domingo, 28 de junio de 2009

Susukis (fin)





Parte 6 (fin)



La habitación estaba llena de un aire dulzón cuando desperté. Me dolía todo el cuerpo de la mala postura en la que me dormí. Izumi aún seguía profundamente dormida sobre el sofá. Al mover lentamente mi cuerpo y desperezarme me di cuenta que por primera vez había despertado al lado de Izumi. Aproveché ese instante para guardarlo en mi memoria. Pocas veces me he permitido grabar los momentos que reconozco importantes en mi vida, ese día lo hice y me sentí feliz por ello. Preparé un desayuno simple, regué las plantas, abrí las ventanas de la casa dejando entrar más aire dulce. Increíblemente en ese momento me sentí en familia nuevamente, como si toda la soledad de los últimos años hubiese sido comprimida y arrojada al universo como un meteorito. Lejos, bien lejos, así sentí la soledad en aquel momento. Izumi se despertó a media mañana. El café estaba tibio, pero no me importó volver a hacerle uno nuevo, tan solo sentir que ejecutaba aquella acción me hacia sentir completo de alguna manera. Increíblemente hay seres que nos complementan –eso pensé- y que por más que para los ojos de cualquier otro humano sea un ser normal, vulgar, para uno es único e irrepetible. Sus partículas se fusionan con las de uno, su aura brilla con la nuestra. No sucede siempre. Yo sentía que con Izumi me sucedía y no estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad.

Comenzamos a frecuentarnos, de a poco la relación comenzó a entretejer una malla fuerte que no solo unía sino que nos protegía de un mundo exterior que muchas veces se volvía hostil, y también de nuestras propias peleas y desencuentros. Íbamos al cine, comíamos en restaurantes caros y también comida rápida en la estación del metro. Mirábamos recitales de rock en DVD tirados sobre el sofá, llorábamos con comedias románticas y jugábamos a las cartas los días de lluvia. Ninguno le decía al otro qué hacer. Cada uno tenía el suficiente tacto y la justa visión para lograr ver la línea, casi imperceptible, que nos dividía las acciones amorosas de las que nos podrían causar dolor. Aprendimos poco a poco a no romper los cristales que protegían lo que habíamos logrado conseguir. Ambos sabíamos que lo conseguido, que lo invisible que nos mantenía fusionados, era algo valioso, casi en extinción. Muchas veces pensé que Izumi pensaba paralelamente como yo. Darse cuenta de lo importante que es quien te ama con todos sus defectos y virtudes es algo que no es tan simple de encontrar dentro de uno mismo. Por eso lo valorábamos, nos valorábamos. Hacíamos el amor siempre que nos veíamos, una y otra vez, sin necesidad de pedírselo el uno al otro. Tan solo nos mirábamos y deseándonos comenzábamos a desvestirnos y amarnos. En el momento de estar dentro de ella increíblemente mi campo visual solo se concentraba en su sonrisa, en su contorno y en el movimiento ondulatorio y frenético de su cuerpo.

Fue una bella época.

En el jardín los colibríes solían revolotear a la hora de la siesta y en ese momento Izumi solía quedarse quieta, sentada debajo del fresno, a observarlos. Mi pensamiento al ver aquella visión me hacía imaginar a aquella mujer que ahora corría por mis venas como la habitante de aquel mundo imaginario cargado de árboles de papel. Es increíble cómo hay personas que por el tan solo hecho de existir escriben en el libro de nuestra propia vida, pensé.

Una tarde de primavera decidí proponerle vivir juntos.

- Oye, Izumi, ¿vivirías conmigo? –le dije al levantarme y mientras aún ella dormitaba. Creo que aproveché ese momento porque si la veía despierta completamente me inhibiría.

Izumi hundió su cara en la almohada por un instante y yo sentí haber cometido un error. Pero no, no fue un error. Ella tan solo sollozaba. En ese momento la sentí tan femenina, tan única para mí que solo pude atinar a contemplarla en silencio. Me atreví a acariciar su espalda desnuda y con la calidez de mi mano suavizar los cientos de pensamientos y sensaciones que tal vez mi proposición le había hecho sentir. Se incorporó lentamente y con sus labios a pocos milímetros de los míos me dijo, sí, claro. Nos abrazamos. Creo que tarareé una canción de Jim Morrison en su oído. Supuse que le gustó, ella me abrazó más fuerte hundiendo su rostro en mi cuello.

- Papá, si mezclo acuarela de color azul con otra de color amarillo ¿qué color logro? –me preguntó mi hija Lourdes, mientras pintábamos juntos bajo el fresno del patio.
- Verde, hija, verde.
- ¿Cómo el pasto?
- Claro, como el pasto, como la copa de los árboles, como las langostas.
- Papá, ¿y el celeste del cielo?, ¿cómo lo logro?
Me sonreí. Acaricié su pelo.
- Con un poco de blanco y otro poco del color que tienes dentro.
- ¡Papá!, ¡yo no tengo color dentro de mí!
- ¡Claro que lo tienes!, si te fijas todos tenemos un poquito de color dentro y con él podemos tocar otro color y ver el resultado, un nuevo color, tal como el que deseamos. ¡Vamos!, ¡tócate! –le dije señalándole su pecho.

Lourdes tocó su pequeño pecho y con su dedito apuntó al cielo.

Ambos quedamos riéndonos tendidos sobre el pasto y con nuestras ropas y manos llenas de pinturas multicolores. En ese momento, mientras miraba a mi hija pintar, giré lentamente la cabeza observando todo a mí alrededor. Izumi leía un libro en su silla mecedora, el césped desprendía un verdor claro y luminoso, los susukis que Izumi había plantado contra la cerca se veían espléndidos, el sol entibiaba la vida, mi hija menor compartía un momento de su corta vida conmigo, y mi propia vida, aquella que se había alterado drásticamente hacia un par de años, parecía haber vuelto a la normalidad. Tal vez los malos tiempos habían quedado aprisionados en un viejo cofre en el fondo del mar. No todo dura para siempre, pensé. Tal vez había llegado la calma después del huracán. Tal vez la ola gigante no me había aplastado completamente y la puerta del placar se había abierto para que yo saliera aún sin percibir los brazos acogedores de mi madre. Es casi imposible entender los designios del destino, como así tampoco en qué momento a la vida se le antoja decirnos qué se debe aprender. Nuevamente mi vida y yo estábamos conectados.



FIN.

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cover by Alex Cornell, "No One", original de Alicia Keys del albúm "As I am"

jueves, 25 de junio de 2009

Susukis (5)




Parte 5.

"no puedo apartarte de mi mente
no puedo apartarte
de mi mente … mi mente."

Damien Rice - The Blower's Daughter




Durante el instante que duró aquella visión de los susukis meciéndose al viento el mundo me pareció quieto, lejano y yo ausente de él. Me temblaba la mano sosteniendo el tubo. Izumi estaba del otro lado. Ella, la mujer por la cuál mi vida había tomado un vuelco. La misma persona que a simbolismo de una antorcha de luz me había conducido hasta pasadizos inesperados de mi propia vida y personalidad ahora intentaba comunicarse repentinamente conmigo después de tanto tiempo. Recorrí nerviosamente la habitación con mi vista. Muchos claroscuros, demasiado silencio y una enorme sensación de pánico y miedo estaba ahogándome. Otra vez aquella sensación de la ola y de la oscuridad del placar volvía a transitar por mi cuerpo.

-¿Cómo estás?, hace tanto que no sé de ti. -me salió decirle. Ella suspiró del otro lado, logré percibir cómo su respiración había cambiado de ritmo.
-Lo sé.
-¿Cómo has sabido encontrar éste número?, ¿cómo me has ubicado aquí?
Como siempre Juan Manuel, ¿recuerdas que siempre me interesa saber de las personas que quiero?. Por más que me haya marchado de la empresa y no nos hayamos vuelto a ver por casi dos años nunca he dejado de saber de ti. No debería decirte esto, pero pocas veces en la vida una recibe besos a los cuales es imposible olvidar, y contigo me ha pasado eso. ¿Te acuerdas aún aquel día que nos besámos en la costanera?, ¿y de cuando hicimos el amor?...

Tragué saliva y apreté el auricular contra mi oreja. Seguramente los latidos de mi corazón podría haberlos escuchado ella claramente. Volví a tragar saliva y concentré mi mirada en un único punto, mi visión se puso roma y poco a poco volví a sentir el oleaje del mar, a ver los nubarrones de aquel cielo y a saborear el sabor de los labios de Izumi. Sentí la misma sensación de habitar dentro de una burbuja plástica en donde todas mis vivencias con Izumi estaban comprimidas y atrapadas. Todo parecía estar al alcance de mi mano. Su voz, su olor, su piel, los momentos, los sentimientos. Detrás de la pared de la burbuja presentí dolor, un dolor de perdidas y de destino, un dolor agudo que al llevar mi mirada hacia él me lastimaba. Entonces pensé que así son las etapas de la vida, como las paredes de la burbuja, en donde una lámina transparente, y aparentemente débil pero inútil de atravesar, separa lo pasado de lo presente, lo bueno de lo malo, el dolor de la alegría. Volví en mí y concentré toda mi atención en la charla con ella.

-Quieres que nos veamos? -me salió preguntar-. No quiero presionarte, pero me gustaría hacerlo.
-Está bien, a mí también me gustaría. ¿Te parece que nos encontremos en el muelle? ¿Por la tarde estará bien?
-Está bien. Ahí nos veremos. -y colgué el teléfono.

Tras colgar me quedé con la mirada clavada en el teléfono. Entonces como un aviso fugaz, unas cuantas preguntas se arremolinaron por mi cabeza. ¿La reconoceré?, ¿Izumi será la misma mujer que me tomó de la mano y me condujo por el laberinto oscuro de mi personalidad?, ¿será ella tal cual mi mente la recuerda o el paso del tiempo habrá modificado algo en ella?. El tiempo transforma todo, inclusive a uno mismo. ¿Nos habría transformado?, tal vez sí, pero mi necesidad de verla, de recibir su mirada, y de cerrar el círculo que había quedado abierto hacía un largo tiempo, ya era imperativo.

