martes, 21 de diciembre de 2010

Acerca de asesinar una almohada


Cada vez que alquilo una casa o departamento siento una profunda emoción. Es algo que se insinúa unos tres o cuatro días antes de habitar el nuevo sitio y se prolonga hasta un par de días terminada la mudanza. Se siente como un cosquilleo que comienza por el vientre y se mete cada vez más y más dentro de uno, hasta casi fundirse con esa parte invisible que tenemos dentro y nunca hemos podido observar. Todo esto sucede por una única razón: conocer los nuevos vecinos, las nuevas vidas con las que tendré que lidiar, nuevos hábitos, nuevas formas y tendencias que adoptará hasta mi propia existencia. Éste modo muy mío de ser es una especie de alerta. Sí, una alerta ante los cambios que me predispone a absorber de buen modo las futuras nuevas vivencias. Nunca he tenido problemas con ello, al contrario, siempre he aprendido que lo mejor que tiene éste mundo es la diversidad de vidas que hacen que la de uno pueda reaccionar ante el más ínfimo roce con ellas.

Fue en una de esas mudanzas que pasó lo que cuento aquí. Yo dejaba un departamento en una parte hacinada del centro de la capital para irme a vivir a una casa de barrio. Todo era por un cambio de hábitos a un lugar más apacible y tranquilo. Si bien me retiraba del centro y su esplendor, ganaba en más paz para mis sentidos. Por aquel entonces lo necesitaba, pues luchaba con un trabajo duro de encargado de personal y hacía pocos meses había roto con mi pareja después de haber convivido un par de años «¿Por qué no hacer lo que hacen todos?» –me dije. Ubicarme en un sitio más pequeño, más tranquilo, que me permitiera buscarme y encontrarme a mí mismo y a la vez olvidar a la mujer que hubo compartido un pasaje de vida conmigo. No estaba mal la idea, así que puse en marcha mi olfato nato de localizador de hábitats y resultó en encontrar la casa en aquel barrio retirado y tranquilo.

La primera impresión que tuve al entrar a la casa fue de paz. Silencio y paz «¡Justa para mí!», me dije. Recorrí la casa, habitación por habitación. Era pequeña pero con mucha luz. Acogedora y minimalista. El locador me indicó que en la parte de arriba de la casa vivía una mujer, y que ambos podíamos compartir el lavadero y el patio. Algo comunitario que no me esperaba pero tampoco era motivo para no aceptar el nuevo hogar. Tras firmar el contrato adquirí el título de flamante dueño de casa, contraté la mudanza y en un par de días todas mis pertenencias estaban dentro de la casa en una torre interminable de cajas de cartón apiladas y trastos desperdigados por todas las habitaciones. En otro par de días más había acomodado todas mis pertenencias y muebles, y a la semana ya conocía como la palma de mi mano todo lo referido al barrio: sus vecinos, sus horarios, quién era el carnicero, adónde llevar la ropa a lavar, dónde estaba la verdulería y la panadería, el sitio al cual me dirigiría a diario a comprar mi atado de cigarrillos y cuáles eran las paradas de colectivo urbano que me llevarían al trabajo. Todo fue movilizado gracias a ese cosquilleo que conté al principio y que se produce cada vez que mi vida muda dejando la crisálida.

Sin embargo algo faltaba por conocer: la mujer de arriba, mi vecina. Pero no tardó en presentarse y de la manera más extraña. Fue en la segunda semana que nos conocimos. Era de madrugada. Yo dormía a mis anchas disfrutando de un aire fresco y húmedo que había dejado una tormenta de verano después de un sol abrasador durante el día. Un ruido en la habitación de arriba fue lo que me sobresaltó y logró despertarme. Otros golpes más me quitaron el sueño. Observé por la ventana del patio si algo estaba aconteciendo, y en efecto algo pasaba. Mi vecina, una rubia, alta y de buen cuerpo, subía y bajaba por las escaleras con mucho enfado. Parecía sacada de sí misma, como si estuviera sufriendo una crisis nerviosa. Subió y bajó por las escaleras no menos de veinte veces, hasta que en la última bajada traía una almohada debajo de su brazo izquierdo y un cuchillo en su mano derecha. Me sobresalté. Pensé que deseaba asesinarse. Abrí la puerta y caminé despacio hacia ella que ya estaba de rodillas en medio del patio y la oscuridad. Solo una tenue luz lunar servía de iluminación a la escena. Lloraba, maldecía. Apoyó la almohada en el suelo e intentó pegarle trompadas, pero no le era suficiente, parecía que su enojo era mayúsculo, así que tomó el cuchillo, lo blandió al aire, y tras un mínimo destello de luz lunar sobre su filo lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la almohada. Una y otra vez repitió el movimiento. Yo estaba estupefacto y petrificado ante lo que veía. Ella seguía llorando y asesinando a su almohada. La apuñalaba con fuerza, con tanta fuerza que en poco tiempo la perforó y comenzó a apuñalar la tierra. Clavaba el vientre terreno. Sentí una profunda sensación de dolor. Sentí que ella deseaba asesinar.


Me acerqué con sigilo y tuve el impulso de tomarla por los hombros, apretarla contra mi pecho, y decirle ¡basta!, ¡ya es suficiente! Sin embargo no pude. Me detuve a su lado inclinándome y poniéndome en cuclillas. El filo del cuchillo subía y bajaba dibujando estelas brillantes en el vacío. Se podía escuchar cómo el aire parecía gemir ante el ímpetu de la acción. Yo había perdido el miedo ante aquella escena tan ajena y alocada. El último cuchillazo dio de lleno en el vientre de la tierra y la chica rompió a llorar muy amargamente. Entonces me acerqué más a su lado y la tomé suavemente por los hombros. No me apartó. Todo lo contrario: apoyó su cabeza en mi pecho y lloraba desgarradamente como si los cuchillazos hubieran impactado directamente en ella y no en la almohada ni en la tierra. Al cabo de un rato su llanto cesó y dio paso a sollozos expresivos. Nos miramos fijamente a los ojos y así permanecimos un instante que pareció eterno. Me pregunté en ese instante qué diablos hacía allí, con una mujer que era una total desconocida y estaba llevando a cabo un acto de total insania mental. Pero ninguna respuesta fue tan valiente como para presentarse y evacuar mi duda. Solo decidí seguirla abrazando y calmar su amargura y enojo.

Al pararnos ella comenzó a secar las lágrimas que habían empapado su rostro. Parecía más bella que antes. Tal vez la luz de la luna surtiera algún efecto sobre su semblante. «Ya es suficiente. Ya lo has asesinado…» -dije sin saber por qué lo había hecho. Podría haber dicho cualquier otra cosa, pero aquello fue lo primero que me vino en mente. La idea de la almohada asociada a una persona, a un hombre, y el cuchillo atravesándola me generaba la impresión de matar a un amor o la ira hacia un profundo y sentido desamor «No, no he asesinado a nadie aún. Aún sigue aquí ¿Acaso no se da cuenta que sigue aquí?» -respondió la chica aún entre sollozos. Atiné a mirar a ambos lados girando la cabeza con lentitud sin poder ver a nadie más que a nosotros dos «No hay nadie. No me refiero a otra persona, sino a mí…» Tras escuchar aquella frase comprendí la escena. Volvía a representarse una y otra vez en mi memoria el cuchillo y su filo brillando bajo la luna, los golpes certeros y profundos, el impulso febril y la bronca contenida. Pero así no se mata lo que no nos gusta de nosotros, pensé. Solo logramos apuñalar el vacío, la nada. Lo que no nos gusta, lo que no deseamos de nosotros mismos no puede matarse. Sí podemos modificarlo o tal vez repasar su contenido erróneo logrando que tarde o temprano decante en un mejor ser, en un ser mucho mejor. Nos tomamos de la mano y subimos las escaleras rumbo a la parte superior de la casa. Ya hacía frío, la madrugada se había hecho presente. Apoyé mi boca contra su oreja. Podía oler la humedad de su pelo y de sus cabellos transpirados. Entonces le dije lo que le dije sin saber por qué lo había dicho: no es tú culpa. Ella entró y cerró la puerta en mis narices. No volví a verla hasta que me mudé de aquel sitio.



Cada vez que camino por la calle pienso muchas cosas. Entre tantas cosas que se me arremolinan en la cabeza algunas de ellas me quedan prendidas como ropa a una soga en días de fuerte viento. Aquella noche, después el incidente con mi vecina, salí a caminar solitariamente en la madrugada. Casi nunca miro el cielo, pero aquella noche sí lo hice. Necesitaba ver el cielo para comprender. Supuse que ahí estaban las explicaciones y debía leerlas e interpretarlas. Las personas tienden a solucionar todo con un soplido. Si el soplido no es lo suficientemente fuerte se sienten a medias y comienzan a autodestruirse, acusándose de que no son lo suficientemente capaces para resolver lo que las aflige. Deberían mirar más al cielo. Abrirse paso del resto y buscar las respuestas allí. Es el pizarrón más enorme del mundo, en el cual hay lecciones interesantísimas para aprender a vivir.

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lunes, 13 de diciembre de 2010

El ascenso

Me he subido al gran árbol ¿Recuerdas cuando lo mirábamos desde el suelo, abrazados y riendo? Se veía como un colosal gigante. Daba sombra a media ciudad, inclusive a la casa de los vecinos que no queremos… sí, a ellos también cobijaba. Como te he dicho, me he subido a él. Lo hice hoy por la tarde al llegar del trabajo. Tras estacionar el automóvil me dispuse a meter la llave en el ojo de la cerradura de la puerta y algo inmovilizó mi mano. Entonces fijé mi vista en el gran árbol. Parecía un gigante dormido. A veces hasta me parece muerto. Sí, muerto. Pienso que el nacimiento de su tronco ya ha muerto y nos ha dejado hace tiempo; que la mitad de su tronco exhala los últimos instantes de vida y que la gran copa, la que oscurece a media ciudad, vive plenamente y es como un bebé que juega con las nubes que la atraviesan.

