hay momentos cuando llueve que mientras las gotas se deslizan por el vidrio de las ventanas los recuerdos parecen asomar. Tal vez el gris del cielo, el ulular del viento, o bien esa atmósfera que los días de lluvian generan, hacen que los recuerdos bullan y tomen vida nuevamente.
Hubo un día, hace unos cuantos años atrás, que alguien, una chica, me regaló un libro de Borges. Habíamos escapado de la lluvia, una lluvia displicentemente lenta que caía sobre la gran urbe. Supongo que era julio, o tal vez los primeros días de agosto, no lo recuerdo con certeza (a veces el tiempo también tiene sus trampas).

Tras entrar nos sentamos en una de las mesas de en medio, pues ambos, sonrisa de por medio, entendimos que las mesas que daban contra la vidriera captarían mejor el frío. Ella pidió un café, yo un cortado. Una moza agraciada y sonriente nos tomó el pedido y se retiró casi con una reverencia. La chica que me acompañaba frotó sus manos para quitarse el frío. Aún estaban húmedas y un tanto entumecidas. No había casi cruce de palabras, tan solo nos mirábamos como dos enamorados que han perdido la noción completa del tiempo.

Al cabo de un rato la charla se hizo amena. Hacía poco que salíamos pero parecía que nos conociéramos de toda la vida. Entre cada intercambio de miradas yo observaba cómo el cielo se iluminaba de relámpagos y la lluvia caía sobre la vidriera. Pensé en lo feliz que me sentía en aquel momento, algo totalmente opuesto a lo que un día gris pretende para un ser humano. Hablamos de cosas insignificantes. Nada en particular. Nos tomábamos de las manos y jugábamos con anillos, dedos, y piel. En ese fluir inconsciente nuestras manos hablaban más que nuestros propios labios. Increíblemente estábamos atrapados en ese juego que puede parecer tonto y efímero pero que solamente los enamorados saben que no es así.

Soltó mis manos y de su cartera extrajo una bolsa con un regalo dentro. El regalo tenía un bonito moño color anaranjado. Era pequeño, pero le daba el toque justo al envoltorio. “Es para tí”, me dijo. Quité primero el moño, luego rompí el papel como cierta tradición manda. Dentro había un libro. Un libro de Borges.

- No me gusta Borges -dije sin mirarla y aún contemplando el libro.
- Lo sé, a mí también me aburre -dijo con una hermosa sonrisa dejando que sus blancos dientes impactaran en la luz ambiente.

Sonreí. Pasé la palma de mi mano por sobre el libro e inmediatamente miré sus ojos. En ellos vi una escena de amor que no podría describir con palabras, pues esas cosas son muy difíciles de explicar. Volví a tomarla de sus manos y esta vez, en mis movimientos y caricias sobre sus dedos y piel le di las gracias.

Se sabe que si uno escribe sobre quemaduras cuando cicatrizan no escribe sobre la quemadura en sí, sino sobre el recuerdo de ellas. Y a veces, aunque uno crea que han cicratizado, ciertos huecos en la memoria nos dicen que permanecen abiertas. Tal vez en ese hueco esté el libro de Borges, que aún sigue tal cual como aquella chica me lo regaló en un estante de mi biblioteca personal. Está ahí, con su moño color anaranjado, sus palabras adormecidas y cansinas, su tapa brillante a la luz artificial y los días de lluvia, cuando las gotas se deslizan sobre los vidrios de las ventanas, parece tomar vida, parece que en esos días Borges recita sus mejores poemas.

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viernes, 8 de abril de 2011

Los cien relatos




- Hay un juego que solía jugar de niño –dije mientras contemplaba el resplandor de la leña ardiendo-, me lo enseñó mi abuelo. Lo jugábamos en las salidas de campamento de la escuela cuando nos reuníamos muchos niños, pero también puede jugarse entre pocas personas alterando un poco el reglamento.
- ¿Qué juego es ese? –preguntó Daniel.
- Se llama el juego de los cien relatos. Creo, no estoy seguro, que es de origen japonés. No es difícil. Se trata de que cada jugador escribe un relato y luego, alrededor de un gran fogón siendo ya de noche, lo lee para todos los demás. El relato puede ser de cualquier índole, pero a muchos les gusta lo supernatural. Cuando se lee el relato número cien todos deben quedarse en silencio y solo debe oírse el crepitar de la leña en el fuego. Dicen las reglas que en ese momento algún fantasma aparecerá desde la espesura de la noche.
- Suena muy fantástico, ¿no?
- Sí, pero debo decir que de niño solíamos escuchar sonidos extraños tras el último relato leído.
- ¡¿Lo jugamos?! –propuso Verónica.
- Juguemos… -dije yo.

Esto que cuento data de 1957, precisamente del día que acampé con mis amigos en un cerro de las sierras de Córdoba. En una noche espléndida, cubierta de un manto de estrellas fulgurantes, decidimos dar inicio al juego de los cien relatos. No éramos cien, pero sí unos quince dispuestos todos alrededor de una gran fogata que no solo nos iluminaba sino que también entibiaba nuestros cuerpos del asedio del frío nocturno.