La costanera forma una especie de bahía, un remanso suave, en donde uno puede sentarse plácidamente a observar los buques pesqueros o bien cómo las gaviotas revolotean en torno al muelle. Algunos ciclistas pedaleaban desinteresadamente mientras observaban el oleaje. Parejas de ancianos recorrían los largos kilómetros de playa del brazo, contemplando a las demás personas del lugar y el paisaje y reivindicando ante la vida su amor compañero. Los empleados municipales recorrían la costa limpiándola y encargándose de que la playa vuelva a ser natural. Esa tarde llegué temprano. Habíamos quedado de vernos por la tarde, pero quise ir antes, a la siesta, deseaba caminar solitariamente un rato por la playa antes de volver a verla. Arremangué mis pantalones y descalzo me largué a caminar. El agua estaba tibia. Daba placer caminar con los pies sumergidos en ella y sentir la mullida arena adentrándose por entre los dedos. Alcé el rostro hacia el cielo como invocándolo y recibí la tibieza del sol y el suave roce del viento que de a poco me fue despeinando. ¡Cuánta vida! -pensé- la vida es hermosa, me dije para mis adentros. Por un instante me había olvidado de Izumi y de todas las cosas que me habían pasado en los últimos años. Nada me atemorizaba y tampoco nada me flagelaba, tan solo caminaba sin ningún tipo de yugo por aquella playa casi solitaria. Al llegar a la punta de la costanera observé el lugar donde nos besamos por primera vez con Izumi. Un fuego recorrió mis sienes e inmediatamente una sonrisa se dibujó en mi boca al ver el juego alocado del viento y los susukis. Misteriosos susukis ¿Qué rol tendrían ellos en todo aquello?

Vi a Izumi venir caminando por la playa. El corazón me galopó como un caballo salvaje que siente el temor de ser apresado. Intenté serenarme, pero mucho no pude. Aquellos metros que nos distanciaban parecían kilómetros y el tiempo parecía extenderse como una masa elástica que mientras más querías contraerla, más se expandía. Faltando pocos metros para estar frente a frente extendió su mano saludándome. Hice lo mismo, la saludé e instantáneamente le sonreí. Se detuvo a unos pocos centímetros de mí y nos quedamos mirándonos sin decir palabra alguna. Observé en aquel momento cada parte de su fisonomía, cada línea de su rostro, el tono de su pelo, la curvatura de sus labios, el brillo de sus ojos, sus pómulos delicados y suaves al tacto. Era la misma Izumi de antaño, al menos por fuera lo era. El tiempo no parecía acusar recibo en su fisonomía. Pero tal vez, en su interior, fuera tan solo una sombra de aquella Izumi que yo había conocido. Tuve miedo. Tuve mucho miedo. Sin embargo debía ser fuerte si quería jugarme por tal vez, el amor de mi vida.

-¿Demasiados miedos? -fue lo primero que me dijo detrás de una bonita sonrisa.
-Demasiados. -respondí sonriéndole también- Más de los que jamás me hubiera imaginado. Pero aún no sé porqué. Pensé que sería nerviosismo, que después de tanto tiempo de no verte los nervios se apoderarían de mí y se engullirían el momento, pero no, es miedo. Un miedo que a medida que venía caminando hacia aquí se desplazaba esparciéndose lentamente por mi interior. Supongo que será un miedo a los cambios, un miedo a que vos no me veas como antaño o yo no perciba lo mismo en vos, o tal vez a que ambos nos reconozcamos y sea mucho mejor que antes. No sé, pero es miedo, sí, tal como lo has dicho.
-Logro entender, Juan Manuel. Yo tuve esos mismos miedos al momento de telefonearte. En cambio ahora, ya no es miedo, siento otro tipo de sensaciones que me son difíciles de explicarte, pero ya no es miedo.
-Han pasado muchas cosas desde la última vez, Izumi -dije contemplándola- tantas que pareciera como que un huracán hubiera arrasado mi vida. Cambios interiores y exteriores. Modificaciones profundas que me han afectado de sobremanera. Pero aquí estoy, mirándote nuevamente, admirando tú belleza y ese peculiar encanto que tienes y que tanto me atrapó siempre.
-Tampoco para mí ha sido fácil la vida en estos años. También he tenido vaivenes y he tenido que remar en muchos momentos de zozobra. El haberme alejado de tí aquel día fue un verdadero punto de inflexión en mi vida. Te he hechado de menos. -dijo acariciándome la mejila. Sentí una tibieza recorrer mi rostro y cómo la suavidad de su palma se metía por mis poros.

Subimos por la costanera hasta un bar de la playa y nos sentamos a tomar una cerveza helada. Pocas palabras intercambiamos, más bien dejamos cada uno que nuestras miradas y sentidos se apoderaran de la situación. Algo así como si hubiésemos hecho un pacto previo. Mientras más miraba a Izumi aquella tarde más preguntas me hacía en mi interior. Constantemente me preguntaba si sentía amor por aquella mujer o qué era lo que ella me producía.

-Siempre he tenido ganas de preguntarte algo, Juan Manuel. ¿Alguna vez pensaste en vivir conmigo?, ¿pensaste que yo podría ser la mujer de tú vida? -me preguntó mirándome fijamente- Yo podría abrazarte, mimarte, protegerte de la oscuridad y de los malos sueños, también podría amarte y si quieres darte hijos. Muchas cosas podría hacer. Pero la respuesta no estaría en mí solamente, sino en tí también. ¿Alguna vez pensaste en eso?, ¿reparaste que yo podría enamorarme de tí?
-No, en verdad no. -respondí sin mirarla a los ojos mientras jugaba con la tapa de la cerveza entre mis dedos.
-Lo supuse. Aquel día que hicimos el amor, mientras estabas dentro de mí, sentí un nerviosismo en tú piel en donde supe que más allá del deseo, más allá del momento, nunca serías mío. Por eso decidí bajar el telón y desaparecer como pudiese. No ahondar más en mis sentimientos y no exponer más mi interior. No creas que me fue fácil tomar aquella decisión. Mi moneda no tenía dos caras. Tantas veces la tirase sabía que siempre yo perdería.

En ese momento unos niños pasaron corriendo por frente nuestro. Eso distrajo por un segundo nuestra atención. Velozmente miré todo el paisaje que nos rodeaba. Estaba atardeciendo y el tiempo pasaba rápidamente sin tener piedad de ninguno de los dos. Por primera vez quise huir del lado de Izumi y no estar ahí para responder a sus preguntas. Quería ser etéreo, pero claro, semejante milagro no se daría. Me sentí cobarde y un débil.

-¿Aún piensas en Inés? -me preguntó.
-A veces. Casi todo el tiempo pienso en las niñas. Hay momentos que Inés es un bonito recuerdo. Creo que le doy esa forma en mi cabeza porque la sé feliz y no es justo dañarme viviendo de un recuerdo que ahora ya es parte de la historia de mi vida.

Sacó una caja de cigarrillos y encendió uno. Dio una pitada y por un momento se quedó en silencio observando el mar. La colilla del cigarrillo constrastaba contra el azul del mar y el oscuro del cielo del atardecer. Izumi comenzó a llorar. Al principio fueron un par de lágrimas pero con el correr de los minutos se convirtieron en un llanto compungido y lastimoso. La abracé y dejé que llorara en mi pecho. Mientras escuchaba sus gemidos me quedé observando el mar y cómo el horizonte se engullía los últimos rayos de sol. Sentía mi pecho también oprimido. Por primera vez en mi vida me sentí el ser humano más miserable del mundo, el más vacío y el que más errores había cometido en su vida. Me sentí tremendamente impotente.


Cuando Izumi dejó de sollozar volvimos caminando hasta mi casa. Preparé un té y lo serví para ambos. Las luces de mercurio del vecindario ya estaban prendiéndose y el anochecer se presentaba cálido y agradable. Increíblemente volvía a estar a solas con Izumi dentro de cuatro paredes. Poco a poco fue relajándose hasta quedarse completamente dormida sobre mi regazo. Con el control remoto apunté al equipo de audio y puse música a bajo volúmen, y comencé a acariciar su pelo lacio y suave. Un olor a hierba mojada por el rocío entraba desde el jardín. Sólo se escuchaba la música y algún que otro grillo. La piel de Izumi se erizaba cuando alguna que otra bocanada de aire se colaba por la puerta que daba al patio. Su perfume entonces se expandía por toda la casa contagiando todo de aquel magnetismo que tan solo ella lograba emanar. En ese momento recapitulé en mi memoria todas las mujeres que habían pasado por mi vida hasta mi casamiento con Inés. Uno siempre lleva un catálogo interior de sentimientos y de lo que las personas que pasaron por su vida le hicieron sentir. Cada persona que nos amó escribió invisiblemente páginas de nuestra vida. Indudablemente lo que yo estaba comenzando a sentir por Izumi no era nada parecido a lo vivido. Me pregunté si era posible enamorarse más de una vez, si el amor era como un órgano que tiene la capacidad de autoreproducirse. Me imaginé a un hígado reproduciéndose, el cómo las células comenzaban a dividirse y a generar vida después de una ruptura. Tal vez mi corazón había comenzado a sanar. Tal vez había comenzado el proceso de autoreproducción y autosanación para ya poder volver a amar.

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Damien Rice (cover Piano y Vocal por J.D.) , "The Blower's Daughter", del album "O"

lunes, 22 de junio de 2009

Susukis (4)



Parte 4.