Comencé a trepar siendo ya casi el atardecer. No tuve miedo al pensar que la noche pudiera sorprenderme aun trepando hacia el cielo. Solo me enfoqué en los días que nos acostábamos juntos debajo de él y observábamos las nubes perderse en la gran copa. Y él, altivo e infinitamente gigante, nos observaba como si fuésemos dos pequeños gusanos, totalmente incoherentes, que jugaban a ese extraño juego llamado amor al cual él jamás jugaría. De seguro se preguntaría por qué hacíamos aquello. Por qué esos dos seres insignificantes se besaban y acariciaban debajo de su sombra. No encontraría respuestas. Aun así nos cobijaba y era nuestro cómplice. Supo de secretos, de sinceridades, de miedos, de sentimientos y presentimientos. Si hasta nos fundíamos con él cada vez que nuestros pensamientos nos desbordaban y quedábamos petrificados mirando sus hojas, como si con esa acción lográsemos aclarar nuestra mente y él fuera nuestro consejero.

¿Te acuerdas de la nieve? Sí, seguramente lo recuerdas. Los copos tardaban una eternidad en llegar al suelo, lo hacían en cámara lenta y de manera continua. Es que él se entretenía primero con ellos allá en el cielo. Los dejaba reposar sobre sus ramas y cuando los acunaba cierto tiempo les permitía descender, lentamente, hacia nosotros. Creo que era su modo de divertirse, primeramente solo, luego con nosotros. También supongo que amaba jugar. Como todo niño. Tal cual.

Al llegar a la mitad de su tronco el anochecer ya se había establecido. El viento se sentía húmedo y las primeras estrellas asomaron en el cielo. Ahora el verde de sus ramas se había teñido de claroscuros que intensificaban los grises y los negros. No tuve miedo. Mantenía mi recuerdo enfocado en aquellos días. Si hasta me parecía escuchar tú risa. «Tal vez estés allá arriba», pensé, y con ese pensamiento en la mente seguía la escalada sujetándome firmemente en cada rama. Al entrar en la gran copa lograba ver de a ratos la ciudad. Eran puntos multicolores semejantes a las diminutas luces navideñas. El viento mecía la copa bruscamente y yo, sujetado fuertemente, me balanceaba con ellas. La noche ya era dueña del día. Ahora un manto estelar aparecía majestuosamente sobre mi cabeza ¿Recuerdas las estrellas? Sí, no las habrás olvidado. Esas estrellas que eran tan nuestras no se olvidan jamás. Fue al llegar a la última rama que decidí sentarme. Ya no había más por escalar. Había llegado a la cima. Ahora estaba sobre la gran copa del árbol gigante. Lograba ver la casa como un punto diminuto en el suelo. Totalmente oscura, devorada por las sombras de la noche. Sin embargo desde arriba todo se veía magníficamente. Pero tú no estabas ahí. Hace tiempo que te has ido y por más que te busco no llego a encontrarte. Sin embargo sé que algo de ti ha quedado escondido en la gran copa del árbol gigante. Mientras observaba la ciudad y sus luces, pensaba en ello. Detrás de alguna rama, en el recodo de ellas con el tronco, seguramente algo de ti existe ahí para mí. Algo que en alguno de nuestros ascensos escondiste a propósito para el día que no estuvieses a mi lado. Una buena forma de hacerme sentir feliz a pesar del vacío que produce tú ausencia en mi corazón helado. Sin embargo hasta ahora no he dado con ese tesoro. Tampoco hago mucho por encontrarlo. Me doy mi tiempo. Hay momentos que hago el esfuerzo pero me cuesta ascender al gran árbol. Prefiero echarme debajo de su copa, en el césped recién cortado, y observar el movimiento lento y apaciguado de sus ramas y el celeste del cielo fundirse con el verde de sus hojas. No creas que no seguiré buscando el tesoro y buscándote a ti. Lo que la muerte no sabe es que los que quedamos aquí, sobre las raíces de los árboles, no tememos llegar al cielo. No, todo lo contrario. Podemos ir más allá y tal vez al llegar a la copa del gran árbol encontrar una vez más un tesoro que aún permanece escondido.

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miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ciego, sordo y mudo

Hace un tiempo, varios años quizá, alguien me conoció. Solíamos coincidir en un mismo lugar: la casa de su abuela. La casa era pequeña, toda pintada de rosa, con un patio amplio en donde las hortalizas y las plantas de flores ocupaban casi toda la extensión. Al fondo, en los últimos metros, se encontraba el gallinero el cual no poseía ni una gallina, pues había pasado a ser los aposentos de un viejo perro que ya hasta se había olvidado ladrar. Una enorme palmera, traída vaya a saber de dónde por el abuelo ya fallecido, reinaba en medio del gallinero y servía como pedestal para los gorriones y las urracas que se posaban en sus hojas. Una enorme parra se recostaba majestuosa unos cuantos metros alrededor del primer patio, el que era inmediato a la salida de la cocina de la casa, y cubría, de manera tupida, todo cuanto bajo ella se encontraba evitando así el más mínimo rastro de sol. No daba buenas uvas, pues eran ácidas y desabridas, pero al verlas colgadas y transparentes ante los rayos de sol que penetraban al atardecer por los laterales permitían que uno se imaginara dentro de una vid, con una brisa caliente dándole en el rostro y disfrutando de los aires puros de las montañas.

Coincidíamos en épocas difíciles. Fueron momentos en que ella, la chica que me conoció, solo podía verme algunos días de la semana. El tiempo no parecía encogerse, al contrario, solo parecía estirarse y languidecer durante esa espera. Sin embargo cada vez que nos veíamos sonreíamos. Olvidábamos toda la lentitud con la cual el tiempo había amasijado la espera y disfrutábamos a pleno el momento. Nos sentábamos bajo la parra, tomábamos mate, y casi no charlábamos… solo nos reíamos, nos mirábamos, nos observábamos con detenimiento como si fuera la primera vez en la vida que nos hubiésemos visto. Al fondo del terreno, debajo del gran árbol, un mar de pájaros dejaba escuchar su trinar. Era como un coro que cantaba de fondo. Como si cómplices de nuestras miradas ellos nos hicieran saber que eran testigos también.

Un día de esos en los cuales nos encontrábamos algo pareció distinto. La observé inquieta, un tanto distraída. Esquivaba mis miradas. La abuela, pava y mate en mano, se acercó a charlar. Así pasó el tiempo, no mucho, tal vez más de la media hora. El sol aún era abrasador y los pájaros del fondo trinaban y jugaban de rama en rama. Tuve una increíble sensación. Pensé que ella ya no deseaba encontrarse conmigo. Como si algo de repente la hubiera hecho cambiar de parecer. Tal vez algo se desmoronó en su interior, pensé. No lo sabía a ciencia cierta. La contemplé durante largo rato y no podía deducir porqué aquella tarde estaba distinta a todas. Empecé a imaginar mil cosas, pero enseguida desistí. Concluí que era una manera cruel de dañarme e imaginar situaciones que tal vez eran totalmente lejanas a la realidad. Contemplé su cuerpo, sus expresiones, el modo en el que su abuela nos cebaba mates, el movimiento de las hojas de la parra por causa del viento, lo traslúcido de los racimos que colgaban. Pero nada me daba un indicio de lo que sucedía.

Yo la continuaba mirando en silencio. Así permanecí hasta que su abuela nos dejó solos y ella se levantó a fumar un cigarrillo. El humo se alzaba recto entre sus dedos, llegaba hasta las hojas de la parra y escapaba por entre las hendijas como podía. Sentí lo que de ella emanaba. No era calor, ni era tristeza. Tampoco nerviosismo. No. Era algo distinto. Angustia, tal vez. Impotencia, o algo por el estilo. Al menos eso fue lo que me pareció. Permanecía como equilibrándose sobre la delgada cuerda que divide el silencio del habla. Yo entendía su equilibrio pero no podía mantenerme ausente ni hacer la vista gorda. Ella recompuso su rostro, tiró la colilla de cigarrillo al piso y me miró fijamente. Eran casi las siete de la tarde y el sol ya tomaba un color anaranjado.

- ¿Caminamos? –me preguntó.

Asentí.

Salimos de la casa bajando las diminutas escaleras que la separaban de la vereda. Caminamos rumbo a las vías del tren. Unos pocos vagones se hallaban dispersos y cercanos a la sala de máquinas. Las vías, como hilos arrojados al azar, parecían dorarse bajo el sol del atardecer. Caminábamos silenciosamente. Yo tenía miedo. Un miedo vergonzoso, un miedo incapaz de hacerse cargo de la situación. Solo podía observarla de soslayo. Nada más que eso. Al llegar a las vías ella detuvo su andar. Quedamos cada uno parado sobre uno de los rieles. Ahora, mirándonos frente a frente, el silencio parecía más abrasador que el sol de la siesta. Deduje que ella no encontraba las palabras, que no sabía cómo empezar a hablar. Yo tampoco lo sabía, pero lo peor es que tampoco quería hacerlo.

Respiró largo tiempo, breve y acompasadamente. Ahora ya no se escuchaba el canto de los pájaros ni tampoco podía observarse los rayos de sol filtrarse a través de los racimos de uva. El viento parecía haber desaparecido. Era otro escenario. Uno al que no había asistido nunca y me resultaba por demás extraño y horroroso. En él me perdía y sentía que cada minuto de tiempo que pasaba quería escaparme, salir corriendo de aquel sitio o bien despertarme, porque después de todo deseaba que aquello fuera una pesadilla y que antes que se volviera terrorífica mis ojos se abrieran de una vez por todas.

- Acércate –dijo haciéndome una seña. Yo me acerqué. Avancé un paso y quedé parado en medio de la vía. Podía observar el brillo de sus ojos y el nerviosismo brotar por sus labios.
- ¿Sabes? –dije como trizando el momento- estos son ese tipo de momentos en los cuales quisiera ser sordo. Tal vez ciego, y no sé si mudo –dije.

