sábado, 8 de noviembre de 2014

Se van a gustar, se van a querer, se van a detestar



“Se van a gustar, se van a querer, se van a detestar” Esa fue la frase de mi madre el día que partió de este mundo. Se refería a mi vida amorosa, sin importar quien fuera la mujer que pudiera tener al lado. Lo dijo con tranquilidad, palabra a palabra, poniendo la pausa de cada coma y el tajante punto final en su sitio. Luego de decírmelo se quedó mirándome con sus ojos pardos cristalinos, rebuscando algún tipo de expresión que saliera de mi boca, cosa que no ocurrió, claro está. Al rato ella cerró los ojos para siempre. Aquellas fueron sus últimas palabras. Yo sostenía su mano entre las mías, y sentí el abandono de la carne pasando de la tibieza a la frialdad, tal como su última frase también lo expresara.
Ese tipo de mensajes, en momentos apropiados, suelen marcar vidas enteras. En mi caso lo hizo. Seguramente ése era el momento apropiado para emitirla, justo segundos antes de la muerte no tan advenediza. Ella debió saberlo, o al menos percibirlo. Dejó con ello una mochila de gran peso para toda mi vida. Vaticinó lo glorioso de un imperio, su caída,  y también el olvido. Seguro que lo sabía. Ella lo había vivido. Construyó un par de imperios gloriosos al lado de hombres que la idolatraron como a una reina. Luego los incendió, mató a sus súbditos, envenenó a sus perros más fieles, y asesinó al dios amatorio. Finalmente huyó quemando todo tras de sí. Vi derrumbarse esos imperios. Hui como pude de entre los escombros y las ruinas. Ella solo corría delante, con ojos llorosos, sin volver la mirada atrás, sin tomar mi mano, tan solo corría desesperadamente como si buscara una puerta que no podía encontrar.
 Después de las colosales caídas de los imperios jamás se detuvo a preguntarme si estaba bien. Solo se limitaba a mirarme a los ojos, sonreír con frialdad, y decir: “¡Vamos, que no es el fin del mundo!, ¡son los daños colaterales del amor!” Y tras decirlo, se sentaba sobre el sofá a esculpirse y pintarse las uñas de los pies. Siempre de un color rojo apagado, totalmente distinto a las llamas que dantescamente incendiaran los imperios.
—¡Mírame! —supo decirme cierta vez—, ¿qué es lo que ves?
Ese día ella se sentía plenamente feliz. Había comenzado a erigirse un nuevo imperio, justo junto a su segundo nuevo rey.
—Te veo feliz, madre —respondí con tono temeroso.
—¡Pues claro que lo estoy! —dijo—, ¡estoy nuevamente enamorada!
Y esa era la piedra filosofal, ya plantada justo delante del gran palacio, que recibía a cualquier desconocido y hacía conocer el estado de la nueva conquista. Entonces los quería. Iniciaba un poético e idílico mundo en el cual todos girábamos con cierta gracilidad. Yo era su satélite favorito. Nos cruzábamos cada tanto pero jamás nos eclipsábamos. Ella permanecía en un estado de gracia constante mientras el imperio florecía y el amor sostenía todas las columnas. Siempre el nuevo rey era el astro mayor, al cual todos los planetas adoraban, inclusive ella.
—Verás cómo lo querrás… es un gran hombre.
Yo sabía que las estrellas mueren, se enfrían, con suma lentitud. Todos morimos… ellas también lo hacen.
Y así, los años siempre pasaron, algunas veces de manera luminosa, otros demasiado opacos. Mi madre los vivía de igual modo, en realidad ambos lo hacíamos. Los reyes solían sufrirlo, pero mi madre se encargaba de que yo no, siempre lograba de un modo u otro socorrerme, aislarme, al menos hasta la caída final, en donde ella huía con terrible individualismo y de manera despavorida.
“Se van a gustar, se van a querer, se van a detestar” ha sido un gran lema en su vida. Lo respetó siempre, a rajatabla. Quien se encontrara con ella en su corazón o en su cama lo aprendía, quien pereciera con uno de sus imperios lo padecía.