Al despertar por la mañana el techo blanco de la habitación del hotel se parecía a una sábana arrugada y sucia. Sin moverme contemplé aquella habitación. Hacía frío y me encontraba aún más frío sintiendo la soledad que poco a poco en la madrugada se había colado dentro de mí. Esa mañana fui a trabajar a la empresa como si en mi vida personal nada anormal hubiera pasado. Las horas transcurrieron lentas y pegajosas mientras mi cerebro se parecía a una esponja hinchada de tanto pensar y presionarse. Decidí volver al mismo bar donde había conocido a Izumi aquel día. Me volví a sentar en la misma mesa, junto al vidrio. No había casi nadie en el local. Tomé un café, luego otro. Una mujer negra con un cartel de Greenpeace se movía de esquina a esquina en señal de alguna protesta. Unos pequeños copos de nieve comenzaron a caer. Algunos quedaban sujetos al vidrio y se disolvían a la vista en el instante, otros se posaban delicadamente en todos los objetos y cosas que encontraban en la intemperie de la calle. Los copos me hicieron recordar las hojas de los árboles de papel de los cuales Izumi me habló aquel día en el mismo bar. Sonreí, luego me entristecí. En tan poco tiempo mi vida había dado tantos vuelcos que yo no me reconocía a mí mismo. Pensé por un instante que mi verdadero yo interior había tomado completo control de mi cuerpo y se había materializado. Esa sensación me horrorizaba, pero después de todo no era algo tan loco de pensar. Mi vida parecía una verdadera comedia, un humor negro la recorría, una tragedia griega le quedaba algo corta de mangas. Un par de jóvenes entraron al bar y colocaron una moneda en la máquina de música. Una canción de U2 impregnó el lugar. Me dejé llevar por el sonido, la voz de Bono, y la soledad del lugar. Arrollé bolitas de papel con las servilletas mientras seguía mirando el ir y venir de la mujer negra por la vereda de enfrente. El cartel de Greenpeace hablaba de parar, de basta ya, de cambiar el rumbo. Órdenes. Mandatos. Correcciones. Eso necesitaba yo. Eso necesitaba mi vida. Tal vez aquella mujer también portaba un mensaje para mí, uno nunca sabe como la vida puede expresarse ni de qué manera.

Los días pasaron sin nada que alterara su tranquilo curso. En la empresa todo seguía tranquilo. De vez en cuando algún que otro cimbronazo pero nada de otro mundo. Entonces me dediqué a meditar. Una tarde cuando todo el mundo abandonó la sección me acomodé en mi sillón junto al enorme ventanal. Abrí el portafolio y saqué la carta de Izumi, la misma carta que Inés me había entregado y había leído a vuelo de pájaro. Atardecía, estaba nublado y frío. Con las últimas luces solares releí la carta palabra por palabra. Busqué mensajes ocultos, busqué alguna señal que me delatara el paradero de Izumi o algún indicio de lo que ella realmente sentía y me quería expresar en aquellas pocas frases, pero no encontré nada. Por un instante me imaginé a Izumi escribiéndola de madrugada a la luz de una lámpara en la soledad de su casa. Palpé la viscosidad de su dolor, el calor de sus pensamientos y logré saborear apenas la amargura de su tristeza y un dejo de amor imposible. Por primera vez, aunque sea en pensamientos, había logrado salir de mí mismo y me había compenetrado en una imagen volátil de Izumi. Recliné el sillón y poniendo la carta sobre mi pecho perdí mi mirada en el cielo gris pintarrajeado de anaranjado. Mis pensamientos se elevaron hasta ese cielo increíble y me quedé ahí, suspendido, extraído de mi propia consciencia. Al bajar, al regresar a mi cuerpo material, observé la foto de Inés y las niñas que aún se encontraba en un portarretratos sobre mi escritorio. Parpadeé un par de veces y sentí como un puñado de lágrimas comenzaron a caer por mis pómulos. Se sentían heladas, dañinas. Inmediatamente me las sequé. No di tiempo a nada, mucho menos a expresar el dolor interno. Aún la ambigüedad flotaba dentro de mí, aún no podía sacarme a Izumi de la cabeza y eso suponía una profunda traición hacia el amor de Inés, si aún existía amor en ella hacia mí, claro estaba.

Fue entonces que recordé una tarde de playa cuando era adolescente. Esa imagen se posó rápidamente en mí tal como si quisiera mostrarme que aquello que había sentido volvía a repetirse. Era verano y yo había salido a caminar por la playa con mi novia de aquel entonces. Caminábamos de la mano sin reparar en nada. La tarde estaba tormentosa y el cielo se mostraba amenazante. Tan amenazante que en un momento titubeamos de ir. En mitad del camino se largó una intensa lluvia y el oleaje comenzó a moverse bruscamente. Corrimos para lograr guarecernos. Sin embargo una ola se levantó delante de nosotros y amenazó con taparnos y robarnos de la playa. La ola era enorme, casi gigantesca.
Corrimos.
La ola pasó por encima nuestro como una sombra omnipotente con una ambiciosa voracidad. Fue la primera vez en mi vida que tuve miedo y la sensación de morir. Esa nueva sensación que recorrió el interior de mi cuerpo dotó de información a mi interior. Le explicó el sabor de la muerte, las consecuencias del miedo, las consecuencias de nuestros actos. Al caer contra la playa la ola nos castigó duro. Nos esparció a ambos unos cuantos metros tierra adentro. Nos repusimos a los pocos días de las magulladuras y los dolores, sin embargo no volvimos a ser los mismos. Invisiblemente aquella ola nos había abofeteado de tal manera que nuestros interiores cambiaron. Al poco tiempo me separé de aquella novia, pero cada vez que nos volvíamos a cruzar en la vida recordábamos la ola y lo que sentimos en aquel instante.


Al año de estar separados Inés empezó a salir con otro hombre. Un arquitecto recibido en la universidad local. Enterarme de aquella noticia me tomó desprevenido y provocó una herida de machismo dentro de mí. No había sutura posible pero tampoco yo era quién para reprocharle a Inés y mucho menos truncarle su felicidad. A los seis meses de salir con aquel hombre me pidió el divorcio. Nos divorciamos una mañana de junio mientras las golondrinas retornaban a la ciudad. Al salir del juzgado nos despedimos con un beso en la mejilla y nos contemplamos por un instante sin decir palabra alguna. Ni la tibieza del sol nos calentaba el alma. En ese momento, mientras la miraba, pensé cómo las decisiones en una vida escriben nuestro destino. En milésimas de segundos pasaron momentos de felicidad vividos con ella como si fueran polaroids abarrotados en una caja de zapatos. Tuve la intención de tomarlas con mis manos y guardarlas en el bolsillo pero fue solo un impulso pues todo flotaba en mi imaginación. Por un momento sentí la misma sensación de aquella ola sobre mí. El miedo, el desasosiego y la invasión de una tristeza aplastante recorriéndome por completo el cuerpo. Se marchó con él. Se la veía feliz. Coloqué la carpeta con los papeles del divorcio debajo de mi brazo y me eché a caminar sin rumbo. Ahora el frío se me colaba por los huesos, entraba por mi nariz, recorría mis pulmones, los abrasaba y helaba mi corazón.

Al tiempo del divorcio recibí una encomienda por correo. Fue una mañana soleada. Llevé la caja a la cocina mientras tomaba un café. Mientras rompía los hilos que la envolvían sentí una leve sensación inquietante. Abrí la caja. Dentro estaban las fotografías de mis hijas y de mi vida con Inés. Me tiré sobre el sofá a repasarlas una por una. Sin poder medirlo, mis manos temblaban. Afuera de a poco el cielo comenzaba a nublarse. La luz amarillenta del sol pasó a ser una luz blanca filtrada a través de nubarrones semi grises. Todo alrededor comenzó a matizarse de una manera distinta y un sinsabor de a poco fue apoderándose de mí. Mis niñas naciendo, corriendo, jugueteando. Mis niñas en época de vacaciones, en sus primeros pasos de vida, mis niñas con sus primeros uniformes escolares. Inés y yo en el día de nuestro casamiento. Nuestra luna de miel. Nuestras fotografías de reuniones con amigos. Nuestras fotografías desnudos en una cama. Todo ahora era mío. Sólo mío. El tiempo feliz ahora estaba atrapado en aquellos papeles. Irremediablemente ya nada podía cambiar. Un día, tras conocer a una mujer, eché ciertos dados al viento y ellos decidieron mi suerte y con ellos yo mismo mi destino. Con el pasar del tiempo había ido logrando darle forma a un entendimiento razonable sobre mis actos, había intentado esculpir mi culpa en todo aquel asunto y en qué lugar de mi vida encajaba cada personaje al cual yo había agraciado o perjudicado. Sin embargo, ninguna conclusión me llenó, y muchos menos me hacían feliz.

Acomodé las fotografías por orden cronológico dentro de la caja y con ella apoyada en mi vientre perdí mi mirada por el ventanal observando como el cielo se convertía en una nebulosa grisácea sin forma. Las yemas de mis dedos me hablaban de la aspereza de los bordes de la caja y de la suavidad de los lomos de las fotografías. Hipnotizado en aquellos pensamientos el sonido del teléfono con una llamada entrante me rescató.

- Hable… -dije con una voz lastimosa.
- Hola…
- ¿Sí, quién habla? – pregunté sin siquiera pensar.
- Yo, Izumi.

La imagen de susukis meciéndose bajo aquel cielo gris se dibujó en mi mente.

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SIA, "Breathe Me", del albúm "Colour The Small One"

sábado, 20 de junio de 2009

Susukis (3)



Parte 3.


Del espejo retrovisor colgaba una vieja medalla. Siempre la tengo allí, perteneció a mi madre. La carretera se mostraba solitaria, estupenda para conducir y escuchar música. Puse un disco compacto con un tema indie, algo sobre un corazón atómico decía la letra. Me encanta ese tema. No sabía de qué banda era, eso siempre me pasa, solo me percato de la música en sí. Soy de los hombres que eligen minuciosamente su música y la escucha siempre, tal como usar una camisa preferida o un jeans preferido. Viajaba hacia Ushuaia. La empresa me había encomendado hacer negocios allí. Hacía tiempo no veía a Izumi, después de aquel día que la dibujé e hicimos el amor no volví a verla. Ella había renunciado a la empresa aludiendo causas personales y sin más desapareció de mi vida. Cuando me enteré de aquella noticia sentí un fuego recorrer mis sienes. Una impotencia terrible, tal como si te arrebataran de manera injusta algo que había comenzado a ser imprescindible para tú vida. Sin embargo no volví a verla.

Los meses pasaron y no tuve noticias de Izumi. Con el tiempo las heridas van sanando y el corazón comienza por solaparse hasta que una luz de aviso nos indica que estamos nuevamente en marcha. Eso mismo sentí yo después de su partida. Iba de mi casa al trabajo y viceversa, como si fuese un autista. No demostraba a Inés mi sentir en absoluto pero por dentro corría la amargura como la lava serpenteante de un volcán joven. En medio del camino observé la cordillera de los Andes y me dieron ganas de bajar a estirar las piernas, de descansar. Estacioné en la banquina y caminé unos buenos metros adentrándome en un campo. Me puse en cuclillas y contemplé la cima nevada de la cordillera. La ventisca helada me quemaba la piel de mi cara pero no me negaba al goce de ver aquella maravilla. Me senté en suelo y dejé libre mi mente. Pensé en Inés, en mis hijas, en mi vida. Inmediatamente Izumi apareció entre mis pensamientos. Todo parecía un ovillo de hilo enredado, no había nada claro en mi cabeza, todo era una maraña.