Entonces rompió a llorar. Lloraba parada sobre el riel, rígida, totalmente compenetrada en el llanto. Deseaba abrazarla, contenerla, decirle que yo estaba ahí y que no estaba sola, pero como si estuviese clavado al piso no pude mover ni un milímetro de mi humanidad.

Ya el sol se ponía casi completamente. A los lejos, a un par de cuadras de las vías, podía observarse como los automovilistas comenzaban a dejar sus trabajos y se movilizaban en caravana rumbo a sus hogares. Algunos a ver a sus familias, otros tal vez a compenetrarse con la misma rutina tediosa del día a día y otros a reencontrarse con la soledad. De algún modo quería evadirme del momento que estaba viviendo frente a la chica. Deseaba que mi cerebro divagara, que se focalizara en cualquier punto que hiciera posible un minuto de distracción y que ello rompiera el momento, que lo echara todo a por tierra y que, tal como lo hace el oleaje, de pronto todo volviera a la calma. Sin embargo los minutos pasaron y lo que solo calmó fue su llanto. Tras pasarse sus manos por el rostro y quitarse las lágrimas volvió a enfocarse en mí con sus ojos color cielo.

- Debo irme. Ya no viviré más aquí.

Era la frase más corta que había escuchado y la que tal vez, a esa edad que estaba transitando, había hecho daño en mí. Las preguntas fueron tejiéndose una tras otra hasta abrumar por completo mi cabeza. Sin embargo no pude hacer ninguna. Seguí estático, aferrado al piso. De repente tuve también ganas de llorar. La separatidad era algo que jamás había experimentado en la vida. Jamás se había cruzado por mi mente el ya no percibir los momentos debajo de la parra a la hora del mate, nuestras miradas cómplices, los besos robados, las caricias fomentadas por la libido en tiempos veraniegos. Me quité del cuello un crucifijo con su cadena y se la entregué a ella en silencio. Ella rompía a llorar nuevamente ante tal acción pero ahora lo hacía mucho más fuerte. De algún modo ambos sabíamos que aquello era una despedida y demasiado larga.

- ¿Adónde irás? –pregunté. Ella nuevamente quitaba las lágrimas de su rostro con la mano.
- Estudiaré en la capital. Echaré de menos todo esto pero mucho más el no vernos. Pero no puedo frenarlo. Me es imposible.
- Lo sé.

Su padre y su madre de algún modo regían su destino. Así como ciertos planetas modifican los cursos de otros objetos celestes el de ella era también modificado por sus padres. Algo a lo que yo no podía hacer frente pues me superaba. Sentí que un gusto amargo y caliente ascendía desde mi estómago. Tuve nauseas. Deseaba correr. Correr y no volver. La tomé de las manos y la atraje contra mi cuerpo y nos fundimos en un abrazo prolongado en un nuevo anochecer. La sala de máquinas había encendido sus luces, una locomotora comenzaba a maniobrar disponiéndose a emprender un viaje. Permanecimos abrazados un buen rato. Nos besamos. Besos diminutos sellaban nuestros labios, nos despedían en silencio, y nos iban permitiendo memorizar la tibieza de nuestra piel, el sabor de los labios, y nuestro propio olor de adolescentes enamorados. La locomotora rugió con su sirena unas cuantas veces. Nos alejamos entonces de las vías y nos sentamos en un banco, cercano al rosedal.


El cielo nocturno poseía pocas estrellas. Seguramente era una de esas constelaciones que simulan cierta soledad. La chica reposó su cabeza contra el banco y no pude menos que observarla. Cada tanto dejaba escapar alguna que otra lágrima. Había cruzado sus brazos en jarra y sus facciones expresaban el rictus de la pérdida. Me sentí vacío por primera vez en mi vida. Desbordado por una impotencia que se volvió opresiva con el transcurrir del tiempo. Tomé sus manos y la abracé. Nos quedamos así de compenetrados en el más completo silencio. Aún hoy, después de muchos pero muchos años, siento la tibieza de aquel abrazo.

- ¿Volveremos a estar juntos algún día? –preguntó ante mi oído.

Aún hoy la respuesta espera. Justo en aquel instante me volví sordo, ciego y mudo; tan solo me dejaba caer en un abismo infinito del cual no podía evadirme.


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viernes, 26 de noviembre de 2010

Permanece en mi camino



Un revolver. Sí, es el arma perfecta –pensó la chica del cabello oscuro. ¿Le mataré realmente? Esa duda le carcomía las sienes. Aún si fueran balas de plata no era seguro de asesinarle ¿Alguna vez alguien asesinó al amor? No lo sé –se respondió.

Seis balas. Te mereces cada una. Ni una fuera de tú corazón y tú mente. Todas alojadas ahí, en esos lugares tan fríos como el ártico que tanto te pertenecen. Que cada bala cause un profundo dolor en ti. Que sea arraigado, ramificado, inconmensurable. Solo eso quiero. Que sientas lo mismo que yo siento ahora.

La víspera había llovido. El atardecer era pálido, semejante a un cielo ausente, escuálido, casi sin ganas de mostrarse. En las calles poca gente. La chica del cabello oscuro caminó por el boulevard, atravesó la vereda del hotel y se adentró en él. Lo conocía demasiado bien. Allí muchos días habían sido buenos, otros los peores de su vida. Una mucama empujaba un carrito cargado de sábanas sucias. Le atinó una mirada vaga, despreocupada, seguramente de alguien cansado de ver cientos de rostros distintos pasearse por aquellos pasillos. Al llegar a la habitación 245 la chica del cabello oscuro metió la mano en su bolso. Acarició el revólver. Sintió el frío del metal bajo sus yemas. Pensó en la solución final.

Dentro de la habitación un minúsculo hombre leía un libro. Una cortina de raso un tanto amarillenta se movía lentamente de a ratos, y en otros se inflaba como un paracaídas. Leía un libro de Irène Némirovsky. Estaba abducido por la lectura. El zigzagueante humo de un cigarrillo encendido llegaba hasta el techo y ahí, al encontrarse con el cemento, se expandía, buscando cualquier lugar del espacio. Dos golpes a la puerta lo sobresaltaron. Siguió con su lectura. Otros dos golpes hicieron que apoyara el libro sobre su pecho, dejándolo abierto en la página de su actual lectura. Finalmente fue un solo golpe el que lo hizo levantarse de la cama.

Cada bala te la mereces. Lo que un día fue amor ya no lo es. Ahora es una ciénaga vasta que solo la delimita el horizonte. El gusto a hiel que fluye desde mi estómago lo saboreo día a día. Me causa náuseas. Me atormenta. Ya no más lágrimas. Ya no más súplicas. Pero tampoco más lástima. Los pensamientos, cargados de rencor y odio, la estremecían. Ya no era la misma. Algo, muy adentro de ella, se había precipitado rápidamente y con ello parte del andamiaje de su yo. Ahora, entre tinieblas y convulsiones de ira y locura, debatía cada minuto de su vida. No perdonaría jamás el desamor de un hombre al cual le había profesado profundo amor. Apoyó suavemente el bolso en el suelo y extrajo el arma. Seguidamente dejó caer el sobretodo y quedó completamente desnuda ante la puerta. Escuchó cómo los pasos se acercaban lentamente. Quitó el seguro del arma y enfocó su mirada a la altura de la mirilla.

El hombre a su vez puso su ojo derecho en la mirilla. Pero solo pudo ver oscuridad. La luz del pasillo era nula. Giró la llave, una, dos veces. Abrió. En un instante el gatillo fue jalado y un estruendo recorrió todo el pasillo. El impacto había abierto un gran hoyo en el pecho del hombre que leía a Nèmirovsky. La cortina se inflaba aún más con el tiraje de aire que producía la puerta abierta. La chica del cabello oscuro, ahora arrodillada al lado de quien había sido un gran amor, lloraba, se fundía en un mar de lágrimas, se entregaba al amargo sabor de sentir que por más que la muerte hubiere hecho su parte nada quitaba de su interior aquel sentimiento de odio y dolor.

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domingo, 14 de noviembre de 2010

Ojos que escudriñan

Muchos de mis amigos vinieron de las nubes. No sé cómo pero fue así. Tal vez gracias al viento, tal vez gracias a la lluvia, no lo sé. Aparecieron en momentos de mi vida que yo jamás hubiese imaginado. Soy tú amigo, terminaron diciéndome un buen día. Y entonces comprendí que era un agraciado, un hombre que podía quejarse de muchas cosas pero no de los pocos y buenos amigos que la vida le iba mostrando.

Imaginé muchas veces, en noches de luna menguante como ésta, quiénes serían mis amigos o los seres más importantes de mi vida. Supuse que me espiaban desde detrás de esa misma luna que me alumbraba. La luz de plata, inmaculada, silenciosa, me recorría siempre que me hallaba debajo de su embrujo. Y era en ese preciso instante que yo miraba al cielo y observaba su luminosidad, su blancura, la majestuosidad de su presencia. Imaginaba también el rostro de quienes serían ellos, mis seres queridos, las personas que marcarían etapas y momentos culmines de mi vida. Sin embargo jamás acerté. Los rostros de esos seres especiales, a medida que los fui descubriendo, resultaron ser mucho más bellos.

A veces, no siempre, suelo preguntarme cuántos seres especiales más quedaran sobre las nubes. Me detengo a pensarlo en un banco de una plaza, en el colectivo, mientras escucho una canción que me gusta, o al momento de despertar de una plácida siesta en verano. Puede que muchos –me respondo-, o puede que ya ninguno, y los que ahora tienes sean la totalidad de felicidad capaz de rebalsarte –me termino diciendo con un dejo de resignación.

Entonces miro de soslayo por arriba de mi hombro y observo el fluctuar del pasado. Veo aquellas personas que pasaron como pasajeros en trance, las que me hirieron, las que lucharon conmigo, las que me amaron, las que me quisieron, las que dejaron palabras grabadas en mi memoria y versos poderosos en mi corazón. Las veo desvanecerse, convertirse en una niebla demasiado volátil. Vuelvo a mirar al frente, al futuro, a dejar que el aire fresco del anochecer choque contra mi rostro y me permita cerciorarme que sigo vivo en esta vida. Arriba, las nubes. La luna. Y ese número desconocido de ojos que seguramente me escrudiñan. Que me observan y se sienten ansiosos por conocerme. Y sonrío. Tomo mi cara con mis manos y sigo sonriendo. Y lloro. No puedo evitar llorar.