Rehenes



Esta mañana ha tenido la sutileza de tocar mi mano. Creo que lo hizo de modo inconsciente, pues no percibí ningún gesto que me demostrara lo contrario. Mantenía su rostro enjuto como cada mañana, y de sus labios no salió una sola palabra.
Su mano estaba tibia y suave. Me costó mucho recordar esa sensación que solía producirme en todo mí ser un terrible y delicado temblor. Sin embargo, como si fuese una especie de chispazo mágico, esa tibieza me despertó instantáneamente y me llevó, en un instante, a la vieja historia de mi vida, esa misma que he vivido más de sesenta años a su lado.
Lo más difícil ha sido percatarme que solo fue un roce involuntario. Algo no deseado. Las personas suelen hacerlo. Se tocan, pero no se sienten. Ese es un gran pecado y una verdadera ofensa para la vida. Debo aclarar que tampoco esperaba el roce. Fue algo inesperado. Grato, pero inesperado.
Después de tocarme siguió poniendo el mantel, colocó las tazas de té, las tostadas, la tetera caliente, el jarro con azúcar. Se sentó en frente y comenzó a sorber con lentitud su té, como lo hace cada mañana desde hace sesenta años, inclusive a observar por la ventana con la misma mirada de siempre, esa que está cargada de curiosidad como si se tratase de un par de ojos de niño a punto de abalanzarse sobre un nuevo mundo por descubrir.
Yo, desde mi lugar en la mesa, observaba su mano, esa misma que me había tocado hacía unos instantes. Se mantenía casi inmóvil si no fuera por el temblor de la edad. Se la veía descansar sobre el mantel floreado. Pensé que tal vez su mano sí se había percatado de mí presencia al tocarme, y seguramente lo había hecho. Soy de los que sostienen que no hay corazones fríos en el mundo, aunque muchas veces me cueste creerlo (y mucho más sostenerlo). Su mano aún debía de mantener mi esencia, por ello sonreí. Mis labios se movieron con vergüenza esbozando una diminuta, casi imperceptible sonrisa, que irradiaba una felicidad contenida por años, casi ya olvidada en el andamiaje del tiempo ¿Dónde había quedado aquella chica de sonrisa resplandeciente y manos gráciles y cariñosas? Yo no lo sabía. En un momento de descuido se esfumó de mi lado, y al percatarme de ello supe que ya no regresaría. Se trata de esas noticias que jamás esperas recibir. Son similares a la muerte, o en realidad son parte de ella. Nadie dijo que la muerte engloba solo un instante. Se muere de a poco. Con lentitud. Como cuando se apagan una a una las luces de una casa antes de ir a dormir. Del mismo modo ella se apagó a mi lado.
Ahora, mientras sorbía su té y miraba a través de la ventana, huelo el perfume de los jazmines en flor de nuestro jardín. Ese olor inunda toda la estancia. La carga de una poesía única, pero a la vez inconexa con nosotros dos. Lo que antes supo unirnos y sellar nuestro amor ahora tan solo es parte de un engranaje averiado por el tiempo.
Bajo la mirada y vuelvo a observar su mano. Sigue reposada sobre el mantel. Parece muerta, pero no lo está. La muerte ya tomó otros rehenes y su mano no está entre ellos.