Desde niño siempre pensé que era difícil encontrar personas ciento por ciento compatibles con uno mismo en la vida, y ahora, ya de adulto, aquella teoría de niño se había vuelto una completa realidad. Volví a mi casa después de más de treinta días de recorrido por el sur de mi país. Al ingresar a la cocina vi a Inés sentada a la mesa con sus enormes gafas de sol puestas.

- ¿Te pasa algo? –pregunté asombrado. Verla así me causó impresión. Inés no era una mujer que hiciese locuras, pero aquello de estar con gafas oscuras en la cocina casi a media luz rayaba los límites de la cordura.

- Nada. ¿Las gafas?, no te preocupes, solo me las probaba para ver cómo me quedaban disimulando las ojeras.

Me senté enfrente, y ambos quedamos mirándonos en silencio. Podía observar por el rabillo de mi ojo cómo las flores de las macetas de la ventana se mecían al viento. Era una tarde ventosa, un tanto rara, de esos momentos en los que parece que el tiempo susurra cambios o trae mensajes que posteriormente te van a sorprender. Inés puso las gafas sobre la mesa, me miró fijamente y sacó de su bolsillo un sobre. Era una carta, de Izumi. Al ver el remitente sentí terrible presión sanguínea en mi aorta. Levanté la vista y volví a mirar a Inés. Ella me contemplaba expectante.

La carta estaba en medio de la mesa. Ninguno de los dos decía nada.

- ¿Es para mí? –pregunté estúpidamente. Es que en momentos así uno no sabe cómo actuar. Mi esposa no es una mujer idiota, y tampoco una persona a la que se le pueda mentir ni que yo le quisiera mentir descaradamente. Pero en ese momento necesitaba actuar, no sé porqué tuve aquél arrebato pero fue lo primero que me vino en mente decir.

- Es para ti. Creo que debes conocer bien quien es la persona que te lo envía. Tiene un nombre japonés. Es curioso, jamás me hubiera imaginado que mi esposo me engañara con una oriental. –dijo Inés de manera provocadora y fría.

Fue en ese momento que tomé el sobre, me levanté, fui hasta la ventana y lo abrí. Era una carta de amor de Izumi. Por un instante mi mundo se oscureció y sentí la imperiosa necesidad de que alguien, no sé quién, llegase con una antorcha y me rescatara iluminándome el camino de salida. Volteé y miré a Inés.

- Me gustaría mucho que tomaras tus cosas y hoy dejaras la casa. Las niñas y yo estaremos bien. Resuelve tus cosas, Juan Manuel, y tal vez algún día cuando el dolor que ahora siento en el pecho se me pase podamos sentarnos de nuevo frente a frente a charlar de lo que era nuestra relación un minuto antes de haber tenido esa carta en mi mano.

No dije nada. Cogí el saco, las llaves del automóvil, y salí de la casa.

Tenía ocho años cuando jugando quedé aprisionado en el placar de mi habitación. Sin querer giré el herraje y éste se rompió dejándome encerrado en aquella caja de madera. La única luz que se filtraba era la del hueco de la llave. Era la única conexión entre el mundo de adentro y el de afuera. Yo estaba en el de adentro. Los primeros minutos transcurrieron con incertidumbre pero luego el miedo comenzó a subir desde la planta de mis pies hasta mi cerebro. Grité con todas mis fuerzas, desesperadamente. Necesitaba salir de aquella oscuridad, pero los gritos eran en vano pues mis padres habían salido. Me senté en el piso y puse mi cara contra mis rodillas. Comencé a llorar y a cantar una melodía de Barbra Streisand que solían pasar por la radio. Imaginaba monstruos a mí alrededor acechándome y burlándose de mi situación. Sentí la soledad abordarme por todos los costados de mi cuerpo, penetrándome a través de mi piel como diminutas agujas. Fue entonces que caí en la cuenta que ya no lloraba y tan solo cantaba aquella melodía. La oscuridad se había vuelto más espesa y ya casi no podía distinguir la luz de la cerradura. Pensé que moriría allí, que mis padres jamás sabrían donde habría perecido. Imaginé el miedo y la desesperación de mi madre, el enojo de mi padre por ver a mi madre mal por mi culpa. De repente la puerta se abrió y una luz fuerte me lastimó los ojos. Tardé un rato en poder ver normalmente. Entonces vi a mi madre sonriente, en cuclillas, mirándome fijamente. La distancia entre ella y yo parecía de la longitud de un puente de varios kilómetros cuando en realidad tan solo nos separaba no más de un metro. Dentro de mí sentía alegría y ganas de abrazar a mi madre porque ya me sentía liberado de la opresión, pero algo invisible me mantenía estaqueado al piso.
“Juan Manuel –me dijo mi madre- ya se ha acabado, puedes salir.”
Y por primera vez sentí alivio a mí alrededor. El oxígeno circundante ya no estaba cargado de ese miedo que tanto me había oprimido dentro del aquel encierro. Salté a los brazos de mi madre y supe entonces que en sus brazos estaba seguro.

Me senté en el automóvil. Contemplé la casa desde todos los ángulos. El césped, los techos, los juegos de las niñas, la cerca, la vieja silla del patio, el llamador de ángeles que colgaba de la galería. Todo parecía no percatarse de lo que había sucedido y del dolor que yo había provocado. Adentro, Inés, mi esposa, seguramente sufría como pocas veces había sufrido en su vida. Cerré los ojos e intenté imaginar a mi madre en cuclillas con sus brazos extendidos. Necesitaba sentir la seguridad de sus brazos y la suavidad de sus caricias. Había lastimado y de alguna manera lo había hecho sabiendo. Quité de mi mente la imagen de las niñas preguntándole por mí a Inés. Esa imagen me dolía. Tragué saliva, encendí el motor y muy despacio comencé a marcharme por las calles del barrio. El gran danés volvió a ladrar a mi paso. Por un instante el perro y yo cruzamos una mirada y ambos nos sentimos habitando el mismo mundo. Ya saliendo del barrio, al tomar la carretera en busca de un hotel para pasar la noche, me sorprendí al escucharme tararear aquella melodía que cantaba de niño. Dejé de cantarla y coloqué un disco compacto en el reproductor. Otra vez aquella canción que hablaba de un corazón atómico. Me imaginé mi corazón siendo atómico, destructivo y cuanto poder tendría su onda expansiva. Me aferré al volante, aceleré y me adentré en la ruta cuando ya caía el atardecer.

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Zoé, "Corazón Atómico", del album "Memo Rex Commander y el Corazón Atómico"

miércoles, 17 de junio de 2009

Susukis (2)



Parte 2.


Las semanas siguientes pasaron sin novedades. Izumi no apareció por el ala donde queda mi oficina y no la crucé jamás dentro de la empresa. No me extrañó, era algo posible, desde luego. Sin embargo en mi casa mi esposa notó cierta conducta inusual en mí. Por más que lo disimulara aquel beso con Izumi había abierto una grieta profunda dentro de mi ser y algo, invisible y escurridizo, se había lanzado en la búsqueda de mis sensaciones y fibras más íntimas. Seguramente ese algo había aflorado ciertas señales a mi superficie y mi mujer las había receptado. Todo podía ser, después de todo quien menos se percataba de esos cambios era yo.

Una mañana después de llevar las niñas al colegio volví a casa a buscar unos papeles para la oficina. Inés, mi esposa, preparaba su desayuno en la mesada. Aún no se había cambiado y lucía solo su ropa interior. Al verla tuve un fugaz deseo, pero inmediatamente desapareció. Se extinguió como un punto en la pantalla de un televisor con tubo agotado. Supe en ese instante que algo había empezado a cambiar dentro de mí. Que no sintiese aquella atracción sexual tan fuerte que el cuerpo de Inés provocó siempre en mí seguramente era una clara señal de alerta pero sin saber a qué. Sin embargo, ella al verme se me acercó de una manera erótica, lo cual me inhibió bastante.

- ¿Pasa algo?, ¿acaso no te atrae verme así vestida?, las niñas no están y hace unos días no tenemos sexo.
- No, no me pasa nada. ¿Porqué me tendría que pasar algo?, solo que estoy apurado, he vuelto solo a buscar unos papeles para la oficina, eso es todo y la verdad que más allá que tenga ganas de tener sexo contigo ahora no puedo mi amor. –dije rápidamente para salir de aquella situación embarazosa.
- Te he notado raro Juan Manuel, desde hace un tiempo lo noto. ¿Me sigues amando?
- ¡Claro!, ¡qué cosas dices, Inés!, ¿porqué se te ocurren ese tipo de cosas a esta hora de la mañana?
- No, no es por la hora ni por la mañana, lo noto desde hace un tiempo y la verdad lo he callado. Pero ahora te lo he dicho y tú respuesta, la verdad, no me satisface del todo.
- No pasa nada mujer, no me pasa nada. Te sigo amando como desde el primer día, a tí y a las niñas.

Y de un portazo salí de la casa y me senté en el automóvil. Apoyé por un instante la cabeza sobre el volante y dejé mi mente en blanco por unos segundos. Desde la cerca del vecino un perro gran danés ladraba como si nunca me hubiera visto en el vecindario (tal vez no me hubiera visto nunca, pues casi no estaba en casa por mi trabajo). Encendí el motor y me marché a la oficina.

