jueves, 12 de abril de 2012

Un claro entre los árboles





La corbata era amarilla, ridícula, un objeto de muy mal gusto, sin embargo, en el cuello del ave se veía bien, acentuaba con su traje, con las pocas plumas que escapaban por debajo de la manga y principalmente con sus ojos. Aquella visión despertaba cierta admiración cargada de recelo en mi persona. Una sensación difícil de explicar, pero que se producía cada vez que el ave asistía a una fiesta o una reunión. “Octavio, alcánzame el traje”, “Octavio, por favor el sombrero”, “Octavio, por favor los gemelos”, y así, orden tras orden, yo solo lograba ver cómo el ave día tras día era más y más reconocido entre todos los habitantes del país. Mi labor, el ser su asistente, pasaba desapercibida para todo el mundo. Él jamás mencionaba mi nombre fuera de las cuatro paredes de su habitación. Una vez cerrada la puerta, yo era un simple humano que le debía respeto y admiración, sin lugar para un simple reproche o cuestionamiento, ni mucho menos un pensamiento fuera de lugar que contrariase su figura.

De todas las aves que vivían en el país ella había sido la más inteligente. Un grano de arena maravilloso en una playa extensa. Quienes le conocían quedaban maravillados por su inteligencia, su diligencia, el modo en que colocaba las palabras en la punta de su pico y envolvía a las personas. Una vez que se echaba a hablar nadie podía dejar de mirarle y sonreírle. Era hipnótico. Un ser bello, adorable, que acaparaba la visión y la atención de cuanta persona o ave se le acercase. Con el tiempo supe que algunos le odiaban por todo el halo que generaba su omnipresencia; sin embargo, nadie osó jamás a calumniarlo, ni a levantar un dedo para señalarlo y dejarle caer con rigor acusaciones que seguramente serían catalogadas como infundadas. No existía humano ni ave capaz de elaborar una crítica ante su accionar, ni de encontrar un mísero detalle que doblegara su altura. Todo lo que circundaba al ave era impoluto, perfecto, y digno de ser venerado.

Fueron muchos los años que pasamos juntos. Conocí al ave siendo yo un jovencito de pantalones cortos, pelos largos y mocos cayéndome de la nariz. Fue un accidente con suerte, dijeron mis padres. Era un día otoñal cuando yo iba con la pelota debajo del brazo a jugar al campito y de repente, de la nada, una camioneta pasó furiosamente por la calle, tocándome la pierna y haciéndome dar mil vueltas en el aire. Recuerdo sentir que la pelota salía despedida de mi brazo, que el cielo se acercaba a mí y el suelo estaba al revés. Luego, el silencio. Aún hoy no recuerdo nada. Pero todos vieron al ave llegar rápidamente del cielo, colocar sus alas sobre mi pecho, y mirarme con ojos cargados de ternura y amor. Ahí, justo en ese preciso instante, todos los presentes dicen que mi pecho tuvo un sobresalto, que de mi nariz brotó un delgado hilo de sangre y que mis pies se movieron como si fuera un poseso. Entonces abrí los ojos y vi el largo pico romper en dos los rayos del sol. Tuve miedo, no entendía nada. Un fuerte dolor me recorría la pierna derecha ascendiendo por la pelvis y alojándose finalmente bajo las costillas. A pesar de ello me sentía extraño, un tanto ingrávido, como si el dolor fuera algo secundario, algo que no debía acaparar mi atención. El ave colocó la punta de una de sus alas sobre mi rostro, las plumas acariciaron suavemente mi piel, y pude percibir cierta tibieza en el acto. Al retirar el ala el dolor había desaparecido. Quienes estuvieron presentes gritaban de alegría y júbilo. Veneraban al ave, emitían voces imperativas y victoriosas que cada vez subían más y más en volumen. No obstante, el ave solo me contemplaba fijamente, casi sin reaccionar ante la manifestación de la gente.

Después del accidente volví a ver al ave un par de veces. De la nada aparecía en el patio de la casa, sobre el techo, o bien bajaba del colectivo y tocaba el timbre de la casa. Hablaba respetuosamente con mis padres y les daba palabras de aliento. Solía llevarme una caja de chocolates y una de caramelos. Mis padres no dejaban que yo los comiera, decían y sostenían que aquellos obsequios, sumados al gesto del ave, era algo con lo cual Dios había bendecido a nuestra familia.