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martes, 9 de noviembre de 2010

Entre pasadizos

Miro por la ventana e imagino que el tiempo no ha pasado. Me parece que este día, el que vivo, es como un día que ya viví. Déjà Vu. Pero si pienso eso no puedo imaginar que el tiempo no haya pasado. Es una cosa o la otra, no se permiten ambigüedades en algunos aspectos de esta vida. Las copas de los árboles permanecen quietas. El sol del mediodía cae tenue sobre ellas. El aire, un tanto fresco, se cola por la ventana del departamento. Sí, yo ya viví un día así. Seguramente ha sido en alguna de mis tantas vidas. De esas en las que yo interpretaba un rol distinto al que tengo hoy. Porque fui muchas cosas y conocí a muchas personas. Interactué, sociabilicé, reí, lloré, puteé, hice todo lo que estaba a mi alcance humano para expresarme y no dejar escapar un momento de vida. Pobres los que dejan escapar segundos de sus vidas, pues creo que ellos no saben nada del secreto de vivir.

Escucho el trinar de los pájaros regocijándose ante la mano tibia y acariciadora del sol del mediodía. Veo desde la ventana como la gente camina presurosa, hambrienta, sedienta, harta de sus obligaciones diarias. Sí, yo ya viví un día así. Lo que no sé fue en que época pasó. Cuando fue el momento que mis neuronas recolectaron la información y las células de mi cerebro se dispusieron a estamparlas en mi memoria tal como si se tratase de una fotografía, la cual se convertiría al sepia en un determinado lapso de tiempo. Sin embargo yo no soy el mismo. El día me parece ya vivido pero yo no fuí quien lo vivió. Fue mi otro yo, uno que quedó en aquel espacio-tiempo, atrapado en esos pasadizos secretos que tan solo el tiempo, como niño caprichoso, es capaz de crear para divertirse y reír a carcajadas de nuestros equívocos y aciertos. Ese otro yo que se separó de mí persiste en el día que recuerdo. Lo veo caminando entre una muchedumbre similar a la que ahora camina por las calles. Está feliz. Puedo percibir eso de él. Se dirige a su departamento y se permite abstraerse y levantar la vista al cielo provocando así una irrupción única en la cotidianeidad (cosa que cualquier otro ser humano que camina a su lado no logra llevar a cabo). Y en esa visión contempla el cielo. Mi yo contempla el cielo. Se maravilla ante lo natural y simple que sus ojos le transmiten. Y entonces se enamora de la copa de los árboles, del trinar de los pájaros, de la fragancia del aire y de los claroscuros que los edificios forman en las alturas.

Recuerdo ese día cada vez mejor. Sí, yo ya viví un día así. Y de algún modo quedó agarrado fuertemente de mi memoria para torturarme. Ahora, que ese recuerdo se presenta ante mí y casi logro tocarlo con mi mano a través de la ventana del departamento, pienso que he sido feliz. Porque algo de aquella felicidad que sentía al caminar aún hoy emite su luz en mi interior. Se proyecta como un núcleo fulgurante que nace desde el centro mismo de mi pecho y proyecta sus haces a mi memoria.

Me pregunto si el día de hoy también quedará grabado en mi memoria. Si estos pensamientos míos procederán a escaparse por pasadizos secretos y se esconderán en el tiempo de los tiempos. Tal vez, ¿por qué no? Si todo parece ser cíclico en esta vida. Y los ciclos se inician y finalizan una y otra vez, infinitamente.

viernes, 29 de octubre de 2010

El yo envuelto en celofán



Una noche me vi envuelto en un cuerpo que no deseaba. Era yo, pero no quería ser yo. Todo cuanto rodeaba a mí cuerpo era extraño. Deseaba deshacerme de ello pero no podía. La luz de la habitación, amarilla, pálida, trepaba por todo el atuendo que me cubría. Yo no soy éste, me dije. Dios, ayúdame.

Desperté de madrugada. La luz aún permanecía prendida. Palpé mi piel, recorrí mis extremidades, busqué mi rostro. Me dije que todo estaba normal, que nada había cambiado, que la pesadilla había pasado. Era yo. Indudablemente era yo.

Conociendo el mobiliario y su disposición me dirigí al baño. Encendí la luz y he ahí la visión más horripilante que vi en mi vida. No era yo; sin embargo se sentía como si fuese yo. El primer pensamiento al ver la figura reflejada en el espejo del baño fue que era una criatura emergida de un comic o de un libro de fantasía. Algo monstruoso e irreproducible a la vez.

Estaba envuelto en celofán, como si se tratara de un regalo antiquísimo. El celofán cubría toda la piel del monstruo que se reflejaba en el espejo. Deseaba huir pero no podía. Estaba demasiado ajustado. Me pregunté si estaría despierto o soñando. No, estás despierto –me dije. No obstante deseaba haber estado soñando.

Vi como la criatura forcejeaba intentando librarse de la atadura. El ruido del papel celofán se hacía cada vez más audible entre intento e intento de escape. Finalmente la criatura cayó rendida al piso. Sus ojos denotaban angustia y entrega. Sentí una interminable lástima recorrer todo mi cuerpo. Entonces decidí abandonar a la criatura y dejarla ahí, a la buena de Dios.

Volví al dormitorio. Ya amanecía. Pálidos destellos luminosos emanaban de un sol anaranjado que lentamente emergía desde el horizonte. Me vi acostado. Parecía plácidamente dormido. Me recosté a mi lado y contemplé mi respiración. Cómo el aire lentamente ingresaba por mi nariz y se desparramaba en el interior de mi pecho. Desde la cama podía observar a la criatura envuelta en celofán tirada en el piso del baño. Me causó una profunda congoja. Intenté acariciar mi rostro dormido pero mi mano lo atravesó. Entonces caí en la cuenta que no era real, que tal vez estaría en un sueño, o tal vez muerto.

Al cabo de un rato una gran celeridad me sobrevino. Tenía la incertidumbre si yo pertenecía al cuerpo físico que dormía y me representaba como imaginaba o bien a la criatura envuelta en celofán. La duda se cernió sobre mí como una gran sombra de tormenta. Inquietado por semejante cuestión decidí averiguarlo y fue entonces que nuevamente intenté acariciar el rostro de mi cuerpo, pero nuevamente mi mano lo atravesó. Di un salto de la cama y me dirigí hacia el cuerpo inerte de la criatura. Acerqué mi mano intentando tocar su rostro y en ese preciso instante todo se volvió luminoso y de pronto de una oscuridad absoluta.

Al abrir los ojos el pánico se apoderó de mí. Me faltaba el aire. El papel celofán me impedía respirar.


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(Imagen: http://www.mayakulenovic.com/painting-faces/insomniac.htm )

lunes, 25 de octubre de 2010

La bomba loca



Una noche cualquiera, de esas que solo importan por el contenido y no por la fecha, me encontré con dos actores porno. Una chica y un chico. Estaban tomando, muy ebrios, ambos, en medio del muelle, en la costa.
La música provenía de una pequeña embarcación que estaba a unos cincuenta metros. Se escuchaba una canción de Gustavo Cordera, “La bomba loca”. Bailaban en trance. Esa escena me cautivó. Ni los incas, en sus mejores rituales, habrían danzado así.

Me senté sobre las maderas del muelle, en medio de la oscuridad, a verlos bailar.

Eran actores porno, según yo. Lo deduje de su modo de danzar. Del entrechocar de sus pelvis, de sus miradas, de cómo acariciaban sus cuerpos, de cómo se seducían, de cómo se besaban, de cómo evaporaban las emanaciones de sus libidos. Del trance en sí.

Ella, no él, acariciaba su cuerpo como una Cleopatra del siglo XXI. Era excitante, altamente cautivante. Se movía como una bomba loca. Altamente explosiva. No dejaba de excitar.
Fue entonces que notaron mi presencia y me invitaron a bailar con ellos ¿Yo?, pregunté. Sí, vos –me dijeron.

Así, una madrugada de verano en plena costa, terminé bailando con actores porno, desnudo, excitado y totalmente estallado.

¿Nunca te conté?...

jueves, 21 de octubre de 2010

La chica de los ciclos

Érase una vez una chica que vivía en una ciudad de la cual su nombre no importaba. Después de todo, la mayoría de las ciudades se le parecían –eso pensaba. Era linda, un tanto burguesa, y a su modo feliz. Sin embargo, y esto pasó sin ella darse cuenta, abandonó a su esposo y comenzó a ganar amantes. Tomaba su vida como un juego desafiante. Amaba, la amaron y no la amaron. Quería, deseaba, y a veces, solamente a veces, era correspondida. Y su historia, corta y tal vez muy contemporánea, finalizó en una completa espiral que tan solo la llevaba una y otra vez a reiniciar el mismo ciclo: amor y desamor, compañía y soledad, sexo y nada.

Érase una vez también un joven llamado L, al cual la chica, poco a poco, lo insertó en uno de sus ciclos. El joven solo tenía ojos para la chica. Nadie más habitaba su mundo. Ella lo era todo para él. Almorzaban y cenaban a la luz de las velas, mantenían largas caminatas a lo largo del rosedal de la ciudad sin nombre, tomaban café en los Cafés de moda, y L vestía de pies a cabeza a la chica con finos vestidos y bonitas joyas. Sin embargo la armonía, y el amor efímero, se diluyeron. Ella se encarceló en silencios y en ausencias y él no soportó el castigo y la distancia. Pero la chica no estaba triste. Había conocido a otro caballero que, a su modo, le había prometido resurgir el amor eterno. Ella, feliz e ilusionada, inició un nuevo ciclo con el caballero en cuestión olvidándose por completo de L y lo vivido juntos.

