martes, 4 de noviembre de 2014

Puntos suspensivos



Cierta mañana lluviosa, mientras caminaba presuroso por las calles céntricas, en una esquina con semáforo me encontré a un hombre desgarbado y melancólico. Miraba hacia las luces del semáforo de un modo extraño, casi ido. Tras ponerse la luz en verde comencé a cruzar la calle y noté, de soslayo, que aquel hombre permanecía sobre la acera sin inmutarse, como hipnotizado por las luces. Volví sobre mis pasos y le hablé. Primero fue un saludo cordial y una mueca de sonrisa. Luego la pregunta que haría de epicentro:
—¿Necesita ayuda para cruzar, señor?
El anciano solo atinó a sonreírme. Tenía una bella sonrisa, debo admitirlo, al igual que esas personas que al sonreír parecen cambiarle la perspectiva del mundo a uno.
 —Le agradezco, joven, pero aquí estoy bien… —dijo.
Sorprendido por su respuesta sentí la necesidad de seguir camino, pero antes de marcharme volví a preguntar:
—Seré curioso, ¿qué hace usted en esta esquina?
—Observo las luces —respondió.
—Sí, me he dado cuenta de eso… ¿y qué ve en ellas?
—Muchas cosas, joven. Tantas que hay momentos que me abruman.
No había duda que era un anciano bastante especial. La forma de mirarme y de responder era casi angelical. Su voz suave, pausada, y su sonrisa franca en plenitud, todo irradiaba cierta paz… ¡hasta su sinceridad lo hacía! Con un gesto de aceptación le sonreí y coloqué el sombrero sobre mi cabeza. Me despedí con un apretón de manos y avancé para cruzar la calle. Tras dar los primeros pasos escuché su voz tras mi espalda.
—Si vuelve a pasar por aquí en otro momento le diré con más exactitud lo que veo, joven. Hoy solo ha sido un poco de mi vida. Unos cuantos puntos suspensivos…
Volteé, lo miré a los ojos, y pregunté:
—¿Puntos suspensivos?
—Sí —asintió el anciano—, así son las vidas, meros puntos suspensivos. Fíjese, joven, que esa unión de caracteres de imprenta son lo mejor de la literatura que puede emparejarse con la vida misma, ¿o acaso su propia vida no está llena de puntos suspensivos?
Nos miramos en silencio unas milésimas de segundos hasta que el claxon de un automóvil me sobresaltó. Crucé rápidamente hacia la acera de enfrente y desde allí contemplé unos instantes más al anciano. Al llegar al cementerio, me arrodillé con lentitud sobre la tumba de mi hijo. Dejé el sombrero sobre la lápida, le coloqué las flores al lado de su nombre. Miré al cielo, suspiré hondo y pensé en las palabras del viejo. Mi vida, sin haberlo pensado jamás, estaba llena de puntos suspensivos…


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