jueves, 6 de agosto de 2015

La necesidad del tornado



Es ese sonido casi imperceptible de la hora de la siesta el que suele volverse ensordecedor. Inicia con lentitud y va in crescendo lentamente, minuto a minuto, apoderándose de cada uno de mis sentidos hasta alojarse, compungido y hecho un ovillo, en un rincón recóndito e inexplorado de mi cabeza. 
Allí, en soledad, habita día tras día, justo en esa franja horaria en la que ya es habitué que transite sin que yo logre impedírselo.

Es extraño. Demasiado. Nos reconocemos inmediatamente. Él toma posesión de su rincón y yo le veo acurrucarse y permanecer inmóvil, casi eternamente, y no hago nada para evitarlo.

Dentro de la casa todos siguen su ritmo cotidiano y viven sus vidas con la misma lividez de siempre. La extraña persona que cuida de la abuela realiza sus tareas de manera sincrónica, con una perfección envidiable. Lo hace en completa mudez, casi inexpresivamente. En cambio la abuela habla y gesticula, y lo hace con ese énfasis que caracteriza su modo de ser y la hace una mujer única en los más de noventa años que vive en este mundo. El resto, mis hermanos y padres, entran y salen a sus mundos colindantes sin dejar demasiado rastro en la casa. No necesitan hacerlo, tan sólo se aseguran que el oleaje que producen al entrar y salir no sea demasiado intenso y provoque movilizar objetos o vidas que acarreen consecuencias.

Así, en esa serenidad de paisaje diario, el sonido pasa inadvertido y sólo tiende, casi involuntariamente, a observarme de soslayo y gesticular con cierta cadencia, con ese maldito gesto que tienen aquellos que perciben las miserias humanas en el ser de los necios.

No me permito nunca mostrarme tal cual soy frente a él. Tampoco lo hago con mi familia. Atesoro muy dentro de mí ese toque peculiar que me hace distinto e irrepetible. Soy como un objeto valioso que guarda su magia y poderío debajo de capas y más capas de polvo. Intento ser así desde niño… y el sonido lo sabe.

A veces siento el deseo y la necesidad que ese sonido tan extraño y vivaz sea un poderoso tornado que levante demasiada polvareda en mi interior. Y que lo haga con brío. De manera alocada, inyectándome esa energía vital que reconozco haber perdido en mi adolescencia y no vuelto a recuperar jamás. Sin embargo no sucede. Se comporta como una brisa adormecedora que una vez instalado en su rincón me adormece por completo y me invita a  profundas introspecciones y a repasar con lentitud disímiles momentos de mi vida. 

Jamás lograré escapar de él. Es algo que seguramente debe ser así y ambos lo sabemos. Cada vez que cruzamos nuestras miradas silenciosamente lo reconocemos. Ni él puede dejar de habitar dentro de mí, ni yo evitarlo. Esa simbiosis se produce desde que tengo uso de razón. Es una de las genialidades de mi propia existencia. Un ecosistema que mantiene un equilibrio frágil y demasiado perverso para mi propia psiquis.

Más de una vez desearía no escucharlo y quitarlo de mi cabeza. Arrancarme tal vez mis oídos o cercenar mis tímpanos. Pero sería en vano, pues es un sonido inaudible, de esos que se cuelan a través de las invisibles arterias de la mente y se manifiesta siempre de un modo teatral y casi tragicómico en todos los sentidos.

La abuela duerme con su boca abierta y realiza profundas inhalaciones. La enfermera se ha ido, ha cumplido con su tarea. La casa está en silencio. Todos están en sus labores lo más alejados posibles de este lugar en el mundo. Es la hora de la siesta y el sonido está aquí, acaba de entrar una vez más, y se lo ve fulgurante y a la vez esquivo. Me ha visto, me lo hace saber. Yo asiento. Lo hago de un modo que significa asentir pero en nuestro idioma, no en el del resto de las personas. Intento despejarme y tomo asiento a la sombra del pino del fondo del patio. Allí permanezco al resguardo de densas nubes que lentamente cubren el cielo y avecinan una lluvia en breve. No hay señales de tornados. Tal vez llegue algún fuerte viento antes de que la lluvia caiga y sea capaz de modificar al sonido y quitarlo de su esquinero. Si así fuere habrá disfrute de mi parte. Una sonrisa plena, un cerrar de ojos y un danzar alegre debajo de la lluvia fría que contagie a todas mis extremidades y permita que la alegría brindada por un instante de cordura tome posesión completa de mi ser.