Hay un radar receptivo en ambos sexos que enciende una luz de emergencia cuando detecta que el otro ya no es el mismo. A Inés esa luz se le encendió. Ella lo sabía y ahora yo lo sabía. Si bien yo no notaba en qué había cambiado dentro de mi matrimonio, mi esposa sí lo había notado, y eso era una clara señal de turbulencias en mi pareja. Pasé varios días yendo a la oficina y volviendo a casa como un caballo con anteojera, sin mirar ni pensar nada más que en mi propia rutina. Durante esos días hice el amor con Inés. Ella llegaba placenteramente a los orgasmos y yo tan solo me excitaba en verla llegar, pero yo no llegaba. Lo curioso es que no me sentía frustrado. Tal vez el mismo hecho de complacerla me devolvía una retroalimentación positiva hacia mi libido. La mente y el sexo muchas veces producen recetas únicas que solamente funcionan con determinados individuos y seguramente yo era uno de ellos. Una de las noches, después de hacer el amor, me senté a comer un caramelo de limón al lado de la ventana de mi habitación. Lloviznaba pero dentro hacía calor. Inés dormía placenteramente, extasiada después del sexo. Las tímidas gotas de lluvia chocaban contra la hierba y acariciándola se hundían en la tierra impregnándola y haciéndola emanar ese olor a tierra mojada tan característico. Esa misma noche volví a pensar en Izumi. El hecho de que aquellos pensamientos comenzaran a flotar en mi mente me ponía nervioso y me arrojaban nuevamente a ese abismo de pensamientos sin explicaciones ni resoluciones. Salí al patio, descalzo, con la intención de sentir la hierba mojada bajo mis pies y la suave llovizna recorrer mi cuerpo. Caminé un rato en círculos recorriendo los límites de la casa. Contemplé las casas vecinas, las calles solitarias, las cercas, los árboles, los nubarrones espesos y densos que se movían lentamente por el cielo. Todo parecía un escenario ideal para que aquellos pensamientos se abalanzaran con más fuerza hacía lo más profundo de mi mente. Salté la cerca y caminé por el medio de la calle contemplándolo todo. Estaba empapado pero no lo sentía. Tampoco sentía la frialdad del pavimento bajo mis pies desnudos. Dentro de mí corría una imperiosa necesidad de purificación, de ordenamiento de ideas y de ese tipo de cosas que surgen cuando uno realmente siente que está confundido. Al cruzar la segunda bocacalle en un baldío me detuve. Unos hermosos susukis eran bañados por la llovizna. Inmediatamente sentí que aquella imagen era una especie de señal pero no sabía tampoco de qué tipo o porqué aquello se presentaba delante de mí, tan solo supe en ese preciso instante que ya empezaba a ser hora de comenzar a averiguarlo.

Me encontré con Izumi en la cafetería de la empresa. Nos saludamos como siempre y ninguno de los dos demostró nerviosismo o algún gesto que fuera distinto a los ya acostumbrados. En ese momento sentí que tal vez aquel beso en la costanera no había significado nada para ella. No dejaba de ser un alivio y una salida a mi nerviosismo interior. Se perfilaba como la mejor salida para reordenar mis ideas y quitar aquellos pensamientos que me mantenían nervioso por culpa de aquella mujer misteriosa que se había colado en mi vida. Me senté en una mesa para dos personas a tomar un café. Izumi se sentó también. Me tomó de sorpresa.

- ¿Pensaste que me había olvidado de tí? –dijo Izumi.
- No. Solo te saludé y me saludaste y punto. No pensé nada en especial.
- Pues no me he olvidado de vos, todo lo contrario, siéndote sincera te he pensado cada día desde la última vez que nos vimos. No quiero que pienses que beso a cualquier hombre o que lo hago como algo rutinario y sin sentimiento. Me dolería mucho si pensaras algo así. Supongo que te besé porque sin pensarlo me dejé llevar por lo que en aquel momento sentí. ¿Me comprendes?
- ¡Claro!, lo mismo me pasa a mí, Izumi. Después de aquel beso yo también te he pensado y la verdad que no puedo quitarte de mis pensamientos. Vaya donde vaya y haga lo que haga ahí estás tú.

Izumi sonrió.

En el preciso instante que se producía su sonrisa sentí que una vez más el hechizo se echaba a correr. Una vez más sentía que aquella menuda mujercita se me colaba hasta los huesos, traspasándome la piel, modificando mi percepción del mundo y movilizando mi libido. Increíblemente eso sucedía cuando ella sonreía cercanamente a mí. Al salir del trabajo nos juntamos en el estacionamiento. Me ofrecí llevarla a su casa y ella aceptó. Muchas de las cosas que yo comenzaba a hacer o decir mientras ella estaba cerca de mí no tenían lógica según mi conducta normal. Increíblemente la cercanía de Izumi movilizaba ciertas facetas de mi personalidad y exponía una vulnerabilidad atroz de mi parte.

Vivía en unos monoblocks a las afuera de la ciudad. Era un lugar bonito y agradable cargado de pinos y rosedales que circunscribían todo el predio. Estando allí uno se sentía como en medio de un bosque virgen. Era una bella sensación. Al bajar del automóvil caminó unos metros y se volvió sobre sus pasos.

-¿Quieres pasar?, tengo café caliente. No es obligación, pero no tengo problemas en invitarte.
-Ok, tan solo unos minutos, no hay problema.

Entonces por segunda vez no pude resistirme y acepté.

Un bonito sofá decoraba el centro de la habitación y unos enormes floreros repletos de flores secas daban una increíble sensación minimalista. Izumi colocó un disco compacto de música indie, mi favorita, y entonces me estiré en el sofá y me relajé. Increíblemente me encontraba en la casa de aquella mujer que se había avalanzado en mi vida como un águila sobre su presa. Tomamos un café cargado y hablamos de cosas superficiales. Luego me mostró sus albumes de fotografías, su colección de discos compactos y un par de poemas que había escrito. Izumi era una caja de Pandora. Estaba repleta de cosas fantásticas que no dejaban de maravillarme. Cada nueva cosa que descubría de su personalidad o vida me atrapaban completamente más y más.

- Dime Juan Manuel ¿tienes algún hobbie o algo que te guste hacer en tus ratos libres?
- Hmmm no lo sé, bueno, se podría decir que sí, me gusta dibujar, pintar, pero tan solo a manera de pasar el momento, nada profesional, tú sabes.
- Sí, ¿y qué pintas o dibujas?
- Lo que surga, nada en especial.
- ¿Me dibujarías?
- ¿Dibujarte?, ¿yo?, ¿a ti?, pero mira que solo soy un dibujante amateur.
- No importa, ¿lo harías?
- Sí, claro.

Entonces desapareció por un instante y al reaparecer trajo consigo papel y grafitos. Los dejó delante de mí, sobre la mesa ratona. Se retiró un par de metros y lentamente comenzó a desnudarse. La sangre recorrió mis venas como un ácido quemando todo lo que a su paso encontrase. No podía dejar de mirar su bello y exquisito cuerpo, sus curvas, su piel dócil a la luz de la lámpara. Tragué saliva y permanecí quieto sin saber qué hacer. Se sentó sobre un sillón en posición fetal y mirándome fijamente me pidió que dibujara libremente lo que yo observaba. Pero no pude. Me levanté y cayendo de rodillas al lado del sillón recorrí con mis manos sus curvas sintiendo la tibieza y la sensación placentera que aquella acción me transmitía. Acaricié sus pechos, jugué con sus pezones, recorrí con mis dedos sus labios, presencié la firmeza de sus nalgas y la dureza de sus muslos, percibí el olor de su piel y el brillo de su pelo. Ella tan solo cerró los ojos y se entregó como un animal a su dueño.

- ¿Te acuerdas de los árboles de papel de los cuales te hablé el día que nos encontramos en el bar? –dijo con los ojos cerrados.
- Sí –respondí en voz baja- mientras no dejaba de acariciarla.
- Cierra los ojos ahora Juan Manuel, y mientras me acaricias imagina que ambos estamos en un mundo lleno de árboles de papel con el piso lleno de hojas que lo hacen todo mullido y suave. Y en ese mundo donde nada nos presiona y nada nos condiciona, en ese mundo donde ambos somos libres y hacemos lo que sentimos y deseamos, tú me haces el amor. Siéntelo. Piénsalo.

Cerré los ojos y me imaginé la escena. Viví la escena. Deseé la escena. Cuando volví a abrirlos la vi mirándome con sus ojos brillantes y en ese instante supe que aquella escena imaginada necesitaba hacerla realidad.

Y así lo hicimos. Volamos juntos, muy alto, sobre valles de papel.

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Jem, "Flying High", del albúm "Finally Woken"

sábado, 13 de junio de 2009

Susukis (1)




Parte 1.


Trescientas fotocopias y más de cincuenta hojas membretadas estaban abarrotadas sobre el escritorio. Hubo un momento que miré todo aquello y pensé que debía largarme de la oficina, además ya atardecía. Siempre lo mismo –pensé- siempre papeles, papeles y más papeles. Cerré la oficina y me dirigí a la estación del metro. Hacía frío, era invierno, y el sol ya no calentaba, más bien ya estaba intentando escabullirse. Antes de tomar el tren decidí tomarme un trago. De vez en cuando solía hacerlo, pues me sacaba del estado hipnótico en el cual me sumían los papeles y las presiones diarias de mi trabajo. A mi lado una señora sexagenaria tomaba una copa de ron. Más allá una pareja sorbía un café caliente y charlaban sin desviar sus miradas el uno del otro. Había poca gente en el bar, todo el mundo caminaba presuroso en busca de un tren antes de tiempo o en busca de sus automóviles en los estacionamientos. Tal vez el único loco que disfrutaba de los atardeceres y noches de invierno era yo. Pedí un whisky con hielo. Me ubiqué en una mesa a orilla de la vidriera. El vidrio estaba helado pero la visión era buena, se podía ver desde allí a las personas pasar abrigadas y sumidas en sus pensamientos como si todos hubiesen decidido huir en una manada ordenada. Sorbí despacio el whisky, dejé mi mente en blanco y ubiqué un punto en la nada para mirar mientras me acomodaba plácidamente en la silla. Era un bar alejado del centro, estaba al costado de la estación, lo había visto varias veces pero nunca había entrado y la sensación que me llevé en aquel momento era de un lugar acogedor y sencillo.

Al rato de estar allí la puerta se abrió y entró mi compañera de trabajo. Una linda mujer de facciones refinadas y de baja estatura. Apenas me vio me saludó con la mano y un gesto cansino. Respondí con un saludo. Pidió algo de tomar en la barra, mientras yo seguía observando por la ventana. A veces he pensado que pasamos mucho tiempo cerca de personas que nunca llegamos a conocer, ese era el caso de aquella mujer y yo, y nunca hacemos nada por evitar esas situaciones. Trabajábamos en la misma empresa desde hacía años y ni siquiera sabía su nombre, ni donde vivía, ni siquiera su puesto. Eso sí, nos saludábamos siempre cordialmente, pero una especie de muro invisible nos separaba y ninguno de los dos podía observar que había más allá de aquella línea invisible que todo lo ocultaba. Permaneció inmóvil en la barra durante un rato largo observando su copa de manera un tanto hipnótica. Aquella inmovilidad me inquietó. Al rato me acerqué a ella. No sé que me impulsó a hacerlo pero lo hice.