No fue sino mucho después, al cabo de casi veinte años, que volví a encontrarme con el ave. Al verla, ya convertida en presidente de la nación, sentí una profunda sorpresa recargada de una agitada taquicardia que expresaba lo asombroso del encuentro. Pasó por mi lado sin siquiera mirarme, tan solo enfocada en las loas de las personas que habían cubierto por completo la Plaza del Congreso y todas sus calles aledañas. Recuerdo que llevaba un traje de seda sumamente correcto, de color negro, con un pañuelo de seda blanco sobresaliendo del bolsillo derecho del saco y un bastón de mando cuyo mango era media asta de un ciervo. Caminaba despacio entre la multitud que se agolpaba a ambos lados de la calle principal. A lo lejos, detrás de toda la muchedumbre, se encontraba la casa de gobierno, su objetivo. Según mis padres había votado casi todo el país, y en aquella votación el ave salió victoriosa. En su discurso de asunción había maravillado a todos. No dejó duda alguna sobre sus ideas y el deseo de llevar a la nación hacia un camino soñado, más allá que a simple vista pareciera un tanto utópico.

Cuando disponía a irme de la Plaza del Congreso dos policías me tomaron por sorpresa y me pidieron les acompañase. Caminamos unos pocos metros, y uno, el más alto, me tomó por sorpresa y vendó mis ojos. “No se asuste”, dijo con voz suave, “cumplimos órdenes”. Cuando la venda me fue liberada tuve ante mí al ave ahora hecha presidente.

— Quisiera seas mi asistente —dijo.

A mi intríngulis se sumó el desconcierto de espacio-tiempo que la escena misma me había tendido.

— ¿Su asistente? –pregunté.
— Eso mismo, mi asistente personal ¿Acaso te negarías a ser el asistente personal del ave presidencial?
— Pues no —respondí rápidamente—, todo lo contrario, aceptaría con gusto.

Y así, en medio de una gran confusión mental, lleno de interrogantes sin respuestas y de ignorar cómo había sucedido todo aquello me hice asistente del ave presidencial en el final del año número cincuenta y dos de mi vida.

Fue a los pocos metros después de pasar por mi lado, en el acto presidencial al cual asistíamos, que el ave tropezó, cayó de bruces y quedó tendida en el pavimento helado de una tarde invernal. Un solo ¡ohhhhhhh!, se escuchó al unísono. Luego un profundo silencio. Los guardaespaldas corrieron a asistir al ave, sin embargo ella no se movía, mantenía los ojos cerrados, ambas alas a los costados e inmóviles, y su cola, las plumas de su cola, desalineadas y un tanto caídas. Nadie entendía lo que había pasado, sin embargo yo había visto el accidente y por ende tenía una leve idea de que todo aquello concluía en un desmayo. Me abrí paso entre la multitud y llegué con muchísimo esfuerzo a los pies del ave, que yacía en el suelo con sus ojos cerrados.

"¡Aire!, ¡aire!, ¡que todo el mundo se retire unos cuantos metros hacia atrás!", grité desesperadamente. No podía salir del shock, al igual que la gente y los mismos empleados de la casa de gobierno. La corbata amarilla que hasta hacía unos minutos yo mismo había acomodado y encajado en su fino cuello ahora estaba de lado, arrugada, y hasta mostrando un amarillo más pálido del que yo recordaba. El pico del ave estaba entreabierto. Sus ojos, abiertos y mirando vaya a saber qué mundos, se habían vuelto más brillantes que de costumbre. Las personas a su lado, las cuales formaban una ronda gigantesca, murmuraban y cuchicheaban esbozando cierto estupor y miedo en las facciones de sus rostros. Algunos comenzaron a mencionar la palabra muerte. Lo hacían con voz queda, casi imperceptible, muy por debajo de los decibeles que la harían audible y les costaría de un mes a dos años de cárcel por injurias. Arrodillado al lado del ave tomé una de sus alas con una mano, y con la otra levanté su cabeza unos centímetros del suelo. Tuve la sensación de estar en presencia de un muñeco de trapo incapaz de emitir señal alguna. Sin embargo no había frialdad en su cuerpo, ni rigor mortis, ni nada que me hiciera pensar que había fallecido. Me pregunté cómo ayudar al animal en aquel estado. Si fuera un humano hubiera hecho masaje cardíaco sobre su corazón, o bien respiración boca a boca, o tal vez una buena cachetada en sus mejillas para sacarla de un shock que seguramente era lo que le sucedía. Pero no, nada acudía a mi mente. Estaba tan blanca como las laderas de las montañas en plena temporada invernal. Solo me quedé ahí, estático, escuchando el murmullo cada vez más ensordecedor de la gente, el llorisqueo de alguna que otra anciana, y el piar de otras aves que asomaban sus picos entre la muchedumbre intentando ponerse al día con la noticia de su presidente.