L sufrió. L curó sus heridas. Y L, de algún modo misterioso, logró olvidar. Pero fue un día de otoño que la chica volvió a encontrar a L. Ella vestía de gris, como si se tratase de un luto lánguido.

- ¿Qué te ha ocurrido? –preguntó L.
- Otra vez he vuelto a fallar –respondió ella.
- ¿Fallar?
- Sí, fallar. Cuando te he dejado he iniciado un nuevo ciclo amoroso junto a otro caballero, pero eso ha terminado recientemente y mi corazón está destrozado.
- Juegas a un juego muy nocivo –respondió L seriamente.
- ¿Juego?, ¿tú crees que estoy jugando?, ¡no!, ¡yo siempre amo!
- Entonces ¿sabrías definir lo que es amar?

Y un profundo silencio reinó entre ambos. La respuesta jamás se escuchó.

Ahora la chica vive en una lejana ciudad, cercada de las sombras de sus amoríos y del dolor de las derrotas. De L nunca más se supo nada, sin embargo alguien alguna vez contó en un viejo bar que ellos frecuentaban, que había vuelto a ser feliz, que irradiaba tranquilidad y que por sobre todo había desterrado de su corazón a la chica de los ciclos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

«Sigue, sigue, tú puedes escribir una novela...»



He tenido el mismo sueño dos veces en mi vida. Es un sueño en el cual aparezco conduciendo un automóvil por una ruta bastante desolada. De vez en cuando algún que otro vehículo me cruza, siempre de frente, nunca de atrás, nadie me sobrepasa. Avanzo. Me concentro en la ruta y siento la sensación de tener apuro. Afuera es de tarde. Casi no hay sol, sí muchas nubes que poco a poco se tornan grises. Mirando a través de los campos hacia el horizonte el cielo me da una completa sensación de frío y soledad. Me imagino que hace frío porque me veo las manos y un grueso sobretodo. De repente el automóvil se para. Algo no anda bien. Intento adivinar que es pero no tengo los suficientes poderes mágicos. Entonces me echo a correr. Siento que el tiempo apremia. Una sensación de desesperación por llegar a un punto que desconozco poco a poco comienza a apoderarse de mí. Sigo corriendo. Lo hago con fuerza, con agilidad. Arrojo el sobretodo y me veo con ropa floja. Ha llovido, lo observo en el suelo.

Al rato llego a una bifurcación del camino. El viento se siente frío ingresando a los pulmones. Noto la respiración entrecortada y un miedo atroz que me ayuda a sentir cierta especie de asfixia. Miro hacia un lado, miro hacia el otro. No sé cuál es el camino que me lleva al lugar que deseo ir. Tampoco sé adónde deseo ir. Pero en el sueño presiento que lo sé. Cuando elijo uno de los caminos y reanudo mi carrera alguien aparece. Está montado sobre una bicicleta. Ha salido de la nada. Me dice que no, que no es el camino que debo tomar. Que es el otro el camino a la ciudad donde yo deseo ir. Sin pensarlo giro y sigo carrera por el otro camino. Volteo y observo de soslayo al ciclista. Lo saludo con mi mano. Creo que no me ha visto.

Corro. Sigo corriendo. De repente estoy con mi familia. Mi madre, mi padre, y una hermana. No sabía que tuviera hermana me digo. Intento ver su rostro pero no lo consigo, el sueño me lo muestra borroso. Pero es ella, mi hermana, lo presiento. Mi madre se alegra de verme. Sé que es mi madre pero no como mi madre real. Mi padre, el del sueño, me llena de consejos y veo en sus ojos la sombra del temor ante mi partida. Porque deseo seguir corriendo, sé que debo seguir corriendo.

Salgo afuera por la puerta del frente. Estoy en el jardín. Miro la fachada, observo el jardín, me familiarizo con las manchas de hongos en las paredes, con el color de las mismas, con las rejas, con el susurro de los árboles. Es mi casa –me digo. Al atravesar la puerta de reja mi padre me toma por el brazo. Pregunta en un tono cansino si estaré bien, a lo cual yo asiento, un poco con hipocresía, otro poco con abatimiento. Me echo a correr nuevamente. Queda poco tiempo.

La calle está llena de barro. Las zapatillas se me hunden. Soy presa del fango. Las piernas me pesan. Resbalo y caigo, pero no antes sin poner mi mano derecha en el piso y evitar una caída completa. Mi mente estalla y dice: «Sigue, sigue, tú puedes escribir una novela» y entonces saco fuerzas de cualquier lado (seguramente de lados que desconozco de mí mismo) y corro hacia el horizonte, hacia la ciudad que es mi meta.

Entonces despierto. Siento paz y tranquilidad. La luz del nuevo día se cola por las rendijas de la persiana del ventanal y sé que he vuelto. Me pregunto si habré llegado a la ciudad. Tal vez, me digo. Hay mucha quietud en el cuarto.

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(Imagen: http://purple-socks.webmage.com/writer.jpg )

lunes, 4 de octubre de 2010

Lágrimas encapsuladas



A
yer, una tarde de invierno, salí a tomar un café. Sin rumbo, como suelen hacer los que toman las tardes lluviosas con el solo fin de escapar del encierro y el aburrimiento avasallador. Escogí un bar céntrico. Había mesas con sombrillas y sillas a mi antojo, todas diseminadas por la vereda. Nadie se sentaba, pues llovía a cántaros. Pero no me importó. Me senté igual y me resguardé lo más que pude debajo de la sombrilla. Hojeaba un libro, “Trópico de Capricornio” de Miller. Concentrado en sus frases directas y ausentes de pudor me enfrasqué en la historia. De a ratos me sonreía, de a ratos chasqueaba mis dedos como aseverando ciertas frases «veraces» que denotaban mucho de la realidad que a mí mismo me tocaba vivir. Al cabo de un rato la lluvia amainó. No fue mucho pero sí logró serenarse bastante. Una pareja se sentó en otra mesa. La chica con un cigarrillo en su mano y el chico con una mochila que colocaba sobre la mesa. Seguí leyendo. Al menos eso intenté, pero como pasa siempre que algo irrumpe en un ámbito, la pareja comenzó a llamarme la atención.

La chica, con sus piernas subidas a la silla, su brazo derecho sosteniéndolas para que no se fueran hacia adelante, y la otra mano con el cigarrillo, exclama: «Lo conocí anoche, pero le dije que no, que era muy rápido para tener sexo ya mismo…» El chico, del otro lado de la mesa, la miraba sonriéndole. Era una de esas miradas clásicas de un hombre que está interesado en una chica y no se atreve a decírselo ¿El por qué? Nunca se sabe. Pueden ser miles las causas de dicha mudez. La visión me turbó. Por un instante me pareció una escena tan clásica, algo tan remotamente presente en tantas relaciones de amistad «¿Y qué harás?», preguntó el chico. «No sé… hacerlo sufrir… un poco nomás… porque más no me aguantaré, porque te digo la verdad: ¡está buenísimo!» Y fue en ese momento que aquella sonrisa y mirada enamorada del chico empalideció. Algo, detrás de sus pupilas, parecía haberse apagado. Cerré el libro y me concentré en mirar como seguía lloviendo. En el pasar de los automóviles, en el caer de las gotas sobre los charcos, en cualquier cosa concentré la atención. La chica seguía fumando. Un hilo de humo subía lentamente hasta la base de la sombrilla para ahí finalmente desaparecer.

No quería volver a ver la mirada del chico. Pensé en los momentos que a mí mismo, en mi propia vida, algo así me había sucedido ¿Quién no se enamora de imposibles?, ¿quién alguna vez no deseó a una amiga o amigo? Supongo que es una lección más de la vida, me dije para mis adentros. Hice señas al mozo, dejé dinero debajo del cenicero, tomé el libro y me fui del bar. Seguía lloviendo, ahora un poco más fuerte. Saltaba un charco aquí, otro más allá. Entre salto y salto recordaba la mirada del chico, el humo del cigarrillo elevándose, la chica riendo. «Lágrimas encapsuladas», dije en voz alta. Eso es. Lágrimas encapsuladas son las que uno retiene en aquellos momentos. Se mantienen allí, encerradas, presionando para salir y manifestar la pena y el dolor. Pero se les prohíbe su salida. Y entonces, se repliegan. Se ocultan en el corazón. Detrás de cada gota de lluvia, de cada nubécula gris, de cada historia que no pudo ser.


(Imagen: http://pockypuu.blogspot.com/2009/03/heres-some-work-i-just-got-done-for.html )

lunes, 27 de septiembre de 2010

Elvis



Hace unos cuantos sábados atrás (no sé exactamente cuántos) fui a bailar. Me había peinado a lo Elvis y tenía puestas las botas texanas que compré en oferta en los ochenta. Pasé unas cien veces frente al espejo y ni una de las veces dejé de adularme. «Esta noche matás, loco», me decía.

En medio de la bailanta parecía un Michael Jackson endemoniado. Hasta hacía pogo. Todos me miraban. Seguramente nunca habían visto bailar a un tipo así y querían imitarme. Pero los buenos y originales no se copian, ni tampoco se imitan (algo así como reza en la bandera de «La doce» de Boca Juniors). Bailé mucho. Transpiré más. En un momento, mientras el éxtasis y la psicodelia me hacían presa suyas, una morocha se me acercó. Parecía que flotaba. Tenía unos ojos marrones enormes, unos pechos altivos como misiles que reivindicaban al push-up, y una boca sensual y brillante gracias a esos lápices labiales chinos que vienen llenos de brillantina.

- Hola, me llamo Julieta –dijo.
- Hola, yo Elvis –respondí.
- ¡Ah!, ¿Cómo el rockero?
- Similar, más como el panadero de mi barrio –aclaré.