- Hola, ¿qué tal?

- Hola

- ¿Puedo sentarme un rato si no te importa?

- Claro, después de todo trabajamos juntos en la misma empresa, ¿no?

- Sí, y curiosamente no sabemos en qué puesto ni el nombre el uno del otro –repuse.

- Te equivocas –dijo mirándome fuertemente- tú nombre es Juan Manuel López y estás en el área contable.

Por un minuto no supe que decir. A decir verdad aquella mujer que durante tantos años había visto ir y venir dentro de la empresa y que convivía en aquel edificio muchas horas conmigo ahora, de repente, parecía saber exactamente de mí muchas más cosas que yo de ella. Pero, ¿por qué las sabría?, creo que ese fue mi primer pensamiento ante la sorpresa y lo que mantenía cierta presión dentro de mí.

- ¡Woww! –exclamé-, veo que sabes más de mí que yo de ti –dije con tono de sorpresa.

- Puede ser. –dijo mientras sorbía de su copa.

- ¿Y cuál es tú nombre?

- Izumi, me llamo Izumi.

- ¿Japonés?

- Sí, japonés, mi padre era japonés y mi madre latina, vinimos a América cuando yo era niña.

- Y dime Izumi ¿cómo es que sabes tanto de mí o porqué?

- Pues soy de interesarme en quienes me rodean y más si convivo con ellos varias horas de mis días. ¿Acaso no te ha pasado alguna vez de estar en la cola del metro y pensar cuanta gente desconocida hay a tú alrededor y cuan frío se ha vuelto el mundo?, pues bien, yo tomé la decisión de conocer a quienes me rodean a diario aunque ellos no se percaten de ello.

Algo había en Izumi que después de aquella respuesta me dejó contemplándola en silencio, como un tonto. Una sensación de desnudez interior me avasalló. De repente esa sensación se fue apoderando completamente de mí, ¿cómo explicarlo?, alguien, una desconocida, una mujer, se había interesado por mí. Creo que eso realmente fue lo que me sorprendió. Tal vez fuera porque mi esposa hacía mucho no se fijaba en mí, o tal vez yo en ella, o ambos no lo hacíamos por algún tipo de pacto silencioso elucubrado en la oscuridad de la convivencia. Pero Izumi con aquella afirmación me hizo sentir vivo nuevamente. Alguien había vuelto a fijarse en mí, sí, en mí. Quizás, a partir de aquel momento comencé a revivir. Tal vez todo estaba minuciosamente planeado por el destino.

- ¿Has imaginado un árbol de papel? –me preguntó Izumi con una bella sonrisa.

- No, a decir verdad no. ¿Un árbol de papel?, ¿y cómo sería un árbol de papel?

- No lo sé bien, pero me lo he imaginado siempre con unas bonitas flores blancas, de papel claro, que jamás caen al suelo salvo para crear otro árbol de papel, tan solo flotan en el aire y el viento las dispersa llevándolas miles y miles de kilómetros hasta que caen. Y no importa donde caen pues donde quedan reposando un nuevo árbol de papel nace.

- ¡Woww!, ¿y en ese mundo existen muchos árboles de papel? –pregunté con sorpresa.

- Depende.

- ¿Depende?

- Sí. Depende desde donde mires el mundo.

- Oye, ¿cómo es eso?, ¿cómo que depende desde dónde lo mire?

- Claro, si lo miras desde el aire, suponte que puedas volar, verías un mundo casi blanco, tal vez inmaculado, lleno de árboles de papel por doquier –dijo Izumi- en cambio si lo ves desde tú perspectiva al caminarlo tal vez lo verías como si fuese una biblioteca infinita llena de libros y hojas sueltas que se mueven al compás del viento.

Entonces hizo señas al camarero y pidió la cuenta. Por un instante creí ver un árbol de papel.

- Ya es hora de irme. ¿Quieres caminar? –me preguntó. No pude resistirme.

- Claro.

Salimos del bar y caminamos por la costanera del río. Aún el sol no se ponía del todo, unos pocos destellos dorados quedaban deambulando perdidos en el espacio. Eché una mirada a mi reloj pulsera, eran las siete de la tarde, mi esposa seguramente ya estaría intranquila esperándome en la casa junto a las niñas. Pero en aquel momento deseaba la compañía de Izumi, había algo en aquella mujer que me inquietaba ciertas fibras interiores. Las luces del paseo se fueron prendiendo con cierto compás. El frío y la humedad habían comenzado a descender pero no aminorábamos la marcha ni la charla. Tal vez por unos instantes me olvidé de todo mi mundo y me adentré a uno nuevo, distinto, en donde las presiones y el tiempo no existían. No estaba solo, una mujer que durante años había sido desconocida ahora era quien llevaba una antorcha y caminando delante de mí me mostraba el camino en aquellas nuevas tinieblas a las cuales había decidido adentrarme.

Llegamos al final del paseo y tan solo había un par de bancos, un buque pesquero maniobrando en el río y el sol ya completamente oculto. Las luces del paseo ya habían encendido completamente.

- ¿Nos sentamos? –me preguntó.

- Claro –dije confiadamente- y enfilé hacia los bancos.

- No, no, en los bancos no.

- ¿No?, ¿y dónde quieres que nos sentemos?

- Aquí, al lado de los susukis.

- ¿Susukis?

- Sí, la hierba -y me señaló unas plantas que decoraban el paseo- Amo venir a este lugar, suelo hacerlo muchas veces al salir de la oficina. Miro como los susukis se mecen con el viento. Me hace recordar a Japón cuando era niña.

Por un momento me quedé en silencio contemplando toda aquella escena. Entonces sin pensarlo la besé. Ella me volvió a besar. Nos besamos un buen rato.

Esa noche al regresar a mi casa mi mujer ya dormía y las niñas también. Tomé una botella de cerveza y me senté en una vieja silla del patio. Me sentía distinto, raro, como si un traje pesado y oscuro colgara de mi cuerpo. Nunca había tenido una aventura desde que me había casado, nunca había fijado mis ojos en otra mujer, nunca había besado a nadie más que a mi esposa. Contemplé mi mano que sostenía la lata de cerveza bajo la luz de la luna. Me toqué el rostro. Me refregué los ojos. Sorbí cerveza. Por un instante creí ver a Izumi al lado de la cerca. Volví a refregarme los ojos. No había nadie, tan solo era mi imaginación. Entonces pensé que la luz de la luna, a veces, te muestra cosas que no deberías ver.


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The Flaming Lips, "In the Morning of the Magicians", del albúm "Yoshimi Battles the Pink Robots"

jueves, 11 de junio de 2009

Los balcones de Murcia (fin)




5.


El resplandor azul de un televisor que se encendía en un departamento vecino me volvió a la realidad aquella noche de sábado. Habían transcurrido dos años desde la última vez que la vi. La vida, por esas cuestiones ininteligibles, nos había conducido por caminos distintos. Nos habíamos separado una tarde de octubre mientras charlábamos en la Plaza de las Flores. De común acuerdo, casi sin palabras, ambos asentimos con nuestra cabeza y nuestro corazón, dando así por sentenciada una separación que venía anunciándose desde hacía un tiempo. Aún siento la tibieza de sus manos desprenderse de las mías y cómo un frío repentino me invadió. Secándose las lágrimas se levantó del banco donde estábamos sentados, tomó mi cabeza entre sus manos y apoyándola en su vientre me acarició el pelo con una dulzura que jamás había percibido en otra mujer. Al poco tiempo se alejó caminando lentamente rumbo a la nada perdiéndose entre las personas y los grises de las calles.

Desde aquella tarde de octubre mi vida tuvo un duro proceso de luto. El laberinto que mi destino había elegido para mí era tremendamente intrincado y yo lograba descifrar los vericuetos con mucho trabajo y esfuerzo. La extrañaba, muchas noches la echaba de menos entre mis sábanas, y aunque otras mujeres pasaron por mi vida después de su partida yo siempre sentí la ausencia de su cuerpo bajo el tacto de mis manos y mi piel. Durante mucho tiempo pensé en nuestros días juntos y con eso me consolaba, pero por dentro sentía un vacío tan hondo como un abismo sin fin. Cada vez que los recuerdos me asaltaban paseaba por la Plaza de las Flores en busca de sosiego. Lo lograba a veces, y así cauterizaba aunque sea a medias mis heridas.
La noche anterior a nuestra separación mientras estaba dormido un ruido en mi balcón me despertó. Alguien arrojaba piedritas desde la calle. Al asomarme me sorprendí, era ella parada en medio de la calle a aquella hora de la madrugada, con un sonrisa pícara, haciéndome seña de que bajara.

Lo hice.

- ¿Qué pasa?, ¿qué hacés acá y a esta hora?, ¿porqué no subiste si tenés llaves? –le pregunté sorprendido.

Me besó suavemente durante un minuto completo con los ojos cerrados. Yo cerré los míos. Al cabo de ese tiempo ella volvió a abrirlos, se retiró y me siguió contemplando con aquella sonrisa y sin decirme palabra alguna.

- ¿Estás bien, mi amor? –pregunté esta vez.

- Claro, estoy enamorada de vos, pero aún así necesito que hablemos. –dijo mientras no quitaba su mirada de mí.

- Ok, hablemos entonces.

Lo hicimos. Hablamos durante un buen rato. Todo el mundo dormía, la calle estaba vacía y muy de vez en cuando alguna que otra persona caminaba por la vereda. Una humedad de locos había empañado hasta la luna y nosotros dos seguíamos sentados en el cordón de la vereda charlando.

- Algo en nosotros no va –me dijo al empezar a hablar- Hay algo que no puedo definir que me ahoga y me siento morir cuando eso me viene. No puedo decirte si es algo que haces o es algo que yo hago, pero ese “algo” no me deja ser feliz. Me siento que estoy parada frente a un laberinto y que tú estás en la salida del mismo y que debo atravesarlo todo para poder estar contigo, completamente contigo, ¿me puedes entender lo que digo?