No tardaron en llegar un puñado de enfermeros y médicos veterinarios. Tomaron al ave con muchísimo cuidado y lo posaron sobre una camilla. Aflojé el nudo de la corbata y desprendí el último botón de la camisa. El ave seguía inconsciente. Todos seguían preocupados. El ulular de la ambulancia se abrió paso en medio de la muchedumbre y rápidamente ganaron la autopista. Yo iba sentado en un auto escolta perteneciente a la presidencia; desde la ventanilla podía observar algunas aves en el cielo revolotear la autopista con sus miradas clavadas en la ambulancia que ganaba metros a toda prisa. Por un instante pensé qué pasaría si sucedía lo peor. Enseguida un panorama caótico se brindó ante mis ojos: un país en crisis, mucha gente afectada, dolor expresivo en los rostros de humanos y aves, desconcierto generalizado, el resto de los países del mundo preocupados por la deriva de un país sin conductor serio, un verdadero caos. Cerré por un instante los ojos y me concentré en el color blanco, un blanco puro, impoluto, de modo tal que ningún pensamiento pudiera mancharlo. Enseguida mi mente entró en un mar de tranquilidad y reposo. Ni siquiera el vaivén del automóvil, ni el ruido de las sirenas, ni el canto de las aves logró sacarme de tal reposo. Al llegar al hospital el automóvil frenó bruscamente y volví a abrir los ojos. Un tumulto de médicos, paramédicos y veterinarios estaban en la puerta de emergencia a la espera del ave presidencial. La bajaron rápidamente de la ambulancia y la ingresaron a la sala de terapia intensiva. Solo unos poco pudimos ingresar al lugar. La llenaron de sensores, de tubos plásticos y quitaron algunas plumas de sus alas para clavarle agujas con sueros y drogas. La escena era dramática. Comencé a pensar que el ave presidente podría morir. Sin poder aguantar más la presión me retiré de la sala y tomé asiento contra un gran ventanal que daba a la calle. Debajo, la multitud se aglomeraba con pancartas que rezaban leyendas de optimismo y fuerza para el ave presidencial. En la autopista se había producido un embotellamiento, todo debido al suceso, y las personas salían de sus automóviles, se paraban sobre los techos o el pavimento y agitaban pañuelos blancos, en un claro simbolismo de apoyo. No hacía muchas horas yo había estado con el ave a solas, acomodando su corbata, sintiéndome su mísero esclavo, y de repente, en un corto intervalo de tiempo, me hallaba en una sala de hospital esperando que algún médico veterinario saliera y me comunicara qué sería del ave presidencial. A decir verdad extrañaba mi nombre saliendo del pico del ave: “Octavio, podrías traerme un poco de agua”, “Octavio, ¿has leído a Kafka?, ¿y a Murakami?” Me hice a la idea que debía estar preparado para tal vez lo peor: nunca más escuchar su voz.

A las seis de la tarde un grupo de médicos y veterinarios abrió la puerta de la sala de cuidados intensivos de par en par y me rodeó. Nadie decía palabra alguna, todos me observaban como si yo fuera un extraño gusano, de especie desconocida, al cual debían comunicarle algo pero no sabían cómo. Finalmente una veterinaria, de rasgos asiáticos y frente diminuta, habló: “El ave presidencial ya está a salvo. Ha vuelto en sí. Sus signos vitales son normales y no hay señales de daños neurológicos, ni internos. Aparentemente todo ha sido un gran shock que la dejó en un estado catatónico momentáneo. Ella solo recuerda vagamente lo ocurrido hasta el momento en donde se ha producido el shock. Nos ha pedido que le comuniquemos esto a usted. Le será permitido verla mañana por la mañana, pues ahora ella descansa.” El ave había resucitado, tal como el Fénix.

Llegada la primavera los días comenzaron a ser más cálidos, y coloridos. Las enredaderas comenzaban a estirar sus guías, los árboles poblaban sus ramas con nuevos brotes, los campos presentaban un verdor claro y joven. En el cielo algunas aves volvían de su migración. La nación había retornado a una calma extraña y que hacía años no tenía. Los demás países del mundo se mostraban satisfechos con el nuestro y el modo en que el ave presidencial había manejado las cosas pos accidente. Fue entonces que el primer fin de semana de octubre el ave me pidió expresamente que la acompañase a un paseo que deseaba hacer hacía tiempo. Una comitiva de tres automóviles de la gobernación se adentró en los caminos de alta montaña para finalmente dejarnos al ave y a mí en una cabaña en la cima de una montaña. Desde allí podíamos ver el mar y gran parte de la ciudad capital. De un lado estaba el mar, del otro lado la capital. Era como ver las dos caras de una moneda. Una vez instalados en el sitio el ave decidió dar un paseo. Tomamos una botella de agua, un sándwich, un par de frutas, alimento balanceado, cereales, y nos colocamos cada uno una mochila a nuestras espaldas. Recorrimos unos cuantos metros montaña abajo hasta que encontramos un claro en medio de la tupida arboleda. Parecía un edén en medio de la fronda. Tomamos asiento sobre dos piedras grandes rodeadas de hierba. El ave dejó caer la mochila al suelo, sacó la botella de agua y metió su pico dentro. Bebimos en silencio. El sol de la siesta se hacía sentir. Las plumas del ave brillaban con un brillo inigualable, haciendo que los rayos de sol se descompusieran y se mostraran como un caleidoscopio colorido.