Bailamos un rato. Ella ni me miraba, pero yo podía sentir su cercanía como si estuviera construida de magnetita. Al cabo de media hora volvió a mirarme. Me habló:

- ¿Sabés?, extraño a mi ex novio. Era un divino, pero era aburrido.
- Pobre tipo –dije.
- Sí. Y mientras bailaba acá con vos me puse a pensar en mi otro ex novio. Ese era varonil y viril, pero no aguantaba demasiado en la cama. También me aburría.
- Pobre tipo –volví a decirle, pues otra cosa no se me ocurría.
- El único más interesante fue Marcelo que fue el anterior, de mi anterior, de mi anterior ex novio. Él era respetuoso, intelectual, con lindas facciones y un físico muy sexy. Me encantaba acostarme con él. Me encantaba que me leyera libros antes de hacer el amor. También cuando opinaba sobre política o historia, aunque yo no entendiera nada de eso.
- ¿Y por qué lo dejaste? –pregunté ya aturdido.
- Porque en cierto punto era hueco, me celaba y por las mañanas cuando me despertaba lo miraba y pensaba que era como un muñequito de torta de casamiento: un modelo perfecto pero tieso.

Seguimos bailando. Pasaron temas de Andrés Calamaro, de Los Auténticos Decadentes y de cumbia villera. El jopo ni se había movido. Las patillas imitación se mantuvieron bien. La morocha estaba infrenable. Entonces la agarré de la mano y la saqué al patio trasero de la disco. Estaba nublado y de a ratos la luna se dejaba ver. Supuse que era por celos, no por el clima. Entonces la besé. Después le toqué los pechos y cuando quise tocarle la cola me pegó una cachetada. «¡Sos como todos!»-me dijo-«¡después dicen que una es la tarada!» Y la vi irse entremedio de la multitud. Nunca pude olvidar esa cola. Después volví al baile. Hice pogo de nuevo y bailé con Los Pericos.


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(Imagen: http://www.todochistoso.com/wp-content/uploads/2008/04/caricatura-famosos-11.jpg )

martes, 21 de septiembre de 2010

Estrella


D
etrás de la puerta del departamento 45 vive Estrella. Anoche, como otras tantas noches, la escuché llorar. Era un llanto fino y lastimero. Causaba profunda tristeza. Golpeé su puerta y al rato abrió. Presurosamente limpio restos de delineador de ojos que recorrían sus mejillas como lava volcánica a punto de apagarse. Sus ojos, hinchados por el llanto, parecían pedir un poco de piedad. Me consternó. Me hizo pasar y nos sentamos, yo en una silla y ella en su cama de trabajo. Entre sollozos y suspiros me contó que un tipo la noche anterior la había humillado. Un cliente, un pendejo hijo de ricos, después de haberse acostado con ella le tiró los billetes en la cama y había agredido verbalmente su cuerpo.

Bronca. Esa es la palabra que sentí en ese momento. Estrella es una mujer buena. Es una de esas putas que uno con el tiempo le toma cariño, luego lástima (no es bueno ternerle lástima a la gente). Sin embargo ella tiene un gran problema: se enamora de sus clientes. No sé como es el amor de las putas. Si es igual al del resto o difiere drásticamente. Sí puedo decir que Estrella se enamora como todo el mundo y a veces un poco más. A veces los clientes después del uso que le dan le piden cosas como cervezas, cigarrillos, o dinero para drogarse. Ella se los da. Después, con la realidad enmascarada detrás de la acción, sobreviene el llanto y la desilusión.

Anoche el hijo de ricos le hizo mal. Tuve que consolarla durante largo rato. No paraba de llorar. Más que el llanto la pena era lo más duro de sobrellevar. Mientras la apreto contra mí pecho noto que su cuerpo ya tiene vencimiento. Los años no vienen solos. La naturaleza no ha sido buena con ella. Digamos que se olvidó de darle belleza y ahora, en su vejez, la castiga con mano dura. Estrella nunca fue una mujer atractiva. Sigue llorando, parece un niño.

Quise buscar palabras para calmar su aflicción pero no encontré ninguna. O mejor dicho se me ocurrieron algunas frases, pero ninguna lo suficientemente justa para levantar su ánimo. Pensé decirle «sos bonita, ya aparecerá un tipo que te quiera de verdad», o «no te pongas mal, los tipos son todos unos estúpidos», o tal vez «dejá, no vale la pena ponerse mal por un pendejo hijo de ricos, ellos no saben amar», pero no me salió. De algún modo lo que mis ojos veían era un cuerpo condenado ante el paso del tiempo. Un envoltorio vetusto y pasado de moda condenados al fracaso perpetuo de la esperanza y el deseo.

Cuando me paré para irme me apretó fuerte la mano. «No te vayas», me dijo. Entonces me quedé un rato más. Al volver a sentarme se me ocurrió una frase, algo que tal vez no le sonaría tan mal y podría esbozar una diminuta sonrisa entre tanta pena: «Estrella podés ser una mujer maravillosa, pero a la hora de amar los hombres buscan encontrar siempre los mismos accidentes geográficos, carentes totalmente de los ecos de tú mundo interior. No vale la pena afligirse por ese tipo de hombres. Para ellos el mundo interior no cuenta.» Apretó aún más mi mano y concentró más su llanto. No le hice bien, pensé. Finalmente se quedó dormida. La observé por un instante: el delineador de sus ojos manchando sus mejillas, su lápiz labial desbordando sus labios, la costra que hacía base de su maquillaje totalmente erupcionado. Entonces acaricié su cabeza y salí de su habitación. Hay cosas que ya no me sorprenden y menos cuando están al alcance de la noche.


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(Imagen: http://treeinabox.blogspot.com/2010/01/roses-in-her-eyes.html )

domingo, 19 de septiembre de 2010

Pendiendo al vacío



La muerte es solo el siguiente paso…

A
unque ya no estés vives en mis recuerdos, en mis sueños, en las imágenes en movimiento que mi mente aún atesora ¿Acaso piensas que por las noches te olvido? No. Jamás lo haría. Subo. Escalo. Llego a lo más alto del edificio y ahí, invocando la soledad, me mimetizo contigo. En el silencio me parece escuchar tú voz, el chasquido de tú sonrisa, ver el destello de tus ojos brillantes, la luminosidad de tú pelo rubio. Y te desvaneces. Me quedo solo. Con los pies pendiendo al vacío, el corazón afligido y esa horrible ausencia que jamás me abandona.

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miércoles, 15 de septiembre de 2010

Pesadillas y sudores



C
Corría. Rápido, muy rápido. Mientras lo hacía podía verme la punta de las zapatillas. Eran blancas y estaban percudidas. Primero el pie derecho, luego el izquierdo. Ese ciclo parecía eterno, pues corría sin un plan determinado, sin un objetivo, tan solo corría entre la espesa niebla. Para cuando terminaba de correr me encontraba acurrucado en el fondo de una oscuridad absoluta, donde la nada reinaba. Entonces tan solo éramos la nada y yo.

Cuando no corro, lloro. O también camino, o rio. No sucede en un orden preciso, mas bien se da según el antojo de alguien superior a mí. Tampoco se asocia con el clima, ni las fases lunares, ni siquiera con mis estados de ánimo. Solo sucede y listo. Algunas veces me imagino ser como un engranaje que desearon fuese perfecto, pero algo sucedió en la creación y no resultó con perfección. De la imperfección tal vez broten esas pesadillas. La imperfección, vista de este modo, resulta una exquisitez, al igual que la imperfección de todo el mundo. Eso pienso al despertar.

Sudado y nervioso, así es el despertar. Cada despertar se transforma en la bocanada de aire puro que me retorna a la vida que llevo y denomino normal. Se siente increíblemente satisfactorio. Los ojos abiertos completamente, las primeras luces del amanecer y el sonido de los pájaros que revolotean los árboles del jardín. Ya no corro, ya no lloro, ni camino, ni rio. Las pesadillas me abandonan. Se esfuman tal como aparecieron. Y siento como el sudor baja la temperatura de mi piel, y la agitación galopa en mi pecho. Sin embargo en ese instante ya soy libre. Estoy a salvo.


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(Imagen:   Samuli Heimonen - With my own eyes. Acryl and oil on canvas. 145cm x 175cm. 2009 )

viernes, 10 de septiembre de 2010

Días en que el mundo se torna extraño



T
enía ganas de hablar con alguien. Del tiempo, de política, de las noticias del diario (aunque fueran viejas), de cualquier cosa. No importaba de qué, tan solo deseaba hablar con alguien. Sin darme cuenta, me puse a hablar solo. Así empezó un monólogo monocorde en el cual solo yo era el centro de atención y exposición. Fue al rato, cuando caí en la cuenta que mi conciencia casi me había abandonado, que la vi sentada en la cama. Su espalda desnuda, sus cabellos lacios sobre los hombros, un pantalón corto de jeans y sus piernas cruzadas en pose budista. Me observaba sobre su hombro con una mirada inquisitoria. Y yo hablaba. Mantenía el monólogo de una manera absurda. No podía impedirlo. Era algo ajeno a mí. Quería detenerme, serenarme, pero me resultaba imposible. Mi boca, peleada con mi mente, generaba palabras y frases sueltas en una acción totalmente autoritaria.

- Completas el mundo de las rarezas –dijo ella ¿Nunca te lo han dicho?
- No –respondí con mucha vergüenza.
- Pues entérate. Eres demasiado raro. Muy raro.

Comencé a desnudarme con lentitud. Primero la camisa, luego los zapatos, las medias, el pantalón, la ropa interior. Desnudo me mostraba ante sus ojos.

- Ven –dijo haciéndome una seña con su mano derecha- acuéstate conmigo.

Me acosté a su lado. Ya no tenía ganas de hablar. Sentía vergüenza y excitación a la vez. Podía observar la humedad de sus labios y el destello de sus pupilas. El erizamiento de sus poros, el perfume de su piel, la perfección de la aureola de sus pezones. Ahora ninguna palabra podía expresar lo que sentía. Miré el reloj. Las agujas marcaban las cinco de la madrugada. Me acurruqué en su pecho. Acarició mi pelo y comenzó a cantar una bonita canción de cuna. Agucé el oído. Me dejé llevar por la dulce voz, y sin pensarlo demasiado volví a habitar ese extraño mundo del cual yo soy la mayor rareza.


