martes, 26 de mayo de 2015

La casa



Cada vez que intento traer el recuerdo a mi mente todo se vuelve difuso, algo similar a un vidrio ahumado, a un viejo vitraux sucio y abandonado. Sin embargo, dándole tiempo, mi mente parece tironear de entre la fosa de recuerdos y las imágenes y sonidos comienzan a danzar lentamente delante de mis ojos y oídos… ¡Oh!… ¡esos recuerdos!…

Mayo se había adueñado por completo de los campos linderos. Era el único vencedor de aquella contienda. Desde la galería de la gran casa podían observarse los miles de colores que el otoño producía en la naturaleza circundante, y al atardecer, el frente se teñía de increíbles tonalidades de ocres y amarillos. A lo lejos, se podía observar cómo cada copa de los árboles, cada rama, cada diminuta hoja se cargaba de un brillo peculiar, como si se tratase de una diminuta hoguera con luz propia. 
Ester observaba aquel espectáculo natural de una manera muy queda, con una melancolía que le brotaba a flor de piel. Sus ojos parecían deslumbrados ante el espectáculo otoñal y mi corazón, agitado de amor, acompañaba toda la escena en silencio a la espera de algún gesto suyo que indicara al menos un ápice de amor hacia mí. Miraba hacia los campos, con una postura de deseo de huir hacia ellos y sentir el goce de la libertad en todo su cuerpo. Sin embargo, desde hacía muchos años, vivía recluida en la gran casa, alejada del mundo, inclusive de la vida misma y del amor.
Había sido por decisión propia, me dijo cierto día, pero los vecinos más cercanos e inclusive el gentío del pueblo sabía que aquello no era tan así, que mucho tuvo que ver la vida y sus vaivenes, inclusive la muerte y sus triquiñuelas. Lentamente se había convertido en casi un fantasma, el cual recorría los pasillos y estancias a toda hora del día en completo silencio, haciendo estadíos en las distintas habitaciones durante largas horas, hilvanando cada voluta de tiempo con paciencia suprema.
Después de la muerte de sus padres la gran casa pasó a ser el único nexo con su propia historia. Allí había nacido, crecido, inclusive se había enamorado. Porque lo había hecho, y jamás fue correspondida. Conoció el amor desde muy joven, en plena adolescencia, cuando uno de los criados de sus padres se presentó por vez primera y la miró con unos ojos azabache y una mirada de tenor bravía que la perforaron. Aquella mirada fue suficiente para causar un suspiro contenido y un nerviosismo que sólo pudo contener aferrándose con fuerza al respaldar de una silla. Ese amor silencioso y mágico se acrecentó día a día en su interior, pero no así en el joven criado. Fue entonces que comenzó a entender que la vida tenía sinsabores, y muchos más en el amor. Sin embargo, con su corazón desbordando sentimientos fue ella quien se atrevió a cruzar la línea y comunicó ese amor que le explotaba dentro de su pecho. El joven criado, sorprendido al principio, no tardó en asimilar con rapidez la ventaja que aquella declaración de amor le dejaba en bandeja. Pronto se revolcaron más de una vez entre sábanas a escondidas: ella perdiendo su virginidad y él haciéndola gozar como jamás varón alguno lo había hecho.
En el pueblo se hablaba de aquello. Llegaba hasta mis oídos y en cierto modo mancillaba lo que yo sentía por ella. Nos habíamos conocido una tarde en una de las tiendas, mientras ella compraba mercadería para la despensa familiar. Fue cosa de segundos, un rayo fulminante que atravesó mi corazón y mis sienes sin dejarme siquiera reaccionar. Supe en ese instante que aquella mujercita delgada y de cabellos dorados como el oro era especial y única. Ningún otro ser se le asemejaba. Comenzamos a coincidir en distintos ámbitos, fuimos creciendo y a su vez entretejiendo una amistad que nos unía con gran fuerza. Pero para mí la amistad tenía un sabor distinto, algo que seguramente ella no comprendería…
Luego sobrevinieron las muertes. Primero fue su madre por el tifus, luego su padre por algo referido al corazón. Fueron muertes rápidas, que en un pequeño cúmulo de días la hirieron de sobremanera y la fueron dejando cada vez más sola en este mundo. Poco a poco comenzó a retraerse. Ya no se la veía casi por las tiendas del pueblo y tampoco recibía a muchas personas en su casa. Sin embargo mi relación con ella pareció florecer. Cada tarde a la salida de mi trabajo me llegaba hasta la gran casa y tomábamos mate sentados debajo de la galería, observando cómo el atardecer engullía los campos sembrados de trigo y sorgo. Hablábamos poco, casi nada, pero los silencios estaban cargados de suspiros y onomatopeyas que a mi entender dejaban entrever lo bien que nos complementábamos. Jamás me confesó algo que la atormentara o la mantenía en aquel estado de ánimo. Siempre se mantuvo inmutable al respecto. Hablábamos de todo y no hablábamos de nada, así era la cosa en esos días. Por ratos en nuestras charlas parecíamos abrir una rendija en un gran muro que nos rodeaba y aislaba a ambos, por donde entraban resplandores, olores y sonidos, todo referido a un par de vidas a las cuales no siempre las cosas les salían bien, pero que a su vez ambas se daban a conocer.