Me sentí morir.

La observé y solo me limité a hacer una pequeña mueca de asentimiento con mis labios. Sólo eso. Luego la abracé. En ese instante muchas cosas rodaron por mi cabeza, pero ninguna fue negativa. La volví a besar y durante el tiempo que duró el beso entendí que una fisura, inesperada, había dejado salir parte de la magia del amor que nos teníamos; y lo que quedaba dentro del globo que nos acogía ya no era suficiente para dar vida al sentimiento. El globo estaba a punto de reventar y yo me sentía muy dentro de él. La sensación de un hombre dejado es horrible, se siente como la presión de mil bombas atómicas estallando juntas en la cabeza y en el medio del pecho (puedo imaginar que para una mujer debe ser algo similar). Aún así no lloré. La tomé de la mano y la acompañé a su casa. En el trayecto hablamos de cualquier cosa menos de nuestra separación. Sin embargo yo la notaba lejana, como si aquella mujer única a la que yo amaba hubiese dejado parte de su interior en algún perchero y tan solo su cuerpo hubiera salido a mi encuentro manteniéndose erguida y fría junto a mí.

- Te amo, eso lo sé, pero no puedo. Sé que es difícil entenderme pero es lo que me sale decirte, no puedo explicarte nada más, tampoco te pediré tiempos, me parece absurdo, tampoco te diré frases gastadas ni esperanzadoras. Necesito esto o te juro que sucumbiré. –dijo ya entre sollozos al momento de despedirnos frente a su casa.

Sequé sus lágrimas y dándole un beso en su frente sonreí. Esa sonrisa expresó mil palabras juntas provenientes de mi interior y creo que ella las entendió. Subió las escaleras, la perdí de vista y de mi vida. Un cartel de neón emitía chispazos. Un perro viejo dormía en la puerta de una casa vecina, los fresnos plantados en la vereda se mecían con la brisa y unas nubes grises oscurecían de a ratos el cielo. Ahora estaba seguro que ella había dejado de amarme y que había salido completamente de mi vida.



El resplandor del televisor seguía vivo y podía observar cómo por la pantalla parecían moverse cientos de gusanos digitales sin sentido y sin cansarse. Desde el sofá miré hacia el balcón del departamento que ella ocupaba, ya no había gerberas ni margaritas. Un cartel de “se vende” colgaba hacia la calle. Las cosas pasan, la vida pasa, me dije en ese momento. Y realmente aprendí que era así. Sin embargo aquella sensación de vacío me hacía sentir desprotegido, huérfano, y mantenía una sensación de cómo si me hubieran arrebatado algo que me era imprescindible de forma injusta. Cerré el libro que estaba leyendo, cerré las ventanas del balcón, apagué las luces y me acosté a dormir.

En los primeros días de noviembre mientras estaba de compras en el shopping nos cruzamos en uno de los pasillos. No había cambiado en nada. Estaba casi igual que aquella noche que nos despedimos pero sin embargo había cierta luminosidad en sus expresiones. Nos sorprendimos, nos saludamos, charlamos unos minutos de parados y automáticamente cruzamos un papel con nuestros nuevos números telefónicos. Recuerdo que al salir del shopping inhalé hondo y llené mis pulmones de aire puro, sintiéndome un hombre verdaderamente feliz. Me temblaban las piernas, pero de felicidad, no de miedo.

Una noche, después de aquél día del shopping, recibí una llamada. Era ella.

- Hola, quería hablar contigo –me dijo con vos queda- Después de nuestro encuentro del otro día he querido decirte algo pero no me he animado y ahora que tengo tú número telefónico he decidido hacerlo escudándome tras el auricular.

- ¿Y qué es eso tan importante que tienes para decirme?

- Que me casé, y fui mamá.

Enmudecí. Mantenía el tubo apoyado en mi oreja sin reacción alguna.

- Tenía que decírtelo, pero no podía mirándote a los ojos. –me dijo con un tono de voz nervioso.

- Está bien, has hecho bien en decírmelo. Me alegro por ti, seguramente serás muy feliz. –Mentí. Nada de eso sentía o pensaba, pero eran las palabras justas y necesarias para decir en aquel momento embarazoso.

- Gracias por entender. Y quiero que sepas que soy muy feliz de haberte visto de nuevo y que de alguna manera estés nuevamente en mi vida. –y colgó.

Entonces apagué las luces del departamento, tomé una silla y me senté a fumar un cigarrillo en el balcón. Pasé la palma de mi mano sobre la baranda y sentí la suavidad helada del metal dialogar con mi piel. Crucé los brazos y apoyé el mentón sobre ellos. Entonces lloré. No sé porqué, creo que fue de felicidad, porque en un instante comprendí que amar es también saber dejar ir, que amar significa desearle a alguien que es especial y fue parte de tú vida un camino feliz y éxitos en la búsqueda constante de la salida de su propio laberinto.


Fin.

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Jon Brion, "Theme", del soundtrack "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos"

lunes, 8 de junio de 2009

Los balcones de Murcia (4)



4.


En junio ella cumplió sus veintitrés años. El día de su cumpleaños no fue un día más, estaba cargado de sorpresas y agasajos por parte de sus amistades. Me gustó verla tan feliz. En un momento dado, mientras compartíamos unas cervezas con un grupo de amigos, pensé en nuestra diferencia de edad, en la tersura de su piel, en sus pensamientos jovenes y hambrientos y en su peculiar visión del mundo y de nuestra relación. Increíblemente deseé que no existieran los cumpleaños pero solo los muertos no cumplen años, y ella y yo no lo estábamos.

- Feliz cumpleaños –le dije y seguidamente la besé en sus labios.

- Gracias –me dijo sonriente mientras acomodaba su cara en mi pecho.

Por un instante me sentí mayor que ella aunque justamente en ese instante nuestra brecha de años era menor. Es difícil entender muchas veces a nuestro cerebro y más en los momentos que juega a las escondidas con nuestro sentir. Aquel día de su cumpleaños me sentí completamente extraño, haciéndome preguntas que tan solo dejaban signos de interrogación abiertos y ninguna respuesta era la adecuada, o al menos no me interesaba que lo fuesen pues una equivocada tendría el suficiente poder del aleteo de una mariposa para derrumbar el frágil mundo que intentábamos construir.
Cenamos una ensalada acompañada por medallones de lomo. Vino blanco. A ella le encantaba.

Después de cenar nos sentamos en mi balcón, abrazados, en silencio. Las gerberas y las margaritas de su balcón se balanceaban casi imperceptiblemente con la brisa nocturna dando la increíble sensación de vivir la vida en cámara lenta. Me gustaba imaginar aquella idea. Mi vida en cámara lenta, el tiempo avanzando a cuenta gotas, ella y yo suspendidos en el tiempo. Me daba la impresión que necesitaba una realidad que me asegurara la eternidad, es decir, quería que el tiempo no siguiese avanzando. Aquel cumpleaños había traído a mi vida una bocanada de aire helado despertando mis pensamientos más remotos y mis miedos más oscuros. Pero nada imaginado, todo tenía el suficiente poder real para ser tangible. Me abrazó fuerte, supuse que tendría frío.

- ¿Crees que soy mediocre? –me preguntó en voz baja con su boca pegada a mi oído. Me sorprendí, la pensé dormida, pero sin sobresaltarme pensé la respuesta mirando la nada.

- No.

- Si hay tantas mujeres por ahí, lindas, inteligentes, sensuales, ¿porqué yo?

- No lo sé. Tal vez debería preguntarte lo mismo yo también a vos.

- Si lo hicieras te respondería muchas cosas distintas. Creo que día a día me imagino un porqué distinto de estar con vos.

Esa madrugada llovió. Mientras ella dormía yo contemplaba como la lluvia bañaba las gerberas y las margaritas de su balcón. “Hoy cumplió veintitrés”, pensé mientras imaginaba dieciocho velas luminosamente alumbrando la oscuridad de la habitación. Una sensación con poder de cambio me invadió por completo y entonces la apreté un poco más fuerte contra mi pecho. Ella dormía plácidamente. Podía sentir la tibieza de su respiración en mi cuello, sus senos cálidos sobre mi pecho, mi mano en su nalga, su olor dentro de mí. Por primera vez después de años de desearla y pensarla aquella jovencita adolescente parecía enamorada de mí. Aquel amor prohibido y casi desencajado había tomado cierta forma abriéndose camino a pesar de todo, tal como un brote nuevo a través de la tierra fértil. Sin embargo ahora yo era el que tenía miedo a un futuro incierto plagado de incertidumbres y de grandes cambios.

Decidí salir a caminar. La lluvia había parado. Una luna llena diminuta estaba posada altivamente sobre la ciudad. Caminé sin rumbo durante un buen tiempo. Un par de prostitutas me ofrecieron sus servicios a los cuales respondí con un gesto de agradecimiento pero seguí caminando. No me interesaba tener sexo nada más que con ella. Caminaba respirando profundamente el aire fresco de la madrugada. Mientras lo hacía miré otros balcones de Murcia, todos eran similares al mío, al de ella, y tal vez detrás de ellos había historias como la nuestra. Un viejo vagabundo me pidió monedas. Le di. Un par de lesbianas se besaban en la oscuridad de un banco de la plaza. Todo pasaba bajo la misma luna, en la misma noche de junio. Todos aquellos seres vivían sus vidas como les era ofrecida, sin miramientos, tan solo disfrutándola y sobrellevándola como podían. Yo era igual que ellos. Regresé al departamento y entré en silencio. Ella seguía durmiendo plácidamente ignorando por completo mis idas y venidas en la madrugada. Me senté sobre la cama y la contemplé un buen rato. Una oleada de viento fresco se coló por el balcón y un perfume de flores dulces impregnó la habitación, fue entonces que acomodé su pelo detrás de su oreja y besé su frente con mucho cariño. Me acomodé en posición fetal a su lado y me quedé contemplándola en absoluto silencio. Fue un momento inapreciable, de esos que son simples, agradables y tremendamente poderosos, con tal poder que escriben a fuego en nuestra memoria. Realmente estaba feliz de que aquella mujer estuviera desnuda en mi cama. La amaba. De repente despertó brevemente y me brindó una bonita y breve sonrisa, yo hice lo mismo, entonces deslizándome entre las sábanas abracé su cuerpo desnudo y lo acurruqué junto al mío. Ella se despertó aún más. En la oscuridad de la habitación permanecimos inmóviles en aquella posición y con una voz queda hablamos de muchas cosas que tan solo nosotros dos podíamos entender.