Comenzamos la lectura de los relatos en sentido anti-horario. No era por nada en especial, tan solo fue una decisión unánime. Primero leyó su relato Juan. Hablaba de pérdida y soledad. Luego fue Ernestina, la pareja de Juan, quien habló de desamor y tristeza. Así continuaron hasta tocarle el turno a Daniel el cual leyó un relato muy triste que hablaba de pérdidas humanas y su condolencia. Verónica quiso ir al núcleo y habló de fantasmas y espectros. Finalmente yo escribí y leí un relato sobre la muerte. Fui el último. Tras el punto final y ya no pronunciar más palabras llegó el silencio.

Solo se escuchaban el crepitar de los leños y el sonido de una lechuza blanca que moraba en un árbol cercano. Lo demás, la noche. Una noche clara, iluminada por las estrellas y una luna menguante. No se parecía en absoluto a una noche fantasmal, tampoco a que fuera el momento propicio para que un espectro decidiera salir de alguna tumba y escalar el cerro. Aguardamos un buen tiempo mirándonos los rostros y cada tanto espiando sobre nuestros hombros el paisaje que nos contenía. Nada anormal sucedía.

Verónica comenzó a impacientarse y fue la que rompió el silencio.

- ¿Crees de veras que el juego de tú abuelo tiene fundamento? –me preguntó.
- Lo creo, sí.
- Sin embargo a mí no me parece –dijo ella mientras los demás asentían poco a poco-. ¿Acaso ves algún fantasma?, ¿escuchamos el movimiento de las ramas por algún espectro?

Entonces nos quedamos ambos con la mirada clavada el uno en el otro. En ella podía advertir cierto fastidio. Esa cuota de ansiedad y desilusión que saca de sí a cualquiera.

- Tal vez ya hemos visto los fantasmas –contesté.
Ella echó a reír y los demás poco a poco también. Lo que parecía algo serio prontamente terminó siendo algo alegre y risueño.
- ¿Por qué no ríes? –me preguntó Daniel.
- Pues porque yo sí vi fantasmas –respondí.
- ¡Vamos!, ¿acaso estás loco o ves visiones?
- No, acabo de ver varios y se hicieron presentes aquí, delante del fuego.
- ¡Mientes!
- No, no miento, amigo –dije yo-. Mientras cada uno de ustedes leía su relato un fantasma emanaba de ellos. Los relatos que eligieron para leer no tenían ninguna consigna. Eran de temática libre. Sin embargo cada uno de ustedes eligió temas de sufrimiento y pena para el alma. De ellos se dibujó un fantasma. Eran fantasmas grises cargados de odio, dolor y aflicción. Danzaban frente al fuego y gozaban de su momento mientras cada uno de ustedes con sus palabras y párrafos les impulsaban a vivir. La leña ardiendo les daba tibieza y ustedes vida.

Fue entonces que se produjo un profundo silencio.

Volvió a oírse el crepitar de la leña y chispas rojizas se alzaban hasta el cielo como si una fuerza superior las invitara a visitarlo. Contemplé sus rostros por un rato y vi en ellos mucha pesadumbre. Como si de algún modo aquello que yo había dicho fuera un motivo de profunda reflexión. De repente, casi sin darme cuenta, tuve la extraña sensación de ser absorbido por el pensamiento de todos mis amigos.

- Tú fantasma entonces fue el peor –dijo Verónica.
- Tal vez sí –respondí-. El fantasma de la muerte es el más temido, al que todo desean evitar. Sin embargo nunca le temí. Al contrario.
- ¿No le temes?
- No. Pues hay que morir una vez en la vida para ya no temerle –respondí.

En ese momento el silencio volvió a caer sobre todos. Ahora las miradas quedaron fijas sobre las llamas, y la noche, como si fuese una enorme manta, nos cobijó a todos debajo de las estrellas.


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viernes, 1 de abril de 2011

Sueños y Flores

El sonido era incesante y un tanto molesto para los oídos. La diminuta punta dejaba salir microscópicas gotas de tinta que terminaban quedando atrapadas debajo de la piel. La piel se enrojecía en los alrededores y también se inflamaba un poco. Al ver aquello me impresionaba, miraba hacia la vidriera del local y pensaba que estaba a punto de cometer uno de los peores errores de mi vida. Pero no fue así. Con el paso del tiempo me fui calmando y antes de que me tocara el turno había dos personas más esperando en la sala de tatuajes. Una, un gordo gigante, de espaldas enormes y una pequeña cicatriz en su oreja derecha. Al sentarse en el banco miró a la chica que tatuaba y le dijo que deseaba algo que lo identificara, un animal delicado e inteligente. Creo que la chica se sorprendió tanto como yo, pero tuvo la suficiente holgura para disimularlo y sonreírle por un instante, como si con ello respondiera que claro, que sí, que sería un tatuaje delicado como él.