Sin embargo hoy, al verla observar el atardecer otoñal,siento que Ester desea algo más. Su cercanía me lo transmite y sus ojos lo sellan. Hay algo en su interior que desea ir más allá. Tal vez sea la soledad que la impulsa como si fuera un motor a propulsión. Es difícil de explicarlo. Sólo observando ese brillo mortecino en sus ojos puede sentirse esto que explico. 
-¿Qué pasa hoy, Ester? -pregunté con cierta reticencia.
Ella volteó y me miró directamente a los ojos. No dijo nada inmediatamente, sólo me observó como quien escudriña a otro con profundidad, intentando llegar al fondo de ese pozo que denominamos alma. 
-Pasa la vida… eso pasa, Octavio…
Sus palabras fueron suaves y acompasadas, casi susurros. Solo sonreí. Fue una triste y leve sonrisa que mi boca dejó escapar. No tuve palabras. En realidad la vida se estaba pasando, ella tenía razón.
Ambos volvimos a mirar hacia el horizonte. Ahora ya caía lentamente el anochecer, adueñándose de los campos, del caserío, inclusive de cada espiga de trigo. 
Noté con terrible angustia que así como caía la noche de manera implacable adueñándose de todo también la vida se había encargado de despojar a Ester de ese algo en su interior que yo siempre había admirado y amado. 
-Pierdes el tiempo conmigo, Octavio… ¿Acaso no te has dado cuenta?
No, no me había dado cuenta. No sé que más dijo luego, porque sin hacer caso a sus palabras sólo me concentré en observar las primeras estrellas que aparecían en el cielo nocturno. Me levanté con lentitud y tomé mi sombrero. Miré a Ester a los ojos y apretujando mi corazón salí precipitadamente de la galería dirigiéndome al camino de entrada.
El aire olía a malvones. El rocío comenzaba a caer y los animales se impacientaban en los corrales. Caminé a paso presuroso y al llegar a la tranquera volteé y divisé a Ester aún sentada bajo la galería, de silueta difusa, con su perfil pálido teñido por un trémulo destello blanquecino que la luna lograba sobre su rostro.
Mi amor quedó ahí, debajo de la soledad de la galería, deambulando entre las paredes carcomidas por el tiempo de una casa que lo alberga todo, inclusive el desamor.


(Imagen: pintura de Sir William Rothenstein, titulada “The Doll’s House”, 1899-1900)

sábado, 9 de mayo de 2015

La poesía que jamás se deja de recitar...



Sintiendo la suavidad de la brisa tocándonos con gracia las mejillas corríamos a pura sonrisa. Entre abedules y campos plagados de crisantemos dejábamos una estela singular, inconfundible, que indicaba el rastro de dos pequeños alegres y vivaces manifestándose ante la espectacularidad de la vida misma. Yo reía y él me miraba de soslayo, con esa complicidad única que tienen los amigos que no llegaron a ser hermanos de sangre pero sí de alma. En ese recorrido interminable entre el vergel ambos dejamos alegrías y momentos únicos de nuestras vidas.
- Eres como un hermano para mí –dijo Ismael mirándome a los ojos, con los suyos cargados de lágrimas.
Así también lo sentía yo. Nos habíamos detenido un instante a recuperar el aire perdido, a dejar descansar por un instante nuestros pulmones extasiados. Luego nos echamos nuevamente a correr. De aquí para allá, sin rumbo, sin un plan preconcebido. 
Seguimos hasta el atardecer, cuando ya los pájaros retornaban al abrigo de la copa de los árboles y el viento se comenzaba a tornar más fresco, escondiéndose del flujo enigmático de la nueva luna. 
Cuando la noche llegó nos sorprendió retornando a paso cansino. En silencio, ambos mirando fijamente el suelo, recorriendo mentalmente aquellos senderos que dibujábamos tal arquitectos de la naturaleza.
Al llegar a casa de Ismael nos despedimos con un abrazo. Seguramente nos volveríamos a ver un día de aquellos, ya no recuerdo cómo fue. Volví a casa entre jirones de nostalgia y alegría. Al llegar mi madre se mecía en su mecedora leyendo un libro. La contemplé por un rato, en silencio, atrapado en esa burbuja única que producen los momentos fantásticos de esta vida. Leía concentrada, cada tanto con alguna muesca de sonrisa en sus labios y un toque picaresco en el rabillo de sus ojos. Quise decirle a viva voz que había sido un día fenomenal, que los prados irradiaban vida, y esa misma vida me sonreía. Sin embargo nada de eso pude siquiera pronunciar. Tan solo me quedé observándola en silencio, retratándola en una imagen imborrable en mi mente, al igual que aquella sonrisa que mi amigo Ismael me había regalado en el prado. 
Aún hoy atesoro esas imágenes. Las guardo para conmigo, así, como aquellos que guardan las imágenes de su vida como una poesía inmortal que jamás deja de recitar su propio corazón…