miércoles, 5 de noviembre de 2014

Antropología



Algunos antropólogos hablaban sobre la desnudez y la Tierra. Cuchicheaban entre ellos. Eran susurros de los cuales alguna que otra palabra se escabullía y oídos ajenos las robaban para sí. Entre ellas algunas eran entendibles y otras realmente inconexas. La única mujer del grupo entonces expuso su teoría. De pie frente al resto, con la frente cargada de sudor por el intenso calor de la noche veraniega, miró a sus compañeros y comenzó a hablar con un tono cálido y firme. Ahora solo sus palabras lo llenaban todo.
En su teoría hablaba de los hombres primitivos contemporáneos, de sus relaciones con el sexo y de la forma en que estos entendían a la mujer desde lo sexual y a la madre Tierra. Sus colegas, absortos ante la exposición, contemplaban en la femenina antropóloga a una mujer con destellos únicos. En cambio ella solo reparaba en el eco que producían sus palabras representando su propia teoría, esa misma que le había llevado unos cuantos años desarrollar.
Decía entonces que los primitivos actuales son como los nómades de antaño, a los cuales les encantaba movilizarse por la tierra de un lugar a otro sin echar raíces que los sujetaran. El hombre actual se desnuda sin tapujos y le da lo mismo si es sobre la tierra o sobre el mar. Pero si es sobre la tierra se postran sobre ella, y hacen el amor con cuanta fémina se encuentran; en cambio sobre el mar son más temerosos por lo desconocido. Eso da una idea de tierra fecundada —expresó—, de macho que esparce su simiente por poblados y ciudades con y sin nombres.
Luego, tras terminar de exponer su teoría, la antropóloga observa la mirada de sus colegas y se percata de que su teoría es cierta. En las distintas formas de mirarla percibe la lujuria, el deseo, el frenetismo irrefrenable del deseo sexual. A ninguno de ellos le importa el sitio y el ámbito donde se encuentran. Traga saliva y sus pensamientos la aturden. En realidad quisiera que nada de eso sucediese pues ella sostiene también que aquella teoría, por más cierta que la considere, no se aplica a ella, pues es ella misma quien hace cierta salvedad a lo expuesto, al desear a las mujeres más que al mismo hombre primitivo.



martes, 4 de noviembre de 2014

Puntos suspensivos



Cierta mañana lluviosa, mientras caminaba presuroso por las calles céntricas, en una esquina con semáforo me encontré a un hombre desgarbado y melancólico. Miraba hacia las luces del semáforo de un modo extraño, casi ido. Tras ponerse la luz en verde comencé a cruzar la calle y noté, de soslayo, que aquel hombre permanecía sobre la acera sin inmutarse, como hipnotizado por las luces. Volví sobre mis pasos y le hablé. Primero fue un saludo cordial y una mueca de sonrisa. Luego la pregunta que haría de epicentro:
—¿Necesita ayuda para cruzar, señor?
El anciano solo atinó a sonreírme. Tenía una bella sonrisa, debo admitirlo, al igual que esas personas que al sonreír parecen cambiarle la perspectiva del mundo a uno.
 —Le agradezco, joven, pero aquí estoy bien… —dijo.
Sorprendido por su respuesta sentí la necesidad de seguir camino, pero antes de marcharme volví a preguntar:
—Seré curioso, ¿qué hace usted en esta esquina?
—Observo las luces —respondió.
—Sí, me he dado cuenta de eso… ¿y qué ve en ellas?
—Muchas cosas, joven. Tantas que hay momentos que me abruman.
No había duda que era un anciano bastante especial. La forma de mirarme y de responder era casi angelical. Su voz suave, pausada, y su sonrisa franca en plenitud, todo irradiaba cierta paz… ¡hasta su sinceridad lo hacía! Con un gesto de aceptación le sonreí y coloqué el sombrero sobre mi cabeza. Me despedí con un apretón de manos y avancé para cruzar la calle. Tras dar los primeros pasos escuché su voz tras mi espalda.
—Si vuelve a pasar por aquí en otro momento le diré con más exactitud lo que veo, joven. Hoy solo ha sido un poco de mi vida. Unos cuantos puntos suspensivos…
Volteé, lo miré a los ojos, y pregunté:
—¿Puntos suspensivos?
—Sí —asintió el anciano—, así son las vidas, meros puntos suspensivos. Fíjese, joven, que esa unión de caracteres de imprenta son lo mejor de la literatura que puede emparejarse con la vida misma, ¿o acaso su propia vida no está llena de puntos suspensivos?
Nos miramos en silencio unas milésimas de segundos hasta que el claxon de un automóvil me sobresaltó. Crucé rápidamente hacia la acera de enfrente y desde allí contemplé unos instantes más al anciano. Al llegar al cementerio, me arrodillé con lentitud sobre la tumba de mi hijo. Dejé el sombrero sobre la lápida, le coloqué las flores al lado de su nombre. Miré al cielo, suspiré hondo y pensé en las palabras del viejo. Mi vida, sin haberlo pensado jamás, estaba llena de puntos suspensivos…