— ¿Eres felíz, Octavio? –me preguntó el ave sin mirarme.
— ¿Felíz? –respondí preguntando de manera ingenua.
— Sí, felíz. Felicidad, a eso me refiero, a esa palabra que tanto abarca y que tan poco sabemos valorar o sostener cuando la tenemos entre nosotros.
— Supongo –dije. — Yo me he dado cuenta que ahora soy felíz —dijo el ave, ahora mirándome a los ojos— Y esa felicidad en parte te la debo a ti.
— ¿A mí? — Sí, a ti, Octavio… Verás, después del accidente, mientras estuve en ese estado de shock debatiéndome entre la vida y la muerte algo se ha compenetrado en mí. Creo que ingresó mientras he estado en el hospital. Si bien no recuerdo cómo pasó sí puedo decir que ha sucedido. Tuve la sensación de que algo comenzaba a ingresar a mi cuerpo, a recorrer mi plumaje, mi piel, como si reptara sigilosamente y a paso seguro, cubriéndome por completo. Luego, sentía cómo esa misma sensación comenzaba a correrse por mis venas, a rellenar mi corazón. Sin embargo yo no podía abrir los ojos, ni gritarle a ninguno de los ahí presentes lo que me estaba sucediendo. Algo en mi interior deseaba afanosamente salir de ahí, huir, evitar que eso que se apoderaba de mi cuerpo siguiera con su cometido. Pero no podía. Estaba inmovilizado, hasta podría decirte que fuera de mi cuerpo. Al despertar, cuando por fin pude abrir los ojos, supe que aquello que había ingresado a mi cuerpo me había tomado por completo, se había apoderado de todo mí ser, menos de mis pensamientos. Hasta mi corazón estaba impregnado de esa sensación. Mi cabeza y mi corazón parecían entrar en un debate que nunca antes habían tenido. Entonces comprendí que lo sucedido tenía un fin. Que el accidente no había sido una casualidad, que era una condición necesaria para que ese “algo” ingresara en mí. Pensarás que estoy loco, pero no es así. Desde el día del accidente ya no soy el mismo, Octavio…

Escuchar al ave presidencial contarme aquello fue sumamente impactante. Recuerdo haberme dado cuenta que mis manos me dolían por lo tenso que estuve durante el tiempo que duró el diálogo. Al volver en mí enfoqué la mirada hacia los árboles que nos rodeaban. Observé el claro, el cielo, las nubes, el verde de la hierba. El ave mantenía su mirada fija en la nada, como si después de haberme contado aquello se hubiera trasladado a otro sitio, tal vez a un sitio inducido por aquello que se había apoderado de ella. Por primera vez desde que había visto a aquella ave sentía que estaba distante, que en realidad tenía razón y ya no era la misma.

— De algún modo todos siempre estamos solos —dijo.

Y sus palabras me retumbaron en la cabeza haciéndome recordar muchos pasajes de mi vida en donde yo me había sentido así, rodeado de gente que me quería, plagado de afectos, de conocidos, de voces, de sonrisas, de palmadas en mi espalda, y sin embargo, como si se tratase de un leproso abandonado a la buena de Dios, me sentía solo, tristemente solo. Entonces tomé la punta del ala del ave, acaricié sus plumas con la yema de mis dedos, la miré a los ojos, y comprendí que la soledad es parte de todos, inclusive de aquellos que parecen invulnerables, altivos, omnipotentes. Por primera vez sentía que el ave y yo estábamos en el mismo plano, que ella no era superior a mí, ni yo inferior a ella. Vi a un ser ensimismado, con miedos, reflexionando profundamente sobre la vida y su rol en ella. Pronto el sol comenzó a aflojar su poder, los rayos se hicieron tibios, un viento del sur comenzó a soplar y las copas de los árboles se mecieron al compás.

— Es hora de volver —dijo el ave.
— Es hora –dije yo.



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 (Ilustración de Chase Kunz - http://goo.gl/fCt9X )