sábado, 31 de mayo de 2014

El poeta

"Apoyado sobre el manillar de la bicicleta el joven poeta descendió camino al río. Solo desviaba su vista del camino cuando alguna nube, perfecta y de colores pastel, parecía moverse en el cielo como siguiendo su silueta. ¡Oh, Nube! -decía para sus adentros. Siempre encontraba un motivo poético en todo el universo circundante, pensando que el Creador había diseñado cada cosa material y viva de éste mundo como resultado de versos, de ensoñaciones, de idílica pureza.

Al llegar al río, arrojó la bicicleta a orilla del sendero. Corrió hasta un claro que se dibujaba debajo de un viejo sauce, y allí, poniéndose en cuclillas, se dispuso a contemplar la corriente, permitiéndose extasiarse con el reflejo del sol sobre la superficie, el murmullo de la correntada, el trinar de los pájaros libres sobre las ramas dormidas del cansino árbol.

En ese ensueño, con su mente divagando y su corazón lleno de poesía, sacó el ajado cuaderno y escribió versos como un poseso, hipnotizado por la escena vívida de la naturaleza y el bombeo incesante de un corazón que bullía, ignorándolo todo, y deseoso de plasmar en el papel un sentir, un momento de vida, arrancado a la propia naturaleza del mundo, para que alguien, un desconocido, algún día posara sus ojos sobre esos versos y amase entonces la poesía y al poeta."

© Miguel Luis Aguilera

sábado, 3 de mayo de 2014

El principio de todo lo demás





Una de las cosas que tanto me gustaban de Irma era su modo peculiar de ver la vida. No todas las personas tienen una mirada con detenimiento hacia ella, por lo general es muy vacua y sin sentido. Sin embargo Irma era todo al revés. Ella era una obsesionada por las conductas humanas y el eco de las mismas en la vida del prójimo y el medioambiente circundante. Me gustaba eso. La hacía, a mi modo de ver, una “chica sofisticada”

Cierto día nos encontrábamos tomando un café en la esquina de Constitución y San Martin. Sorbíamos despacio y mirando ambos hacia la ventana que teníamos al lado. De repente una mosca se posó sobre el vidrio, camino un pequeño trayecto y alzó vuelo. Esa misma acción el insecto lo repitió un par de veces más. A Irma le llamó la atención, a tal punto que en el último vuelo de la mosca estiró su mano para cazarla en el aire. Falló, pero lo hizo con elegancia. Sonrió, y bajó las pestañas con suavidad como dejando entrever que había cierta picardía en el acto fallido. Esa agitación de la mano en el aire, a conciencia, el movimiento de sus pestañas, la mueca de sonrisa en sus labios, con el fin de dar caza a la mosca, me hizo recordar a las clases de arte dramático a las cuales ella asistía. Apostaba todo lo que tenía en mis bolsillos a que el movimiento grácil que le había visto hacer correspondía a un movimiento de manos actoral aprendido en alguna de esas clases. Es que Irma era así. Ella solía decir que todo tenía que ver con todo, y que nada escapaba, pues vivíamos en un castillo de naipes y cualquier carta podía ser culpable de nuestra catastrófica caída.

Terminamos el café en pocos minutos y pasamos a hablar de esas cosas que hablan los amigos después de algún tiempo que no se ven. En realidad apuntamos siempre los mismos temas: ¿estás con alguien?, ¿has tenido sexo últimamente?, ¿seguís trabajando en el mismo lugar?, ¿tu familia sigue siendo siempre la misma?, ¿qué tal tu perro? En realidad a ambos nos daba mucha curiosidad la vida de los demás. En eso éramos muy parecidos. A veces me he preguntado si lo hacíamos porque en realidad nos importaba o porque no podíamos con nuestro espíritu de chusmas. Me arriesgo a un empate. 

-Te contaré una cosa –dijo Irma. Hace unos días estuve en el funeral de una amiga de mi madre. Fue en el cementerio parque de aquí. Había mucha gente, tanta que era asfixiante. Viendo a tantos reunidos y sollozando pensé que había sido una mujer muy querida, pero no era así, era la empleadora del casi noventa por ciento de los presentes. Como no soporté tanta hipocresía besé a mi madre en la mejilla, me aparté de la multitud, y me puse a caminar por el parque. Entre tumba y tumba (todas son iguales), una me llamó la atención, en realidad su epitafio. Era muy curioso y gracioso a la vez. Decía: “Si él me hubiera amado yo hubiera muerto de felicidad.” A renglón seguido continuaba: “No, no morí de felicidad.” Al principio me sonreí, pero después me invadió mucha tristeza ¿Acaso habrá personas que vivan sus vidas pendientes del amor de otros?

Irma lo contó muy compungida. Lo que había empezado como un relato coloquial estaba terminando en casi llanto. La tomé de las manos, la miré a los ojos y comprendí que aquella mujer que tanto creía conocer sufría de desamor. En un punto pensé hasta que la vida misma se le estaba haciendo insostenible.

-Pero no creas que yo moriré infeliz –dijo reincorporándose. ¡No! Yo voy a morir de otra manera, tal vez de la manera que menos yo misma espere o vos mismo ni te imagines. Después de todo se trata de eso la vida, ¿no?: ¡es una viva sorpresa!
Sonreí. Ahí estaba de nuevo, armada y fuerte, lista para la batalla.
-Impactaré fuerte –dijo.
- ¿A qué te refieres? –pregunté con gran confusión, pues no entendía a qué se estaba refiriendo.
-Apuntaré directo al corazón y no dejaré que se levante ni una vez. Así me aseguraré que moriré de felicidad y amor y no sola. Te lo prometo, cuando impacte, cuando mi presa caiga, ya no se parará, no, quedará ahí, tendido, resignado al amor entre mis brazos y así yo me aseguraré que yo misma moriré en paz y llena de felicidad.

Nos quedamos en silencio. Ambos volvíamos a mirar hacia la ventana mientras nuestras manos se tocaban en la mesa. Después de un rato así, en completo silencio, nos comenzamos a despedir. Ya en la vereda del Café hablamos rápidamente de otras cosas, pero ya no más de amor y muerte. Irma calzó su bolso en el brazo derecho, ajustó el cinturón de su sacón y partió en dirección contraria a la mía. Caminé unos pasos reflexionando sobre sus palabras, sobre el vuelo de la mosca, sobre el epitafio, y volteé para verla por una vez más. Iba ensimismada, con su cabellera abundante libre al viento de otoño, perdiéndose en la lejanía de la calle. La ciudad se la iba tragando. Se iba perdiendo su silueta cada vez más hasta que finalmente desapareció. Ya no estaba. Se había ido, y con ella su esencia, su gracia, su encanto, sus buenos sentimientos, inclusive la soledad de su corazón. Sentí el viento fresco darme en la cara y sonreí. Estaba vivo. Después de todo no estaba viviendo un drama sino una deliciosa comedia. El final de esa comedia no se vestía de drama, al contrario, era un canto, una invitación a vivir siempre un principio, que antecede a un fin que será el principio de todo lo demás.


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