Luego quedó una mujer madura que mientras observaba como el tatuaje de un gato con sus cuatro patas para arriba se tatuaba en la espalda del gigantón, se comía sus uñas sin contemplación. Supuse que estaría más nerviosa que yo.

- ¿Tú primera vez? –pregunté.
- Sí. Nunca me han tatuado. Será mi primer gran tatuaje. Por fin me decidido ¿Y tú?
- Igual, pero estoy tan alarmado y tengo mucho miedo –respondí.

Entonces la mujer dejo aflorar en sus labios una pequeña sonrisa, como si con aquello pudiera enternecerme y hacerme olvidar el miedo que me daba someterme a la implacable aguja. Después, cuando fue el turno de la mujer, la chica que tatuaba le realizó un bonito símbolo chino custodiado por dos dragones en su espalda. No era un dibujo grande, pero sí con mucho detalle. De vez en cuando la mujer esbozaba algún gesto de dolor pero prontamente volvía a relajarse.

Ver como la tatuadora realizaba los tatuajes logró distraerme y hacerme olvidar de mi propio tatuaje. En realidad me enfoqué de lleno en su actividad y puse en pausa mi mente. Seguramente fue algo similar a abrir un agujero en medio del plano donde yo estaba y otro paralelo, luego ingresar una pierna, luego la otra y finalmente mi cuerpo, olvidándome así por completo del plano de mi propia realidad. Estando en ese trance y con tal grado de concentración pensé una sola cosa: ¿cuál sería mi tatuaje? ¡Claro!, ¡aún no lo había decidido! , ¡¿Quién sería tan idiota para ir a una casa de tatuajes, sentarse, esperar nerviosamente, y no saber aún qué se tatuaría?! La respuesta era simple: yo.

Al tocarme el turno la chica despide sonriente a la mujer adulta y me hace señas para ingresar. La mujer pasa por frente mío y me sonríe.

- No es nada. Es solo un picor, y nada más. No tengas miedo –me dice.

La tatuadora me hace sentar en el banco y con una dulce mirada me pregunta que tatuaje deseo hacerme.

- No lo sé ¿me ayudarías? Es que solo sé que quiero tatuarme, pero aún no he decidido cual motivo o diseño es.
- ¿Lo dejas a mi elección? –preguntó ella.
- Totalmente –respondí encantado por su belleza.

Había decido hacerlo en mi pectoral derecho. No muy grande, de unos siete centímetros aproximadamente. Una vez aclarado eso ella comenzó su trabajo. Puse mi mente en punto muerto nuevamente y me concentré a estarme tranquilo en el otro plano al cual me había pasado y que no era precisamente el de mi realidad. Sentí como la aguja trabajaba laboriosamente sobre mi piel. Cada tanto, cuando ardía, cerraba mis puños con fuerza y la chica me tranquilizaba con una sonrisa o hablándome de algo. Al cabo de casi una hora pasó un paño por sobre todo el tatuaje y lo tapó con vendas.

- Ya está listo –dijo- déjatelo así una semana y luego vuelve. No lo mojes. Aséate como puedas, pero no lo mojes.

Después de una semana en la cual mi vida transcurrió sobre rutas de normalidad regresé a la casa de tatuajes. Sentado en el banco y con un espejo en frente la chica quitó lentamente las vendas. Entonces me maravillé al ver aquel dibujo que estaba debajo de mi piel. Era el de una chica, con rasgos asiáticos, que estaba dormida apoyando su mentón sobre ambas manos. De su cabeza salían una especie de tallos en cuyas puntas florecían flores. Pero no eran flores comunes y corrientes, no, eran flores especiales. En sus centros había ojos, calaveras, plantas carnívoras, y también centros normales con sus pistilos. Me encantaba el dibujo pues me transmitía cierta liberación. Sin saber de qué trataba le pregunté a la chica:

- La chica soy yo –dijo explicándome- me imagino así al dormir. Mientras mi cuerpo descansa de mi cabeza emanan sueños feos y lindos. Algunos intentan devorarme, en otros me siento observada, y en otros me siento feliz y me imagino siendo una bonita flor en medio del campo ¿Te ha gustado? –concluyó.

Tras responderle que me había encantado le pagué y salí de la casa de tatuajes maravillado. Jamás regresé. Al poco tiempo aquel comercio cerró y nunca más supe de la chica que tatuaba; sin embargo, fuese donde fuese ella siempre estaría junto a mí, en sueños, en mi realidad, en mis pesadillas. A veces por las noches, al despertar de un sueño, abro los ojos y me toco directamente el tatuaje en mi pecho. Pienso entonces que tal vez es ella, soñando en paralelo conmigo, tal vez diciéndome que esa noche es una bonita flor en medio del campo y que no tenga miedo a las pesadillas, porque después de todo son solo eso, sueños.


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