Así, nos quedamos dormidos.



Nota del Autor: la música que complementa este capítulo es una de mis preferidas, pertenece al soundtrack de la película "Lost in Translations" (Perdidos en Tokio)


The Jesus and Mary Chain, "Just Like Honey", del album debut Psychocandy

viernes, 5 de junio de 2009

Los balcones de Murcia (3)



3.


- Eres bella. -susurré para mis adentros y seguí sumergido en mi visión. Así la contemplé durante un largo rato sin que ella se diera cuenta.


El otoño de 2010 ya estaba presente y sin querer un año había pasado ya. Tantas cosas pasan en un año –me dije-, tanto es lo que viene y se va, tantas sensaciones, tantas vivencias, tanto que casi no queda registro para cuando uno crece.

Ese día caminé y caminé por la avenida de La Sierra Espuña. Al llegar al parque natural me senté sobre un césped verde inmaculado. Extendiendo mis brazos, con la punta de mis dedos acaricié la brizna. Se sentía suave, muy suave. Mis ojos seguían clavados en el cielo celeste impoluto. Era una sensación increíble, casi imaginaria. Sentí una tibieza tenue y la dejé que me recorriera el cuerpo por completo. Había muchos grupos por doquier. Era un día de campo especial. No me importaba estar solo, al contrario, disfrutaba de estar en aquel hermoso sitio sintiéndome feliz. Observé como las montañas jugaban con las nubes y en sus cimas algo de nieve ya se dejaba ver. Entonces la vi. Sí, era ella. La misma mujer que tantos años atrás me había enamorado locamente. Era mi vecina, esa misma que a pesar de vivir a pocos metros físicamente de mí jamás me había atrevido a confesarle mis sentimientos. Un grupo de muchachas la acompañaban. Todas eran bellas, pero ella más. Siempre he reconocido la belleza femenina, siempre agudicé mi visión en encontrar los puntos estratégicamente bellos de las féminas. Me quedé estupefacto pero a la vez halagado y agradecido por estar allí en aquel instante. Tal vez si lo hubiera planeado no hubiera resultado, pensé. Dos niñas comían chocolate a corta distancia de ella y se acercaron a convidarle. Ella aceptó sonriente. Las niñas rieron, yo sonreí. El estar en aquel sitio me hacía sentir halagado y único. Si bien vivía de migajas como aquella en donde ella se mostraba como un rayo y yo saboreaba el momento, no me afligía por ello, pero sabía que debía actuar, que ya era hora. Aproveché el momento que sus amigas se marcharon a caminar por el parque y ella quedó sola.

- ¡Ey!, ¡Hola!, ¡Qué casualidad, mira que encontrarte aquí en el parque hoy!. Es increíble la vida, vivimos en edificios enfrentados, en balcones vecinos y nunca nos vemos y hoy nos encontramos aquí. ¡Qué curioso!, ¿no? –dije sonriéndole e intentando disimular mi mentira.

- ¡Hola!, ¡menuda sorpresa!, ¡qué bueno es encontrarte aquí!, ¿disfrutando del sol? –dijo mientras seguía comiendo el pedazo de chocolate y con una mano se hacía visera por el sol.

- Claro, vine a despejarme.

- Sí, está hermoso. Yo vine con dos amigas pero se fueron a caminar. Yo no quise.

- Eres hermosa.

- ¡¿Cómo?!

- Que eres hermosa.

- ¡Ah!, gracias. –se sonrojó, y mucho.

- No lo tomes a mal, pero sentí que debía decírtelo.

- Soy normal, común y corriente como dicen, no tengo nada de especial.

- Bueno, será que para mis ojos sí.

Y por un momento pareció que el parque se complotó e hizo un silencio profundo y completo. No había ruidos de pájaros, ni murmullo de personas, ni el griterío de los niños jugando, ni siquiera el sonido del viento en los oídos, nada. Todo estaba en silencio y parecía que el mundo se hubiese vuelto por demás visual. Ambos quedamos suspendidos en ese ambiente óptimo con una sonrisa sostenida y una mirada perdida dentro del otro. No me imagino que pensó en aquel momento, pero sí sé qué pensé yo. Quería que aquello fuese una fotografía viviente que pudiera doblarla en varios pedazos y echarla al bolsillo para llevarla siempre conmigo. Eso quería. Siempre he sostenido que en aquel instante algo comenzó a cambiar. Tal vez la famosa pluma del final de Forrest Gump cayó en aquel instante y todo se volvió algo distinto. No sé que fue pero así lo sentí.

- Es hora de irme. Me ha encantado verte hoy –dije.

- A mí también me ha encantado. Espero nos volvamos a ver.

- Tal vez.

Y me marché.

Aún hoy pienso que la pluma de Forrest venía colada en algún bolsillo de mi jeans.


Una de las noches siguientes me senté en el balcón de mi departamento a contemplar la calle y su vida nocturna. Momento de distracción, eso necesitaba. No lograba distinguir casi mis manos en la oscuridad. La noche era espesa. Ella tenía la luz de su departamento encendida. Sobre la mesa ratona había un florero exquisito y un velador diminuto irradiaba un arco de luz que daba calidez al entorno. Afuera, en el balcón, las margaritas solo parecían contornos grisáceos. Estuve allí un buen rato con mi mirada poniéndose roma en dirección a su balcón y con mis pensamientos en cualquier parte.

- Ey, vecino, ¿cómo estás? –me gritó desde su balcón volviéndome a la realidad.

- Hola, muy bien.

- ¿Quieres tomar algo?, recién he terminado de trabajar y estoy cansada. Si tienes ganas puedes cruzarte y venir.

Entonces yo imaginé una cuerda de acero de balcón a balcón y yo cruzando por ella instantáneamente, pero enseguida supe que era mi imaginación.

- Ok. Ahí voy.

Me cambié como un rayo. Me puse mi mejor camisa y un toque de mi perfume Armani. Hice morisquetas frente al espejo intentando ubicar alguna pose en las cuales mis facciones me agradaran y me hiciesen sentir un seductor, pero al instante desistí, aquello tiraba por el piso mi autoestima. Toqué el timbre de su departamento y ella atendió con su sonrisa usual. A pesar de la diferencia de edad ambos nos comportábamos como de la misma edad. Era curioso pero eso sentía. Tomamos un par de copas de vino sentados en el balcón. Yo estaba allí rodeado de aquellas margaritas y gerberas que tantas veces había visto desde enfrente. Estaba al lado de la chica que más me gustaba en el mundo. Hablamos de cualquier cosa, reímos de cualquier cosa y el tiempo se esfumó como sin sentido. Nos comportamos como dos personas que nos conocíamos de años. Por la calle un motociclista pasó a gran velocidad con su novia aferrada a él, el matrimonio de viejos del séptimo piso de mi edificio miraba televisión en el oscuro y sus sombras en la pared parecían parcas acechándolos, un gato vagabundo ronroneaba sobre una cornisa, el vecino de al lado escuchaba a Bob Dylan a todo volumen. Vida, eso mismo, había vida por doquier y yo estaba allí, inserto en esa vida, porque era parte del todo, era un engranaje más de aquel mundo que de alguna manera confabulo para que yo estuviera sentado delante de ella. Tenía que pasar todo aquello, el motociclista, el matrimonio de viejos mirando televisión, el gato, el vecino con la música de Dylan, todo tenía que seguir ese orden para que ella y yo estuviésemos en aquel jardín flotante sonriéndonos y espiándonos sin escondernos.

Nos comenzamos a frecuentar.

Cada vez que coincidíamos en el balcón jugábamos a quien hacía más morisquetas. Creo que me sentía pleno y apostaría que ella también. Conoció mi departamento a principios del verano. Preparé una rica cena y cenamos en el balcón tal cual se había hecho costumbre en nosotros. Esa noche la besé. Después de hacerlo me miró dulcemente. Tomó mi guitarra y cantó un par de canciones en inglés para mí. Canciones de Dylan, de R.E.M., de Floyd. Volvimos a besarnos un par de veces. Finalmente terminamos desnudos en mi cama. Nos contemplamos en el resplandor que emanaba del velador. Era perfecta. La tenía allí, toda para mí, sin embargo más que hacerle el amor deseaba contemplarla y disfrutar un momento. Nos escudriñamos un buen rato y comenzamos a besarnos lentamente. Un hilo de humo de un sahumerio recorría la habitación. Aún se escuchaba la música de Dylan tras la pared del vecino. Hicimos el amor a su ritmo. Me recorrió con sus manos, me tomó, me usó a su antojo, me dejé ser su verdadero esclavo. La besé con ganas, creo que como nunca había besado a mujer alguna. La penetré con poder, con ambición. Noté en sus ojos que se sintió espléndidamente penetrada y eso me hizo sentir más macho aún. Terminamos haciéndolo en la sala y ahí quedamos dormidos tapados con una manta.

Cuando desperté se había marchado. Sobre la mesa ratona había una gerbera amarilla, hermosa, fresca. Desnudo caminé hasta el balcón y miré al suyo. Las ventanas estaban cerradas y no había señales de ella. Me vestí y con la gerbera en mi mano me senté en el piso del balcón. Un sol tibio comenzó a apoderarse de mi piel, una sensación inmensa de alegría me había invadido. Curiosamente, y aún después de tantas veces de habernos visto, no sabía su nombre. Imaginé muchos en un instante pero todos se esfumaron. Coloqué la gerbera delante del sol y lo observé. Las nervaduras se veían como ríos nuevos sobre la superficie de un planeta joven. El color se veía puro. Había vida en aquella flor que estaba a punto de morir en pocas horas. Entonces comprendí que yo era como aquella flor. Por mi interior corría vida y mientras la vida transitaba por mí debía vivirla y sentirla. Ella, la mujer más linda del mundo, era mi savia viviente y la que nutría mis nervaduras en silencio y a toda hora.



Bob Dylan, "Knockin' on Heaven's Door", del album Pat Garrett & Billy the Kid