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(Imagen: http://arrestedmotion.com/wp-content/uploads/2010/09/selma-preview_full.jpg )

lunes, 6 de septiembre de 2010

Sin helio para los globos ni maíz para las palomas

La pobre infeliz comenzó doblando pequeños papelitos y ensobrándolos en sobres de menos de un peso de costo. Escribía citas de amor, citas de esperanza, y ese tipo de cosas que solo arrancan suspiros a quienes tienen la vista puesta en el mismo plano. Las misivas cada vez eran más inteligentes, más cargadas de sentimientos. Usaba una estilográfica con ribetes de oro que un novio cincuentón y adinerado supo regalarle cierta noche que quedó satisfecho.

No se daba por vencida. Algo le decía, muy en su interior, que encontraría a ese alguien que la viera más allá de sus carnes. Por esos días se enteró del correo electrónico pero le tuvo desconfianza, entonces se aferró más a la correspondencia clásica. Sacaba nombres de guías de teléfono, de publicidades, de los diarios y hasta de las revistas de moda. También se llegó hasta el río y metió dentro de botellas de vino vacías los mismos papelitos ¿Quién sabía si el amor de su vida no fuera un pescador o bien un mercante?

Las cartas le eran pocas, entonces decidió usar globos, palomas mensajeras, más botellas en los ríos y mensajes de radioaficionados. Comenzó a sentir que llegaba a todo el mundo, que su geografía ya no se circunscribía a su ciudad, o a sus ríos o a su cielo. No. Iba más allá. Entonces le hizo frente a la tecnología y abrió su primera cuenta de correo electrónico. Le gustaban los dibujitos de la pantalla y a su vez se preguntaba si aquello sería serio. ¡Claro que es serio!, dijo después de un mes de mandar miles de correos electrónicos. Miles de hombres bien dispuestos atestaban su casilla de correo. Algunos con palabras elegantes, otros invocando nuevamente sus carnes. Ella clasificaba a ojo de buen cubero.

Entonces palpó el éxito. Se sintió diosa. Había logrado llegar al planeta entero y cautivó a cientos de hombres galantes. Pensó que su poder mágico en las palabras era el embrujo que hacía bullir a los hombres en el centro de sus corazones. Ya no más estilográfica, no más cartas, no más botellas, no más nada de aquello tan anticuado. Ahora era amor medido en ceros y unos, en frases, en letras, en arrobas. Ya no necesitaría más helio para sus globos o maíz para sus palomas.


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miércoles, 1 de septiembre de 2010

El ángel negro de medianoche



H
ot’s es un gran lugar. Es de esos lugares justos para abrir los muslos en la penumbra y conocer a alguien desconocido en la noche.
Esa noche, como todas las chicas buenas, me empolvé la nariz, ajusté el push-up y salí de la casa con un toque sutil y femenino al cerrar la puerta. Es que una nunca debe perder esa feminidad que la caracteriza y la hace un animal único… y mucho más por las noches.

Las calles están más pobladas que durante el día. Ahora hay gatos, todos pardos. Gatas, de uñas afiladas, ojos resplandecientes y pieles finas. Me miran con sus ojos escudriñándome. Saben a la perfección que no pertenezco al vecindario. Yo me sonrío. Sigo caminando con mis tacos aguja y desparramando Channel. Eso enfurece a los gatos nocturnos. Lo noto en sus ojos que ahora se vuelven delgados como un alfiler.

No me sorprenden las marcas: Audi, Mercedes Benz, Chrysler, Rolls Royce, y siguen. Todos con potentes ópticas que dejan la noche como la cara visible de la luna. Los gatos caminan delante de ellos, los acarician, no les importa perder una de sus almas por un instante de fama bajo aquellas nubes de fantasía. Pienso si será mi noche. Tal vez sí, me digo. Increíblemente alguien se me acerca, lo percibo. Siento esa necesidad imperiosa de sacar lo mejor de mi seducción. Lo haré. Eso me prometo.

Entro a Hot’s. La música lo envuelve a todo. Eleva. Es un bosque de desconocidos. Figuras fantasmagóricas en las paredes, luces multicolores, humo, ojos de gatos, ojos de palomas perdidas. Es difícil saber dónde terminaré esta noche. Creo que tampoco importa mucho. A veces son necesarios ciertos sacrificios para lograr un minuto en el cielo. Eso piensan muchas como yo cuando ingresan a Hot`s. Afuera, es otro mundo, como los de Isaac Asimov, de ciencia ficción.

Mientras bailo y danzo en medio de la pista siento que mi cabello flamea. Mis rulos se envuelven al ritmo del sonido entre el humo del tabaco y la atmósfera densa. Nadie me ve. Nadie sabe que estoy aquí. Es mi mundo unipersonal. El mismo que está conformado por mi cuerpo, mi mente y mi esencia de mujer. Sigo bailando. Muevo mis caderas, mi cola, levanto los brazos, siento mis pechos seguir a mi cuerpo. Es un estado de éxtasis pleno. Algunos gatos me envidian. Otras miradas me desean al punto de querer abordar mi universo.

De repente alguien toca mi espalda y siento un fuego que me corroe. Esa sensación no es común. Nadie produce fuego al simple contacto. Volteo y está frente a mí. Es un hombre común y corriente para todos pero no para mí. Para mí es un ángel negro a la medianoche. Me habla y no le escucho. Me gesticula y me conmueve. De él emana algo que solo él puede producir y por lo tanto lo hace único e irrepetible en la faz de la tierra. Me hace señas. Me invita a salir afuera. Tengo ganas, de todo, entonces lo sigo.

La noche está más fría que nunca. El cielo oscuro y profundo. Las luces de las ópticas dormidas. Él saca un cigarrillo de su campera y me convida. Hace un hueco con la palma de su mano y tras accionar el encendedor me da fuego. Veo el destello de sus ojos en la penumbra. Me siento atraída como pocas veces ¿Eres mi ángel? –deseo preguntarle, pero no lo hago, me muerdo los labios e intento seguir caminando con los tacos altos acertando al lomo de los adoquines. La piel se me enfría rápido y él lo nota. Reluce su caballerosidad colocándome su campera sobre los hombros y es por primera vez que absorbo completamente la sensualidad de su perfume: Armani.

Observo mi escote, se nota sensual. Observo sus ojos almendrados posarse en mis pechos. Me siento linda para él. Eso me atrae. Lo beso. Me besa. Imagino que con sus alas negras me cubre por completo y el frío se disipa. Del medio de la noche ha surgido y he logrado lo que quería. Como una gran cazadora de vampiros siento la necesidad de su sangre, de toda su carne. Se inclina nuevamente, pero esta vez no me besa. Me habla.
_ ¿Cuál es tú pena? –pregunta.
Entonces yo enmudezco. Una espiral de imágenes se contorsiona a mi lado y me muestra una a una las penas que afligen mi humanidad endeble. Ahora sus alas ya no son negras sino que comienzan a parecer de color blanco. Daría cualquier cosa por percibir la mirada de los gatos pardos o la tibieza de las ópticas de los automóviles de lujo. Sin embargo estoy sola frente a él en medio de la calle, tiritando, sin saber qué decir, o mejor dicho por dónde comenzar a explicar las penas que aquejan mi alma.


No sé cómo volví a casa. Pero ahí estaba, tendida sobre el sofá con la luz del sol sobre el resto de maquillaje que me quedaba. Un olor a perfume Armani de hombre impregnaba mi piel casi por completo. Recordaba todo a medias, con claroscuros, sin conclusiones tajantes. Sentí mucha soledad. Miré mis muslos, firmes y brillosos, sentí mi sexo con la humedad del deseo insatisfecho, toqué mis pechos rígidos y deseosos, y todo me sumía aún más en una confusión exasperante. Hot’s a veces tiene esas cosas inexplicables. En medio de la noche, cuando todos los gatos son pardos y tiendes a mimetizarte puede que el vuelo de un ángel negro te sorprenda. Que de la nada aparezca y que penetre en tú vida dándote un zarpazo en tú tibia conciencia.

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(Imagen: http://go2.wordpress.com/?id=725X1342&site=misapropiaciones.wordpress.com&url=http%3A%2F%2Fmisapropiaciones.files.wordpress.com%2F2010%2F06%2Fafterdark.jpg&sref=http%3A%2F%2Fmisapropiaciones.wordpress.com%2F2010%2F06%2F15%2Fafter-dark-de-haruki-murakami%2F )

lunes, 30 de agosto de 2010

Trabalenguas



H
e pensado que existes porque te pienso ¿Te has planteado eso alguna vez? Si no te pensara no existirías, y si no existes entonces yo sería libre y no te pensaría. En el trabalenguas mental que me genera tú existencia termino hiriéndome yo mismo. Y mientras pienso cómo hacer para que dejes de existir más me aferro a la idea de que existes, porque no puedo pensar en cómo quitarte de mi vida si no pienso que existes.
Es como entrar a un bosque y sentir que me pierdo. Que recorro mucho camino sin orientarme y me canso, y ya no quiero seguir. Y tomo fuerzas y vuelvo a caminar, hasta finalmente llegar a un sitio parecido al anterior, a un bucle sin fin en el cual me adormezco. Y es ahí que deseo quedarme tirado, no levantarme nunca más, pensando que yo tampoco existo.

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jueves, 26 de agosto de 2010

En la oscuridad


¿
Qué sientes al cerrar los ojos?, ¿te consideras poderoso?”
“Podría responderte fácilmente esas preguntas –respondí sin abrir los ojos- pero te burlarías de mi respuesta. No cualquiera es capaz de entender la simpleza de las cosas ¿Acaso tú sí? Si así fuera te respondería con gusto y quitaría esa duda que te corroe como la herrumbre al metal. Pero considero que eres como los otros, esos que aun teniendo sus grandes ojos completamente abiertos jamás ven más allá del horizonte de sus narices, esos que en tono de burla muestran sus encías y presionan sus vientres voluminosos que se distorsionan al retumbar las carcajadas que emiten basándose en su ignorancia. No creas que no desee decirte como me siento. Me haría muy feliz hacerlo, pero no puedo. Pecaría si lo hiciera.”
“¿Quieres que te lo suplique?, lo haré si lo deseas porque nada me persigue más que saber en qué radica el poder de tú paz al cerrar los ojos”
“Puedo responderte con facilidad si quiero”
“Entonces hazlo. Deja de jugar conmigo”
“No juego, solo tengo miedo a que rías con locura”
“Te prometo que no lo haré”
“Entonces te lo diré: mi poder reside en una mujer.”
“¿Una mujer?”
“Sí. Y tú la conoces. Sabes quién es.”
“Creo que puedo matarte si es el nombre que imagino.”
“También lo creo. No obstante matarás mi cuerpo, sepultarás mi osamenta, pero jamás matarás lo que mis ojos ven cuando se cierran. Eso es imposible de matar. En ese lugar que veo tú no estás. No existes allí.”
“Por más que te mate jamás te mataría del todo. Ahora lo entiendo.”
“Así es”
“Quisiera odiarte. Y a ella. Pero no puedo. Quisiera tú poder… Te envidio…”
“No me envidies. Solo permítete amar.”

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domingo, 22 de agosto de 2010

Prisión

Siento que quieres alejarte de mí. Eso le repetía a cada instante mientras volaba dentro de la jaula golpéandose como un ser incapaz de razonar. Cada golpe hacía exaltar mi corazón. De algún modo amaba yo a aquel animal. Silencioso ser que desde su nacimiento había ofertado, inocente y sumisamente, su propia vida. Lo vi nacer, lo vi crecer, fue mi niño, mi amigo, mi compañero fiel de horas incontables. Y así lo encontré, enloquecido, dando volteretas dentro de la jaula, luchando contra vaya a saber que monstruo imaginario en la mente de las aves, asestándose golpes violentos contra los delgados alambres de la jaula. Una escena de horror para mis ojos. Un desconsuelo generalizado para mi sentir. Supe al instante que él deseaba ser libre. Había llegado el momento revolucionario.

Decididamente abrí la puerta de la jaula. Me retiré dando pasos seguros, sin voltearme, tan solo caminando y mirando el piso. Así me mantuve unos minutos. La mente en blanco, la respiración acelerada, un burbujeo de recuerdos amotinados en la cabeza. No puedo mentir: me sentía muy triste. La tristeza es algo que habita en las cavernas de la piel y de lo cual muchas veces es imposible escapar. Silencio. Ya no había golpes. Solo el sonido del viento y el movimiento frenético y casi imperceptible de las hojas de la alameda. Volteé. Observé la jaula vacía. Un nudo se generó en mi pecho y me impedía respirar. Finalmente se había alejado de mí.

En el suelo, debajo de la jaula, ya sin dar volteretas ni golpearse, yacía su cuerpecito amarillento inmóvil, sorprendido por la muerte. Como si fuese un viejo juguete que ya no producía gracia alguna a un niño me desbordó de más tristeza. Corrí, lo tomé entre mis manos, observé sus ojos cerrados, su plumaje revuelto, la frialdad de su diminuto cuerpo, y entonces lloré, no pude evitarlo.
¿Porqué quieres alejarte de mí?, repetía en sueños. Él me sobrevolaba, displicentemente. Parecía feliz de volar libre. En su lomo una pequeña manivela giraba, tal como esos juguetes a cuerda que entretienen a los niños ¿Porqué quieres dejarme?, preguntaba insistentemente. Y sin responderme se precipitaba al suelo, como un bólido, herido por mis preguntas y muerto por mis deseos.

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(Imagen: http://treeinabox.blogspot.com/2010/02/that-still-twitching-bird-was-so.html )

martes, 17 de agosto de 2010

El obsequio

Supe de ella por un amigo. Fue una tarde de verano, debajo de la parra, mientras tomábamos mate, que me contó su historia. Al principio me pareció algo surrealista, o fantástica quizá, pero luego, tras pensarlo un poco, me di cuenta que tal vez ella sí existió y que aquella historia podría haber sido real. Entre mate va, mate viene, escuchaba a mi amigo atentamente. El sol, muy altivo, dejaba fluir rayos de luz a través de las hojas del parral. Se veían como diminutos lunares amarillos que oscilaban lentamente sobre las baldosas rojas del piso. Por momentos aquellos lunares móviles me distraían. Pero la historia era atrapante, y seguía concentrándome en ella aún tras el esfuerzo que hacían los lunares para que yo jugara con ellos.

En el relato ella corretea de un lado a otro. Corre por distintos lados de una ciudad de la cual no se sabía su nombre. Una ciudad que supuestamente está en un país que existe, en un continente que existe, pero de los cuales no se saben sus nombres. Al principio el relato la describe adolescente, plagada de miedos e incertidumbres. Vulnerable a un mundo nuevo y amenazante. Mi amigo no sabe decirme cual es el nombre de ella. Menciona que ella corría de un lugar a otro de la ciudad y guardaba sus recuerdos, algunos aquí, otros allá. Le obsequiaba algunos a gente desconocida. Otros los guardaba entre las estrofas de poemas que escribía en cuadernos, o entre las letras de canciones que cantaba con su guitarra, o en los márgenes de los libros que leía. También había decidido esconder recuerdos en lugares de la ciudad donde las personas nunca iban. Así, escondiendo recuerdos y regalándolos, pasó su adolescencia, su juventud y llegó a su madurez.

En el momento que su vejez se presentó la soledad la acosó. Enviudó temprano y pasó gran parte de sus últimos años sentada en una silla, tomando mate y observando cómo la gente pasaba por la vereda de su casa viviendo sus vidas. Entonces recordó. Su memoria le jugó una buena pasada. Recordó que sus recuerdos estaban escondidos en muchas partes. Desperdigados por la ciudad o contenidos en objetos o personas. Se puso feliz. Tomó un abrigo, lo colocó sobre sus hombros y decididamente pensó en salir a buscarlos. Pero tras cruzar el umbral de la puerta se detuvo en seco. Tras meditar por un instante volvió a entrar a la casa. Aquel pensamiento la había hecho recapacitar. Había, de alguna manera misteriosa, cambiado su decisión radicalmente.

Los días venideros presenciaron un cambio en sus hábitos. Salía por la mañana, bastón en mano, a caminar desinteresadamente por las calles de la ciudad. Una alegría efervescente la poseía. Sabía que la esperanza era algo grandioso, algo que la soledad no puede tocar ni manchar. Caminó el resto de sus días por las calles con esa esperanza en su corazón. Sabía que sus recuerdos estarían en cualquier sitio, tal vez a la vuelta de una esquina o dentro de algún libro en alguna biblioteca de barrio, y que tarde o temprano se encontraría con uno de ellos. Sin embargo, si no los encontraba, ella seguiría siendo feliz pues sus recuerdos se quedarían dónde estaban, invisibles e intocables, para siempre.

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(Imagen: http://drawgabbydraw.tumblr.com/photo/1280/448368978/1/tumblr_kzaid7YlRT1qzww4v )

domingo, 8 de agosto de 2010

Piel fina


Una luna espléndida se posaba sobre la ciudad la noche que el teléfono celular recibió la llamada. Detuve el paso, observé la pantalla, busqué el número de procedencia mentalmente y supe de quien se trataba: ella. Tomé aire, miré aquel cielo negro y espléndido y atendí. La conversación se reveló breve y distante, nos encontró como dos personas que tras tener una larga y extensa relación ahora se desconocían, se ignoraban, y lo peor: se comenzaban a odiar. Odio: sentimiento inmediato que muchas veces juega como secuela del amor perdido, del amor muerto.
Tras colgar intenté reponerme. Tomé asiento en el borde de una ventana y puse mi cara entre las manos. Tuve intenciones de llorar, sin embargo no había lágrimas. Como si fuese un cardúmen del fondo del mar afloraron los recuerdos desde lo más recóndito de mi memoria. Una tras otra pasaron imágenes, olores, sensaciones, sentimientos atesorados, emociones. Pensé que era un hombre fuerte, capaz de aguantar las presiones y la rudeza del mundo, pero no era tan así. Cada desamor había engrosado las capas interiores, no obstante también añadieron sensibilidad a una piel de por sí demasiado fina. Me sentía un faro perdido entre la niebla de mares olvidados en los confines del mundo. Guardé el teléfono y continué viaje. La calle, a lo lejos, se veía como un túnel al infinito: desolado, oscuro, ya sin nadie a la vista.


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jueves, 5 de agosto de 2010

"Mashenka", de Vladimir Nabokov

Mashenka fue la primera novela que escribió el ruso Vladimir Nabokov. Fue en la primavera de 1925, hace ya 85 años, una enormidad de tiempo, mucho más que dos vidas mías, y sin embargo la novela cuenta una historia de amor, desamor y vida tal como sucede en nuestro tiempo, en mi tiempo, en cualquier tiempo.

Ganin es un joven exiliado ruso, protagonista principal de la novela. Sobrevive en Berlín mientras la guerra se está desarrollando en su Rusia natal, no obstante sueña con volver a su país y mientras lo hace rememora pasajes de su infancia, su adolescencia y principalmente el amor proveniente de una mujer que lo flechó: Mashenka.

Un conjunto de personajes ricos en características: un poeta apreciado por todo el mundo y exiliado, una bella, romántica, y joven mujer de grandes pechos que está sola y anhelando un amor, dos bailarines homosexuales, un hombre mediocre que solo subsiste gracias al pensamiento de un amor que dejó en Rusia y una anciana que alberga a todos ellos en su pensión son los personajes que conforman esta excelente novela que pasa de la nostalgia a la tristeza, del amor a la pérdida, dando saltos de un presente a un pasado casi sin darse cuenta el lector. Creo que esa es una de las virtudes de Nabokov en la historia: el manejo del tiempo, el divague entre las escenas de un modo casi imperceptible, invisible, que toma de la mano y sumerge a uno en una historia cautivante plagada de recuerdos y emociones.

Me gustó, mucho. Aconsejo esta novela. Este escritor ruso tiene un exquisito lenguaje y una manera muy peculiar de narrar sus historias. No se sentirán defraudados al leer esta novela.